LA ESCUADRA FANTASMA
DOS días después de aquella triple ejecución, la escuadrilla, que se hallaba frente a las costas de Virginia, casi a la altura de Norfolk, era asaltada por las primeras olas del temporal, que hacía ya un par de semanas traía revuelto el Atlántico septentrional.
El cielo estaba aturbonado y oscuro por Levante, y al soplo del viento, empezaban a extenderse grandes nubarrones rebosantes de lluvia y tempestad, en que brillaban continuos relámpagos y bramaba sin cesar el trueno.
El agua del mar había tomado un tinte grisáceo nada tranquilizador, como si se hubiera mezclado con la próxima corriente del Gulf-Stream, que costeando la América oriental se remonta hacia el gran banco de Terranova.
Bandadas inmensas de aves marinas volaban graznando para buscar refugio más seguro en los arrecifes de Virginia.
Cualquiera otro buque, al ver cómo arreciaba el temporal y se corría rápidamente hacia el Sur, hubiera seguido el ejemplo de aquellos prudentes volátiles. Pero el corsario dio orden a toda la escuadra de hacer frente a la tempestad.
El día anterior había cruzado por aguas de la corbeta un ligero buque corsario que buscaba refugio seguro previendo la borrasca, y su capitán dijo a sir William que la escuadra de lord Dunmore, ya bastante destrozada por las continuas tempestades que había sufrido en la travesía del Atlántico, navegaba hacia el Sur en busca de un punto de desembarco, que no había podido encontrar en toda la costa de Virginia, rechazada vigorosamente por las tropas regulares y por los valientes plantadores de aquel país.
Al saber por el mismo conducto que la fragata de su hermanastro el marqués de Halifax había tenido que quedarse muy atrás de los demás buques de lord Howe para reparar las averías del combate con La Tonante, y que se había reunido con aquella escuadra la de lord Dunmore, que ya llamaban fantasma los americanos, el corsario había decidido intentar un golpe desesperado, a pesar de que la tempestad seguía rugiendo cada vez más espantosamente.
Se habían tomado todas las precauciones necesarias para correr aquel temporal y llegar a un rápido abordaje de la fragata; las embarcaciones se habían asegurado sólidamente a los pescantes; los cañones de las baterías, fuertemente abretonados para que no pudieran desprenderse; los arpeos, preparados para ser lanzados a su tiempo.
Las naves americanas, tripuladas también por hábiles marineros, habían tomado las mismas precauciones, ciñendo el velamen todo lo posible para evitar un golpe violento y rápido del viento.
«Cabeza de Piedra» y «Petifoque», siempre juntos, observaban en lo alto del castillo de proa, y a pocos pasos de ellos estaba sentado, en un montón de cuerdas, el alemán Hulbrik, completamente ya repuesto de la semiejecución.
—¡Hum! ¡Hum! —gruñó el bretón, moviendo la cabeza y levantando el puño con gesto de amenaza—. ¡Esto sí que puede llamarse un mar endiablado! Cuando huyen hasta los pájaros, que no tienen nada que temer, los buques debieran hacer lo mismo.
—La Tonante está construida para luchar contra los buques y contra las tempestades —contestó el joven gaviero.
—¡Por todos los campanarios de Bretaña! ¿Vas a decírmelo a mí? Sí, es un magnífico velero, fuerte y sólido; pero cuando el Atlántico se enfurece, hay que pensarlo mucho antes de confiarse a sus olas.
—¿Y asaltaremos la escuadra de lord Dunmore en plena tempestad?
—Parece que ése es el proyecto de nuestro terrible comandante. Si es verdad que la fragata se encuentra entre la escuadra fantasma, nosotros sólo iremos contra ella, mientras que los buques americanos se encargarían de las demás naves de la escuadra.
—¿No es verdad, «Cabeza de Piedra», que acaso esta vez sea ya la que nos toque ir a dormir bajo el agua?
Nublóse la frente del bretón, que contestó:
—¿Acaso es forzoso que más o menos tarde los marinos vayamos a ser pasto de los peces? También mi abuelo fue tragado de un solo bocado por una tintorera.
—De la que salió después completamente vivo, para salvar su histórica pipa.
—Sí, galopín —contestó «Cabeza de Piedra».
—¿Y crees que tendremos gran tempestad?
—Ya verás cómo dentro de un par de horas va a bailar toda la escuadra. ¡Pero, bah, somos hijos del mar y estamos acostumbrados a su caricias!
En aquel momento alcanzó a la corbeta una ráfaga de viento tan impetuoso, que la inclinó sobre la banda de estribor hasta la altura de los imbornales. Todos los marineros se precipitaron a los puestos respectivos, en espera de órdenes de maniobra. Ninguno de ellos parecía impresionarse por la horrible tempestad que se les venía encima a la caída de aquella tarde.
El sol, después de haber podido deslizar alguna que otra vez sus rayos por entre los jirones de aquella inmensa nube negra, que se extendía rápidamente, había terminado por desaparecer, cediendo su puesto a las tinieblas, rasgadas a su vez constantemente por la luz vivísima de los relámpagos.
El corsario y su segundo, provistos cada uno de su bocina, lanzaban con fuerte voz sus órdenes, que eran inmediatamente seguidas por el silbato de «Cabeza de Piedra».
A las ocho era tan profunda la oscuridad, que la tripulación de La Tonante tenía gran dificultad para continuar la derrota en conserva con las naves americanas, que luchaban también con el temporal.
De cuando en cuando parecían pasar por encima de las nubes estruendos ensordecedores, como si corrieran vertiginosamente enormes carros cargados con planchas de hierro. La tensión eléctrica era enorme. En los extremos de los mástiles se habían fijado ya lenguas de fuego, que se deslizaban a lo largo de las jarcias para volver a subir hasta las vergas de los sobrejuanetes.
La corbeta comenzó a balancearse y a cabecear espantosamente, sumergiendo en el agua el bauprés hasta los foques, que no se habían amainado, para poder maniobrar rápidamente cuando fuera necesario.
Las otras cuatro naves americanas no se hallaban en mejor situación; pero, obedeciendo la orden del intrépido corsario, aguardaban la tempestad siguiendo a La Tonante..
Hacia las diez de la noche era realmente horrible el estado del Océano. Al impulso del furioso huracán se lanzaban sobre las naves inmensas montañas de agua, desordenándolas, a pesar de las hábiles maniobras de los tripulantes. En lo alto de la arboladura continuaba el fuego de San Telmo, presentándose de cuando en cuando una especie de bolas de fuego del tamaño de naranjas, que estallaban con gran estruendo, como si fueran verdaderas bombas.
Como de costumbre, «Cabeza de Piedra» se hallaba en el castillo de proa tratando de ser el primero que avistase la escuadra inglesa. Alimentaba, en secreto, vivo rencor contra el artillero de la fragata que, en el encuentro anterior, había dejado fuera de combate a la corbeta, y no quería dejarse sorprender.
—¡Con tal que sólo consiga verla pasar frente a nosotros, disparo los dos cañones de caza del castillo! —dijo a «Petifoque»—. ¡Necesito el desquite!
—¿Con esta tempestad? ¿Y cómo vas a apuntar?
—¡Yo me las arreglaré, chiquillo! ¡Soy de Batz!
A medianoche se encontraba a la altura de Chesapeake, magnífico lugar de refugio para toda clase de buques. Pero el corsario continuó intrépidamente su rumbo, en lucha con el huracán.
Buscaba a la escuadra inglesa, decidido a lanzarse sobre ella y diseminarla si era posible, con tal de llegar al abordaje de la fragata.
A las dos de la mañana, en el momento en que la luna se mostraba brevemente entre dos gigantescas nubes, se oyó la voz de «Cabeza de Piedra», que decía:
—¡Buques a la vista! ¡Artilleros, a las baterías!
El corsario y mister Howard salieron al castillo de proa, donde el bretón seguía agitándose y dando órdenes. Varios puntos luminosos oscilaban en las crestas de las olas, formando casi un grupo que de cuando en cuando se dispersaba a impulsos del vendaval.
—Debe de ser la escuadra de lord Dunmore —dijo el barón a mister Howard.
—Sin duda, porque la de lord Howe se habrá refugiado en algún puerto del Norte —respondió el segundo.
—¿Qué me aconseja usted? El momento es terrible, y pudiéramos cometer una verdadera locura.
—Yo, comandante, ordenaría a las naves americanas que dejasen pasar a la escuadra inglesa, y después nos pondríamos a la caza. Se dice que estos buques están muy averiados en su mayor parte y que llevan a bordo más enfermos que hombres útiles; pero, a pesar de eso, sería una temeridad atacarla con este tiempo, que no nos permitiría el abordaje. Además, ¿cómo vamos a conocer la fragata con esta oscuridad?
—Pudiera ser, con ayuda de los relámpagos.
—No insista usted, sir William; dejémosla pasar y persigámosla de cerca. Procuraremos separar y apresar la nave del marqués. La casualidad vendrá tal vez a ayudarnos.
—Tiene usted razón, Howard —respondió el barón dando un suspiro—. ¡«Cabeza de Piedra»!
El bretón no estaba muy lejos.
—Da orden con los faroles a las naves americanas de que dejen pasar a las inglesas y sigan detrás a la caza.
—¿No atacamos esta noche?
—No, mi viejo.
—Mal hecho, con perdón de usted, mi comandante. Era la gran ocasión para lanzarse al abordaje.
—¿Con este mar? —preguntó mister Howard.
—¡Oh! ¡A nosotros los bretones no nos hacen vacilar los pies las olas más altas!
—Podéis daros la mano con los gascones.
—Somos vecinos, señor.
—Haz la señal, «Cabeza de Piedra» —ordenó el barón, que cambió algunas palabras con su segundo, y después pasó revista rápidamente a los hombres de la tripulación.
Todos se hallaban en sus puestos, a pesar de las terribles sacudidas que experimentaba la corbeta; los gavieros y demás marineros, en sus puestos de maniobra; los fusileros, tras las amuras, provistas de tortores; los artilleros, en las piezas de caza.
En la batería, todo estaba dispuesto para empezar en el acto la batalla.
«Cabeza de Piedra» comunicó a las naves americanas la orden del comandante, y después fue a colocarse en su pieza favorita, el cañón de proa a babor, donde ya le esperaba «Petifoque».
Entretanto, la escuadra inglesa, impelida por el huracán, se acercaba en el mayor desorden.
Con razón la llamaban los americanos la escuadra fantasma.
Dos meses antes habían zarpado de los puertos de Irlanda, embarcando diez mil mercenarios que lord Dunmore se proponía llevar a Boston para reforzar el ejército de lord Howe, ignorando todavía que la plaza había acabado por rendirse, vigorosamente asediada por los americanos.
Ya en medio del Atlántico, la escuadra tuvo que sufrir el embate de algunas terribles tempestades, que habían causado graves averías en muchos buques.
Al llegar a las costas de América, lord Dunmore supo al fin por algunos barcos ingleses que Boston había caído en poder de los rebeldes, y se dirigió hacia Virginia para intentar la conquista de esta plaza.
Triste sino era el de aquella desgraciada flota. Anclada en la desembocadura de alguno de aquellos ríos cuyas aguas exhalan el vómito negro, se propagó rápidamente tan terrible enfermedad a las tripulaciones, y además fueron arrojadas de allí por los cañones y fusiles americanos.
Privada de refugio, atestada de enfermos, con escasísima provisión de víveres y de agua, fue sorprendida de nuevo por la tempestad y tuvo que lanzarse en pleno Océano sin rumbo determinado.
Morían los hombres por centenares todos los días; los buques se destrozaban más de día en día, y todo se conjuraba en contra de aquella desgraciada escuadra, que, como veremos más adelante, estaba destinada a un desastroso fin.
Si el mar hubiera estado tranquilo y el sol alto, habría sido para la escuadra del corsario una magnífica ocasión de lanzarse sobre la desorganizada flota, tripulada más bien por moribundos que por seres vivos; pero con aquella tempestad, que impedía todo abordaje, hubiera sido una imprudencia intentarlo.
Lo único que podría hacerse era perseguirla obstinadamente, destruyendo o apresando los débiles barcos que formaban su retaguardia.
—¡Por vida de un campanario tan alto como la torre de Babel! —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¡Se nos echa encima!
—¿Quién? ¿Babel?
—¡Tú has tenido algún asno por maestro, «Petifoque»!
—No he tenido ninguno, camarada. Prefería ir a la pesca de cangrejos y de ostras. Deseaba ayudar a mi familia como pudiera, y mi abuelo decía que en los bancos de las escuelas no encontraban el pan los futuros marineros.
«Cabeza de Piedra» tuvo tal acceso de risa, que necesitó llevarse las manos a los costados, y dijo:
—Yo prefería ir a la pesca de la dorada y del congrio.
—Entonces, ¿tampoco tú has tenido maestro?
—Mi padre no consiguió hacer gran fortuna en el mar; harto fue que sacara para vivir estrechamente. Ya sabes que en nuestros pueblos hay mucha miseria, porque la pesca produce muy poco. ¡Por la torre de Babel! ¡Ya nos pasan!
—¿Era algún campanario notable de nuestra tierra esa torre de Babel?
—¡Qué sé yo! —contestó el contramaestre—. Yo únicamente me acuerdo de que el anciano párroco nos contó la historia de una gran torre que debía llegar hasta el cielo. Después de esto, si quieres saber el sitio donde se encuentra puedes preguntarlo en otra parte, porque yo no lo sé. ¡Basta de charla, «Petifoque»! ¡Artilleros, preparen!
Seis hombres se acercaron rápidamente al cañón de caza favorito de «Cabeza de Piedra», provistos de todo lo necesario para el servicio de la pieza.
La escuadra inglesa desfilaba desordenadamente a menos de dos millas por sotavento, arrastrada por el vendaval.
La oscuridad se había hecho tan profunda en aquel momento, que no se podía distinguir otra cosa que los fanales de posición, que, de cuando en cuando, daban saltos espantosos.
Si las enormes olas del Atlántico traqueteaban ferozmente a la desgraciada escuadra fantasma, también hacían pasar terribles momentos a la corbeta y a las otras naves, que, menos manejables y con menos dotación de hombres, difícilmente podían mantenerse en conserva.
El Océano bramaba siniestramente. Millares de ruidos y chasquidos de todas clases parecían salir de la líquida inmensidad, repercutiendo con extrañas sonoridades.
La corbeta y las cuatro naves americanas dejaron desfilar a las inglesas, y después se pusieron en su seguimiento, tratando de mantenerse en conserva. Era una caza terrible y peligrosa, porque la escuadra de lord Dunmore no tenía menos de veinte buques entre grandes y pequeños; así es que el choque podía ser de resultado muy dudoso para los perseguidores.
Hacia las tres de la mañana volvió a cambiar el aspecto del Océano, y a la profunda oscuridad sucedió una atmósfera de fuego. Lívidos relámpagos parecían dividir el cielo en dos, desencadenando horrísonos fragores.
En los mástiles, en las jarcias y en las vergas de los buques corría nuevamente el fuego de San Telmo, girando en rápidos torbellinos.
De cuando en cuando se presentaban bolas gruesas como naranjas, completamente incandescentes, que caían de las nubes, daban vueltas con vertiginosa rapidez, y después de caprichosas evoluciones reventaban como verdaderas bombas, desprendiendo un fuerte olor de azufre.
Aprovechando el fulgor de aquella iluminación grandiosa, sir William y mister Howard habían subido a la cofa del palo mayor provistos de poderosos anteojos.
Trataron de descubrir a la fragata, ya que no estaban muy seguros de que se hallase entre las naves de lord Dunmore.
—El comandante quiere hacerse abrasar por alguna de esas naranjas que el dios de las tempestades se entretiene en largar.
—¿Son bombas, «Cabeza de Piedra»? —preguntó «Petifoque».
—Casi, casi; y aun estoy por decirte que peores, porque si te coge alguna te asfixia al instante.
—Para completar la fiesta no faltaban más que las bombas inglesas.
—Tienen demasiado que hacer con la tempestad para poder pensar en nosotros. Quisiera saber quién era capaz con este baile de apuntar con bastante tino para poner una bala en el blanco.
—¿Has olvidado al artillero de la fragata del marqués, que tan hábilmente desarboló nuestra corbeta?
Este recuerdo ensombreció la frente de «Cabeza de Piedra».
—¿Dónde diablos encontraría el marqués a ese artillero? No sé por qué, me parece que hemos de hallarle otra vez frente a nosotros y que ha de causar algún otro daño a la corbeta.
—Sí; pero nosotros no estaremos con los brazos cruzados, camarada —dijo el joven gaviero—. También tenemos cañones de buen calibre que pueden lanzar balas encadenadas, y no nos falta un buen tirador.
—¿Quién?
—Tú.
El bretón movió la cabeza.
—¡Soy ya viejo, «Petifoque»! —dijo al cabo, lanzando un suspiro.
—¿Por qué? Los de Batz son jóvenes aunque tengan cien años. Apuesto a que tu famoso abuelo disparaba todavía con lentes.
—¡Ah, bribón! ¿Te burlas de mí?
—No, de tu abuelo.
—Deja en paz a aquel gran hombre; valía tanto como un Juan Batz. ¡Afirmad los pies y amarrad más los cañones! ¡El Atlántico se desencadena!
Tras una breve calma, el Océano volvía al asalto de las naves con espantosa saña, levantando sus olas hasta diez o doce metros.
Llegaban las líquidas montañas bramando, con la cresta blanca de espuma, y se abatían furiosamente sobre las débiles naves de ambas escuadras, poniendo a dura prueba la habilidad de pilotos y marineros.
A pesar de aquel horrible balanceo, el barón y mister Howard no habían dejado la cofa del palo mayor. Seguían en aquel puesto con el firme propósito de descubrir la fragata del marqués, lo cual no era difícil con aquella intensa iluminación.
Deslumbradores relámpagos proyectaban su luz sobre la fugitiva escuadra, envolviéndola en su lívida tinta. Los rayos se sucedían unos a otros incesantemente; caían sin cesar las bolas eléctricas; la poderosa voz del trueno dominaba el bramido del mar, y, sin embargo, la caza continuaba con feroz encarnizamiento.
La corbeta, sin preocuparse de si era seguida o no por las otras naves americanas, ceñía el viento para, si al nacer el día lo permitiese el estado del mar, caer en medio de la escuadra de lord Dunmore y abordar a la fragata.
Excelente y sólida velera, era llevada por las ondas como una cáscara de nuez, pero dominaba valientemente los furores del Atlántico.
Cuando ya empezaba a desaparecer la noche se oyó de pronto la voz del corsario, voz incisiva y metálica, que salió de la cofa, dominando un momento todos los ruidos de mar y cielo:
—¡La fragata!
«Cabeza de Piedra» dio un salto y giró después sobre sí mismo como una peonza.
—¡Por la torre de Babel! —gritó—. ¡La fragata! ¡Ah! ¡Esta vez tendrá que entendérselas conmigo aquel maldito artillero!
—¿Aunque no tengas gafas? —dijo irónicamente «Petifoque».
—¡Me pondré en los ojos un par de telescopios; pero necesito dar su merecido a ese maldito buque! ¡O somos o no somos bretones!
—Preferiría el abordaje.
—¿Con este mar?
—Así se pelea dentro del buque.
—¡Sí; y vamos todos a servir de pasto a los peces! Veo, «Petifoque», que no serás nunca almirante.
—Mi padre sólo fue pescador.
—Hasta los pescadores pueden ser comandantes de escuadra cuando tienen sangre fría y mano firme en el timón.
—¿Te parece que yo no tengo ni una cosa ni otra?
—¡Ya lo creo, y de sobra! —contestó el bretón con ironía.
—¿Te burlas?
—¡Déjate de burlas!
—¡Tú lo que eres es un mal bretón!
—¡Y los de Poulignen son, en su mayor parte, una verdadera canalla!
—¿Y los de Batz?
—Marineros de verdad, con el corazón en la mano siempre, y dispuestos a sacrificarse por sus camaradas.
—¡Ya lo veremos!
—¡El alba! ¡Artilleros, a sus piezas! ¡Ya amainan el mar y el viento! ¡Vamos a quemar bien la pólvora! ¡Por todos los campanarios y todas las torres de Bretaña! ¡Quiero devolver a la fragata aquel golpe que nos regaló!
—¿Necesitas un par de gafas?
—¡Vete al infierno!