EL VALOR AMERICANO
DESPECHADA y furiosa la marina inglesa por haber presenciado la rendición de Boston sin poder hacer nada para impedirlo, emprendía animosamente el ataque a aquel formidable fuerte, que era un grave peligro para todos los buques ingleses procedentes del Atlántico.
Lord Cliton, que luchaba con adversa fortuna en La Carolina, había enviado algunos refuerzos, compuestos del Bristol y del Speriment, navios casi de línea, con cincuenta cañones cada uno; las fragatas Active, Altion, Solebay y Syren, con veintiocho piezas, y otros dos barcos menores, uno de los cuales, el Fulmine, llevaba morteros.
Gran ansiedad reinaba en aquellos momentos, tanto entre los americanos como entre los ingleses; pero estos últimos tropezaron bien pronto con un grave obstáculo. El canal que daba frente a la isla Sullivan estaba lleno de gran número de bancos de arena, que hacían sumamente peligroso el paso para los buques de mucho calado.
En previsión de esto el general Cliton, que permanecía en Charlestown, de donde no habían podido desalojarle los americanos, había reunido las escasas fuerzas de que disponía, compuestas en su mayoría de mercenarios alemanes, y las había concentrado en la isla de Long, situada a Levante de la de Sullivan, a fin de que, en el momento oportuno, asaltaran el fuerte por la espalda, que era por donde estaba menos defendido, y sobre todo que destruyeran los astilleros. El coronel Moultrie, que en combinación con el general Lee disponía de un magnífico servicio de información, había tenido conocimiento del propósito de los ingleses.
El peligro era gravísimo, porque, a pesar de su formidable armamento, el fuerte podía sucumbir en el momento del bombardeo ante un rápido y fuerte ataque por ambos lados.
Sólo había un hombre que pudiera protegerle por la espalda: el corsario.
Emplazada su corbeta en medio del canal, haciendo fuego con las veinticuatro piezas de su batería y con los cañones de caza, era bastante para tener a raya a escoceses y alemanes mientras que sus cuatro morteros, que servían de lastre en la cala, podían causar grandes daños a los navios ingleses con tiros de elevación por encima del fuerte.
El coronel Moultrie envió un oficial a bordo de La Tonante, que ya se preparaba airosamente a la lucha.
—¡Ah! ¡Doble fuego! —dijo sencillamente el barón con su calma habitual—. ¿Ha oído usted, Howard?
—Sí, William.
—Haga usted sacar de la bodega los cuatro morteros que ya conocen los ingleses, que larguen los foques y un par de velas y que leven anclas. El viento es favorable para ir a la isla Long.
Sonó en el puente el silbato del contramaestre, y los hombres de la tripulación se lanzaron, unos a los aparejos, otros a la arboladura y otros a la bodega, cuyas escotillas estaban ya levantadas para sacar los morteros.
La escuadra inglesa empezaba a moverse, cañoneando débilmente.
Se veía obligada a navegar con gran cuidado, por temor de dar contra los bancos de arena o contra las trincheras acuáticas armadas de formidables espolones de troncos de árboles, que habían colocado por todas partes los americanos.
Así es que la corbeta tuvo el tiempo necesario para ejecutar la maniobra y tomar posición detrás del fuerte, a fin de impedir a los ingleses el paso a la isla de Sullivan.
También el coronel Moultrie había tenido tiempo para emplazar todos sus cañones en los bastiones del frente, desde donde podía batir toda la superficie de agua que se extendía por delante del fuerte.
El cañoneo empezaba a ser más continuo. Los fogonazos iluminaban la bahía, reflejándose en las aguas con fulgor siniestro.
Sucedió lo que ya habían previsto los americanos.
Las dos grandes naves inglesas, Bristol y Speriment, habían avanzado para proteger a la gente que mandaba Cliton, pero eran demasiado pesadas para aventurarse por aquel peligroso canal, y a las primeras bordadas tocaron en algunos de los muchos bancos de arena que por allí había y se inclinaron violentamente sobre la banda de estribor, quedando por el momento inservible toda la batería de aquella borda, compuesta, como ya se ha dicho, de veintiocho cañones en cada buque.
A pesar de la oscuridad de la noche, y sin arredrarse por las primeras balas que el fuerte comenzaba a lanzar, reforzando las velas y largando anclas a proa, los hábiles marineros ingleses consiguieron salir de aquel mal paso.
En seguida se generalizó el fuego en toda la línea.
Pero parecía que la escuadra no tenía prisa por lanzarse contra el fuerte.
Contestaron vigorosamente los artilleros americanos, no menos hábiles ya en el manejo de las piezas de grueso calibre, y sobre todo, tronaba la corbeta con sus cuatro morteros, cuyas gruesas bombas se proyectaban con notable acierto.
Hacia las once de la mañana, los buques ingleses Bristol, Speriment, Altion y Solebay, largando anclas a cincuenta metros del fuerte, comenzaron a disparar furiosamente, lanzando andanada tras andanada. Casi al mismo tiempo, los otros tres buques, Syren, Active y Sphinx, se colocaron a Poniente entre el canal y la isla Sullivan, intentando destruir las fortificaciones con su artillería.
Pero allí se encontraron con la corbeta del corsario, que empeñó resueltamente el combate.
Mientras los cañones de caza barrían la ribera de la isla Long, impidiendo que los soldados de Cliton atravesaran el canal, las dos baterías tronaban cada vez más rápidamente y los cuatro morteros enviaban por encima del fuerte bombas que caían sobre el puente de los otros cuatro buques ingleses.
—¡Por todos los campanarios de Batz! —exclamó «Cabeza de Piedra», que, acompañado de su inseparable «Petifoque» y de cuatro artilleros, disparaba su pieza favorita de proa—. ¿Qué dices de todo esto, chiquillo?
—Digo que con esta lluvia de balas no quedaría en pie ni uno solo de los campanarios de Bretaña —contestó el joven gaviero fumando tranquilamente un cigarro de Virginia.
—Los de Poulignen, puede ser; pero no los de Batz.
—¿Están forrados de hierro?
—Son como cráneos de verdaderos bretones; más duros que la piedra.
—¡Llévete el diablo!
—¡Cuidado, «Petifoque»; está granizando!
—Oigo el granizo; pero, por desgracia, no puedo verlo hasta que ha caído ya en la cubierta de la corbeta. Tú, en cambio, como bretón de Batz, verás perfectamente en el aire las bombas que nos tiran los ingleses.
—En cuanto a eso, no —dijo «Cabeza de Piedra»—. Sólo mi abuelo, cuando navegaba en las naves corsarias de Juan Bart… ¡Ah! ¡Qué tiempo aquél!
—Tú sigues charlando, «Cabeza de Piedra», y mientras tanto cae el granizo. Me fastidiaría que me rompiese una pierna.
—Nunca hieren en las piernas los bretones; siempre en la cabeza.
—Sí, y entonces las bombas se rompen como si fuesen pompas de espuma de jabón.
—¡Claro es!
—Pues yo no quisiera hacer la prueba en mi cabeza.
El contramaestre, que tenía la mecha en la mano esperando que los sirvientes acabasen de cargar el cañón, miró a «Petifoque» de soslayo, y dijo, sonriendo:
—Ni yo tampoco.
—¡Ah, ya! ¿Y es ésa la famosa cabeza de Batz?
—¡Calla, «Petifoque»! ¡Ahora toca pelearse con los ingleses!
Como ya antes hemos dicho, el combate se había empeñado con igual ardor por ambas partes.
El almirante inglés Peter Parker y lord Campbell enardecían a su gente creyendo segura la inmediata demolición del fuerte, que sabían estaba defendido por una escasa guarnición y algunas Compañías de milicias reclutadas apresuradamente, y contaban con hacer callar las treinta y seis piezas de grueso calibre y desmontar las veintiséis pequeñas, sólo útiles para lanzar metralla.
La noche, que era bastante oscura, se alumbraba con los continuos fogonazos, y un horrible estrépito surcaba la bahía, llegando hasta Boston y Charlestown.
Gruesas granadas y balas enrojecidas surcaban constantemente el espacio, dejando tras sí largo rastro de fuego.
Luchaban denodadamente los ingleses por destruir aquel obstáculo; pero los hombres del coronel Moultrie se defendían como leones.
Las piezas de mayor calibre del fuerte tronaban sin cesar, haciendo maravillosos blancos en las naves enemigas, mientras la artillería ligera barría los puentes con una lluvia constante de metralla que diezmaba las tripulaciones.
Los buques que más inquietaban al valiente coronel y al corsario eran Altion, Sphinx y Syren, porque habiendo anclado al extremo poniente de la isla Sullivan, en caso de un desastre podían impedir fácilmente la retirada de la guarnición, así como la llegada de socorros. Contra esos buques se encarnizaba especialmente la corbeta de sir William, que, bien fondeada en una caleta, se hallaba poco expuesta a los fuegos enemigos.
—¡Es preciso destruirlos! —gritaba «Cabeza de Piedra» entre uno y otro disparo de las piezas de proa—. ¡Por todos los campanarios de Bretaña! ¡Vais a dejar aquí la arboladura, y La Tonante tomará una venganza completa!
Aquella noche no se mostraba propicia la suerte a los expertos marinos ingleses, que se habían lanzado con demasiada imprudencia entre los bajos fondos de aquel canal, donde podían asaltarlos de un momento a otro los brulotes de los carolinos e incendiar toda la escuadra.
Ya se habían cambiado gran número de bombas y balas enrojecidas entre ingleses y americanos, cuando las naves Sphinx, Altion y Syren, que eran el mayor peligro para el fuerte, guiadas por pilotos poco prácticos en aquellos lugares, tocaron en un arenal llamado Middle-Grounds, encallando de tal manera que quedaron inservibles las baterías de ambos lados.
Los defensores del fuerte, que ya comenzaban a dudar de que se pudiera resistir aquel terrible bombardeo, hasta el punto de que el general Lee había aconsejado al coronel Moultrie que se refugiase en Boston, haciendo saltar el fuerte, presenciaron entonces un terrible espectáculo.
El corsario había comprendido en el acto la difícil situación en que se hallaban los tres buques y había arreciado el fuego contra ellos. Maniobrando con los foques y girando sobre el ancla que había largado a proa, arrojaba una nube de hierro y fuego. La Tonante ardía y tronaba como un volcán, sembrando el terror en la cubierta de aquellas pobres naves. «Cabeza de Piedra» largaba metralla, matando a cuantos enemigos podía. Ya no pensaba en destruir la arboladura.
—¡Vamos ya, «Petifoque»! —gritaba—. ¡Haz traer más metralla! ¡Verás cómo limpio el puente de ese buque!
Y artillería gruesa y menuda, toda ella resonaba con estrépito, cada vez más creciente.
Disparaba el fuerte, enfilando las naves que tenía al frente; tronaba la corbeta más que un navio de alto bordo.
Aunque cogidos por una tempestad de plomo y hierro, los marinos ingleses no habían perdido su tradicional sangre fría, y, mandados por oficiales tan hábiles como valientes, pretendieron inmediatamente poner a flote los tres buques antes que fueran totalmente destruidos. Con auxilio de aparejos, arrojando anclas a popa y proa, braceando y contrabraceando las velas, se esforzaban por apartarse de aquella lluvia de fuego, que ya había ensangrentado copiosamente los puentes.
Sobre todo el Bristol, cuyas amarras se habían roto, estuvo expuesto a los fuegos del fuerte y de la corbeta durante varias horas sin poder contestar.
Sus bordas caían a pedazos en las aguas del canal; las vergas, destrozadas por la metralla de las piezas de caza de La Tonante, se desplomaban sobre cubierta, aumentando el estrago.
El capitán Morris, que lo mandaba, se mantenía, sin embargo, firme, pretendiendo aún salvar el buque. Casi todos los hombres de la tripulación yacían muertos o gravemente heridos.
—¡Fuego sobre él! —gritaba sin cesar sir William, que ya no dudaba de dar una terrible lección a los asaltantes.
Y no se perdían sus voces en el vacío, porque si el fuerte disminuía la intensidad de su fuego, porque empezaban a escasear las municiones, La Tonante, bien pertrechada para un largo crucero, no cesaba de lanzar bombas, balas y metralla.
A las siete de la mañana quedaban escasos hombres a bordo del Bristol, y el buque comenzaba a hacer agua, a pesar de hallarse encallado en un banco de arena.
Media hora después, el capitán Morris, que ya herido por un casco de metralla había jurado no arriar bandera aun cuando se hallase completamente perdido, caía sobre el puente con una pierna destrozada por una bala de cañón.
Conducido a su camarote, expiraba a los pocos minutos, mientras el buque, ya casi desierto, era arrastrado por las aguas y se destrozaba en la orilla de la isla Long.
No lograron mejor suerte los otros buques que se habían metido en el canal: Sphinx, Altion y Syren..
Moviéndose con inmensa dificultad entre los bancos del canal, batidos terriblemente por el fuego de la corbeta, perdían los hombres en gran número a cada descarga.
Lord Campbell, gobernador que había sido de La Carolina, estaba también herido tan gravemente, que algunos meses más tarde emprendía el gran viaje; asimismo el almirante Peter Parker había sido herido por un casco de metralla, y se vio precisado a dejar el mando.
Tampoco conseguían buen éxito los buques que batían al fuerte por el frente, a pesar del inmenso consumo de municiones que habían hecho, fuera porque lanzaban sus proyectiles demasiados altos, o porque la contextura esponjosa de la madera de las fortificaciones impedía que causaran daño a los defensores. Sin embargo, todos los buques se mantuvieron firmes contra el fuerte toda la tarde, a pesar de la mala situación en que se hallaban, con la esperanza de que la gente concentrada por lord Cliton pudieran atravesar el canal.
Seguramente hubiera sucedido así sin la presencia de la corbeta, que con sus piezas de caza barría sin cesar la orilla. Además, los ingleses se habían engañado respecto a la profundidad del canal, por no haberlo sondeado bien a conciencia antes de empezar el combate.
A las seis de la tarde, todos los buques ingleses, más o menos averiados y con sus tripulaciones diezmadas, después de haber experimentado a su costa durante catorce horas el valor americano, abandonaban definitivamente la empresa; con mayor motivo cuanto que los audaces corsarios, tripulando ligeras chalupas, habían conseguido proveer de municiones al fuerte. A medianoche, todo había terminado, y el contramaestre «Cabeza de Piedra», después de tanto trabajo y habiendo salido una vez más ileso, se permitía el lujo de vaciar una botella en compañía de «Petifoque», a horcajadas en su pieza favorita de proa.