CAPITULO I

UN CAÑONAZO A TIEMPO

EL día 17 de marzo de 1775, una gran parte de la escuadra inglesa, que había permanecido estacionada en aguas de Boston durante el prolongado asedio de esta ciudad por los americanos, se hacía a la vela con rumbo a alta mar, llevando a bordo la extenuada guarnición, compuesta de más de diez mil hombres.

La rendición de la capital de Massachusetts había sido un rudo golpe para el poderío inglés, que hasta entonces había considerado a los americanos como simples partidas de rebeldes, a los que llamaba despectivamente provinciales, sin reconocer que se trataba de verdaderos soldados.

Antes de salir de la ciudad, aquella guarnición, compuesta en su mayor parte de mercenarios alemanes, había saqueado todas las riquezas de los habitantes, llevándose cuanto pudieron encontrar de valor, y habían inutilizado toda la artillería clavándola o arrojándola al mar.

Únicamente habían respetado los almacenes de víveres, que, por otra parte, contenían bien escasas existencias: 2500 medidas de carbón mineral, otras tantas de trigo, 2300 de cebada, 600 de avena y unas 100 orzas de aceite. Reses, ninguna; hacía ya mucho tiempo que la guarnición había empezado a sacrificar los caballos, y apenas si quedaban unos ciento cincuenta de éstos, reducidos al estado de esqueleto.

Dueños los americanos de todas las alturas que dominan la ciudad, en las cuales habían emplazado gran número de cañones de sitio, permitieron a la guarnición salir de la plaza, a condición de respetar dichos almacenes, pues también los sitiadores se hallaban exhaustos de provisiones de boca y hacía varios meses que venían luchando con el hambre.

Mandaba la escuadra el general Howe, almirante improvisado, y se alejaba de las peligrosas aguas de la amplia bahía de Boston para refugiarse en Halifax, que aún permanecía en poder de los ingleses.

En realidad, no era una verdadera escuadra de combate, porque había sido preciso embarcar además gran número de familias «leales», o sea partidarios de la dominación inglesa, que, temiendo la venganza de los americanos, habían preferido la miseria y el exilio. En aquellas naves, que con escasos víveres se lanzaban entre las traidoras olas del Atlántico septentrional, había más impedimenta de «leales» que bocas de fuego.

Los americanos no habían tenido tiempo de llamar a sus muchos corsarios, y presenciaron con despecho la salida de aquellos diez mil soldados, que más tarde habían de dar tanto que hacer a Washington en el asedio de Nueva York.

Sin embargo, estaba dispuesto que no habían de escapar completamente tranquilos los fugitivos, porque apenas salieron al mar se habían lanzado en su persecución cinco naves corsarias, intentando un combate, más que atrevido, desesperado, por la desigualdad de fuerzas, con el propósito de echar a pique aquellas naves inglesas con todos sus tripulantes.

La escuadrilla se componía de cuatro bergantines recién llegados de las Bermudas, y que habían estado ocultos en los abundantes canales que formaban en aquella época la bahía de Boston, y de una magnífica corbeta mandada por el barón William McLellan y artillada con doce cañones por banda, más los cuatro de caza a proa y popa, amén de dos potentes morteros, artillería que había contribuido muy eficazmente a la rendición de Boston, destruyendo las últimas defensas inglesas.

Escasa fuerza eran los cinco buques corsarios para luchar contra la que conducía Howe, compuesta de más de cuarenta buques entre grandes y pequeños; pero, a pesar de ello, trabaron combate con igual ardimiento por ambas partes.

Mientras que los bergantines se lanzaron contra la retaguardia de la escuadra fugitiva, en la que figuraban algunos pequeños cutters, que se iban a pique con toda su tripulación al primer choque, la corbeta, más rápida, se había puesto en caza de una fragata de alto bordo, la mejor que llevaban los ingleses.

Eran dos buques construidos para la navegación de altura; así es que en menos de media hora se distanciaron tanto del resto de la escuadra, que casi no se percibían los cañonazos que cambiaban con los bergantines.

Volaba la fragata, impulsada por un buen viento fresco; pero volaba también la corbeta siguiendo la blanca y prolongada estela de aquélla.

Todos los hombres se hallaban en ambos buques colocados en sus puestos de combate. La gente franca de servicio, y hasta los mismos enfermos, habían abandonado el coy para empuñar el fusil.

Los dos comandantes, en pie en el puente y con la bocina en la mano, lanzaban sin cesar la misma orden:

—¡Fuego!… ¡Fuego!…

Y los cañonazos se sucedían sin interrupción con terrible furia, lanzando a la arboladura contraria gruesas balas encadenadas que destruían velas, jarcias y vergas.

Un imperioso motivo guiaba al barón MacLellan para dar caza a la fragata, que iba mandada por su hermanastro el marqués de Halifax.

María de Wentwort, la joven a quien amaba y de la que era correspondido, su prometida, por la cual había arriesgado veinte veces la vida, se hallaba prisionera en aquella fragata.

Era el botín de guerra del marqués.

—¡Fuego! —seguían gritando sin cesar los dos comandantes, que parecían locos furiosos, y las balas portadoras de la destrucción y de la muerte silbaban constantemente entre ambos buques.

De cuando en cuando, entre el estampido de los cañones se oían descargas de fusilería, que en realidad causaban más ruido que daño.

—¡Por el pueblo de Batz!… —exclamó el contramaestre de la corbeta, que disparaba una de las dos piezas de caza colocadas a proa—. ¡Quisiera tumbar un palo y romper un ala a esa condenada gaviota, que se lleva la mitad del corazón de nuestro comandante! ¿Qué dices tú, «Petifoque[1]»?

—Digo, «Cabeza de Piedra[2]», que tú has fumado hoy demasiado, y aun has bebido algún trago de más para celebrar la rendición de Boston —contestó el aludido joven gaviero, que apenas tendría veinte años y que parecía fuerte ya como una encina.

—¡Que el diablo te lleve! No tengo en el cuerpo más de un vaso de agua azucarada.

—Con una buena parte de gin.

—Has visto mal. Tú eres del Poulignen, y, por tanto, medio bretón; pero no bretón por completo. ¡Déjame en paz! Voy a disparar.

—Tira ya, y derriba a esa gaviota.

Ya había cogido la mecha «Cabeza de Piedra» y se disponía a hacer hablar a una de las piezas de proa, cuando se le anticiparon en la popa de la fragata. Cuatro balas de grueso calibre, encadenadas dos a dos y certeramente disparadas, hicieron blanco por encima de la cofa del palo mayor de la corbeta, que llevaba todo el velamen desplegado. El gran mástil osciló algunos momentos, y, aunque sostenido por la jarcia, cayó al cabo con gran estrépito sobre la amura de babor.

Un grito lanzado por doscientas gargantas y acompañado de imprecaciones de todas clases siguió a aquel doble y afortunado disparo.

Detenida en plena carrera, la corbeta se inclinó pesadamente sobre la banda.

El comandante corsario había lanzado también un agudo grito:

—¡Ah! ¡María! ¡Perdida otra vez! ¡Condenación y muerte! ¡Más valiera que me hubiera matado una bala en el sitio de Boston!

«Cabeza de Piedra» prorrumpió en un verdadero rugido. Tronó su cañón con fragor inmenso, haciendo oscilar a la corbeta; pero ya la fragata, que se alejaba velozmente, se había puesto fuera de tiro con una rápida bordada.

Treinta marineros, armados de hachas, se habían lanzado por la cubierta y comenzaron a separar el mástil, cuyo tope estaba ya sumergido en el agua. Unos cuantos golpes certeros bastaron para separar aquel tronco y cortar la jarcia que le retenía al palo macho, y fue lanzado a las olas con crucetas, obenques, velas y cabos.

La corbeta recobró su posición, pero ya era como un pájaro herido. Tenía rota un ala, la mejor, y no podía emprender el rápido vuelo de otras veces.

Entretanto, la fragata, aprovechando las ventajas de aquel golpe de suerte, se alejaba velozmente, disparando una vez más sus cañones de popa.

—¡Por todos los campanarios de mi vieja Bretaña! —exclamó «Cabeza de Piedra», pálido como un muerto—. ¡Esto se acabó, y ya hemos perdido una vez más a María Wentwort! ¡Pobre William!

La corbeta, que, como ya hemos dicho, se había levantado al hallarse libre del peso del mastelero sobre la amura de babor, no andaba, a pesar de que el viento henchía todas las velas del trinquete.

Inmóvil sobre el puente pálidos los labios y el semblante espantosamente alterado, sir William seguía con la vista a la fragata, que ya sólo aparecía como un punto. Míster Howard, segundo de a bordo, y «Cabeza de Piedra», contramaestre, se habían acercado al comandante.

—Sir —dijo el primero—, esperamos sus órdenes.

El barón lanzó a su alrededor una mirada rápida.

La escuadra inglesa, perseguida por los cuatro bergantines corsarios de las Bermudas, había desaparecido hacia el Norte. La fragata era un punto blanco que se alejaba rápidamente en el claro horizonte.

El corsario hizo un gesto de desesperación.

—¡Perdida! —exclamó—. ¡Perdida otra vez en el momento en que creía poder vengarme de ese perro marqués, por cuyas venas corre también sangre mía!

Se dejó caer sobre una de las dos piezas de popa, cogiéndose la cabeza con ambas manos.

—¡No valía la pena de haber renegado de mi patria y de haber abandonado mi Escocia para sufrir tanto dolor! ¡Ah, María! ¡Y es mi hermano quien te tiene en su poder! ¡Es verdad que sólo soy el bastardo de Halifax!

—Sus órdenes, sir —repitió el segundo.

Sir William pareció volver a la vida real; se pasó varias veces la mano por la frente, bañada en sudor, y dijo por fin:

—¿No tenemos mástil de repuesto, mister Howard?

—No, Sir William.

—¿Y masteleros?

—Dos o tres.

—Que se ponga uno en vez del palo mayor, y dejemos que nos lleve el viento.

—¿Adonde?

Dudó un instante en responder el corsario, y después dijo, lanzando un suspiro:

—Volvamos a Boston; solamente allí podremos reparar nuestra grave avería.

Sir, no toda la escuadra inglesa ha salido de Boston —dijo el segundo—. Howe ha dejado allí buen número de buques.

—Volvamos a Boston y suceda lo que Dios quiera —respondió el barón—. Si las naves inglesas nos echan a pique, tanto mejor; así acabaremos de una vez, querido Howard.

Mirando después a «Cabeza de Piedra», que estaba cerca de él, teniendo al lado a su inseparable «Petifoque», le preguntó:

—¿Y tú qué dices, viejo mío?

—Yo digo, ¡por todos los campanarios de Bretaña!, que nuestros asuntos no marchan muy bien, mi comandante. ¡Por la villa de Batz! ¡Rompernos un ala! Pero ¿qué artilleros lleva a bordo esa condenada fragata? Y, sin embargo, puede decirse que los ingleses no han sido nunca tan fuertes en el manejo de las piezas de caza.

—¿Podremos entrar en Boston?

—¿Y por qué no, mi comandante? Los barcos que ha dejado Howe en la bahía tratarán de darnos caza, seguramente. Pero, ¡voto a todos los campanarios de mi Bretaña!, todavía somos doscientos hombres dispuestos a lanzarnos al abordaje. Nuestros cañones funcionan perfectamente, y nuestros sables y hachas se hallan bien afilados. Moriremos tal vez, pero se verterá también sangre inglesa.

—¿Y qué haremos en Boston?

—¡Diantre! No puede faltar allí ahora un astillero, puesto que los americanos están construyendo una escuadra. Pondremos el palo mayor, y emprenderemos un magnífico crucero por el Atlántico septentrional, hasta que podamos encontrar a nuestro querido marqués. Si cayera en mis manos, ¡por la villa de Batz, que había de arrancarle el corazón sin compasión alguna! ¡Hacer sufrir así a un hermano!

—¡Cállate, «Cabeza de Piedra»! —dijo el corsario, tras un profundo suspiro—. ¡Nací con mala estrella!

—También mi abuelo decía siempre lo mismo, y, sin embargo, murió a los noventa años, dueño de barcos de pesca que eran la envidia de todos los pescadores de la Manica. ¡Voto va! Del mismo modo que nos hemos encontrado al marqués en Boston, mi comandante, tengo la esperanza de que hemos de volver a encontrarle otra vez.

—Pero mientras tanto huye con María.

—¡Déjelo usted que huya! Necesariamente tiene que ir a alguna parte; y como no somos torpes, ya caeremos sobre él. ¡No me haga usted reventar el corazón! Ya sabe que estoy siempre dispuesto a entregar la vida por usted.

—¡Pero si yo estoy tranquilo!

—No, mi comandante. Dispense usted que su viejo contramaestre le haga observar que corren dos lágrimas por sus mejillas.

—¡Es verdad! —dijo el barón con rabia.

Levantóse del cañón, y después de haber observado el mar, descendió del alcázar, mientras «Cabeza de Piedra» decía moviendo la cabeza:

—¿Podrá verse otra cosa igual? ¡Hacer llorar una chicuela al corsario más valiente que he conocido! ¡Largo, víboras de escamas relucientes y seductores ojos! ¡Lo que es a mí, ni me habéis pescado nunca, ni me pescaréis!

—¡No lo creo! —repuso una voz a su espalda.

El contramaestre se volvió rápidamente, levantando la mano; pero se calmó toda su cólera al encontrarse con «Petifoque», al cual había adoptado como a un hijo.

—¿Qué dices tú, píllete? —exclamó—. ¡Si llegas a burlarte!…

—¿Es que papá «Cabeza de Piedra» iba a casarse a su edad, con esos dientes amarillos como los de un topo y esas barbas blancas que pinchan como púas de un puerco espín?

«Cabeza de Piedra» cruzó los brazos sobre su ancho pecho y dijo con aire orgulloso:

—¡Calla, grumete! A tu edad había vuelto locas a todas las muchachas, no sólo de Batz, sino también de Roskoff. Tengo apuntadas en mi cuenta veinticuatro…

—¿Y después?

—Después he preferido el olor del alquitrán y las caricias del mar, y he dejado a todas en libertad de buscar marido.

Y ahora déjame tranquilo. Estamos heridos, el hospital se halla lejos, y es algo peligrosa la entrada.

El contramaestre descendió del alcázar y se reunió con mister Howard, que dirigía la maniobra de una cincuentena de marineros, intentando poner al buque en condiciones de navegar.

Se había lanzado al mar la ballenera grande, tripulada por quince hombres, que habían recogido el mástil destrozado por las balas encadenadas de la fragata, no porque pudiera servir, pues resultaba completamente inútil, sino por las velas y jarcias que conservaba y que eran necesarias.

Poco después, los demás marineros, bajo la dirección de Howard y de «Cabeza de Piedra», habían conseguido, con grandes esfuerzos y haciendo uso de los aparejos, arrancar de la carlinga el trozo macho del palo mayor y colocar en su lugar el mejor mastelero de que se disponía, bien sujeto con cuñas y malletes.

No era gran cosa; pero con una buena vela de gavia, con toda la jarcia necesaria, ayudado por el trinquete, que conservaba todo su velamen, y por los foques del bauprés, y teniendo el timón en buen estado, todavía podía navegarse. Por otra parte, Boston no estaba muy lejos.

El mayor peligro que corría era el de caer entre la flotilla que lord Howe había dejado en la bahía para advertir a los buques procedentes de otros mares que la ciudad había sido tomada por los americanos.

El armamento de La Tonante[3] estaba completo, y, además, llevaba una tripulación digna de una fragata de alto bordo, dispuesta para lo que fuera preciso, incluso para el abordaje; así es que, a pesar de todo, podía afrontar los ataques de aquella escuadrilla inglesa estacionada desde hacía tiempo en aguas que corroen la carena de los buques y destruyen con sus fiebres a los hombres más vigorosos.

Ya caía la noche cuando La Tonante pudo comenzar su marcha hacia el Sur. Únicamente en aquel hospital, o sea en los astilleros de Boston, se la podía poner en condiciones de emprender aquel famoso crucero por el Atlántico septentrional que había iniciado «Cabeza de Piedra» para encontrar al marqués de Halifax y a María de Wentwort.

Corría una fresca brisa del Norte que apenas conseguía alterar la calma del agua. Sir William había subido a cubierta para dirigir la marcha del buque. Parecía muy abatido; pero no se notaba alteración alguna en su voz, que resonaba clara y segura en la bocina.

—¡Buena señal! —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¡Se le ha tranquilizado algo el corazón!

Y la mutilada corbeta se puso al viento con rumbo a Boston.