CAPITULO VIII

FUGA DE LOS BRETONES

—¡POR vida de un campanario!

—¡Por vida de todos los sapos del mundo!

—¿Por qué hablas de los sapos, «Petifoque»?

—¿No te parece que estamos en una charca? Sólo faltan las ranas, y me parece que las oiremos cantar esta noche.

—Y nos las comeremos. Estos señores ingleses sabían que teníamos hambre, y se han olvidado por completo de nosotros. Yo trituraría ahora cualquier cosa.

—¡Hasta hierros nos han puesto!

—Trataremos de romperlos.

—¿Y después?

—Después iremos a buscar a la rubia.

—¿Tanto valor tienes aún, «Cabeza de Piedra»?

—Ya que me han metido aquí, aprovecharé el tiempo para formar planes de guerra, puesto que la oscuridad favorece, según me ha dicho ese chiquillo guardiamarina, que sin duda se cree ya un lord Howe o un Washington.

—Sería preciso que alguien nos ayudase.

—¿Te has olvidado de los dos alemanes?

—¡Hum! Me fío poco de los tudescos.

—No, «Petifoque»; son buenos muchachos.

—¿Esperas ver todavía a Hulbrik?

—Sí, y también a su hermano.

—¡Hum! ¡Hum!

—¡Basta ya, desconfiado gaviero! ¿Has concluido? No olvides que yo soy siempre el contramaestre de La Tonante, mientras que tú sólo eres marinero de segunda clase.

—¡Bretón!

—¡Monigote, no sé qué me contiene para no darte un pescozón!

—¡Prueba!

—¡Si no tuviese los hierros, ya lo habrías recibido!

Pero el desgraciado contramaestre no podía hacer absolutamente nada. Los ingleses habían metido a los prisioneros en una oscura celda, junto a la sentina, privada de luz y de aire, y que medía un metro de ancho por dos de largo. Las aguas corrompidas que se filtraban exhalaban un olor que dificultaba la respiración.

«Cabeza de Piedra» trató de forzar la cadena de hierro que le aprisionaba las muñecas, y después de varios esfuerzos dijo, riéndose a mandíbula batiente:

—¡Caracoles! ¡Es legítimo hierro inglés!

—Y entonces, ¿qué?

—¡Dejaremos la escapatoria para mejor ocasión!

—Dime, «Cabeza de Piedra»: ¿qué harán con nosotros estos herejes?

—Yo creo que nos colgarán.

—¿Lo dices en serio, o es sólo por asustarme?

—¡Amiguito, yo no soy el marqués de Halifax!

—¿Y La Tonante?

«Cabeza de Piedra» lanzó un profundo suspiro.

—¡Otra vez con el ala rota! —exclamó—. ¡Es ya mala suerte la de la pobre corbeta! ¡Siempre el palo mayor roto! ¿Por qué no había de ser una verga, un pedazo de trinquete o el bauprés o algo similar?

—Allí están con ella las naves americanas.

—Ya lo sé; y sé también que la protegerán eficazmente.

—Pero no a nosotros, querido. Después de todo, hay que confesar que somos demasiado pesados para dar caza a esta fragata, que es el mejor velero que llevó lord Howe a Boston.

—«Cabeza de Piedra», voy a morirme de aburrimiento y de hambre.

—Trata de meter el diente a los hierros.

Apenas había terminado de pronunciar estas palabras «Cabeza de Piedra», se sintió rechinar el grueso pestillo de la cerradura y se abrió la puerta, dando paso a dos hombres que iban provistos de linternas.

—¡Ah, «Compadre Cerfeza»! —exclamó alegremente el bretón—. ¿Viene usted para colgamos ya?

—¿Yo colgar, «puenos» amigos? ¡Oh! —contestó Hulbrik—. Yo recordar siempre salchichas, «cerfeza», esterlinas, y nunca «olfidar» que «salfar» usted mi «fida».

—Yo no, Hulbrik; fue el verdugo de Boston.

—Si yo estar aquí y poder «fer» mi hermano Wolf, todo por usted.

—¡Ah! ¿También ha venido a vernos tu hermano? ¿Qué es ello? ¡Se diría que traen ustedes cara de conspiradores! ¡Míralos bien, «Petifoque»!

—No me parece que estén muy alegres —contestó el gaviero.

—Amigos míos, escuchen al amigo Hulbrik —dijo éste.

—¡Abre los oídos, «Petifoque»!

—Están bien abiertos.

—Amigos, primero tomar ustedes estos «fíferes», porque ingleses no acordarse, y mi hermano Wolf «felar» por «fosotros».

El tudesco sonrió bondadosamente, y sacó de sus amplios bolsillos algunas galletas y dos grandes trozos de carne asada y seca, porque los víveres frescos hacía ya muchos días que se habían terminado a bordo de las naves inglesas.

—Siempre he dicho —dijo el bretón— que tú, aunque tudesco, eres un buen muchacho. Trae acá y vamos a comer; desde ayer no ha entrado carne alguna en nuestra bodega.

—Y yo traigo también esto —dijo Wolf, sacando dos medias botellas, ya descorchadas.

—¡Por todos los campanarios de Bretaña! ¡Pues vaya un despilfarro! ¡No creo que haya tanta abundancia en la misma mesa del marqués de Halifax!

—Ya faltan los «fíferes».

—¿Y cómo vamos a comer nosotros con estas cadenas?

Wolf dejó en el suelo la linterna, cogió unos fuertes alicates, y los dos prisioneros tuvieron los brazos libres en un abrir y cerrar de ojos.

—¿No hay peligro de que puedan sorprendernos? —preguntó «Cabeza de Piedra».

—Yo soy el carcelero —contestó Wolf.

—¡Un carcelero bien complaciente!

—Que demostrará ser buen amigo si ustedes querer escucharme.

—Le escucharemos a usted, aunque haya de echar fuera todas las efes.

—«Pueno» —dijo, sonriendo, el hermano menor de Hulbrik.

—Hable usted, pues, mientras nosotros trituramos esta galleta y engullirnos esta pésima carnaza, llena de gusanos —dijo «Cabeza de Piedra», que ya había comenzado a mover enérgicamente las mandíbulas.

—Me manda la señora.

—¿Cuál?

La miss del marqués.

—¿Sabe que estamos aquí?

—Yo decirle todo —contestó Wolf.

—¿Y qué dice?

—Que no «haper» más recurso que la fuga.

—¿Nosotros solos?

—No; con ella. Ir «tampién» ella, a pesar de todo. Estar cansada del mal trato del marqués, y «mecor» correr peligros de mar que quedarse.

—¡Huir con una mujer! No será empresa fácil, amigo Wolf.

—Ingleses siempre «porrachos», y no saber nada. Yo arreglar todo, y mi hermano acompañar a ustedes.

—¿Y no piensan ustedes en el riesgo que corren de probar el apretón ^de un lazo de cuerda en el cuello, colgado en alguna de las vergas más altas?

Los dos hermanos se miraron un momento, y Wolf contestó después, exhalando un suspiro:

—Nosotros «apandonar» nuestro país sin la esperanza de «folfer». La guerra es la guerra.

—¡He aquí un alemán que vale tanto como un bretón! —dijo «Cabeza de Piedra».

Y, alargando la diestra, dio un vigoroso apretón de manos a cada uno de los dos hermanos.

—¿Cuándo será la fuga? —preguntó.

—Después del «campio» de guardia, a medianoche —respondió Wolf.

—¿Está preparada la chalupa?

—Con armas y «fíferes» —contestó el tudesco.

—La empresa va a ser difícil hasta para un marino viejo.

—Nosotros pensaremos en todo.

—Perfectamente. ¿Tienen ustedes un poco de tabaco para cargar mi pipa?

—Sí, También hemos pensado en eso.

—¡Por todos los campanarios! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¡Ni en la misma Bretaña se hallan dos muchachos más excelentes! ¡Compadre Wolf, venga ya, que mi pipa está deseando funcionar!

—Tome usted, señor.

—¡Eh! ¿Qué te parece, «Petifoque»?

—Que los bretones hemos nacido con buena estrella.

—Eso me parece también a mí —repuso cándidamente el contramaestre, cargando su pipa todo cuando pudo.

Bebió un largo trago de aquel vino que les habían llevado los alemanes, bastante agrio, por cierto, y después empezó a lanzar bocanadas de humo.

Los dos hermanos permanecieron aún algunos momentos en la celda, y al fin salieron, prometiendo volver después de medianoche.

—¡Esto se llama tener buena suerte, «Petifoque»! —dijo «Cabeza de Piedra», que continuaba fumando apresuradamente—. Pero me temo mucho que la miss va a servirnos de entorpecimiento.

—¡Qué sorpresa vamos a dar al corsario cuando se la presentemos!

—¡Despacito, amigo; todavía no hemos llegado a la corbeta, y ni siquiera salido de la fragata! Todavía puede suceder que nos pongan fuera de combate.

—«Cabeza de Piedra», ¿es que no vas a seguir siendo el valiente marino de siempre?

—¿Por qué me dices eso? ¡Ten cuidado conmigo, porque ahora que no tengo hierros en las manos ni en los pies puedo darte un puntapié!

—¿A tu amigo bretón?

—Abusas demasiado de la amistad que te profeso, atrevido. Olvidas con frecuencia que soy un oficial.

—Lo recordaré a todas horas, «Cabeza de Piedra»; te lo juro —respondió «Petifoque», con tono de mofa.

—¡Bribón! ¿Te burlas de mí?

—Gritas de tal modo, que van a oírte en el puente, y vendrán a ponernos los hierros. Cuando te pones furioso muges como un elefante marino.

—Acaso tengas razón —repuso, sonriendo, el contramaestre—. Alguna vez también yo cometo imprudencias; pero sólo alguna vez, ¿entiendes?

Vació la pipa, la llenó nuevamente, y después de beber otro sorbo de aquel vino, que hubiera estado perfectamente en alguna ensalada, se echó en un extremo de la celda, fumando y gruñendo.

Por su parte, «Petifoque» se había extendido cuanto permitía la falta de espacio, y había cerrado los ojos, con el propósito de echar un sueño si podía.

El Atlántico debía de haberse tranquilizado algo, porque la fragata no se balanceaba ya como antes, que parecía que iba a dar vuelta sobre una de sus bordas.

Sin embargo, hocicaba fuertemente, y cada embate de la roda con las olas producía un cabeceo desagradable.

¿Dónde se hallaba? ¿Había encontrado a la escuadra de lord Dunmore, o se hallaba sola y trataba de salvarse por su cuenta? Esto es lo que «Cabeza de Piedra» hubiera deseado saber.

Los dos tudescos no habían vuelto a presentarse. Sin duda no querían exponerse a ser sorprendidos en pleno día con aquellos prisioneros, que se consideraban como peligrosísimos.

Ya había dejado apagar la pipa «Cabeza de Piedra» y había entornado los ojos, arrullado por el balanceo y el monótono crujir de las cuadernas, cuando se abrió impetuosamente la puerta, y apareció Wolf, con aspecto algo desconcertado.

—¡Pronto, a poner los hierros! —dijo, sacando del bolsillo una llave inglesa.

—¿Pasa la ronda? —preguntó «Cabeza de Piedra», a la vez que largaba un puntapié a «Petifoque», que continuaba roncando desaforadamente.

—El marqués quiere interrogarles.

—¡Bien podía dejarlo para mañana!

—¡Estar esperando!

—¡Arriba, «Petifoque»; vamos a oír lo que tiene que decirnos ese bribón de siete suelas!

El gaviero estaba ya en pie. Wolf les colocó los grillos en las muñecas, y dijo:

—«Famos» ya; al marqués no le gusta esperar.

—¡Vaya un tío exigente! —dijo «Cabeza de Piedra».

El tudesco tomó el aspecto de un verdadero carcelero; había desenvainado el sable, y llevaba también una pistola de dos cañones en la mano izquierda.

—¡Ahora nos envía al otro barrio! —dijo a «Petifoque» a aquel eterno charlatán, al salir de la celda.

Subieron una interminable escalera, atravesaron las dos baterías, y salieron, por último, a cubierta.

Reparadas sus averías, la fragata navegaba con buen viento hacia el Sur, esperando quizá poder reunirse todavía con la flota fantasma.

El tiempo seguía amenazador, aun cuando el Océano estuviese bastante calmado.

Apenas subió a cubierta, «Cabeza de Piedra» dirigió una mirada hacia el Norte, esperando descubrir, si no la corbeta, demasiado averiada para continuar la caza, cuando menos las cuatro naves americanas.

—¡Por vida de un ballenato! —murmuró—. ¡Han desaparecido todos! ¿Dónde iremos a buscarlos?

Seis soldados armados de fusiles rodearon en aquel instante a los dos prisioneros, empujándoles con bastante rudeza hacia el alcázar, por el cual paseaba impetuoso y altivo el hermano mayor del corsario. Al ver llegar a los bretones se sentó en uno de los cañones de caza, y después de haberlos observado unos instantes, dijo:

—No esperaba encontrarme aquí al famoso contramaestre del barón McLellan. ¿Es usted ese terrible bretón?

Pronuncio estas palabras con tan irónico tono, que hubiera hecho saltar a cualquier persona de más paciencia que el poco sufrido contramaestre.

—Sí, milord; soy yo precisamente —contestó con arrogancia—. No seré hermoso, lo confieso; pero tampoco soy horrible como un orangután.

—¡Hola! ¿Bromea usted? —dijo el marqués, frunciendo el entrecejo—. ¿Quién le ha acostumbrado a usted tan mal?

—Su señor hermano.

El marqués se puso en pie de un salto, con el semblante lívido.

—¿Qué hermano? —gritó—. ¡No tengo ninguno! ¡No hay más que un Halifax en el mundo!

—¿Es que el barón de McLellan no es pariente de usted, más o menos lejano?

—¡Señor contramaestre, no tiene usted por qué ocuparse en los secretos de mi familia!

»—Un secreto, milord, que hace mucho tiempo conoce toda la marina europea y americana.

—¿Y qué se dice de mí?

«Cabeza de Piedra» se pasó dos o tres veces la mano por la cara, y dijo, con aspecto ingenuo:

—Yo no sé, porque la verdad es que soy un poco torpe de oído.

—Cuando le conviene —replicó el marqués con ironía.

—No, milord; cuando el tiempo lo requiere.

—¿De dónde le ha sacado a usted ese señor McLellan, más generalmente conocido por el «Bastardo»?

—De Bretaña, señor; una tierra rica en peñascos, en cabezas duras y en marineros que no sienten nunca el miedo.

—Ya lo veo —respondió el marqués—. Es usted mi prisionero, corsario, y, por tanto, puedo hacerle ahorcar en el acto sin necesidad de Consejo de guerra, y, sin embargo, se atreve usted a bromear.

—Tenemos la costumbre de no perder nunca el buen humor.

—¿Ni siquiera con una cuerda al cuello?

«Cabeza de Piedra» se encogió de hombros y dijo:

—¡Igual da morir colgado que partido en dos por una granada! Cuando se va a la guerra no puede tenerse la pretensión de volver con la piel entera a su casa.

El marqués le miró con admiración.

—Tiene usted a su cargo la artillería de La Tonante, ¿no es así?

—Sí, milord.

—¿Quiere usted pasar a mi servicio, así como su compañero?

—¡Yo! ¡Nosotros!

—Buena paga y buen trato.

—¿Y caso de rehusar?

—Mañana le mandaría ahorcar en el sobrejuanete del palo mayor.

—¡Es muy alto, milord! —respondió el bretón—. Si se quiebra la cuerda, voy a romperme una pierna o algo así.

—¿Se decide usted?

—¿De modo que me ofrece, milord…?

—La paga de un subteniente de navio.

—¡No está mal! —exclamó el bretón—. Ya sé que la marina inglesa paga bien a sus oficiales.

—¿Acepta usted?

«Cabeza de Piedra» meditó un instante y contestó:

—Soy de usted en cuerpo y alma. Siempre quedo al servicio de la familia.

—¡No vuelva usted a hablarme del señor de McLellan! —dijo el marqués, con voz airada.

—Como usted quiera, milord.

El marqués hizo señas a Wolf, que al instante libró de los hierros a los bretones.

—Ahora —dijo el comandante— pueden ustedes ir a la cocina en tanto que se les destina un camarote. Pero no olviden nunca que hay muchas vergas en mi fragata y que tampoco faltan cordeles. Pueden irse ya.

Los dos bretones hicieron una desmañada reverencia, dejando caer estrepitosamente los hierros al suelo, y guiados por los dos hermanos tudescos se dirigieron hacia el centro de la fragata, donde se hallaba la cocina, entre el palo mayor y el de mesana.

Un negro, más negro que el carbón, estaba en la puerta dando vueltas en una gruesa cacerola a un guisote que exhalaba un penetrante olor a especias.

—¡Qué aroma! —dijo «Cabeza de Piedra», cuya nariz se dilataba aspirando ansiosamente aquellas emanaciones—. ¿Qué dices de todo esto, «Petifoque»?

—Que vamos a comernos la cena del marqués, ya que nos ha autorizado para venir a la cocina.

«Cabeza de Piedra» arrancó bruscamente la cacerola de las manos del cocinero, diciendo con tono imperioso:

—¡Trae aquí, saco de carbón!

El negro le miró oblicuamente con sus grandes ojos de porcelana.

—¡Traiga usted! —dijo al fin—. ¡Eso es para el patrón!

—¡Vamos a comerlo nosotros!

—¡Cómo!

—El marqués no tiene apetito esta noche.

—¡Deme usted la cacerola!

—Cuando mis manos aferran algo, no lo sueltan fácilmente.

El negro lanzó un rugido de fiera, y quiso lanzarse sobre el bretón; pero éste levantó rápidamente en alto la cacerola, que mantenía sólidamente agarrada, gritando:

—¡Si das un paso, te largo encima el rancho! Te he dicho ya que el marqués nos ha cedido su cena, y me parece que es bastante, ¡voto al diablo! ¡Largo de aquí y no me mires de ese modo, porque te envío de una patada a que te ases en tus hornillos! ¡Qué insolentes son estos salvajes que nos envían las selvas africanas! ¿Qué dices tú, «Petifoque»?

—Que debías charlar menos y cortar ese pedazo de carne.

«Cabeza de Piedra» vació la cacerola en un plato bien hondo, y apoderándose de un cuchillo comenzó a dividir la carne, sin perder de vista al negro.

—¡Eh, cocinero! —gritó—. ¿Qué porquería es ésta?, la carne está llena de gusanos.

—No la hay mejor a bordo —respondió el cocinero, que había optado por volver a sus hornillos para derretir en una enorme olla una docena de velas de sebo para la sopa o rancho del día siguiente.

—¡Qué miseria hay aquí! ¿Y el señor marqués hubiera tenido el valor de meterse entre pecho y espalda esa cena condimentada con millares de gusanos? Nosotros sí la haremos pasar, porque tenemos estómago de marineros.

Los dos bretones se sentaron en un taburete de hierro y empezaron a devorar, metiendo la mano de cuando en cuando en una cesta llena de galletas enmohecidas.

—«Compadre Sam» —dijo «Cabeza de Piedra», cuando hubo terminado—: ¿Es que en esta fragata hay la maldita costumbre de comer sin beber?

—No me llamo «Compadre Sam» —respondió el negro, que seguía incomodado con aquellos intrusos.

—Pues dime tu nombre.

—Jacob.

—Perfectamente. Compadre Jacob, hazme el favor de traernos también el vino que habías de servir esta noche al comandante.

El negro lanzó dos o tres gruñidos; pero viendo que el bretón enarbolaba amenazadoramente la cacerola, bastante pesada a pesar de estar vacía, se decidió a presentarles dos medias botellas, ya descorchadas, y dos vasos de lata.

—¡Pero éste es el buque de la miseria! —exclamó el sempiterno charlatán—. ¡Carne rellena de gusanos, galletas mohosas y vinagre en vez de vino! ¡Bébalo el diablo! Estamos mejor en nuestra corbeta; ¿no es verdad, «Petifoque»?

—Cien veces mejor —contestó el gaviero.

Pero ambos bretones tenían unos estómagos capaces de desafiar a los de los avestruces, y aquel vino pasó a terminar la cena.

Entonces ya lanzó «Cabeza de Piedra» un ruidoso suspiro de satisfacción, y después de pasarse unas cuantas veces las manos por el vientre, como si quisiera favorecer la digestión, cargó su pipa, la encendió en el hornillo, y salió con «Petifoque» diciendo irónicamente:

—¡Buenas noches, «Compadre Sam»!

—¡Ya le he dicho a usted que me llamo Jacob! —respondió acremente el negro.

—Es un nombre muy difícil de retener en la memoria. ¡Sam o Jacob, como quiera que te llames, que el diablo, gran protector y pariente cercano de los negros, te lleve pronto al infierno!

Hacía dos horas que había caído la noche, una noche oscura y tempestuosa. Parecía como si se estuviese preparando otra tempestad para asaltar nuevamente y destruir de una vez los restos de la escuadra fantasma.

—¡Noche a propósito para nosotros! —decía el bretón a «Petifoque»—. El mar no está tan malo, y con esta oscuridad no será fácil que puedan distinguir bien la chalupa.

En aquel momento les salió un hombre al encuentro: era Wolf.

—La «pallenera» pequeña, «profista» de su «felá», estar a popa de la fragata.

—¿Cómo ha podido arreglarse usted?

—Yo pedir permiso al comandante para pescar; y como escasear los «fíferes» a bordo y saber que soy «puen» pescador, concederlo.

—¿Y Hulbrik?

—Estar ya en la «pallenera» pescando calamares.

—¿Y la miss?

—Cuando llegar el momento, salir por la lumbrera del camarote a «fafor» de una escala que yo dar.

—¡Parece imposible que sean tan ladinos estos tudescos! —exclamó «Cabeza de Piedra».

—Pero será preciso antes inutilizar a un hombre para que no poder dar la «foz» de alarma.

—¿Quién?

—El timonel.

—Un puñetazo bien aplicado en los cascos, y, ¡zas!, hombre a tierra. ¡De eso me encargo yo, camarada!

—Ahora «fayan» ustedes a colocarse cerca del timón, y cuando oír ustedes el grito de «¡hombre al agua!», el puñetazo, y en seguida a embarcar en la chalupa, «aprofechando» la confusión.

—¿Y quién va a tirarse?

—No preocuparse de ello; no faltará alguno que dará el salto al agua.

—¿Usted?

—¡Quizá! —respondió Wolf, alejándose.

Los bretones atravesaron la cubierta, y subieron al alcázar, apoyándose en la borda de popa, a cuatro pasos del timonel, y hablando en voz baja.