EL VERDUGO DE BOSTON ENTRA EN FUNCIONES
UNA semana después de la victoria de los americanos, La Tonante, que con su heroica defensa había obligado a marcharse a todos los buques ingleses, provista ya de un nuevo palo mayor y bien pertrechada de víveres y municiones, abandonaba las aguas del fuerte Moultrie.
No iba sola: marchaba a la cabeza de cinco buques: Colón, Alfredo, Independencia, Boston y Providencia, con un total de ciento seis cañones, y llevando como tripulación más de quinientos expertos marineros bien acostumbrados a ejercer el corso.
Por conducto de una galeota acababa de recibirse una noticia gravísima para los americanos, pero en cierto modo nada desagradable para sir William, que no podía olvidarse ni un momento de María de Wentwort y del marqués de Halifax.
Había dicho el capitán de aquel ligero y pequeño buque corsario que una poderosa escuadra, mandada por lord Dunmore, había salido de Irlanda llevando a bordo unos cuantos miles de escoceses, soldados a los que temían especialmente los americanos por su valor e increíble resistencia ante el fuego. La escuadra había pretendido acercarse a la costa de Virginia; pero, habiendo sido rechazada por fuertes huracanes, se acercaba a Boston.
También había agregado el capitán de la galeota que unas cuantas naves de las que lord Howe trataba de conducir a Nueva York, sorprendidas por vientos contrarios y tempestades, se habían unido a la flota de lord Dunmore.
Una esperanza nació súbitamente en el alma del barón: la de que la fragata del marqués fuese una de aquellas naves que se habían unido a la escuadra procedente de Europa.
¿Y por qué no? «Cabeza de Piedra», que, como buen bretón, veía de lejos, tenía la convicción de que en algún sitio del Atlántico septentrional o meridional habían de encontrar la fragata que había robado la rubia María de Wentwort a su comandante.
—¡Por todos los campanarios de Bretaña! —había dicho a «Petifoque»—. ¡Haremos un magnífico crucero, a pesar de que la escuadrilla americana vale bien poco, a mi juicio! ¡En fin, ya la veremos en la prueba!
Apenas había surcado las olas del Atlántico La Tonante, se oyó salir un furioso griterío de la bodega por la abierta escotilla.
Se oían maldiciones y algunos sonoros golpes, seguidos de aullidos y frases en pésimo inglés.
—¡Os aplastaría, canallas!
—¡Somos soldados!
—¡Valientes soldados! —contestaba con voz tonante el contramaestre de bodega—. ¡Sois unos traidores! Os hemos cogido en la santa bárbara. Canallas, ¿qué es lo que pretendíais al lado de los barriles de pólvora? ¡Queríais hacernos volar! ¡Afuera; tomad otros dos puntapiés! ¡A cubierta, a cubierta, miserables!
Al oír aquel griterío se precipitaron hacia la escotilla «Cabeza de Piedra» y «Petifoque», seguidos por el barón y por el verdugo de Boston.
Cuatro hombres que llevaban el uniforme de los tudescos subían la escala a fuerza de golpes, que recibían entre una lluvia de amenazas y de imprecaciones.
—¡Muerte a los traidores!
—¡Llevan los bolsillos llenos de dinero inglés!
—¡Querían hacernos saltar a todos!
—¡Bandidos!…
—¡Es preciso colgarlos de la verga más alta!
Los cuatro miserables, muertos de miedo ante la amenazadora actitud de parte de la tripulación, llegaron por fin al comfeés de la corbeta.
Al ver a los alemanes, «Cabeza de Piedra» y «Petifoque» lanzaron una exclamación de sorpresa: en uno de aquellos prisioneros reconocieron a un mercenario que habían encontrado antes de comenzar esta historia, en circunstancias difíciles, por cierto, para aquellos bravos marineros.
Durante el asedio de Boston por los americanos, el comandante de La Tonante, cuya natural intrepidez acrecentaba el hecho de hallarse su adorada María en poder del marqués de Halifax, se lanzó a las más temerarias empresas para libertar a la bella prisionera. En una de estas tentativas fue preso por los sitiados y condenado sumariamente a ser ahorcado en seguida por mano del verdugo.
Pero aquellos dos bravos marinos, «Cabeza de Piedra» y «Petifoque», se propusieron salvar la vida de su comandante penetrando en la ciudad, aunque para ello necesitaran luchar contra todo el ejército sitiador. No era éste, sin embargo, el caso en aquella empresa a que se lanzaban: era necesario todo el valor que uno y otro poseían; pero el asunto era más bien de astucia, y tampoco esta cualidad les faltaba a ambos bretones.
En los largos asedios, y cuando no se trata de verdaderas fortalezas completamente aisladas del ejército sitiador, suele acontecer que hay una zona, por decirlo así, neutral, en la que durante las treguas de la lucha se reúnen combatientes de uno y otro bando que momentáneamente acallan sus enconos, especialmente si se trata de dar solaz al cuerpo y refrescar la garganta. Tal acontecía en algunos arrabales de Boston, al lado de los fosos que rodeaban la población. Durante una de esas treguas trabaron conocimiento nuestros dos amigos con algunos mercenarios alemanes, especialmente con un tal Hulbrik, robusto y sencillo tudesco, al cual embriagaron fácilmente y que les facilitó el medio de penetrar en la ciudad.
Una vez dentro de Boston, y ayudados eficazmente por el alemán, consiguieron entablar rápidamente conocimiento con el verdugo, hombre barbudo y de huraño aspecto que, según decía, se había visto obligado a tomar aquel infame oficio, que le repugnaba.
La diplomacia del astuto «Cabeza de Piedra» supo sacar partido de las condiciones del ejecutor, y con halagos y promesas de inscribirle en la tripulación de la corbeta consiguió cuanto quiso de aquel hombre, que hacía mucho tiempo no había podido estrechar la diestra de un semejante.
Aquella misma noche regresaban al campamento sitiador el barón sir William, «Cabeza de Piedra», «Petifoque» y el verdugo.
Así es que los dos bretones no pudieron contener una exclamación al reconocer, entre los cuatro prisioneros que la tripulación de la corbeta traía desde la bodega, a su alegre compañero en la aventura de Boston.
—¡Ohé, compadre Hulbrik! ¿No nos conocemos ya? —dijo «Cabeza de Piedra».
Al oír aquella voz conocida dio un salto el tudesco, desasiéndose de los marineros que le tenían afianzado.
—¡Padre, estos «pripones» querer ahorcarme! —exclamó con su marcado acento sajón.
—¿Padre? Lo era en Boston; pero aquí necesito ante todo saber qué es lo que hacías a bordo.
«Cabeza de Piedra» había hecho una seña a los marineros, que dejaron de golpear a aquellos cuatro desgraciados, más muertos que vivos.
En aquel momento llegaban sir William y su segundo, atraídos por el ruido, y fijándose en los cuatro alemanes, preguntó con asombro:
—¿Qué hacen esos tudescos a bordo de mi buque? ¡Contesta tú, «Cabeza de Piedra»!
—Por ahora, mi comandante, sé tanto como usted. Pero entre esos gruesos y rubios teutones, criados con salchichas y cerveza, me encuentro con un antiguo conocido.
—¡Padre! —gritó el alemán, que trató de acercarse al barón en actitud suplicante.
El corsario no pudo evitar una sonrisa.
—¡Ah! ¡Es el hombre que nos ayudó en Boston, y al que emborrachaste con no sé qué aguardiente!
—Sí, mi comandante. ¡Ah! ¡Aquél era un buen tiempo! Aunque me figuro que aquel maldito tabernero…
—No hay que hablar mal de aquella taberna; sin ella, no hubiéramos conseguido lo que deseábamos.
—Bueno; pero la verdad es que ni el vino ni el aguardiente…
—¿Acabaréis alguna vez? —dijo el corsario con alguna impaciencia—. ¿Qué hacían estos alemanes a bordo de mi buque? De seguro no tendrían buenas intenciones, ¿no es verdad, Hulbrik?
—Permítame usted, mi comandante, que conteste yo antes que ellos —dijo un carpintero adelantándose.
—Habla y despacha pronto.
—Estaba haciendo una reparación en uno de los mamparos de proa, cuando he visto salir a estos dos individuos, no sé de dónde; pero me parece que no estaban muy lejos de la santa bárbara.
—¡Por todas las salchichas del maestro Taberna! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¿Querían hacemos saltar por los aires y que fuéramos a engordar a los peces ésos?…
—¡Calla, eterno hablador! —dijo el corsario—. Apostaría a que las comadres de tu famosa villa tienen la lengua menos larga que tú. Vamos, pues, maestro Hulbrik, ¿qué hacías en la cala de mi corbeta con tus compañeros?
—¡Habla, compadre «Certeza»! —dijo el bretón, que no podía permanecer en silencio cinco minutos.
El pobre tudesco se puso pálido, agitó dos o tres veces los brazos en alto, como si quisiera invocar en su defensa algún testimonio que no había de hallarse ciertamente en las cofas de la corbeta, y balbució al cabo:
—Yo haberme embarcado para «folfer» a casa. No querer guerra.
—¿Y te has refugiado en mi buque? —dijo el corsario.
—Yo no «haper» otro aquella noche.
—¿Qué noche?
—La del «pompardeo» del fuerte de Moultrie.
—¿Y dónde estabas tú?
—En el «Pristol».
—¡Ah! ¿En el barco que medio deshicimos a fuerza de cañonazos?
—Sí, padre.
—¡Ah, bribón! —gritó «Cabeza de Piedra», acercándose al tudesco y amenazándole con los puños—. ¡Llamar tu padre al comandante! No serás, me figuro, hijo de algún príncipe prusiano, para esperar tanto honor.
—¿Y a ti sí llamar padre?
—Yo soy otra cosa, amigo «Cerfeza»; yo no soy barón ni tengo armas grabadas en el puño de mi sable de abordaje.
—¡Cierra la boca! —gritó el corsario—. ¡Eres tan charlatán como inútil, «Cabeza de Piedra»!
—Entonces, arrójeme usted al mar —insistió el bretón—. ¡Por todas las salchichas del maestro Taberna y por todos los campanarios del mundo entero! ¡Así es como terminamos los fieles marineros que hemos expuesto veinte veces la vida por salvar a su comandante y al buque!
—¡Viejo mío! —dijo sir William, con la voz más suavizada—. En vez de perder el tiempo hablando, procura ver si estos cuatro señores han colocado alguna mecha en la santa bárbara.
—¡Por vida de…!
—¡… un campanario! —terminó «Petifoque», lanzándose tras el contramaestre, que iba acompañado de varios marineros provistos de linternas.
El temor de poder saltar por los aires de un momento a otro o de sentirse abrirse la corbeta bajo los pies había causado impresión en todos los ánimos.
Sobre todo, mister Howard se había puesto algo pálido y miraba intensamente al barón, como para preguntarle si la corbeta podía terminar así sus días.
El barón, siempre impasible, cogió por un brazo al tudesco, y después de haberle obligado a sentarse en un cañón, le dijo con voz amenazadora:
—O me lo confiesas todo, Hulbrik, o antes que salga el sol mando colgarte en la punta del mastelero del juanete. Tenemos a bordo al verdugo de Boston. Me parece que le conoces.
—¡Sí, sí!
—Habla, pues, si deseas salvar el pellejo.
—¿Mi «pelleco»?
—¡Sí, maestro Hulbrik!
—Yo quiero «folfer» a mi «tiera». Yo «haperlo» dicho ya.
—Pero mi buque, querido, no va a Europa.
—Mí no importar. Quiero salir de América.
—¿Y dices que te has embarcado…?
—Cuando el «pompardeo».
—¿Con tres compañeros?
—¡Sí, sí!
—¿Y os habéis escondido en la sentina o en la santa bárbara? ¡Canta, amigo, canta pronto! Me han dicho que tus bolsillos están llenos de libras esterlinas. Los ingleses no pagan con gran generosidad a los mercenarios que arrancan de los Estados alemanes. ¡Saca ese dinero en seguida! —dijo el corsario, mostrando una pistola rápidamente.
Asustado, el tudesco se apresuró a obedecer la orden, y pronto cayó sobre el combés una verdadera lluvia de monedas de oro legítimo de cuño inglés.
—¡Ahora, vosotros! —dijo el corsario, amenazando a los otros tres.
Los desgraciados se pusieron lívidos y titubearon un momento; pero acabaron por arrojar aquel oro que les comprometía.
En aquel mismo instante, «Cabeza de Piedra», «Petifoque» y dos docenas de marineros salían por la escotilla armando un estrépito endiablado.
En medio de todos los campanarios que salían por la boca del contramaestre, el barón pudo recoger estas palabras:
—¡Una bomba!
—¡Silencio! —ordenó el corsario—. Hay aquí ante vosotros unos hombres que mañana no verán al sol iluminar el Atlántico. «Cabeza de Piedra», deja tus campanarios y habla pronto.
—¡Una bomba, mi comandante!
—¿Dónde la habéis encontrado?
—Junto al pañol de la santa bárbara, con una mecha de dos metros. ¡Voto va! Nos hubiera hecho saltar a todos sin poder decir: ahí queda eso.
—¿Estaba encendida la mecha?
—Todavía no.
—¡Está bien! Estos hombres pagarán su traición.
Cogió a Hulbrik por una muñeca, se la apretó con tanta fuerza que se sintieron crujir los huesos, e hizo una señal a Howard.
Diez marineros se precipitaron inmediatamente sobre los otros tres compañeros de «Cerfeza», y, a fuerza de puños, los condujeron a la batería de babor, encadenándolos fuertemente.
—Ahora, maestro Hulbrik —dijo el corsario, sentándose en un barril que había encontrado a sus pies—, suelta la lengua, y ten cuidado con lo que dices.
—¡Padre! —balbució el tudesco.
—¡Déjate de padres! No soy hombre que se conmueva fácilmente. ¿Quién os ha ordenado colocar esa bomba?
El tudesco se rascó primero una oreja y después la otra, mientras miraba obstinadamente la punta de sus zapatos.
—¡Voto a diez mil campanarios! —gritó «Cabeza de Piedra»—. ¿No pretenderás hacemos creer que te ha dejado sordo algún cañonazo? ¡Vamos, pronto; explícate, bribón! Yo te he dado cerveza, salchicha y alguna buena libra esterlina, y tú, en cambio, buscabas el medio de enviarme derechito no sé si al infierno o al purgatorio, porque al cielo es más difícil.
—¡Padre!…
—¡Qué padre ni qué ocho cuartos! ¡Vamos ya; canta, canta! ¡El comandante quiere saberlo!
—Lord Cliton —contestó al fin el tudesco, después de un prolongado suspiro que parecía que no iba a terminar nunca.
—¿Para volar mi corbeta? —preguntó el corsario, apretando los dientes.
El tudesco hizo un signo afirmativo.
—¿No interviene en esta infame traición el marqués de Halifax?
—Yo «haper» oído, milord Cliton, hablar del marqués.
—¡Ah, perro! —aulló el corsario, poniéndose en pie, con la mirada relampagueante y el semblante descompuesto por la cólera—. ¡No era bastante haberme robado mi prometida, sino que ese miserable recurre también a la traición para quitarme de en medio lo más pronto posible!
Dio dos o tres vueltas en torno al barril, como un loco, y deteniéndose después frente al prisionero, le preguntó:
—¿Cuánto os han dado?
—Cien libras esterlinas.
—¿Y por esa cantidad, bandido, ibas a enviar por los aires a doscientos hombres?
—No, padre; a los hombres, no.
—¿Qué quieres decir?
—Hacer saltar el «puque». Yo no dejar morir a mi padre.
—¡Sí; me cogerías por un brazo para ofrecerme una chalupa! —exclamó el bretón, que había comprendido a quién se refería el tudesco—. En cuanto a mis camaradas, ¡todos al infierno! ¡Ah! ¡Tragasalchichas! ¡Valiente agradecimiento!
—¡Llévate a este hombre! —ordenó el corsario.
—¡Un momento, mi comandante! —dijo «Cabeza de Piedra».
—¿Qué pretendes aún, eterno charlatán?
—Que Hulbrik me diga si su hermano Wolf, que me ayudó a introducirme en el castillo de Oxford, está embarcado en la fragata del marqués.
—Sí, padre —contestó el alemán.
—¿Ha oído usted, mi comandante? —continuó el bretón—. Su hermano está embarcado en la fragata. ¡Oh! ¡Conozco bien a ese muchacho! ¡Quién sabe si…!
El barón no contestó, y volviéndose hacia su segundo, le dijo:
—Mister Howard, tome usted una ballenera y vaya a bordo de las naves americanas para advertir a sus comandantes lo que aquí ha ocurrido. Que registren cuidadosamente la sentina y las baterías, por si acaso lord Cliton ha conseguido hacer que se escondan en esos buques otros canallas para volar a la vez toda la primera escuadra americana.
—En seguida, mi comandante —contestó el segundo—. El viento es flojo, y podré cumplir mi misión sin necesidad de poner la corbeta al pairo.
El corsario permaneció unos instantes en el puente mirando distraídamente a los marineros, que lanzaban al mar la ballenera grande; después lanzó un suspiro y descendió.
—¡Habrá tempestad! —dijo el bretón, mirándole con el rabillo del ojo—. ¡Aquella rubia acabará por volverte loco!
—¿Y el maestro «Cerfeza»? —preguntó «Petifoque», que no cesaba de dar vueltas en torno de su amigo.
—¡Mal asunto, querido gaviero! Ese joven no volverá nunca a su país.
—¿También el comandante le manda ahorcar? Debiera acordarse de que en Boston ese pobre diablo ha corrido muchas veces el riesgo de caer en cualquier foso con seis balas en el cuerpo.
—¡Es verdad! —repuso «Cabeza de Piedra», cuyo semblante se había serenado—. Creo, sin embargo, que el asunto no acabará tan mal respecto a Hulbrik; pero sólo respecto a él. En cuanto a los otros, no respondo. Mañana harán cuatro gestos bajo la verga mayor con un buen lazo al cuello. ¡Qué diablo! ¿Cómo salvarlos?
De pronto se dio en la frente un golpe tan fuerte, que «Petifoque» creyó al pronto que se había disparado alguna pistola. ¡Oh! ¡Sólo por probar la robustez de los cráneos de la antigua Armórica era capaz «Cabeza de Piedra» de hacer aquella loca prueba!
—¿Qué es eso? —dijo el gaviero, asustado—. ¿Quieres matarte?
—¡Tengo una idea!
—¿Y la haces salir con ese puñetazo, que hubiese roto la frente de cualquier hombre que no fuese bretón?
—¡Es una idea magnífica!
—Me haces morir de impaciencia.
—¿Te acuerdas de cómo salvamos a nuestro comandante cuando los ingleses se preparaban para colgarle?
—No tengo el vicio de comerme la memoria con la galleta que nos dan a bordo. Ya sé que fue el cuchillo del verdugo de Boston lo que evitó que se le quebrara el cuello al comandante.
»Bueno; pues vas a buscar a ese buen hombre y a traerlo aquí. Pero listo, “Petifoque”.
—Como una ardilla, «Cabeza de Piedra».
El contramaestre aspiró una buena bocanada de aire del mar, echó una mirada a las velas y otra a la ballenera, que, a impulso de doce remos, se deslizaba rápidamente con aquel débil viento.
Sacó su pipa, la cargó cuanto pudo, y, después de encenderla, fue a sentarse sobre su pieza favorita: el cañón de caza de proa a babor.
—¡Quizá haya resuelto un gran problema! —murmuró, después de envolverse en una nube de humo—. El comandante va a saltar; pero ¡bah! ¡Todo se lo perdona a su viejo contramaestre!