CONCLUSIÓN

LA historia de la independencia de los Estados Unidos es sobradamente conocida para que la detallemos aquí, en árido resumen. Así, pues, dejaremos a un lado todo el período de tiempo transcurrido desde los acontecimientos relatados hasta la liberación de América, para volvernos a encontrar un día a bordo de un navío que se hacía a la vela para Europa.

Sobre este navío, que enarbolaba la enseña de los Estados Unidos de América, y en lo alto de la popa ostentaba, en letras doradas, el sobrenombre de La Tonante, se encontraban reunidos en el puente cuatro mujeres y algunos hombres.

Las mujeres eran Mary Wentwort, la baronesa de Clairmont, su hija y Liseta; los hombres eran sir William McLellan, el barón de Clairmont y sus dos hijos; «Cabeza de Piedra», «Petifoque», los hessianos Wolf y Hulbrik, Jor, Riverac y el abate Rivoire.

La dicha más completa se adivinaba en los semblantes de cada uno de estos personajes; su horizonte no ofrecía nubes. Todos charlaban alegremente. «Petifoque» permanecía junto a su joven esposa Liseta, en tanto que «Cabeza de Piedra» deambulaba a su alrededor, participando gozosamente de la felicidad de su amigo.

Hulbrik se mecía más que nunca en sus ensueños de futuro gaviero. Riberac contaba sus guineas, que halló intactas. Sólo Jor parecía preocupado.

Sir William le preguntó la causa.

—¡Bah, no es nada! Pienso en una circunstancia curiosa —respondió el canadiense—. En quién diablos pudo salvarme de los iroqueses que me perseguían cuando corría hacia el campamento de los mandanos.

Enrique de Clairmont, que lucía la divisa de coronel, como recompensa a los brillantes servicios prestados a la causa americana, soltó la carcajada.

—Fui yo, querido Jor —respondió—, quien os salvó de un modo misterioso, inaudito. Sin embargo, os lo explicaré: Yo soy ventrílocuo, y al ver correr tras de vos a los iroqueses, cuando me hallaba cazando pieles, me escondí hábilmente e hice descender mi voz desde lo alto, de manera que creyesen ser la del Gran Espíritu de los indios. Y así sucedió. ¿Comprendéis ahora?

Un coro de risas siguió a las palabras del gallardo jefe, y aquella muestra de unánime hilaridad resonó como la esquila serena de la felicidad con que la Providencia recompensaba una vida de peripecias, de abnegación y de heroísmo.

FIN