CAPITULO V

LAS CUATRO EJECUCIONES

CINCO minutos después volvía «Petifoque» al castillo de proa, acompañado de un hombre de mediana edad, barbudo y robusto; era el verdugo de Boston.

—¡Pobre amigo mío! —dijo «Cabeza de Piedra» al poco simpático acompañante de «Petifoque»—. Al alistar a usted como marinero de la corbeta le había prometido dejar tranquilos en lo sucesivo sus cordeles y demás instrumentos; pero acaban de ocurrir ciertos hechos que exigirán su intervención.

—Ya sé de lo que se trata —contestó el verdugo con amarga sonrisa—. «Petifoque» me lo ha contado todo.

—Y como el comandante no es hombre con quien se puede jugar, me parece que mañana no tendrá usted más remedio que volver a ejercer su antiguo oficio.

—No es éste momento a propósito para discutir. Supongo que tendrá usted en su arca una buena provisión de cuerdas a propósito.

—Siete u ocho.

—Con cuatro bastan. A tres de los condenados los enviará usted directamente al otro mundo; pero salvará usted al cuarto.

—¿Deshilachando la cuerda, como hice cuando se trataba de ahorcar a sir McLellan?

—Exactamente, amigo mío.

—¿Y no se dará cuenta de ello el comandante?

—Déjelo usted de mi cuenta, señor verdugo.

—No siempre me ha llamado usted así.

—Desde ahora le llamaré «Compadre Ahorca». ¿Qué le parece?

El verdugo se encogió de hombros, sonriendo.

—¿Estamos conformes, amigo?

—Haré lo que usted quiere —contestó el verdugo—. Así, pues, ¿no se enterará el comandante?

—No se preocupe usted de eso; cuando el pobre joven caiga medio estrangulado, ya trataré yo de conseguir el perdón. ¡Diantre! ¡Ese devorador de salchichas hizo bastante por nosotros durante el sitio de Boston! Si sale bien de la operación, como espero, prometo dar a usted un buen puñado de libras esterlinas: mi paga de un mes.

El hombre barbudo movió enérgicamente la cabeza, haciendo ondular la larga barba.

—¿Oro de usted, que ha sido el primer hombre que me ha estrechado la mano? ¡No, «Cabeza de Piedra»; antes se lo arrojaría a los peces!

—Pues entonces, camarada, beberemos después en compañía de «Petifoque». Los peces no necesitan moneda sonante, porque en el fondo del mar no hay cantinas, según creo.

—Como usted quiera —respondió «Compadre Ahorca», puesto que en adelante habremos de llamarle así—. Voy a prepararlo todo.

Dio un vigoroso apretón de manos a «Cabeza de Piedra» y descendió silenciosamente la escalera del castillo, desapareciendo en la oscuridad.

—¡Hum! —gruñó el joven cuando se quedaron solos.

¡Me parece, «Cabeza de Piedra», que te has metido en una aventura que Dios sabe cómo terminará!

—Si el comandante se enterase del chasco que le preparo me haría, no fusilar, sino ahorcar —contestó el bretón, volviendo a encender la pipa—. Pero, ¡bah!… Conozco al barón, y sé que acabará por reírse. Ya vuelve la ballenera de mister Howard. ¿Habrá también mañana en las naves americanas racimos humanos colgados a la brisa?

Pero se engañaba. No se habían encontrado soldados ni marineros ingleses o alemanes a bordo de la escuadrilla. Lord Cliton, que tenía estrecha amistad con el marqués de Halifax, sólo había pensado en La Tonante para hacer saltar en pleno Atlántico al terrible corsario con toda su gente.

—«Compadre Ahorca» no tendrá que trabajar mucho —dijo «Cabeza de Piedra» a «Petifoque»—. ¡Bribón de marqués! Era sólo con nosotros el asunto. ¡Que no cayera un día en mis manos, por todos los campanarios de Bretaña!

—¡Cualquiera le alcanza!

—¿No has oído que una terrible tempestad ha dispersado en el Atlántico septentrional la flota de lord Dunmore?

—¿No ha sido la de lord Howe?

—No; parece que ésta tuvo tiempo de ponerse a resguardo.

—¿Y qué nos importa a nosotros la flota de lord Dunmore?

—Mucho, porque entre sus buques se halla la fragata del marqués de Halifax, que tuvo que apresurarse a reparar averías, y, sobre todo, para tapar sus agujeros. Se dice que fue sorprendida por el ciclón que hace más de una semana devastó las costas de Virginia, y que, no habiendo podido incorporarse a los buques de lord Howe, busca ahora un refugio por el Sur en vez del Norte. ¿Me has comprendido?

—No soy sordo.

—Pues ahora vamos a echar un trago en mi camarote, y después iremos a ver al compadre «Cerfeza».

—Que siempre te dejaba pagar en la taberna «Los Treinta Cuernos de Bisontes» —dijo el gaviero.

—¡Bah! ¡No soy más pobre ni más rico que antes!

Atravesaron silenciosamente la cubierta, donde sólo estaban los marineros de guardia, porque no podía efectuarse maniobra alguna con aquella débil brisa, y bajaron a la batería, en la cual se hallaban los prisioneros, custodiados por cuatro hombres armados de fusil y con bayoneta calada.

Un gran farol alumbraba aquel lugar con mortecina luz, que formaba extrañas y caprichosas sombras.

—Camaradas —dijo «Cabeza de Piedra»—, tengo que hablar con ese hombre.

Y señaló al compadre «Cerfeza», que se hallaba sentado en un taburete rojo y encadenado de pies y manos.

No parecía estar muy preocupado por la suerte que pudiera esperarle, y sus tres compañeros permanecían asimismo completamente tranquilos, como si ya se hubieran resignado con aquel resultado, propio de la guerra.

Por otra parte, al salir de aquel país de reyezuelos tudescos ya sabían que no todos los reclutados habían de regresar vivos, aunque llevando los ingleses la mayor parte en la lucha consiguieran vencer a los americanos.

Al ver Hulbrik al bretón, abrió los ojos y los fijó intensamente en él, brillando un rayo de esperanza en el fondo de sus pupilas.

—¡Tú, padre! —dijo—. ¡Tú «haper» hecho bien de «fenir» a «ferme»!

—¿Por qué? —preguntó el bretón.

—Yo mañana «haper» muerto.

—¿Y qué?

—¡Yo tener en «polsillo» treinta esterlinas! ¡Darlas a ti, padre!

—¿Estás bien seguro de que vas a morir?

—¡Yo no «fer» más mi «rupia» prometida! —dijo el desgraciado, lanzando un profundo suspiro—. ¡Mi corazón tener pena por ella! ¡Pobre Gretchen! ¡Yo casarme con ella después de la guerra, y ahora todo se hunde para mí! Noche larga, noche oscura, y muchos animales con alas decir: «¡Hulbrik estar muerto!».

—¡Pobre muchacho! —dijo «Petifoque» pasándose el dorso de la mano por los ojos para ocultar algunas lágrimas.

«Cabeza de Piedra» procuraba mostrarse firme, pero tenía que hacer esfuerzos heroicos para no verse obligado a imitar al gaviero.

Aquellos dos bretones tenían un corazón de oro, que no habían llegado a endurecer ni los horrores de las batallas y abordajes en que habían tomado parte.

El tudesco permaneció algunos instantes en silencio y con la cabeza inclinada, como si tratase de esconder el semblante, quizá por no mostrar sus lágrimas; después prosiguió:

—Yo no tener miedo a la muerte; «decar» mi país, mi anciana madre, mi casa, por ir a la guerra. No esperar tampoco «fer» más a mi «puena» y «rupia» Gretchen, porque la guerra ser mala y no respetar jóvenes. ¡Pero morir ahorcado con el cordel al cuello y la «lencua» fuera! ¡Horror! ¡Yo «mecor» querer fusilado que ahorcado!

«Cabeza de Piedra» se inclinó sobre él y murmuró algunas palabras a su oído.

El tudesco se estremeció y su semblante pareció serenarse de pronto.

—No oír más «critar» aquellos animales con alas —dijo a media voz.

—Eran los murciélagos, que pueblan la noche eterna del otro mundo —dijo el bretón—; pero yo haré que no llegues a verlos por ahora.

—¿Y mis compañeros? —preguntó Hulbrik.

—No pienses en ellos; yo no puedo hacer milagros. Ya veremos al alba. No tengas miedo del «Compadre Ahorca», y déjate poner el lazo al cuello sin protestar. Caerás en seguida, probablemente en mis brazos.

—¡Gracias, padre!

«Cabeza de Piedra» y «Petifoque» salieron de la batería conmovidos y entraron en el camarote para cobrar ánimo con algunas copas de gin antes de volver a cubierta.

La corbeta avanzaba pesadamente por haber cesado el viento, las naves americanas permanecían casi al pairo, a una media milla de distancia a Poniente.

El barón se hallaba ya en cubierta y paseaba nerviosamente entre el árbol trinquete y el mayor, refunfuñando y haciendo gestos de amenaza.

—¿Lo ves? —preguntó el bretón al joven gaviero.

—Con el mayor respeto, me parece el «Compadre Tempestad» —contestó «Petifoque».

—Le han hecho desgraciado con tan infame traición. ¡Y decir que por las venas de esos dos hombres, llámense Halifax o MacLellan, corre casi la misma sangre!

—¿Y mister Howard?

—En el timón. Cuando sopla aire de tempestad en el corazón del comandante, vira de bordo en el acto y no vuelve hasta que se le llama.

—Ya sabes además que nuestro segundo tiene algo de oro. Quédate aquí.

—¿Qué vas a hacer?

—Cortar la bordada al corsario.

—Vas a desencadenar una tempestad.

—Soy de Batz y tengo el pelo casi blanco, chiquillo. El comandante no se comerá a su viejo y fiel contramaestre que manda las piezas de la cubierta. ¡Soy demasiado necesario a bordo de esta corbeta! ¡Bracea a babor!

El bretón describió una especie de zigzag y fue a ocultarse entre el trinquete y el mayor, por donde el corsario continuaba sus paseos.

El barón no reparó al pronto en la presencia del contramaestre. Iba y venía con la cabeza baja y los brazos cruzados, como si el viento le impulsara, haciéndole virar en redondo frente a uno u otro mástil.

Maniobrando cautelosamente, el bretón consiguió encontrarse de pronto al paso del comandante.

—¡Perdón, mi comandante! —dijo, echándose rápidamente a un lado—. ¡Dispense usted que le haya interrumpido!

Sir McLellan se había detenido y miraba con fijeza al fiel marinero.

Permaneció un instante silencioso, y dijo después:

—¿Dónde has estado hace poco, mi viejo?

—En la batería, mi comandante.

—¿Para hablar con Hulbrik?

—¡Por todos los campanarios! ¿Hay espías a bordo de La Tonante? —gritó el bretón con una explosión de cólera.

—No; te he visto yo mismo.

—Si hubiera sido algún soplón, le hubiera roto el cráneo de un puñetazo. ¡Siempre he odiado a los traidores!

—¿No los hay en Bretaña?

—¡Nunca, mi comandante!

Sir McLellan dio todavía dos o tres vueltas de su paseo, y después dejó caer ambas manos sobre los robustos hombros del contramaestre.

—¿Qué te ha dicho ese hombre? ¿Que mañana no podrá contarse en el número de los vivos? —preguntó.

—Me hablaba de su rubia prometida, a la cual debía unirse después de terminada la guerra.

—¡Una rubia! —exclamó el corsario.

—Sí, mi comandante; las tudescas como las inglesas, son casi todas rubias; usted lo sabe mejor que yo.

El corsario dio un paso atrás, haciendo un ademán de rabia.

—¡Peste! —dijo.

—¿De quién, mi comandante? —preguntó «Cabeza de Piedra».

—¡De ti y de todos los bretones de la tierra!

Y reanudó sus furiosos paseos, como si el huracán se hubiese convertido en ciclón; pero a los veinte o treinta pasos volvió como un rayo al lado del bretón, que le esperaba a pie firme.

—¿Te ha dicho que iba a desposarse con una mujer rubia? —preguntó con extraña inflexión.

—Sí, mi comandante.

El corsario exhaló un suspiro.

—¿Y si, por extraña casualidad, esa alemana se pareciese a mi María? Todas las mujeres anglosajonas se parecen cuando son rosadas y rubias.

El corsario se encogió de hombros.

—La guerra es la guerra —dijo después—. La razón es del más fuerte y del más astuto. ¿Cómo se llama la prometida de ese hombre?

—Creo que se llama María —contestó sin vacilar el astuto bretón.

—¡María!

—Sí, mi comandante.

—¡Y rubia como María Wentwort!

—«Rupia», como dice ese tudesco en su maldito lenguaje.

—¿Te burlas, viejo testarudo?

—¿Yo, mi comandante?

—¡Pues bien; ese hombre no morirá! Los cabellos rubios de su prometida le salvan la vida.

—Es usted generoso, mi comandante. Además, ese pobre diablo nos prestó buenos servicios en Boston.

—¿Te acuerdas de cómo me habían colgado los ingleses?

—¡Diablo si me acuerdo!

—Bueno. Quiero, sin embargo, cubrir las apariencias. Se colgará a los cuatro; pero uno caerá. Piénsalo bien y ponte de acuerdo con…

—¿Con «Compadre Ahorca»?

—¡Ah! ¿Llamáis así a ese desgraciado?

—No se ofende, mi comandante; todo lo contrario.

—Que prepare bien el cordel destinado a Hulbrik.

—¿Y después?

—Cuando caiga pedirás su perdón, y que lo pida asimismo la tripulación.

—¡Déjelo usted todo de mi cuenta, comandante!

—¡Ahora vete al diablo!

«Cabeza de Piedra» hizo una pirueta y se marchó rápidamente para reunirse con «Petifoque», que le esperaba en uno de los dos cañones de popa.

—Hulbrik se ha salvado —le dijo—. ¡Ah, los bretones de Batz somos bien astutos! No digas al comandante que la rubia del tudesco se llama Gretchen en vez de María, porque entonces no sé cómo acabaría todo esto.

—¡Ya me guardaré bien!

—Además, hay que prevenir a Hulbrik. Muy bueno es el comandante, pero no sabemos si toleraría este engaño.

—Voy ahora mismo.

Solo ya, el bretón se sentó en un barril, rellenó de tabaco su pipa por cuarta vez y se puso a fumar ansiosamente.

La noche terminaba ya. Hacia Oriente se veía una ligera franja de luz plateada, que se reflejaba en las aguas del océano. Las estrellas empezaban a palidecer.

—¡Pobres tudescos! —murmuró el contramaestre, lanzando al aire la última bocanada de humo—. ¡Ya se acerca el cuarto de hora terrible!

Miró al corsario, que no había cesado de pasear nerviosamente entre dos mástiles, y le hizo seña como de esperar órdenes.

Sir William interrumpió su marcha, miró durante algún tiempo la luz que empezaba a difundirse rápidamente, y después se acercó al bretón.

—¿Está todo dispuesto? —preguntó.

—Sí, mi comandante.

—Haz colocar cuatro barriles bajo la verga del palo mayor, y procura que tu alemán no se rompa las piernas.

—Trataré de que caiga en mis brazos.

—Que redoblen los tambores, y manda subir los condenados a cubierta.

—En seguida, mi comandante.

Redoblaron lúgubremente los dos tambores que ordinariamente servían para ordenar el abordaje, y empezaron a salir los marineros, extendiéndose por las bordas de babor y de estribor armados con carabinas y bayonetas, como si se preparasen para rechazar un ataque.

Había cesado el viento con la salida del sol, y reinaba solemne silencio en la corbeta. Únicamente los dos tambores continuaban su tétrico redoble.

El corsario había subido al puente, por el cual continuaba paseando apresuradamente, y muy angustiado, sin mirar a nada ni a nadie.

Mientras tanto, mister Howard fumaba tranquilamente junto al timón un grueso cigarro virginiano, envolviéndose en una nube de humo.

Había salido el sol, que hacía brillar las grandes y caprichosas olas del Atlántico, agitadas quizá por alguna borrasca lejana.

Sonaron aún dos golpes de tambor, más prolongados, más tétricos, y aparecieron los cuatro prisioneros, conducidos por «Cabeza de Piedra», el «Compadre Ahorca» y un pelotón de marineros armados.

Hulbrik iba el primero, y detrás, sus desgraciados compañeros, condenados inexorablemente a viajar por ese mundo misterioso del cual nadie ha vuelto.

Todos ellos estaban pálidos, lívidos, con la mirada vaga, perdida quizá en las tenebrosidades de la región de la muerte.

Los cuatro iban cubiertos únicamente con una camisa de grosera tela.

Durante la noche había preparado ya «Compadre Ahorca» sus fatales lazos en la verga mayor, encima de cuatro barriles que habían de quitarse en el instante oportuno.

Hulbrik avanzó el primero, seguido de otro alemán, un mocetón gordo y rubio; con la barba corta y algo inculta; el tercero era delgado y larguirucho, con ojos azules, que andaba con la cabeza inclinada hacia el suelo y los brazos caídos. No miraba a ningún lado: ni a las cuerdas fatales ni a los marineros ordenados en las bandas.

El cuarto condenado era, por el contrario, un pobre hombre raquítico, de cabeza desarrollada y ojos saltones como los de las liebres. Parecía el más tranquilo de todos, y miraba fríamente las cuerdas y a los marineros.

Apenas llegó al sitio de la ejecución, miró obstinadamente la bandera del corsario, que flotaba al viento. Parecía que el rojo color del pabellón le había fascinado.

En tanto, el sol había salido completamente del mar, esparciendo sobre las aguas sus rayos de oro.

Surgía la vida, mientras que en la toldilla del buque continuaban los dos tambores redoblando a muerte. ¡Qué siniestro contraste el de aquellas oleadas de luz y de vida con las tinieblas de la muerte, en que dentro de poco iban a entrar aquellos tres desgraciados!

A una señal de «Compadre Ahorca», seis marineros, a las órdenes de «Cabeza de Piedra», que no perdía de vista a Hulbrik, se acercaron a los condenados y les ataron fuertemente las manos a la espalda, haciéndoles después subir sobre los barriles.

El corsario seguía, entretanto, paseando nerviosamente por el puente, dirigiendo la mirada a lo lejos, como si no quisiera ver nada; mister Howard continuaba fumando su grueso cigarro, como si todo aquello no le importase.

Uno de los tudescos tenía los ojos llenos de lágrimas, otro permanecía concentrando toda su atención en la bandera.

«Compadre Ahorca», entre el repiquetear de los tambores, terminó sus macabras manipulaciones, y cuando, después de la seca orden, derribó los barriles, sólo tres cuerpos quedaron pendientes de la soga: los tudescos.

Al mismo tiempo oyóse un crujido, y Hulbrik se desprendió de la cuerda, dio un fuerte golpe contra uno de los barriles y cayó en los brazos de «Cabeza de Piedra», que estaba atento a recibirle.

Una exclamación unánime salió de todos los marineros, que ya estaban prevenidos para aquella salvación milagrosa:

—¡Perdón!… ¡Comandante…! ¡Perdón!…

El corsario interrumpió su paseo, echó una mirada sobre el combés de la corbeta y vio que el pícaro bretón, sin esperar la orden, se llevaba ya al tudesco, ayudado por a «Petifoque».

—¡Perdón para este hombre! —repitió la tripulación, alzando los brazos.

El corsario esperó aún un instante, y después dijo:

—¡Sea!

Cinco minutos después, el corsario, volviéndose hacia el segundo, le dijo:

Mister Howard, hay que librar a la corbeta de ese peso inútil. Tres hamacas con tres balas de cañón; ésa es la mortaja del marino.

—Y al otro, ¿no se le cuelga otra vez, sir William?

—No tengo ganas por ahora —contestó secamente el barón—. ¡Despache usted!