UN TERRIBLE NAUFRAGIO
HACÍA semanas enteras que las tormentas se sucedían sin interrupción en el Océano, como si el cielo tuviese centenares de ellas preparadas para estallar al primer impulso del viento.
Graves daños había causado este continuado temporal, tanto a las fugitivas naves inglesas como a los corsarios americanos, arrebatando a uno y a otros algunos buques y multitud de hombres.
A juzgar por el estado del cielo, la nueva tempestad no iba a ceder en intensidad a las anteriores. Una densa y blanquecina masa de nubes con reflejos cobrizos avanzaba desordenadamente hacia Levante. Cruzábanse los relámpagos seguidos de truenos espantosos. El mar estaba negro, como si se hubiera removido hasta las mayores profundidades.
«Cabeza de Piedra» había hecho que se reunieran con él sus dos compañeros en el castillo de proa, que por estar más alto que el resto del buque se hallaba menos expuesto a los golpes de mar, que lanzaban enormes columnas de espuma al chocar con las bandas. Falto el buque de velas, le empujaba velozmente hacia Poniente.
—¡Mala situación, voto a cien mil campanarios! —exclamó «Cabeza de Piedra», que se había asido al árgana de proa—. ¡Esta borrasca en una nave medio desfondada!
——¿Adonde iremos a terminar? —preguntó «Petifoque», bañado ya de pies a cabeza.
—No iremos con toda tranquilidad a echar el ancla en algún puerto —contestó el contramaestre—. Esta tormenta nos enviará más fácilmente a estrellarnos contra alguna costa.
—Y entonces terminará todo; ¿no es verdad, «Cabeza de Piedra»?
El contramaestre no contestó. Se había empinado todo lo posible, manteniéndose bien agarrado al árgana, y miraba atentamente el Océano, iluminado por los relámpagos.
—¿Qué buscas? —preguntó el gaviero.
—¿Sabes quién sigue nuestro mismo rumbo, empujada por el viento y por las olas?
—¿Una nave?
—Adivina cuál.
—¿La Tonante?
—Bota la chalupa y ve a abordarla. Se trata de la fragata del marqués de Halifax.
—¿Es posible?
—Mira también tú, que buena vista tienes.
Después de esperar a que pasase una alta ola, «Petifoque» se irguió a su vez.
—¿La ves? —dijo el contramaestre, tendiendo el brazo.
—Una nave con las velas rizadas corriendo el temporal.
—¿No parece la fragata del marqués?
—Sí, «Cabeza de Piedra». ¿Se nos vendrá encima?
—Es muy posible; pero será para destrozarse con nosotros apenas las olas nos hayan arrojado sobre un banco o sobre algún arrecife.
—¿Hacia dónde corremos?
—Supongo que hacia la Florida.
—¿Y qué podremos hacer en aquella triste península, que dicen está poblada de indios feroces?
—Iremos a sufrir la tortura del palo.
—¿Y lo dices con esa sangre fría?
—¿Acaso querrás vivir tanto como Noé? Un marino, «Petifoque», no espera nunca llegar a viejo.
—Sin embargo, tú has llegado.
No contestó «Cabeza de Piedra». Seguía mirando atentamente la fragata, que no podía dominar la furia del viento y del mar.
Se había puesto a la capa, aferrando casi todo su velamen y dejando sólo alguna vela baja con rizo. La desgraciada nave se debatía a unos mil quinientos metros del brick y parecía seguir su ruta, aunque no voluntariamente.
—«Cabeza de Piedra» —dijo el joven gaviero—, ¿quieres que echemos a la fragata un buen remolque?
—¿Para traerla encima de nosotros? ¡Estás loco, «Petifoque»! Además, sería inútil, puesto que no gobernamos.
—Entonces, ¿qué esperamos? ¿Que nos eche a pique a cañonazos?
—¿Con este mar? ¿Adonde irían a parar las balas? Al castillo del brick, te aseguro que no.
—Tú eres un artillero viejo, y habrá que creerlo —repuso el gaviero——. De todos modos, me inquieta esa vecindad.
—A mí no me da cuidado alguno; al menos por ahora.
—¿Esperas que ocurra algo?
—Espero un terrible naufragio que nos permita apoderarnos de la rubia miss.
—¿Te propones abordar a la fragata con esta tempestad?
—¡No seré tan loco! No me agrada hasta ese extremo la vecindad del marqués.
—Si nos pesca, nos hace ahorcar en el sobrejuanete.
—¡Alto ahí, «Petifoque»! ¡Aún no estamos presos, y menos ahorcados! Tengo una esperanza.
—¿Cuál?
—¡La de que el diablo se lleva al infierno a todos los curiosos de la Tierra! —dijo el contramaestre, algo picado—. Poneos a mi lado, guardaos de los golpes del mar y esperad.
Y tú, Hulbrik, ¿qué tal vas?
—¡Mal estómago, padre! —contestó el alemán.
—¡Arroja cuanto quieras! El mar se encargará de baldear el castillo de proa.
Se apiñaron los tres detrás del árgana, y sujetándose fuertemente, esperaron con bastante tranquilidad el instante del naufragio.
El Atlántico parecía enfurecerse más cada vez. Levantaba sus olas a diez y más metros de altura, con ruido ensordecedor.
Aquel resto de buque, cogido de través, sin gobierno, sin estabilidad, daba saltos enormes, poniendo a dura prueba el estómago del pobre alemán, que no cesaba de vaciarse.
Los dos bretones, bien agarrados al árgana, contemplaban serenamente la tormenta, aunque estaban seguros de que, más pronto o más tarde, irían a estrellarse contra alguna costa.
La fragata seguía con fijeza el mismo rumbo que el bric-goleta, impulsados ambos, sin duda, por alguna impetuosa corriente que se dirigía hacia las playas de la Florida. Aunque se mantenía a la misma distancia de millar y medio de metros, parecía, sin embargo, que acabaría por acercarse.
«Cabeza de Piedra» no la perdía de vista, y se preguntaba con alguna ansiedad cómo podría terminar aquella malhadada aventura.
Transcurrían las horas, y, lejos de aplacarse la tormenta, aumentaba más cada vez. Terribles ráfagas de viento removían de cuando en cuando el Océano, haciendo dar espantosas guiñadas a ambos buques.
De repente lanzó un grito «Cabeza de Piedra».
—¿Nos vamos a fondo? —preguntó «Petifoque», siempre detrás del árgana.
—No; este cascarón, que debe de estar construido en Holanda, resiste maravillosamente.
—Pues ¿por qué gritas?
—La fragata no gobierna ya.
—¿Habrá perdido el timón?
—Preciso es que haya sucedido hace varias horas. De otra manera, hubiera tratado de huir ante el temporal en vez de entregarse a él.
—Naufragará con nosotros.
—Pues si hemos de rompernos el cuello o las piernas, yo preferiría que fuésemos solos —contestó «Cabeza de Piedra».
—¿Y no podemos hacer nada por huir de esa condenada fragata?
—Tampoco quisiera perderla de vista por completo, ahora que no gobierna.
—¿Quieres caer en manos del marqués y probar la resistencia de los cabos ingleses?
—Yo creo, «Petifoque», que esta vez conseguiremos sacar de su poder a la rubia miss.
—No veo de qué manera, «Cabeza de Piedra».
—Tengo aquí una idea maravillosa, que creo ha de darnos buen resultado.
—Sí; hacernos bailar en los sobre juanetes.
En aquel instante, el bricgoleta sufrió un golpe tan violento, que se rompieron algunos trozos de la borda.
«Cabeza de Piedra» y «Petifoque» se pusieron de pie.
El mar estaba espantoso en torno del barco. Las olas se rompían entre sí con extrema violencia, como si encontraran invencibles obstáculos.
—¿Habrá bancos de arena o arrecifes en aquel paraje?
Los dos bretones empezaron a temerlo.
—¿Y la costa? ¿Dónde está la costa? —preguntaba ansiosamente el gaviero—. Aquí, de seguro, no podríamos salvarnos*
—En este momento la he visto delinearse a la luz de un relámpago —respondió el contramaestre.
—¿Conseguiremos ganarla?
—No desespero de que así suceda.
La nave sufrió un nuevo golpe, violento, que la hizo permanecer algunos instantes inmóvil, como si la hubiese detenido algún obstáculo; pero en seguida volvió a levantarse en la cresta de otra oleada.
—¿Hemos parado? —preguntó «Petifoque».
—Nosotros parece que sí —respondió el contramaestre—. ¡No sé cómo se las arreglará la fragata, que tiene mucho más calado que este cascarón! ¡Atención!
Una espantosa ola pasó por la cubierta del brick, destrozando los últimos pedazos que quedaban de muras. Mugidora y terrible, cruzó también por el castillo de proa, amenazando arrebatar a los tres náufragos; pero volvió al mar sin hacer ninguna presa humana.
—¡Otro golpe como éste y vamos a contarlo al fondo del mar! —dijo «Cabeza de Piedra», firmemente agarrado al árgana.
—¿Chocaremos aún? —preguntó el gaviero.
—No he nacido en este país, y no sé si en estas bajos hay bastante agua para una nave.
—¿Y la fragata?
—¡Sangre de ballena!
—¿Qué pasa?
—¡Que es hombre de suerte ese marqués! ¡La fragata ha derivado hacia el Sur, evitando estos bajos!
—Y mientras tanto, nosotros no sabemos dónde nos hallamos.
—¡Señor curioso, si usted lo desea, puede tomar la dirección de esta cáscara! Yo seré contramaestre, y no capitán, ¡voto a cien mil campanarios!
—¿En cuál? ¡No veo qué mandar ni qué hacer!
—¡Uf! ¡Qué saltos!
—¡El salto final será el más terrible, «Petifoque»! El huracán nos dirige rápidamente hacia tierra. Dentro de tres o cuatro horas habrá terminado su vida esta pobre nave.
—¿Y nosotros también?
—Yo no soy el Padre Eterno para saberlo.
—¿Se abrirá o encallará?
—Podré decírtelo más tarde, cuando los escollos hayan destrozado la carena.
—¿Y cómo nos las compondremos? ¿Podremos utilizar la chalupa?
—Creo que no estará ya en su sitio. Y además, ¿para qué puede servirnos, con este mar tan furioso? ¡Calla! ¡Me parece que hemos vuelto a chocar!
—Sí —dijo el gaviero—. Seguimos filando por encima de los bancos. ¿Nos estrellaremos aquí?
«Cabeza de Piedra» hizo un gesto de resignación y miró a la fragata, que se dirigía resueltamente hacia el Sur, a más de dos mil metros, rodeada de inmensas olas.
Parecía que el marqués había Conseguido montar otro timón, a pesar de la furia de la borrasca.
No debía de ser un verdadero timón que tuviera la fragata de repuesto, sino arreglado con alguna verga y remos, de manejo más fácil, pero siempre excelente para un buque que carecía de él.
«Cabeza de Piedra» lanzó unas cuantas decenas de campanarios.
—¡Qué suerte tiene ese marqués! —exclamó—. ¡Que no se hiciera pedazos su fragata igual que nuestro brick!
—¿Y la rubia miss? —preguntó «Petifoque», que pensaba en el barón.
—¡No siempre se muere en un naufragio! —respondió el contramaestre—. ¡Ah! ¡Tocamos otra vez en el fondo! ¡Ya estamos cerca de la costa!
A unos dos mil metros de distancia se veía, a la luz de los relámpagos, una costa abrupta que no parecía ofrecer refugio alguno.
El mar se estrellaba en ella espantosamente con bramidos que parecían cañonazos.
¿Qué tierra era? ¿La Florida? Así lo creía el viejo contramaestre.
El bricgoleta seguía arrastrando sus fondos por aquellos bajos, a riesgo de perder de un momento a otro la quilla o de sufrir alguna avería irremediable.
Sin dejar la protección que le ofrecía el árgana, «Cabeza de Piedra» cruzó los brazos: sobre su ancho pecho.
El bravo bretón parecía completamente desalentado.
Transcurrió todavía una media hora, durante la cual la nave fue horriblemente sacudida por el oleaje. Por un extraño efecto de óptica, parecía que la costa era la que se movía, precipitándose al encuentro de los náufragos.
Era tan perfecta la ilusión, que el alemán, cuyo estómago debía de hallarse ya completamente vacío, preguntó a «Cabeza de Piedra»:
—¿Andar aquella tierra?
—¡Sí, como los campanarios de tu país! —respondió el contramaestre—. Supongo que estarán bien firmes.
—¡Campanarios tudescos ser los más sólidos del mundo!
—¡No valen lo que los de Bretaña!
Una furiosa ráfaga se abatió en aquel momento sobre la pobre nave, haciéndola girar como una peonza, mientras una inmensa masa de agua se estrellaba en el costado, formando una elevada cortina de espuma y lanzándose sobre la cubierta.
En medio del estrépito de la tempestad se oyó la voz de «Cabeza de Piedra», que gritaba:
—¡A la bodega!
Sujetándose fuertemente para defenderse de las sacudidas, que cada vez eran mayores, llegaron a la escotilla de popa y bajaron al entrepuente.
A tiempo fue; de haber permanecido en el castillo algunos instantes más, hubieran sido lanzados al abismo.
Sin embargo, en su nueva situación había el peligro de que si el buque se abría de un solo golpe o se iba a fondo rápidamente, ninguno de ellos podría escapar de la trampa en que se habían metido.
Al poco rato experimentaron un terrible choque, seguido de fragorosos ruidos. Caían los baos, rompíanse las cuadernas y saltaban los forros a babor y a estribor con siniestros crujidos. A través de una de las grietas producidas en el costado del buque penetró una ola en el entrepuente, llegando con violencia hasta los tres náufragos, que se habían acurrucado lo más juntos posible en la fogonera del mástil, y los derribó; desapareció para volver al ataque, esta vez cargada de arena, y después de zarandearlos rudamente se retiró por fin.
—¿Ha terminado el baile? —preguntó «Petifoque» restregándose los ojos, llenos de arena.
—Parece que sí —contestó el contramaestre.
—¿Habrá embarrancado el brick?
—¿No has oído ese estruendo? ¡Hubiera levantado a un marinero que estuviera ahogado hace seis meses!
—¿Podemos salir?
—¡Calma, muchacho! ¡Las olas deben de estar deshaciendo la cubierta de popa a proa!
—Pero no podemos seguir aquí.
—¡Con «hampre»! —agregó el tudesco.
—¡Sí, pobre diablo! Estarás vacío como un farol, pero ya no encontraremos los jamones del oso, ni siquiera los cadáveres de las demás fieras que hemos matado —dijo «Cabeza de Piedra»—. Las olas habrán arramblado con todo.
—Yo tener mucha «hampre».
—Y yo no tengo menos que tú, Hulbrik —respondió el contramaestre—. Pero en el mar es preciso tener mucha paciencia.
Otra ola amarillenta invadió el entrepuente, pero no llegó hasta los náufragos.
—¡Buena señal! —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¡Ven, «Petifoque»!
Descendieron rápidamente por la escala que conducía al fondo de la bodega, pero volvieron a subir en el acto. Los escollos habían abierto varias vías por las cuales entraba el agua abundantemente; pero las rocas sujetaban sólidamente el esqueleto del brick, impidiéndole irse a fondo.
—¡Estamos como si hubiésemos anclado! —dijo el contramaestre contemplando el alborotado mar.
—O, mejor dicho, está clavado el buque.
—Como quieras; lo cierto es que esta nave ha terminado su vida.
—¿Salimos?
—Podemos intentarlo. Procura ayudar al tudesco. ¡El pobre muchacho está agotado!
Por cuarta vez apareció la ola amarillenta y cargada de arena, pero menos alta que antes.
—¡Buena señal! —replicó «Cabeza de Piedra», frotándose las manos—. Este cascarón se ha clavado en algunas puntas de roca y se mantiene tan firme como si estuviera arrejado. Lo difícil será desembarcar. ¡Ea; vamos a ver si se ha concluido el mundo!
A pesar de que las olas bramaban en torno suyo, el barco no se movía. Parecía como si un eje de acero le hubiera atravesado sujetándole firmemente.
—«Cabeza de Piedra» —dijo «Petifoque»—, ¿hemos muerto?
—¡Me parece que todavía estamos vivos!
—¡Por ahora!
—Y espero que por más tarde. Esta cáscara se ha incrustado sobre los arrecifes en forma tal, que por el pronto no se moverá.
—¿La pondremos a flote nosotros?
—¿Estás loco, «Petifoque»? ¿Dónde tenemos grúas, ni siquiera anclotes? Todo ha concluido ya, y no nos queda más salvación que desembarcar, si es que podemos.
Se lanzó a la escala y asomó la cabeza por la escotilla; pero la retiró en el acto, lanzando un grito de horror.
—¿También huir los bretones de Batz?
—¿Yo huir? Adelante, y veremos si te atreves a poner los pies en el puente.
—¿Han desembarcado los corsarios?
—Os habría llamado yo para atacarlos. Ven, y verás un espectáculo que te pondrá la carne de gallina.
El gaviero escaló los últimos peldaños empuñando el hacha; pero, lo mismo que «Cabeza de Piedra», emprendió rápidamente la retirada sin hacer uso del arma.
Realmente, ningún hombre se hubiera atrevido a salir, aun cuando estuviera dotado del valor más heroico.