UNA CARNICERIA
¿CÓMO es que todos aquellos animales habían conseguido romper sus jaulas casi al mismo tiempo? ¿Es que con su extraordinario vigor muscular el oso había comenzado por derribar, quebrantando los hierros? Nadie podía decirlo.
El hecho era que en la cubierta del brick se hallaban tres o cuatro jaguares, un gran oso negro, tres cuguares y media docena de lobos grises.
Apenas se hallaron libres las fieras, se desparramaron en todas direcciones por la cubierta lanzando feroces gritos.
El olor de la sangre atrajo en el acto su atención, y todos se dirigieron hacia el alcázar, donde «Barba Gris» agonizaba entre sus dos víctimas.
—¡Abrid bien los ojos! —dijo «Cabeza de Piedra», preparando su fusil—. ¡Vamos a presenciar una escena que pocos hombres habrán visto!
—¿Se comerán los jamones de «Barba Gris»? —preguntó «Petifoque».
—¡Oh! ¡No cuentes ya con ellos!
—Y después nos comerán también a nosotros.
—Hemos cortado todas las cuerdas y la tabla de jarcia; de modo que parece que no nos amenaza peligro alguno. Ya sabemos que el oso negro es un buen trepador; pero le descargaremos el primer golpe si consigue el hocico a la altura de la cofa.
—¡Ah! ¡Pobre «Barba Gris»! —gritó el joven gaviero como si se lamentara.
Aquellas fieras, hambrientas y excitadas por el olor de la sangre, se arrojaron furiosamente sobre el gigante de las Montañas Rocosas, que no se hallaba ya en situación de defenderse. Jaguares y cuguares comenzaron a despedazar rápidamente al monstruo, en tanto que el oso negro se arrojaba sobre los bizcochos y los lobos devoraban los cadáveres de las víctimas del oso gris.
Bastaron unos minutos para que todo ello desapareciera en el estómago de aquellas fieras, sujetas antes, sin duda, a un largo ayuno. Cuando no quedaba nada que devorar, los jaguares fijaron la atención en los náufragos. La cofa no era bastante alta para que no pudieran salvarla de un salto.
—¡Abrid bien los ojos, muchachos! —dijo el bretón—. ¡Nos miran y piensan que aquí hay más carne que devorar!
—¡Yo disparar! —dijo Hulbrik.
—Tú no disparar hasta que yo te lo diga. La pólvora es demasiado preciosa.
—¡Yo ser «puen» tirador!
—¡Lo veremos!
—¡Ganar mucha medalla en mi país!
—Bueno; pues a ver si ahora echas por tierra el oso negro, que es el más peligroso.
—¡Sí, padre!
El alemán, excelente tirador, como la generalidad de sus compatriotas, se acomodó bien en la cofa, apuntó detenidamente y disparó.
En aquel momento se disponía el oso a vaciar la última caja de galletas. La bala del tudesco le penetró por entre las dos paletillas, rompiéndole la columna vertebral. El plantígrado, tan desgraciado como su congénere gris, se puso en pie, agitando desesperadamente la cabeza, y, por último, se dejó caer a lo largo.
Jaguares, cuguares y lobos se arrojaron sobre él rugiendo y aullando, dispuestos a devorarle.
—¿Qué tal, padre? ¿Qué decir de los tiradores tudescos? —preguntó el alemán.
—¡Mil bombas! ¡El Gobierno inglés no alista torpes! ¡Has hecho un magnífico blanco, Hulbrik, y te felicito! Pero no creas que los bretones no son también excelentes tiradores. Manejamos mejor los cañones que la carabina, demasiado ligera para nuestras encallecidas manos; si se presenta ocasión, sabemos también poner una bala donde sea necesario. ¿No es verdad, «Petifoque»?
—Y tumbamos siempre —respondió el gaviero.
—¿Tirar tú, padre? —preguntó el tudesco.
—¡Diantre! En realidad preferiría tener a mano un buen cañón de caza cargado de metralla, y entonces verías qué modo de caer animales de esos. Sin embargo, también sabemos manejar estas pequeñas armas de fuego, sin dejarlas en mal lugar. Fíjate en aquel enorme jaguar que está devorando la cabeza de tu víctima.
—¡Fea «pestia»!
—Pues voy a servírtela en salsa bretona.
Se acomodó bien para hacer la puntería afianzando el codo izquierdo, por ser aquel fusil bastante pesado; apuntó con gran cuidado, y poco después retumbó un disparo, que envolvió la cofa en una nube de humo acre. El jaguar dio un terrible salto, lanzando un rugido; se arrastró algunos pasos por el alcázar, seguido de cerca por los famélicos lobos, y, por último, cayó.
—¡Fulminado! —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¡Como ves, Hulbrik, si los bretones somos famosos manejando los cañones, también sabemos hacer buen uso de los fusiles y de las carabinas!
—¡«Puen» tiro, padre! —respondió el tudesco—. ¡Nosotros matar todas las fieras!
—«Petifoque», ¿de cuántas cargas disponemos? ——preguntó el contramaestre.
—De algunas más de ciento —contestó el gaviero.
—Entonces, estamos bien provistos, y podemos permitirnos el lujo de una cacería en pleno Océano.
Después del oso, las fieras se arrojaron sobre el jaguar, despedazándole.
Saciada ya por completo el hambre, se dispersaron por la cubierta, mirándose entre sí con recelo y gruñendo, pero sin propósito de atacarse.
Tampoco se preocupaban de los hombres refugiados en la cofa.
—¿Cuántas quedan todavía?
—¡Trece!
—¡Mal número! —dijo el tudesco.
—¿Por qué? En Bretaña el trece trae siempre fortuna —repuso el bretón—. ¿Queréis que empiece otra vez el baile? Mientras no limpiemos la cubierta de toda esa canalla no podremos bajar a buscar provisiones.
—¿Crees que encontraremos algo todavía? —preguntó «Petifoque».
—A popa del brick hay una chalupa que tiene dentro algunas cajas.
—Sí, «Petifoque», una chalupa, que los náufragos del brick no debieron tener tiempo de llevarse.
—Servirá después para nosotros.
—Así lo espero, ya que este buque se halla en tan pésimas condiciones que aunque tuviéramos viento fresco no conseguiríamos hacerle navegar un par de horas. Está demasiado inclinado sobre la banda. ¿Te duermes, Hulbrik?
—¿A quién tirar, padre?
—A las fieras que puedan saltar: jaguares y cuguares. No te preocupes ahora de los lobos. Si luego nos molestan, los mataremos a culatazos.
—¡Sí, padre!
—Pues ya puedes empezar.
El tudesco hizo su segundo disparo, y otro jaguar, herido mortalmente, se extendió cuan largo era sobre cubierta, sin lanzar un rugido.
Hartas de carne, las demás fieras no hicieron caso de la nueva víctima. Se habían saciado por completo, y por algún tiempo no necesitaba alimento alguno su resistente estómago.
En seguida disparó «Cabeza de Piedra», derribando al cuguar que parecía más feroz de todos.
—¡Esto es una carnicería! —dijo «Petifoque».
—¡Completa! —añadió «Cabeza de Piedra»—. Pero mientras quede una sola fiera continuaremos haciendo fuego. Ahora te toca a ti, «Petifoque», que no tiras mal. ¡Prueba este fusil!
—¡Un hierro viejo! —dijo el gaviero.
—¡Eres un asno! Esta es una verdadera carabina inglesa, que pone la bala con maravillosa precisión.
—Dispararé a la vez que Hulbrik.
—¡Así haréis doble blanco!
Apuntaron sin apresuramiento, porque el buque sufría grandes vaivenes, y dispararon casi a la vez.
No todos los disparos habían de resultar mortales haciéndolos desde una cofa, más sujeta al cabeceo que el resto del buque.
No dejaron de hacer blanco los dos diestros tiradores; pero tuvieron la desgracia de herir a los dos jaguares que quedaban, y que se habían echado casi juntos.
—¡Cuerpo de ballena! —exclamó el contramaestre al ver a los jaguares ponerse en pie rugiendo y mirando a la cofa—. ¡Vais a ver cómo esos señores de la selva tratan de vengar sus heridas! ¡Cargad pronto! ¡Cargad!
Los dos jaguares, levemente heridos, dieron quince o veinte saltos por la cubierta, poniendo en huida a lobos y cuguares, y, como si se hubieran puesto de acuerdo, se dirigieron velozmente hacia el árbol, cuya cofa ocupaban los náufragos.
Por fortuna, «Cabeza de Piedra» había tenido la precaución de cortar toda la jarcia, especialmente la de tabla; así es que no era posible escalar la cofa. El peligro que había era que pudiesen llegar hasta ella a impulso de sus poderosos jarretes, porque el tigre americano no tiene nada que envidiar al de la India respecto a fuerza muscular.
Llegaron al pie del mástil con la piel llena de sangre y erizados los largos bigotes, y se lanzaron a lo alto con terrible impulso. No pudieron llegar; pero no eran animales que abandonaran fácilmente una empresa.
Después de haber dado cinco o seis vueltas alrededor del palo con tal rapidez que hacía imposible toda puntería, el mayor de los dos se lanzó al fin por el aire, salvando los cuatro metros de altura y logrando clavar las uñas de las patas anteriores en el borde de la cofa.
Un solo instante de vacilación, y hubiera saltado dentro de la plataforma; pero «Cabeza de Piedra» no era hombre que se dejara sorprender fácilmente. Empuñó por el cañón el pesado fusil e hizo uso de la culata, que estaba recubierta de latón. Oyóse un golpe seco, y después de patear desesperadamente, el jaguar cayó como una masa inerte sobre la cubierta, rompiéndose las costillas en un árgana que se hallaba al pie del mástil.
—¡Le he abierto la cabeza como si fuera una calabaza! —dijo el contramaestre, limpiando en una vela la culata del fusil—. ¡Otro que no nos dará más cuidado!
En aquel instante sonó a su lado un nuevo disparo.
Era que Hulbrik había disparado contra el segundo jaguar, metiéndole una bala en el cuerpo cuando intentaba dar el salto.
—¡Bravo, Hulbrik! —gritó «Cabeza de Piedra».
Asustados con aquel continuo fuego, cuyas consecuencias veían sus propios ojos, según decía el bretón, los lobos y los cuguares corrían y saltaban desesperadamente por la cubierta aullando y rugiendo. Estaban furiosos, y si hubieran podido escalar la cofa, habrían dado buena cuenta de los tres náufragos.
—¡Eh, «Cabeza de Piedra»! —preguntó «Petifoque»—. ¿Qué les pasa?
—Que gritan como los patos de Estrasburgo; ¿no es verdad, Hulbrik?
El alemán respondió con una sonrisa.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó el gaviero.
—Continuar el fuego —dijo el contramaestre—. Mientras haya una fiera no podemos poner los pies en la cubierta sin peligro de ser despedazados.
—¡Gastar mucha munición! —dijo el tudesco.
—Tenemos todavía bastante pólvora para tomar al abordaje una fragata de alto bordo. ¡Qué tiradores somos! ¡Eh, Hulbrik; no tendría muchos así lord Howe!
—Entonces no salir de «Poston» —dijo el alemán.
—¡Vamos, camaradas! —exclamó «Petifoque»—. ¡No os durmáis! ¡Todavía hay sobre cubierta ocho o nueve animales que nos miran con malos ojos!
—¡Acabad ya con ellos! —respondió el contramaestre—. ¡Tengo un hambre feroz, y quisiera meter en el cuerpo siquiera unas cuantas galletas!
—¡Los osos las han devorado todas!
—Los osos no han entrado en la despensa; así es que todavía espero encontrar algo que pueda servirnos.
—¡Sí; patatas medio podridas que no comerían ni los cerdos! —dijo «Petifoque».
—¡Oh! ¡El señorito del estómago delicado! —gritó con fuerte voz «Cabeza de Piedra»—. ¡Con tal que en los naufragios hubierá siempre patatas, aunque no estuviesen sanas! ¿Os crían con bizcochos en Poulignen? ¡Vaya una gente afortunada!
—¡Dame unos cuantos, camarada!
—¡No; camarada, no! ¡Soy tu contramaestre!
—Continúa.
—¡Y no consiento tanta confianza!
—¿Somos o no somos bretones?
—¡Llévete el diablo, testarudo! ¡Tienes la lengua más larga que todas las pescadoras de Bretaña!
—¡No sé qué hacer ahora!
—¿Y te mueres hablando? ¿No ves ya a las fieras?
—¡Bah! ¡Todavía no han subido a la cofa!
—Sin embargo, aquellos dos jaguares han estado bien cerca de nosotros.
—Pero no nos han comido.
—Hulbrik —dijo, irritado, el contramaestre—. ¿Se puede hablar con esta cotorra? ¡Siempre quiere tener razón!
—Cuando yo contestar mal, mi capitán tirarme puñadas que aturdir «capeza» —respondió el tudesco.
—¿En la cara? —preguntó «Petifoque».
—En «pigotes».
—¡Ah! ¡Ahora comprendo por qué tienes cara de luna llena!
Al oír esta salida, no pudo «Cabeza de Piedra» contener una carcajada.
—¡Este píllete sería capaz de bromear ante la boca de un cañón cargado de metralla! —dijo.
—Cierto —repuso «Petifoque»—. Los bretones no tienen nunca miedo de la artillería, y podemos decir que hemos nacido entre su estruendo.
—Dejemos eso, y vayamos a concluir con las fieras antes que se nos eche encima el huracán.
—¿«Tampién» tempestad? —preguntó el tudesco, asustado.
—Está formándose por Poniente, y antes de la noche la tendremos encima.
—¿Adonde irá a parar nuestro barco?
—¡Se hará pedazos en cualquier parte!
—¿Y lo dices con esa tranquilidad?
—Querido, los dos somos marineros, y Hulbrik es soldado; dos profesiones que llevan siempre como gajes caer en el baño grande para no salir más, o recibir una bala de cañón o de fusil. ¿Por qué hemos de asustarnos? ¿No soy ya bastante viejo?
—¡Pero yo no! —repuso el gaviero—. ¡Apenas tengo veinte años!
—Tú morirás a los ciento un años —dijo «Cabeza de Piedra», con voz grave—. Tienes en la frente una arruga igual a la que tenía el padre Kartuk, el marino más viejo de Batz.
—¿Y murió?
—¡Centenario!
—¿Por aquella arruga?
—Así se dice.
—¡Entonces ya no temo nada! ¡Me siento capaz de meterme en la boca de un tiburón, con la seguridad de salir vivo!
—Pues ahora que ya te crees invulnerable, ve a terminar con esas cuantas fieras, que ya vuelven a comer.
—¡Manda al padre Kartuk!
—¡Pero si ya murió!
—¡«Mecor» disparar, «Petifoque»! —dijo el tudesco—. Ser «todafía siete»; nosotros tirar siete tiros y ser amos del «parco».
—¡Avante! —contestó el gaviero.
Cogieron los fusiles y volvieron a disparar sobre los animales, que seguían reunidos en el alcázar. Se dejaban matar tranquilamente; verdad es que nada podían intentar contra aquellos hombres, colocados demasiado en alto para poder llegar hasta ellos. Si se hubiera tratado de jaguares, el asunto no hubiera sido tan sencillo.
Los tiros se sucedían, casi siempre con acierto. A los cinco minutos, el último lobo y el último cuguar caían casi juntos, revolcándose en el mismo charco de sangre.
—¿Se ha terminado? —preguntó «Cabeza de Piedra».
—¡No queda ni uno sólo en pie! —respondió «Petifoque».
—¿Habrá más en la bodega?
—Iremos a verlo. Ahora que sabemos cómo se dejan fusilar las fieras, ni Hulbrik ni yo las tememos. ¡Me río yo de las hazañas que tan orgullosamente cuentan haber realizado algunos cazadores para conseguir la piel de un jaguar! ¡Pobres animales! ¡Tratan de defenderse; pero no son tan fieros como los pintan! ¿Bajamos?
—Cargad primero —dijo «Cabeza de Piedra».
Descolgó la única cuerda que había dejado para descender a cubierta, cogió el cuchillo con los dientes y se deslizó con rapidez.
Inmediatamente se reunieron con él el gaviero y el alemán, que se dirigieron a la escotilla con los fusiles amartillados, por si salía de la bodega alguna otra fiera.
—No se oye nada —dijo «Cabeza de Piedra»—. Han debido de salir todas.
—¡Y nosotros las hemos despachado sin dejar una! —agregó «Petifoque».
Se acercaron más a la escotilla y dirigieron una mirada al interior.
Allí había diez o doce jaulas derribadas, en gran parte destrozadas y con los barrotes retorcidos.
Sólo el oso gris era capaz de haber realizado con sus fuerzas colosales aquella faena, que por poco cuesta la vida a los tres náufragos.
—¡Valiente capricho! —dijo «Petifoque»—. ¿Cómo se le habrá ocurrido a ese animalote librar a sus compañeros? El oso siempre será oso; ¿no es verdad, «Cabeza de Piedra»?
—Debió de hacerlo en un acceso de furor; no creas que fue compasión hacia los jaguares y demás.
—¿No es tampoco amigo del oso negro?
—Se dice que no se atacan; antes bien, siempre procuran evitar el encuentro.
—Ser de la misma familia —dijo Hulbrik.
—Sí; y, sin duda, es el grito de la sangre lo que les hace no reñir —dijo el gaviero—. ¿No podíamos bajar a la bodega antes que el sol se ocultase por completo?
—¡Vamos! —respondió «Cabeza de Piedra»—. Aunque hubiera escondido algún otro oso, no le tememos.
—Yo disparar, pronto.
—Como si se tratase de un soldado americano. ¿Verdad, amigo?
—¡Ah! ¡No, padre!
—¿Por qué no? Tampoco los yanquis economizaban en obsequio tuyo los confites de plomo endurecido. ¡Estabas en tu derecho respondiendo! ¡Conque vamos; registremos el barco!
—Debíamos llevar un fanal —dijo el gaviero—. Ahí veo todavía delante del trinquete los dos de posición de estribor y de babor.
—Enciéndeme uno —dijo el contramaestre, dando pedernal, eslabón y yesca a «Petifoque».
Después miró atentamente al cielo, moviendo la cabeza con aire de descontento.
Se alzaban por Poniente gruesos nubarrones que iban ocultándose temerosamente en la inmensidad del espacio.
Se acercaban impulsados por el viento que hacía varias semanas reinaba en las aguas americanas con violencia de huracán, el mismo que había dispersado las escuadras de lord Howe y de lord Dunmore.
—¿Granizo? —preguntó el tudesco.
—¡Algo peor, mi pobre Hulbrik! ¡Pasaremos una malísima noche; te lo aseguro!
—¿«Romper» nosotros?
—¡Sí; la cabeza! —respondió el contramaestre sonriendo.
Volvía ya «Petifoque», trayendo un fanal rojo lleno todavía de aceite. Cogió la luz «Cabeza de Piedra» y descendió valerosamente por la escala de la escotilla, llevando preparado su enorme y fiel cuchillo.
El peculiar y horrible olor de las fieras salía por la escotilla e inundaba la bodega, en la cual no se podía respirar sin asfixiarse.
Los tres náufragos examinaron el lugar que ocupaban las jaulas, y se convencieron de que no había ningún animal vivo. Solamente encontraron dentro de una jaula tres coyotes muertos y cubiertos de gusanos, que despedían un hedor insoportable. «Cabeza de Piedra» y sus dos compañeros recorrieron el entrepuente y la bodega, bajaron hasta la sentina y después volvieron a cubierta.
Rugía ya el trueno, y el viento arreciaba, levantando enormes olas.
—¿Y qué, «Cabeza de Piedra»? —preguntó el gaviero viendo preocupado al contramaestre—. ¿Cenaremos? ¿Habrá quedado algo que podamos llevamos a la boca?
—Baja a la despensa, y de fijo que has de encontrar todavía algo para nosotros. He visto en la chalupa algunas cajas y barriles; pero será mejor reservar eso para más adelante.
Dicho esto se dirigió a popa, subió al alcázar, que estaba lleno de animales muertos y anegado en sangre, y examinó el timón.
—¡Está destrozado! —dijo a Hulbrik—. ¡Mejor podría servir de remo!
—¿Estar perdidos?
—¡Veremos, Hulbrik!
En aquel mismo instante se oyó un grito terrible en las profundidades de la bodega.
—¡«Petifoque»! —gritó «Cabeza de Piedra», palideciendo—. ¡A mí, Hulbrik!
Ambos se precipitaron por la escotilla de popa en dirección a la despensa. Alguna espantosa lucha estaba librándose, porque se oían gruñidos, juramentos y golpes. En pocos segundos llegaron bajo el cuadro de popa, alumbrado por el rojo fanal que había llevado el gaviero. Un espectáculo horrible se ofreció a sus ojos.
En una especie de camarote que parecía destinado a contener una parte de las provisiones del buque se hallaba un enorme oso negro, uno de esos animalotes que en una noche devastan un campo entero. Interrumpido el animal en su abundante comida por el joven gaviero, se había lanzado sobre el intruso, tratando de cogerle entre sus fuertes brazos para darle el abrazo mortal apretándole contra su velludo pecho.
Advertido a tiempo de la presencia de la fiera y de sus propósitos, «Petifoque» se había echado atrás, y empuñando el fusil por el cañón golpeaba al oso con la culata tan vigorosamente que el mismo «Cabeza de Piedra» se hubiera maravillado de haber estado presente.
Pero aunque el plantígrado hubiese perdido algunos dientes y no poca sangre, perseguía encarnizadamente al gaviero, que no podía hacer del fusil el uso que hubiera querido, a causa de la estrechez del camarote.
Cuando llegaron el contramaestre y Hulbrik se encontraba ya el animoso muchacho en situación bastante difícil, apoyado en uno de los mamparos y sin poder librarse de las acometidas de la fiera.
Sorprendido el oso al encontrarse frente a nuevos adversarios, dejó a «Petifoque», que ya tuvo tiempo de preparar el fusil, y en pie sobre las patas superiores, se lanzó resueltamente contra los recién llegados.
Era un magnífico animal, tan alto como un oso gris y muy gordo. El refuerzo que tomó en aquella despensa, después de tantos días de ayuno, debía de haberle sentado perfectamente.
—¡Ah, asesino! —aulló «Cabeza de Piedra» con voz tonante, lanzándose cuchillo en mano contra el oso, y dispuesto a emprender una lucha desesperada con tal de salvar a su joven amigo—. ¡Tendré tu piel!
Un formidable zarpazo le apartó, haciéndole casi caer. Al mismo tiempo gritaba el tudesco:
—¡Apartad, padre! ¡Yo hacer fuego!
Al recibir el contramaestre tan violento golpe tuvo que apoyarse en el tabique, pero sin dejar de agitar su terrible cuchillo.
—¡Ahora nosotros, Hulbrik! —gritó «Petifoque».
—¡Pronto, camarada! —respondió el bravo muchacho.
—¡Fuego!
Ya iba el oso a lanzarse sobre alguno de ellos, cuando sonaron dos detonaciones, que llenaron de humo el camarote. Hulbrik y «Petifoque» habían disparado a quemarropa, que en este caso era a quemapiel. El plantígrado lanzó un bramido horrible, y cayó estrepitosamente al suelo.
—¡Sangre de cachalote! —gritó «Cabeza de Piedra», descolgando del tabique un hacha que debió pertenecer al despensero—. ¿Habremos terminado ya con este animal?
Y de un certero golpe cortó uno de los soberbios pemiles de la fiera.
Recogió la sangrienta pata, dio a Hulbrik un vigoroso apretón de manos y salieron los tres a cubierta.
Olas enormes llegaron mar adentro, amontonándose con aspecto siniestro, y se lanzaban al asalto de la desdichada nave con infernal estrépito.
El gaviero miró a «Cabeza de Piedra», que parecía olfatear y sentir la tormenta.
—¿Noche de asado o de naufragio? —preguntó.
El contramaestre permaneció un instante indeciso, y después de haber mirado las nubes, iluminadas por los relámpagos y henchidas de tempestad, cogió su cuchillo y se lo entregó a «Petifoque», diciéndole:
—¡Corta las dos velas!
—¿Funciona el timón?
—¡No vale un mal cigarro!
—¿Adónde iremos?
—¡En brazos de la tormenta! —contestó el contramaestre con voz solemne.
El gaviero tomó el cuchillo y se lanzó a la arboladura, mientras los primeros relámpagos, seguidos de espantosos truenos, iluminaban los restos de aquel buque.
—¡Ohé! ¡Firmes las piernas! —dijo de pronto «Cabeza de Piedra».
Una ola monstruosa se había lanzado sobre la nave, levantándola a gran altura y sacudiéndola vigorosamente.
Después de aquel golpe de mar vinieron violentas ráfagas, acompañadas de relámpagos y de truenos. Por fortuna, se habían cortado a tiempo aquellas dos velas.
—¡Empezó el baile! —gritó «Cabeza de Piedra»—. ¡Tened cuidado de que no os arrebate un golpe de mar!