CAPITULO XII

EN LUCHA CON LAS FIERAS

LOS tres náufragos escalaron rápidamente el buque y saltaron la borda, dejándose caer sobre cubierta y desembarazándose de los fusiles y de las municiones, que no habían podido librar por completo de las caricias del mar.

Según habían previsto, no encontraron a bordo ni timonel, ni oficial de cuarto, ni marinero alguno. Aquella nave debía de haber sido sorprendida por la tempestad, perdiendo ambos mástiles a la altura de las cofas, y debía de tener, además, en el casco alguna abertura, aunque pequeña, por la cual entraba lentamente el agua en la bodega, que hacía navegar al brick inclinado sobre una de las bandas.

—¡No hay nadie! —había exclamado «Cabeza de Piedra»—. ¡Ni vivos ni muertos!

Un espantoso concierto que subió1 de las proximidades de la bodega vino a desmentirle.

Eran rugidos, maullidos, aullidos de osos, de felinos, de lobos.

—¡Cuerpo de un campanario! —exclamó el contramaestre, preparando su cuchillo—. ¿Qué tripulación lleva este misterioso buque? No se ve persona alguna, y, en cambio, parece que abundan en él las fieras. ¿Qué cargamento habrá estibado el capitán?

«Petifoque» y el alemán se habían agarrado a la tabla de jarcia, dispuestos a ponerse a salvo en la cofa. Sin embargo, habían tenido la precaución de recoger los fusiles y las municiones.

«Cabeza de Piedra», empuñando siempre el cuchillo, se acercó a la escotilla, que estaba abierta de par en par; pero apenas hubo dirigido la vista al interior, dio un salto hacia atrás y corrió a reunirse con sus compañeros, que ya se habían puesto a salvo en la cofa del trinquete.

—¿Qué, «Cabeza de Piedra»? ¿Podemos saber ya el nombre de nuestros nuevos amigos?

—¡Ah, necio! ¿Tienes el valor de llamarlos amigos? Acércate a ellos para probar la amistad de sus garras y de sus dientes. ¿Quieres saber el nombre de esos señores que habitan en la bodega y que han roto ya algunas de sus jaulas de hierro? Yo te lo diré en seguida: jaguares, cuguares, osos grises y negros, coyotes y serpientes.

—Hubiera sido mejor haber permanecido en la escollera. Al menos, allí no corríamos otro peligro que el de sufrir la sed.

—Creo lo mismo —agregó el contramaestre.

—¿Y cómo se encuentran en este buque tantas fieras?

—¿No sabes tú que los jaguares, los cuguares, los elefantes, los leones y todas las demás clases de animales feroces se venden como si fueran pemiles? ¡Y buen precio que tienen en los mercados de Alemania! ¿No es verdad, Hulbrik?

—«Hampurgo» estar lleno de fieras —contestó el tudesco—. Cuando llegar «farcos» cargados con animales de África o de Asia, «hafitantes» no poder dormir por ruido de fieras.

—¿Y dices, «Cabeza de Piedra», que las fieras de este barco han conseguido romper las jaulas?

—Yo he visto con estos ojos, mejores que catalejos, dos osos grises y dos o tres jaguares que se lanzaban hacia la escala —respondió el contramaestre.

—¿Y has visto también serpientes?

—Sí, he visto algunas; pero aún no estaban fuera.

«Petifoque» exhaló un largo suspiro.

—Yo no siento miedo de los animales que tienen uñas —dijo—; pero las serpientes me causan mucho respeto, y no quisiera…

Interrumpióse bruscamente, gritando:

—¡Buenos días, señor! ¡Tenemos mucho gusto en conocer a usted, mientras estemos separados! ¿Trae usted tarjeta?

Tan cómico era el saludo del joven gaviero, que «Cabeza de Piedra» y el tudesco no pudieron reprimir un acceso de risa.

Aquel señor a quien saludaba tan cortésmente «Petifoque» era un enorme oso gris, que después de romper su jaula, excitado por el hambre que debía de atormentarle hacía días, había subido a cubierta lanzando un horrible bramido que nada bueno prometía.

—¡Sangre de ballena! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¡Ese animalote es casi tan grueso como un bisonte! ¿Quién de vosotros quiere bajar a rogarle que vuelva a su jaula y nos deje tranquilos?

—¡No seré yo, por cierto! —contestó el joven gaviero, mientras miraba, no sin temor, las enormes quijadas del monstruo, armadas con largos y fuertes dientes amarillentos.

—¿Y tú, Hulbrik?

—Yo no poder, padre. Temblar piernas como si «hafer» delante cien cañones.

—Y nuestros fusiles son ahora tan inútiles como dos simples bastones —dijo «Cabeza de Piedra»—. Hasta que las municiones se hallen secas, no podremos disparar un solo tiro.

—Las culatas de los fusiles pesan bastante, camaradas —dijo el gaviero—. Con un golpe bien aplicado se puede abrir una cabeza.

—Pero ninguno de nosotros será capaz de abordar a Barba Gris con dos fusiles descargados. Conozco la robustez excepcional de estos animales. «Petifoque», corta un pedazo de vela y pon a secar la pólvora. El sol tiene ya bastante fuerza, aunque acaba de salir.

—¡Ahora mismo! Dentro de una hora podremos empezar el fuego.

Hulbrik señaló el oso al contramaestre y preguntó:

—¿«Supir»?

—Cuando son jóvenes, sí; pero después engordan demasiado y no se encuentran en disposición de trepar muy arriba. Sólo los osos negros suben perfectamente, aunque estén gordos.

—¿Cuántos «haber fisto», padre?

—No sé si un par o media docena.

—Entonces, ¿ser nosotros muertos?

—Están todavía encerrados en la jaula, y no sé si conseguirán romperla.

—¡Mal asunto!

—Claro que estaríamos mejor en una taberna.

Mientras tanto, «Barba Gris» campaba libremente por la cubierta, sin preocuparse de aquellos hombres que se habían refugiado en la cofa, y que sabía perfectamente que no podría alcanzar.

Algunas cajas y barriles, que sin duda no había podido embarcar la tripulación, estaban diseminados en el alcázar. Guiado el animal por su finísimo olfato, atravesó la cubierta, contoneándose cómicamente, y empezó a escalar el alcázar.

—¡Ah, bribón! —gritó «Petifoque»—. ¡El señor va a disfrutar un abundante almuerzo! ¡Seguramente que no dejará nada para nosotros!

—Te engañas —contestó el contramaestre—. Cuando podamos hacer uso de nuestros fusiles, ya verás cómo ese buen plantígrado nos cede sus magníficos jamones. Deslomo ahora comer.

—¿Y las otras fieras?

—Me parece que se hallan en el entrepuente en completa libertad.

—¿Te las habrá hecho ver el miedo?

—Puede ser —dijo «Cabeza de Piedra»—. Yo he tenido siempre que andar con los cañones, con las velas y con los marrajos más que con estas fieras.

—¿Se habrán retirado a sus jaulas?

—¿Las has encerrado tú?

—Yo no, puesto que no me he movido de la cofa.

—Entonces, ¿por qué preguntas eso, chiquillo? Ya nos convenía que alguien las hubiera hecho entrar otra vez, porque si los osos grises no pueden subir, generalmente los jaguares y cuguares viven entre las ramas de los árboles para poder sorprender mejor a sus presas. Si esas fieras consiguen subir al puente, quizá nos hagan pasar un mal rato. La cofa no está muy alta, y, además, pueden subir por la tabla de jarcia.

—Cortémosla antes que llegue a servirse de ella.

—Es un buen consejo, «Petifoque». Vamos a aislar el palo y sólo dejaremos una cuerda para bajar más tarde. ¿Qué está haciendo «Barba Gris»?

—¡Devorando que es una maravilla!

El enorme animal no había perdido el tiempo, y arrojándose sobre las cajas y los barriles, abrió unas y otros a golpes de sus formidables zarpas.

No le había engañado su olfato. Se trataba de enormes trozos de carne salada, galletas a millares y un barril lleno de lonjas de tocino.

Nunca oso americano alguno se había encontrado en tan abundante banquete, y «Barba Gris» expresó su satisfacción lanzando media docena de rugidos. Inmediatamente asaltó las provisiones, y ésta quiero, ésta no quiero, se regaló ávidamente, pero dirigiéndose con preferencia a la galleta.

—¡Buen provecho, caballero! —gritó «Petifoque» desde lo alto de la cofa.

El enorme animal no debió de quedar muy satisfecho de la cortesía del gaviero, porque se levantó rápidamente sobre las patas traseras, rugiendo ferozmente y agitando las terribles mandíbulas.

—¿Se ha vuelto loco ese animal? ¿Qué dices tú, «Cabeza de Piedra»?

—Es que los osos grises no han ido nunca a la escuela, que yo sepa, y por eso están mal educados —contestó el bretón de Batz.

—No puede ser ése el motivo de armar tanto escándalo y enseñarnos los dientes.

—Pues si no te acomoda mi explicación, puedes ir a preguntárselo. Por mi parte, prefiero dejarlo bramar hasta que quiera; mejor dicho, no hasta que quiera, sino hasta que podamos disparar nuestros fusiles. ¿Se va secando la pólvora?

—¡Así, así! Dentro de un cuarto de hora ya podremos cargar.

—Es preciso que esté bien seca. Un tiro perdido puede costamos muy caro.

En aquel instante salió de las profundidades de la estiba un espantoso concierto de rugidos, maullidos y ladridos. Parecía que las demás fieras habían percibido el olor de las provisiones que «Barba Gris» quería apropiarse exclusivamente, y trataban de romper sus jaulas para tomar parte en el festín.

—¡Santo Dios! —exclamó «Petifoque», tapándose ambos oídos—. ¡Qué concierto!

—¡Parece como si estuviera tocando en la bodega una banda militar alemana! —dijo «Cabeza de Piedra» intencionadamente.

Hulbrik hizo un gesto, y entornó los ojos asombrado al oír hablar despreciativamente de las bandas alemanas, que consideraba como las mejores del mundo.

—¡Tú, padre, no ser músico! —dijo—. ¡No tener «puena» oreja!

—Tienes razón, Hulbrik —respondió el bretón riendo—. Mis orejas sólo están acostumbradas a la fuerte música de los cañones de caza.

—¡Ja, ja, ja! ¡Y tú tener roto el tímpano!

—El oído, padre. Romperlo tantos cañonazos.

—¡Ah! Ahora ya entiendo. Pero todavía distingo perfectamente si es un jaguar que maúlla, un cuguar que ruge, un oso que brama o un lobo que aúlla.

—Incluso un perro que tenga dolor de vientre —dijo el joven gaviero, soltando una carcajada.

«Cabeza de Piedra» le dirigió una furibunda mirada llena de amenazas.

—¿Quieres que te acogote? —gritó.

—Entonces derramaré la pólvora, que ya está medio seca, y tendrás que cargar los fusiles con…

—¡Asesino!

—¡Ven a acogotarme si tienes valor! ¡Te convertirás en un bretón fratricida!

—¡Canalla! ¿Quieres tener siempre razón?

—Ya que no sea de Batz, al menos soy de Poulignen, y tampoco allí nos falta picardía.

—¡Por cien mil campanarios! —exclamó el contramaestre, serenándose—. Yo también empiezo a creerlo. ¡Vaya una raza de bribones que sale de ese país!

—¿Ahora lo sabes?

—Ahora, por desgracia.

—¡Pues hace cuatro años que nos conocemos!

—Y que disputamos. Pero ahora tenemos que dejarlo, «Petifoque». Hay que pensar antes en las fieras.

—¿Qué, acabarán por comerse al oso?

—¡Hum! ¡Hum! ¡Es un bocado algo duro de comer! Cuando «Barba Gris» comience a mover los brazos, dará que hacer a los mismos jaguares. ¡Voto a sanes!

—¿Qué es?

—¡Mira y admira!

Un magnífico animal, tan grande como un tigre joven de la India, de piel amarillenta sembrada de manchas oscuras, había salido a cubierta, lanzando uno de esos maullidos que a veces se convierten en verdaderos rugidos.

—¡Hermoso animal! —dijo Hulbrik.

—¡Que tendría una gran satisfacción en introducir los dientes y las garras en tu carne grasienta y colorada, amiguito! —dijo «Cabeza de Piedra».

—¿Saltar ese animal?

—¡Ya lo creo!

—¿Hasta aquí?

—Puede suceder. ¿Está ya seca la pólvora, «Petifoque»?

—¡A punto! —contestó el gaviero.

—¡Pues carga dos fusiles sin perder medio minuto!

—¡No necesito tanto tiempo! —contestó el bravo joven, que ya parecía burlarse de las fieras que aparecían en cubierta.

—¡Otro animal! —gritó en aquel instante el alemán.

—¡Cuerpo de campanario! —aulló «Cabeza de Piedra»—. ¿Saldrán todos ahora de las jaulas?

Miró hacia la escotilla, y pudo ver a un animal algo mayor que un lobo, pero de aspecto felino, cubierto de una espesa piel leonada y con la cabeza redondeada y provista de muy abundantes bigotes.

—¿Perro? —preguntó Hulbrik.

—Querido, eso es un león.

—¿Tan pequeño?

—No es león africano, sino americano; pero también feroz y capaz de atacar a las personas.

—¿Sin melenas?

—Ya lo ves. Es menos vigoroso que el león en todo, pero en ferocidad no le cede. ¡Los fusiles, «Petifoque»!

—¡Toma, «Cabeza de Piedra»! —respondió el gaviero.

—¿Estás seguro de que se ha secado bien la pólvora?

—Respondo de ello. Si falla el tiro, podéis arrojarme a las fieras.

El viejo bretón había cogido ya uno de los dos fusiles y se preparaba a hacer fuego; pero se detuvo, diciendo:

—Por ahora no tenemos necesidad de desperdiciar nuestras municiones. ¡Pobre «Barba Gris»! ¡Va a encontrarse un poco comprometido con dos adversarios tan ágiles y robustos!

Jaguar y cuguar, en vez de hacer cara a los hombres de la cofa, se habían dirigido al alcázar: uno* siguiendo la amurada de estribor, y otro, la de babor, con ánimo de disputar el almuerzo al glotón plantígrado.

«Barba Gris» parecía tener un estómago insaciable. Ya hacía media hora que estaba comiendo con el mismo apetito, y sin duda se había propuesto dar fin a todas las provisiones.

—¡Vamos a gozar de un magnífico espectáculo! —dijo «Cabeza de Piedra», preparando su fusil, sin embargo—. La mejor solución para nosotros sería que estas fieras se devorasen unas a otras.

Cauta y silenciosamente, los dos felinos habían seguido diferentes caminos para llegar al alcázar, al cual subieron por distinta escalera, sin encontrarse.

El oso gris acababa de romper otro barril lleno de pemiles salados.

Iba a continuar engullendo, pero llegaron a su olfato las emanaciones de los felinos.

Lanzó un horrible rugido, abandonó el barril y se puso en pie, agitando los brazos como un boxeador que se prepara a comenzar la lucha.

—¡Qué uñas ha desenvainado el amigo! —exclamó «Petifoque»—. ¡No quisiera sentirlas en mi cuerpo!

—Ni yo tampoco —añadió «Cabeza de Piedra»—. Pero no creo que estén desarmados sus dos adversarios.

—¿Es que habrá lucha?

—«Barba Gris» no querrá ceder sus provisiones; y como los otros dos tienen hambre, tratarán de ocupar su puesto.

—¡Malas «pestias»! —murmuró el alemán, que también se había preparado con el otro fusil.

El jaguar, más listo, más valiente y seguro de su fuerza, se lanzó el primero contra el oso, rugiendo y meneando la larga cola como un gato encolerizado. Contraídos sus ojos de acerados reflejos, parecían lanzar llamas. De un solo salto cayó a cuatro o cinco pasos del oso, alrededor del cual comenzó a dar vueltas vertiginosas, obligando a su pesado adversario a girar constantemente.

Entretanto, más cauto, y considerándose el más débil de los tres, el cuguar se había agazapado tras una caja, quedando en observación. ¿Qué esperaba? ¿Que oso y jaguar se matasen mutuamente para quedar dueño del campo sin riesgo alguno por su parte? Era probable.

—¡Ah, bandido! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¡Parecía que iba también a tomar parte en la lucha, y ahora que es el momento de ayudar al compañero, se tumba!

—Es el más pequeño —dijo el gaviero.

—Aunque no sea tan grande como el jaguar, tiene también uñas temibles, que por cierto causan heridas horribles, casi incurables. ¡No quisiera encontrarme con él en pleno bosque!

—¡Ni yo tampoco, padre! —dijo el tudesco—. ¡Hocico grande de gato «rapioso»!

—¡Ya se atacan las dos fieras! —gritó «Petifoque», empinándose cuanto podía para no perder ni un detalle de aquella lucha, que prometía ser emocionante.

El jaguar había conseguido sorprender al oso por la espalda y había saltado sobre él, haciendo presa con dientes y uñas.

En vano giraba sobre sí mismo el pobre «Barba Gris» tratando de librarse del carnicero, que le destrozaba. Rugía espantosamente, agitando las patas anteriores y rechinando los dientes; pero el jaguar no soltaba su presa: parecía haberse incrustado en el dorso del plantígrado, y no cesaba de morder y despedazar.

Corría la sangre a oleadas; pero el oso gris no es animal que se deje vencer fácilmente. Viendo que no podía coger a su enemigo, se dejó caer de golpe hacia atrás y aplastó al jaguar.

Oyóse un aullido terrible; después, siniestro crujir de huesos, y, por último, pudo verse al pobre jaguar, aplastado como una bolsa vacía, arrastrarse penosamente hacia la cámara de popa y caer.

—¡Lo ha matado! —dijo «Cabeza de Piedra»—. Prefiero que haya sido así, porque el oso no es peligroso para nosotros por el momento, mientras que el otro… ¡Ah, el cuguar ahora!

Atraído por el olor de la sangre, el león americano se había lanzado a su vez contra el oso, y había caído entre los brazos del plantígrado.

—¡Ah, torpe! —gritó «Cabeza de Piedra»—. ¡Ahora veremos cómo vas a librarte del abrazo! ¡Dentro de poco van a crujir tus costillas!

Furioso «Barba Gris» por las heridas que le había causado el jaguar, estrechó fuertemente contra su pecho al nuevo adversario, que ya podía considerarse perdido. Arañaba y mordía, causando sangrientas heridas; pero apenas podía moverse, sofocado también por la poblada piel de su poderoso enemigo.

—¡Grita como una mona roja! —dijo «Cabeza de Piedra», que, lo mismo que sus compañeros, seguía con el mayor interés todas las peripecias de aquella lucha.

—¿Cederán sus costillas? —preguntó «Petifoque».

—Debe de tenerlas ya rotas. «Barba Gris» tiene una fuerza extraordinaria, y cuanto sus zarpas agarran lo destrozan. ¡Huy! ¡Huy! ¡Pobre leoncillo! ¡Debiste ayudar al jaguar, imbécil! Entre los dos, quizá hubierais conseguido hacer algo.

Mientras tanto, continuaba la lucha en el alcázar, que estaba lleno de sangre y de pelos. El oso, siempre en pie, iba de un lado a otro dando rápidas vueltas como si estuviera loco. Mantenía entre sus brazos al cuguar, que parecía haberse trasladado ya al paraíso de las fieras.

Todavía siguió dando vueltas durante cuatro o cinco minutos el gigante de las Montañas Rocosas, dejando escapar gran cantidad de sangre por pecho y espalda, y después abrió los brazos. El cuguar cayó al suelo, produciendo el mismo sonido que un saco lleno de virutas. Tan poderoso había sido el abrazo, que no quedaba nada de aquellas graciosas formas que el animal tenía en vida.

Pero, aunque vencedor en toda la línea, «Barba Gris» no se hallaba en condiciones mucho mejores que sus enemigos vencidos.

Los tres náufragos pudieron verle girar locamente de un sitio a otro, ya oliendo el cadáver del jaguar, ya del cuguar, lanzando lastimeros bramidos, y, por último, dejarse caer escondiendo la cabeza entre las patas y haciéndose una bola. Un fuerte temblor estremecía todo su cuerpo con frecuentes y violentos sobresaltos que le arrancaban algún rugido.

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—«Petifoque» —dijo «Cabeza de Piedra» con su inalterable buen humor—, ¿no tendrías a mano, por casualidad, algún veterinario para enviárselo al pobre «Barba Gris»? Si no hay quien le cure las heridas, antes de una hora se habrá desangrado.

—¿Y quieres que lo haga yo, que ni soy médico ni veterinario? ¡Me parece que ya puede esperar!

—¿No ves que se está muriendo?

—¡Déjale que reviente! Así nos comeremos sin riesgo sus jamones.

Apenas había acabado de pronunciar estas palabras resonó en la bodega el mismo terrible concierto, que ya habían oído varias veces, pero entonces una, dos, cinco, diez, quince fieras quizá, saltaron por la boca de la escotilla e invadieron la cubierta.

—¡Por todos los campanarios! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¡Ahora sí que estamos lucidos!