EL ABORDAJE
UNA impetuosa ráfaga de aire había rasgado las nubes por Oriente, dejando proyectarse sobre el Océano un haz de luz blanquecina que permitió ver de un golpe toda la escuadra inglesa, impelida hacia el Sur por el huracán.
El mar comenzaba también a calmarse; pero las olas eran todavía bastante altas para impedir el cañoneo, lo mismo que el abordaje.
Las naves inglesas huían desesperadamente ante el temporal, buscando algún puerto donde refugiarse; puerto muy problemático, porque los americanos estaban muy preparados para recibirlas, tanto en la Carolina como en la Georgia y en la Florida. Habían jurado el exterminio de aquella flota fantasma, que con sus amagos de desembarco en una y otra costa tenía en constante zozobra a las tropas regulares y a los colonos, obligándolos a realizar marchas y contramarchas.
El corsario fue el primero que dio la voz de atención:
—¡Todos a las piezas! ¡Fuego a discreción!
Y volviéndose después a Howard, le dijo:
—Procuremos separar la fragata. Las demás naves me importan poco. Los americanos se encargarán de ellas.
—Yo me cuidaré de ese asunto, sir William —respondió el segundo—. Antes de mediodía habremos conseguido aislarla.
—No empeñemos el combate a fondo en medio de toda la escuadra. Temo al artillero aquel de la fragata que nos desarboló tan admirablemente. ¿De dónde demonios lo habrá sacado mi hermano?
—¿Quiere usted que le hable francamente, sir William? —dijo el lugarteniente—. Yo también temo a ese artillero.
—Sin embargo, nuestro «Cabeza de Piedra» sabe colocar bien sus tiros en el blanco. ¡Bah! Nos lanzaremos al abordaje, y, ¡por vida del diablo!, arrancaré al marqués mi adorada María. ¡Al timón, mister Howard! Vigile usted a los hombres del alcázar.
—¡No tenga usted cuidado!
La corbeta emprendió valientemente la caza, lanzándose contra la retaguardia de la escuadra, formada por buques pequeños y viejos.
Al otro lado de esa débil barrera se hallaba la fragata, rodeada por una media docena de buques de alto bordo, bastante averiados todos ellos.
Había cundido ya la alarma y no tardaron los cañones en dejar oír su potente voz; pero con escaso resultado, porque el mar estaba todavía demasiado turbulento y no permitía fijar bien la puntería.
Las naves americanas, que habían sido avisadas por medio de banderas de los proyectos del corsario, seguían resueltamente a la nave capitana, esperando el momento en que pudieran ayudarla eficazmente, y entretanto habían empeñado un vivo combate con cinco o seis pequeños avisos que navegaban a los flancos de la flota.
Pero, como ya hemos dicho, era pólvora desperdiciada.
«Cabeza de Piedra» estaba furioso. Su cañón de caza favorito tronaba con intervalos de medio minuto, lo cual era en aquel tiempo una rapidez extraordinaria, mientras que el valiente bretón maltrataba despiadadamente a todos los campanarios de la tierra, incluso los de las regiones ártica y antártica, en las que ciertamente no debe de haber muchos.
De sus labios contraídos salían siempre las mismas palabras:
—¡Una vela rasgada! ¡Una jarcia destrozada! ¡Un trozo de armadura! ¡Valiente cosa! ¡Es preciso algo más, cabezota! ¡Ya soy demasiado viejo!
—¿Ahora te enteras de eso? —dijo «Petifoque», que le ayudaba con algunos artilleros en el manejo del cañón.
—¡Que el diablo te lleve al infierno, imbécil!
—Ya llegará el tiempo. Pero tú sigue tirando contra esa condenada fragata. Ahora está precisamente en buena situación.
—¿Quieres disparar tú?
—Yo no me llamo «Cabeza de Piedra» —contestó riendo el gaviero.
En aquel instante subió sir William al castillo de proa para animar a los artilleros con su presencia.
—Y qué, mi viejo amigo —dijo, dirigiéndose al bretón—, ¿no llegaremos a desarbolarla?
—Hay una mar terrible, mi comandante. Aún no he podido encontrar una ocasión de hacer buena puntería.
—No dispares más que contra la fragata.
—Así lo hago.
—Los buques americanos se encargarán de los otros ingleses. ¡Animo, «Cabeza de Piedra», y vamos a ver si conseguimos hacer un blanco que envidie el mismo artillero de la fragata!
—Si supiera dónde se encontraba había de aplastarle.
—En el alcázar.
—Así lo supongo. ¿Estamos dispuestos, «Petifoque»?
—Sí —contestó el gaviero.
Teniendo la mecha preparada en la mano, el bretón se inclinó sobre el cañón, rectificó dos o tres veces la mira, y en seguida desencadenó el huracán de fuego y hierro en el momento en que La Tonante, en lo alto de una ola monstruosa, dominaba perfectamente toda la escuadra inglesa.
La fragata navegaba a una distancia de mil quinientos pasos. Conociendo bien el marqués los propósitos de su hermano, procuraba no dejar su buque al descubierto, y permanecía entre los demás de la escuadra inglesa para evitar el abordaje del corsario.
De cuando en cuando caía alguna bala sobre la fragata, pero no había recibido ningún golpe decisivo.
En vano «Cabeza de Piedra» hacía tronar incesantemente una tras otra las dos piezas de caza del castillo. Cuando más, alguna vela perforada, alguna jarcia rota, alguna bala que rebotaba en la fragata, causando más alarma que daño.
Por medio de una rápida y atrevida bordada, mister Howard, hábil marino, consiguió atravesar la retaguardia, largando al paso las dos andanadas de babor y estribor.
Ninguna de las naves inglesas se atrevió a oponerse a la embestida del buque corsario, seguido inmediatamente de los otros cuatro americanos, que disparaban sin economía alguna de pólvora ni de proyectiles.
El corsario se había acercado otra vez a «Cabeza de Piedra».
—¡Vamos ya, viejo mío; rompe un ala a esa condenada gaviota, y en seguida iremos al abordaje!
El bretón hizo un gesto de desesperación, a la vez que, con el dorso de una mano, velluda como la de un orangután, se limpiaba el sudor que bañaba su frente.
—¡He envejecido demasiado pronto, mi comandante! —respondió—. ¡Habrá que pasarme a la reserva!
—Tus balas caen en la fragata. ¿Qué más puede pedirse con un mar tan duro?
—¡Es que quisiera arrasar esa nave hasta dejarla como un pontón!
—Cuando acortemos la distancia y te ayude la batería ya veremos cómo va a componérselas mi hermano. No tires a la cámara. Podrías matar a la joven por quien arriesgamos la vida.
En aquel mismo instante brilló un fogonazo en el alcázar de la fragata, y una bala de grueso calibre pasó por entre el palo mayor y el mesana, silbando siniestramente y atravesando las dos velas más bajas.
«Cabeza de Piedra» se puso pálido como un cadáver.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Ya entra en escena el terrible artillero! ¡También esta vez va a terminar mal nuestro asunto!
—¿Qué murmuras, mi viejo? —le preguntó el corsario—. Deja tranquilos a todos los campanarios de Bretaña y trata de destrozar lo que puedas.
«Cabeza de Piedra» hizo fuego nuevamente, y esta vez lanzó un grito de satisfacción.
La verga de gavia del palo mayor había sido cortada por el proyectil, y al caer sus trozos sobre cubierta habían matado o herido a los hombres armados con fusiles que permanecían detrás de la borda.
—¡Por vida de cien campanarios! —exclamó el bretón—. ¡Ya me acerco a la arboladura! ¡Ah! ¡Si pudiera acercarme también a ese artillero que es mi pesadilla!
La fragata, que iba a todo trapo, al faltarle de pronto aquella parte de velamen, acortó su velocidad, circunstancia que aprovechó Howard para enfilar la corbeta contra ella.
Los americanos continuaban desorganizando metódicamente la retaguardia inglesa, cuyos buques, cogidos a la enfilada, procuraban ponerse a salvo, refugiándose bajo la protección de los de alto bordo.
De pronto surgió en la corbeta la voz del barón, como siempre, rápida y acerada:
—¡Avante! ¡Al abordaje!
Cincuenta hombres armados con hachas y sables de abordaje y con pistolas de dos cañones habían subido a cubierta, preparando los arpeos.
La fragata del marqués no podía ya evitar, con la huida, aquel terrible ataque. Confiando quizá en sus condiciones de velocidad y en aquel famoso artillero, había amainado, dejando a la escuadra de lord Dunmore que corriese a su destino.
El bretón, pasando de un cañón a otro, disparaba sin cesar, alternando la metralla con las balas encadenadas.
A las once de la mañana, la corbeta sólo se encontraba a trescientos pasos de la nave enemiga. Se acercaba el momento terrible; por medio de una hábil maniobra, Howard cortó la derrota de la fragata y se lanzó al abordaje.
Los buques ingleses, cañoneados vivamente por los bergantines americanos, habían seguido su rumbo sin atreverse a empeñar el combate con aquel corsario, que gozaba fama de terrible.
—¡Avante, Howard! —gritó el barón, empuñando la espada y una pistola.
La corbeta cruzó dos olas que la hicieron balancearse espantosamente, descargó todos sus cañones y se lanzó rápidamente a la embestida. El bauprés fue a penetrar entre la tabla de jarcias de babor del trinquete, destruyéndola y haciendo saltar obenques, jarcias y cabullería.
Un griterío ensordecedor salió de la corbeta.
—¡Al abordaje!
Todos los hombres de la batería habían salido a cubierta gritando:
—¡Mueran los ingleses!
Fueron lanzados los garfios de abordaje; pero había tan fuerte oleaje, que era muy dudoso que los cabos pudieran resistir.
—¡Vamos ya, «Petifoque»! —gritó el bretón, después de haber lanzado por última vez un diluvio de metralla sobre el puente de la fragata—. ¡Ahora, al arma blanca!
Y ágil todavía como un chiquillo, a pesar de los muchos años que habían pasado por su armazón, saltó las dos bordas seguido del gaviero y de Hulbrik, que ya recordamos que tenía un hermano a bordo de la fragata.
Pero, en aquel momento, una ola gigantesca descargó contra las dos naves, zarandeándolas violentamente. Los cabos de los arpeos habían saltado como si fueran simples cordeles. Casi en el mismo instante se oyó una espantosa detonación, que envolvió en una nube de humo el alcázar de popa de la fragata.
El terrible artillero del marqués de Halifax había disparado su famoso golpe, y lo mismo que sucedió la otra vez, había tocado con dos balas encadenadas el palo mayor de la corbeta, abatiéndolo por bajo de la cofa.
Había evitado el abordaje; pero la fragata no se atrevió, sin embargo, a embestir ni a continuar la lucha con la corbeta, porque ya las cuatro naves americanas acudían cañoneando vivamente.
«Cabeza de Piedra», «Petifoque» y el tudesco, que se encontraban ya en el castillo de proa de la nave enemiga, quedaron como petrificados ante aquel inesperado desenlace.
Sobrecogidos los ingleses por aquel golpe de audacia, en el primer momento no pensaron en atacarlos.
—¡Valiente figura estamos haciendo aquí! —dijo el bretón, lanzando una mirada melancólica a La Tonante, que navegaba penosamente con el árbol mayor cortado por completo.
—Me parece que estamos cogidos, ¿verdad, maestro? —preguntó el gaviero—. ¿Intentaremos la lucha?
—¡Tres contra doscientos o quizá más! ¿Estás loco?
Un guardiamarina y diez soldados armados de fusiles con la bayoneta calada los rodearon, al fin, diciéndoles:
—¡Rendios, o sois muertos!
—¡No hay necesidad de gritar tanto, señor! —contestó «Cabeza de Piedra»—. Nuestras orejas funcionan perfectamente.
—¡Rendios! —replicó el joven oficial, amenazándole con una pistola.
—¡Tenga usted cuidado con ese juguete!
—¿De dónde venís?
—No habremos caído del cielo, ciertamente —contestó «Cabeza de Piedra»—. Ya ve usted que no somos albatros.
—¿Habéis saltado de la corbeta?
—Sí, señor.
—¡Ya veremos cuándo volveréis a ella!
—Vicisitudes de la guerra, señor mío. Pero permítame usted que le haga notar que este hombre que se halla con nosotros no es un corsario, sino un soldado alemán que se encontraba prisionero en nuestro barco.
—¿Es cierto? —preguntó el oficialillo, volviéndose hacia Hulbrik.
—Sí, señor; yo soy tudesco, y «haper compatido» en «Poston» con lord Howe. Yo tener aquí un hermano.
—¿En esta fragata?
—Sí, mi oficial.
—¿Cómo se llama?
—Wolf Honfurg.
—¿A las órdenes del marqués de Halifax?
—Precisamente.
—Le conozco.
Volvióse a uno de los soldados, y le dijo:
—Vete a buscar al alemán Wolf. Le encontrarás en la cámara haciendo la guardia de miss Wentwort.
Minutos después, un muchacho joven, rubio, de ojos azules y que llevaba el uniforme de la fragata, subía rápidamente al castillo de proa.
Al ver a los tres prisioneros no pudo reprimir un gesto de asombro, porque había reconocido a los dos bretones.
—¿Es cierto, Wolf, que este hombre es hermano tuyo?
—¡Mi «puen» hermano, sí, señor! —contestó Wolf, abriendo los brazos.
—¿Conoces a los otros dos?
Una rápida seña de Hulbrik detuvo su respuesta.
Movió la cabeza, acarició el rubio bigotillo y dijo después:
—No les he «fisto» nunca.
—Pero, ¿éste sí es tu hermano?
—Mi «puen» hermano, sí, señor.
—¿Cómo se encontraba en ese buque?
—No lo sé.
—Ya se lo dirá el señor marqués.
Después se volvió hacia los dos bretones, que habían arrojado ya las pistolas y los sables de abordaje, y les dijo, con voz dura:
—¡Seguidme!
—¿Adónde? —preguntó «Cabeza de Piedra»—. Yo quisiera ir a la cocina, porque hoy no he tenido tiempo de almorzar. Estaban esperándome los cañones de caza.
—Conque a la cocina, ¿eh? Antes hay que pasar por la cámara del comandante, señor mío. ¿Cómo se llama usted?
—«Cabeza de Piedra», contramaestre de La Tonante, nacido en Bretaña… no recuerdo cuántos años hace; pero presumo que debe importarle a usted poco.
—Nada absolutamente, señor «Cabeza Dura» —dijo, sonriendo, el oficial.
—No, señor mío; no me llamo así. Le he dicho a usted «Cabeza de Piedra».
—Corsario del barón McLellan.
—Y al servicio de la República americana.
—Una República que no existe todavía en ningún mapa.
—Pero llegará un día en que tendrá sus colores nacionales y sus confines como las demás naciones.
—¿Está usted seguro?
—Y digo que los americanos conseguirán tener también sus naves, y en buen número.
—Mientras eso sucede, y para que pueda usted preparar sus extraordinarios planes de guerra, irá con su joven compañero a meditar en la sentina de la fragata. Suele decirse que la oscuridad se presta maravillosamente a la meditación.
—No pecan ustedes de amables —dijo el bretón, algo picado—. Nosotros somos prisioneros de guerra.
—¡Corsarios!
—Hoy todos somos corsarios, comenzando por la gente de este buque.
—¡Basta ya! Peca usted de hablador.
—No tengo nada más que decir.
El guardiamarina hizo una seña a los soldados, que se estrecharon rápidamente en torno de los dos bretones, amenazándolos con la punta de las bayonetas.
Hulbrik y Wolf permanecieron en el castillo de proa conversando animadamente.
—¿Cómo te encuentras aquí? —había preguntado en su lengua natal el segundo, que no había salido aún de su asombro—. ¡Y con qué clase de hombres!
—A los cuales hemos de salvar tú y yo, querido hermano, aunque nos expongamos a ser fusilados.
—¿Estás loco, Hulbrik?
—Les debo la vida, y nosotros, los alemanes, debemos ser siempre agradecidos. ¿Sigue a bordo la joven de cabellos rubios y ojos azules?
—Sigue todavía, y vigilada con gran cuidado.
—¿Por quién?
—Por mí.
—Entonces, todo irá bien —dijo Hulbrik.
—¿Qué pretendes hacer, hermano mío?
—Hacer que se escapen los prisioneros y la doncella.
—¿Y nuestro pellejo?
—Todavía no lo han agujereado los ingleses, y espero que no llegarán a hacerlo nunca.
—¿No ha renunciado a la miss el barón McLellan?
—Todo lo contrario. Está cada vez más enamorado y más decidido a rescatarla, cueste lo que cueste.
—Hermano Hulbrik, ese asunto que me propones es muy serio —dijo Wolf.
—Mucho menos de lo que te parece. Una chalupa, una noche oscura, una salida de la fragata sin ruido alguno, cuatro golpes de remo después y ahí tienes la libertad asegurada. ¿Qué contestas?
—¡Mal negocio!
—¿Hay entrada libre a todas horas en la cámara?
—A cualquier hora del día y de la noche, porque, como ya te he dicho, soy yo el encargado de vigilar a miss María.
—Ve, pues, a decirle que tenemos a bordo al contramaestre y al gaviero del barón. Tal vez aquella linda cabecita rubia pueda darnos alguna buena idea.
—Como tú quieras —respondió Wolf.
Mientras tanto, la fragata había emprendido la fuga, perseguida de lejos por los cañones de caza de las naves americanas y de la misma corbeta, que al fin había conseguido librarse del palo mayor que nuevamente le había roto el terrible artillero del marqués.
Las naves de lord Dunmore apenas eran ya visibles. Habían huido sin aceptar un combate, que hubiera sido fatal para ellos, por tener sus tripulaciones muy reducidas y con suma escasez de municiones, que no consiguieron reponer en ningún puerto.
¿Dónde buscaban refugio? Hacia las Antillas, la Florida o las Bermudas, que aún conservaban en su poder los ingleses, aunque con bastante dificultad, porque los corsarios americanos se habían señoreado de aquellas aguas.
A la caída de la tarde habían desaparecido también en la bruma del horizonte la corbeta y las cuatro naves americanas.
Y la fragata volaba, alejando cada vez más del desgraciado barón a la joven de rubios cabellos y ojos azules.
¡Ah; pero esta vez se hallaba también a bordo «Cabeza de Piedra»! Aunque preso y vigilado, aquel bretón extraordinario era capaz todavía de dar mucho que hacer al marqués de Halifax.