UNA NOCHE DE ANGUSTIA
AUNQUE la oscuridad era profunda, como ya hemos dicho, y a pesar de haberse presentado la niebla, compañera inseparable de la corriente del «Gulf», en el acto pudieron distinguir una chalupa que seguía dócilmente la blanquecina estela de la fragata. Un cabo de diez o doce brazas de largo, sólidamente asegurado al palo de mesana, le servía de remolque.
Dentro de la embarcación se agitaba una sombra que de cuando en cuando parecía arrojar algo en el agua: anzuelos o redes.
—¡Hulbrik! —dijo «Cabeza de Piedra» a «Petifoque».
—¿Qué es lo que pesca, medusas o noctilucas? —preguntó el gaviero.
—Creo que ni él mismo lo sabe. No es este tiempo muy a propósito para surtir de calamares la despensa del marqués. En el mundo no hay más que dos pueblos que sean verdaderos pescadores: los holandeses y los bretones.
—Entonces, ve a ayudarle.
—Tengo que preparar mis puños, querido. Voy a tumbarle sin que lance un solo grito.
—El timonel me parece hombre robusto.
—No resistirá a mi golpe de bordada seca, como yo le llamo. ¿Qué hora tenemos?
—Debe de estar cerca la medianoche.
—¿Se te encoge el corazón?
—Nada de eso; estoy tranquilo.
—Quiere decir que los bretones del Poulignen tienen también algunas veces buena sangre en las venas.
—¿Sólo algunas veces?
—¡Oh, no; siempre!
En aquel momento se oyó gritar.
—¡Cambia el cuarto!
Los treinta o cuarenta hombres que se encontraban diseminados por la cubierta se agruparon para marcharse, mientras por la escotilla de proa salía el nuevo cuarto de guardia.
—¡Cuidado, «Petifoque»! —dijo «Cabeza de Piedra»—. Cobra del amarre y atraca la chalupa a la linterna del camarote de la miss. Si lo echas a perder, te cojo de las piernas, y entonces seré yo quien grite: «¡Hombre al agua!».
—Ya sabes que nado como un pez y que no me dan miedo los tiburones. Más respeto tengo a los congrios que hay en nuestra escollera, porque muerden ferozmente, y…
—¡Calla, charlatán!
—¡Yo charlatán! ¿Y eres tú quien me lo llama, cuando no puedes estar cinco minutos en silencio?
—Ahora ya no hablaré hasta que oigamos el grito de Wolf. Cuando un hombre cae al mar, especialmente si es de noche, la tripulación se sobrecoge y suele perder la cabeza.
—Menos nosotros, ¿verdad, maestro?
—Entretanto, sigues charlando.
—Sí; pero no pierdo de vista al timonel.
—¿Está preparado el brazo?
—Parece que está deseando largar el golpe.
Los hombres que formaban el nuevo cuarto de guardia se habían distribuido ya sobre cubierta, hallándose la mayor parte de ellos a proa, donde se hacía más necesaria la vigilancia en aquella noche de niebla, porque no era difícil encontrar alguna nave rezagada de las de lord Dunmore, con peligro de embestirla.
Los demás del cuarto, después de beber una taza de pésimo café secado y vuelto a hervir siete veces, se habían recostado lo más cómodamente posible entre el árbol de trinquete y el mayor para encabezar un sueño.
El oficial de cuarto paseaba también por el castillo, tratando de penetrar con la mirada por entre la niebla, que cada instante se hacía más densa, como si quisiera proteger la fuga de nuestros bretones.
A lo lejos relampagueaba y se oía rugir sordamente el trueno, repercutiendo en la negra masa de nubes, que el viento de Levante echaba nuevamente hacia la costa americana. Algunas veces llegaban grandes olas, que, cogiendo de través a la fragata, la levantaban violentamente y hacían crujir sus costillas.
—¡Esto ya me inquieta! —gruñó «Cabeza de Piedra»—. El embarco de la miss puede resultar difícil. ¡Bah! ¡Ya veremos!
Aún conservaba encendida la pipa. Acabó de consumirla precipitadamente, y después hizo una especie de molinete con el brazo, como para adquirir fuerza en los músculos.
Se había aproximado al timonel que, fuera porque estuviese medio borracho o muy cansado, parecía dormitar sobre la rueda del timón.
De pronto un terrible grito cubrió el ruido del mar y del cielo.
—¡Hombre al agua!
Se había oído la caída por babor, entre el palo trinquete y la proa.
No hay marinero capaz de permanecer impasible al oír ese grito, que puede anunciar la muerte de un camarada.
Inmediatamente se oyó la voz del oficial de cuarto, que decía:
—¡Al pairo la fragata! ¡Botad una chalupa!
Quince o veinte hombres se precipitaron a cumplir las órdenes.
«Cabeza de Piedra» había dado a la vez un salto hacia delante, lanzándose sobre el timonel, que estaba medio dormido. Su puño, grueso y sólido como un martillo de fragua, cayó con un ruido seco sobre el cráneo del inglés.
El desgraciado se desplomó detrás de la bitácora sin exhalar un gemido.
Aprovechando la confusión que reinaba a bordo* «Petifoque» había tirado rápidamente del cabo que remolcaba a la chalupa.
Por su parte, Hulbrik ayudaba también a acostar la ligera embarcación a la fragata, valiéndose de los remos.
Cuando la vieron debajo los dos bretones, saltaron la borda, y, deslizándose por la amarra, se encontraron bien pronto junto al tudesco.
—¿Y la miss? —preguntó «Cabeza de Piedra», mirando hacia las lumbreras que había sobre el timón.
En aquel momento oyeron la voz del marqués, que juraba y denostaba.
—¡Rayos y truenos! —exclamó el contramaestre—. ¡El marqués ha pescado a la miss cuando se disponía a huir! ¡El asunto está perdido! ¡Pronto! ¡A los remos!…
—¡Hay una vela!
—¡Apareja vivo, mientras Hulbrik y yo bogamos hacia alta mar! ¡Si los ingleses nos viesen, nos fusilarían como a gorriones! ¡Avante, avante, tudesco!
La fragata se había puesto al pairo como a un cable de distancia, esperando a la chalupa, que ya se había botado al agua para recoger, si era posible, al desgraciado.
Afortunadamente para nuestros fugitivos, la noche era oscurísima, como ya hemos indicado, y, por lo tanto, estaban en su favor todas las probabilidades de escapar sin ser molestados, cuando menos por el momento.
Más tarde quizá cambiase la faz del asunto.
En un abrir y cerrar de ojos, había arbolado «Petifoque» un mástil armado de su vela.
—¡Tú, al timón! —le dijo «Cabeza de Piedra».
—¿Qué rumbo?
—No lo sé; lo urgente es largarnos de aquí. ¿Que dónde atracaremos? En América o en Europa; eso ya lo veremos.
Soplaba un viento fresco que parecía venir de Levante, y que dejaba sentir de cuando en cuando alguna ráfaga más violenta.
La ballenera se había lanzado resueltamente a través de aquellas olas que se perseguían incesantemente, y a favor de la niebla era ya completamente invisible para la fragata.
A bordo de ésta debían de haber notado ya la fuga de los bretones, porque durante algunos minutos se oyeron disparos de fusil, hechos sin duda al azar en todas direcciones, y, por último, un cañonazo.
—¡Demasiado tarde! —dijo «Cabeza de Piedra».
En efecto, la fragata había desaparecido ya, y la ballenera navegaba rápidamente, alejándose más cada vez.
—Hemos salvado el pellejo, pero no a la miss —dijo «Petifoque» manteniendo la caña del timón—. ¿Será que la habrá sorprendido el marqués en el momento en que se preparaba a lanzarse por la escala?
—Así lo supongo.
—¿Y el pobre Wolf?
—No es ningún tonto, y sabrá salir del lance sin peligro. ¿Qué dices tú, «Compadre Cerfeza»?
—Yo no estar inquieto —contestó el tudesco—. Wolf ser bien querido por el marqués.
—¿Habréis embarcado armas y víveres?
—Dos fusiles, y «fíferes» para dos o tres días.
—¡Es poca cosa!
—Nos pondremos a ración —dijo «Petifoque».
—¡Y a ración bien corta! —respondió el contramaestre—. No sabemos a qué distancia podemos estar de la corbeta o de la costa americana. Avanzamos como ciegos.
—¡Calla!
—¡Otro cañonazo!
—La fragata, que se habrá puesto en nuestra caza. No nos dejemos coger, «Cabeza de Piedra», porque esta vez nos obligaría el marqués a que hiciéramos el último paso de baile con un cabo al cuello y guindados en alguna verga de juanete o de sobrejuanete.
—¿Crees que yo no lo sé?
—¿Esperas que podremos escapar de la caza?
—Esta niebla que tan providencialmente se ha echado nos protege. No somos en el mar más que un punto que difícilmente podrían descubrir los más potentes anteojos.
—¿Qué rumbo habrá tomado la fragata?
—¡Alto ahí, «Petifoque»! ¿Crees que me he convertido de pronto en gato? Búscala tú, que tienes ojos más jóvenes que los míos.
—Pero menos expertos.
—¡Ah; eso sí es verdad! —respondió el contramaestre—. ¡Diablo! ¡Para eso soy de Batz!
—¡Toma! Hasta ahora no sabía yo que en tu pueblo hubiese una fábrica de ojos mejores que los demás —repuso el joven gaviero con su acostumbrado acento irónico.
—¿Cuándo aprenderás, mal grumete, a no burlarte de mí? ¡Mira bien, y cuidado con el timón! ¿Dónde tenéis los ojos los bretones del Poulignen? ¿En los talones?
Una monstruosa ola avanzaba mugiendo siniestramente; una de esas olas de diez metros de altura, que apenas suelen verse más que en el cabo de Hornos.
Levantó a la ballenera con violencia entre la fosforescente espuma de su cresta, y después la precipitó en un abismo que parecía que no iba a tener fin. Durante cinco o seis minutos los náufragos fueron horriblemente zarandeados y empapados en agua; pero la ballenera resistió firmemente aquel combate, como, por fortuna, resistieron también los estómagos, no sólo de los bretones, sino del alemán.
Eran los tres a prueba de bomba, y el mareo no les había hecho nunca efecto.
—¡Eh, compañero! —dijo el joven gaviero—. ¿Se desencadena algún huracán?
—Se ha desencadenado ya en alguna parte del Atlántico y llegan aquí sus efectos, pero no creo que termine con eso.
—Tú eres un mal cuervo marino.
—Un marino viejo, querido.
—Una especie de albatros o procelaria.
—Siempre he sentido desde lejos las tempestades, como esos malditos pajarracos. ¡Eh! —¡Cuidado a la barra!
Otra montaña líquida se precipitaba sobre la desgraciada ballenera.
Se diría que también el Atlántico quería presa, como si no tuviese el fondo lleno de carabelas, galeones, corbetas y naves de alto bordo que había engullido durante tantos siglos en espantosas noches de huracán.
También pasó aquella ola, levantando a la ballenera con un ensordecedor estrépito de bramidos.
—¡Eh, «Cabeza de Piedra»; esto sí que puede llamarse un bandazo! ¡Parece que estamos en la Manica cuando cambia la marea!
—Iba a decírtelo yo también.
—¿Acabaremos por ir a beber en el vaso grande?
—¡Eres un asno!
—¿Mandas tú a las olas y al viento? —repuso algo picado el gaviero.
—He visto bien la ballenera, y puedo asegurarte que resiste tanto como La Tonante, aunque no sea más larga que una zapatilla. Los ingleses se han distinguido siempre en la construcción de sus barcos. Al lado suyo, nuestros constructores podrán meterse en un rincón.
—¡No hables mal de la Bretaña!
—No tengo pelos en la lengua, y siempre digo la verdad. ¡Voto al demonio! ¿Dónde andará la corbeta? ¡Si lográramos encontrarla! Y tú, «Compadre Cerfeza», ¿no dices nada? ¿Qué tal va ese estómago?
—¡Perdido! —contestó sonriendo Hulbrik.
—Para reanimarlo necesitaríamos dos docenas de aquellas salchichas del «Compadre Taberna».
Una tercera ola se apoderó de la ballenera, zarandeándola tan terriblemente, que esta vez el estómago de Hulbrik, ya puesto a dura prueba, no pudo resistir.
—¡Echa, echa! —dijo «Cabeza de Piedra», viéndole vomitar—. ¡No son más que gusanos! Tú también los habrás comido en la fragata, ¿no es así?
—Cierto.
—No tengas reparo por nosotros. Somos marinos, y hemos visto vaciarse ya muchos estómagos; ¿verdad, «Petifoque»?
—¡Millones!
—¡Demonios! Eres muy joven para eso. Di que hemos visto echar hasta la primera papilla y basta.
—¡Embustero! Si ya estás mareado…
—¡Vamos, a ti te pone malo el tiempo! —dijo—. ¡A un viejo lobo de mar que ha pescado en el banco de Terranova! ¡Vamos, «Petifoque», tú estás loco!
De pronto se levantó en píe, poniéndose las manos en los oídos, como queriendo escuchar mejor.
—¿Qué es ello? —preguntó el gaviero, mientras que Hulbrik continuaba echando las tripas.
—Han disparado otra vez —respondió el contramaestre.
—Te aseguro que no he oído nada. Preciso es que en Batz se fabriquen, a más de ojos, orejas especiales que sirvan bien para marinos.
—Y yo te digo, sin embargo, que han disparado un cañonazo.
—¿Será nuestra corbeta?
El contramaestre movió la cabeza con aire de desaliento.
—¿La Tonante? —dijo—. ¡Ve a buscarla! No espero, ni por asomo, encontrarla.
—Entonces, ¿para qué hemos escapado?
—Porque no me agrada dejarme ahorcar. No estaba en la fragata ese excelente «Compadre Ahorca», que tan bien conocía su oficio.
Una cuarta ola monstruosa hizo cabecear terriblemente a la chalupa, arrancando a Hulbrik un juramento. Momentos después, fuertes relámpagos rasgaban en lontananza la oscuridad, y comenzaba a oírse distintamente el bramido del trueno.
—¡Malo! ¡Malo! —dijo el contramaestre—. ¡Ya está aquí el huracán!
—Si es malo para nosotros, malo será también para la fragata del marqués.
—Esa es muy grande, y nuestra ballenera es bien pequeña.
—Pero esta chalupa es una buena marinera. Parece, realmente, un barco salvavidas.
Movió la cabeza el contramaestre, como quien está poca convencido, y contestó:
—¡Eso ya lo veremos más tarde!
Como todos los pescadores bretones, «Cabeza de Piedra»* llevaba pendiente de la cadena del reloj una pequeña brújula, que tenía la buena costumbre de no abandonar nunca; precaución de verdadero marinero.
Esperó que hubiese un relámpago, se orientó lo mejor que pudo, y, sentándose a popa, dijo a «Petifoque» y a Hulbrik:
—Ocupaos vosotros de la vela; yo me encargo del gobierno.
Trató de cargar la pipa, pero en aquel momento cayó sobre el mar un furioso chubasco, acompañado de relámpagos y truenos.
—Daremos la batalla al Océano —dijo, volviendo al bolsillo la pipa—. Pero ¿no somos dos bretones que hemos desafiado las olas de la Manica? Hemos nacido marinos, y no nos dejaremos vencer fácilmente por este imbécil huracán. ¡Cuidado a la escota, «Petifoque»!
—¿Y yo qué hacer? —preguntó el tudesco.
—Procura dormir, si puedes —dijo el bretón.