LA SORPRESA DEL BARÓN
LA galería recorrida por los fugitivos se prolongaba en una especie de conducto subterráneo que, a juzgar por su dirección, seguía la lengua de tierra que unía la roca a la ir orilla del lago. El corredor era angosto, bajo y frigidísimo, por efecto de los carámbanos que pendían de su techo escabroso por el continuo destilar del agua al filtrarse.
La baronesa de Clairmont, su hija, Mary Wentwort y Liseta, forzadas a soportar aquella dura marcha, mostraban, a pesar de todo, una calma y una serenidad que despertaban la admiración de sus amigos, animándolos y disipando en gran parte las preocupaciones que los oprimían. El barón no les había alcanzado aún, y Enrique ordenó a su hermano y a «Petifoque» volver sobre sus pasos a fin de ver lo que sucedía, cuando el caballero apareció corriendo.
Grandes exclamaciones de júbilo acogieron su presencia. A la luz de las antorchas aparecía muy tranquilo, aunque pálido. La cuerdecilla que antes hemos visto en sus manos había desaparecido.
—¡Apresuraos, queridos míos! —dijo entreabriendo los labios en una sonrisa tranquilizadora—. El tiempo apremia y debemos salir cuanto antes de este conducto.
—¿Adónde vamos? —preguntó sir William.
—Por ahora a la orilla del Champlain, donde encontraremos el modo de escondernos en algún macizo de abedules o de pinos gigantes —repuso. Los ingleses, en tanto, nos estarán buscando en el castillo, y confío en que antes que se cansen de buscarnos suceda algo extraordinario que les impida molestamos, al menos por ahora.
—Desearía que os explicarais más claro.
—Perdonadme, sir William; quiero tener el gusto de prepararos una sorpresa que os agradará ciertamente, no temáis…
—Bien, entonces.
—Si os la revelase ahora, disminuiría en mucho su efecto…
—¡Qué de seguro ha de ser estupendo!
—Portentoso.
—Renuncio a las explicaciones.
—No os arrepentiréis.
—Pero estoy impaciente, señor barón.
—¡Bah! Vuestra espera no será larga, os lo aseguro.
—¿Cuánto nos queda aún de este camino subterráneo?
—Pocos minutos.
—Eso me consuela, porque, en verdad, prefiero estar al descubierto, tanto más cuanto que estoy…
—Proseguid, amigo mío.
—… cuanto que estoy un poco preocupado respecto a mi corbeta.
—¿Vuestra corbeta? ¡Mil diantres, pues me dais una buena idea ahora que habláis de ella!
—Probablemente la misma que se me ha ocurrido.
—¿Lo creéis?
—Veamos.
—Yo pensaba…
—Que fuésemos todos abordo de mi nueva Tonante.
—Justamente.
—Y aguardar allí el regreso de «Cabeza de Piedra».
—Eso es.
—El valiente maestre no puede tardar mucho en volver.
—A menos que le haya sucedido alguna desgracia.
—¿A él?… ¡Vamos, señor barón, bien se ve que no conocéis a ese diablo de hombre!
—Es probable.
—Ya veréis cómo, a fuerza de encorajinarse con todos los campanarios de la tierra y de jurar por su pipa de familia, ha encontrado el medio de salvar a Riberac y de llegar a tiempo de prestarnos su concurso.
—Nada deseo tanto como que así suceda.
—Entonces, convenidos. ¡A la corbeta!
—¡A la corbeta!
—A bordo están mis corsarios con algunos cañones excelentes; los ingleses tendrán plomo y hierro por comida y cena, si osan venir a molestarnos hasta allí.
—¡Hum!… Me parece que les va a ser difícil.
—Tanto mejor… Pero aún me preocupa una circunstancia muy grave. Recordad la misión que Washington me confiara: es necesario advertir al general de cuanto ha sucedido en estos últimos días. Las dos cartas que «Cabeza de Piedra» llevaba para entregar a Arnold y a Saint-Clair han perdido todo su valor; el plan de campaña está alterado, y precisa combinar otro nuevo, pues si se hiciera lo previsto en él, nos llevaría tan sólo a la ruina de la joven República. Burgoyne jugaría a cartas vistas y yo no podría sobrevivir a tanto contratiempo, cuya responsabilidad pesaría sobre mi conciencia por no haber intentado evitarlo a toda costa.
El barón de Clairmont asió la diestra al corsario apretándola con fuerza.
—He tomado mi decisión —dijo—. Dentro de poco podréis apreciar que ninguna consideración ni interés alguno me impiden en lo sucesivo declarar abiertamente mis sentimientos, que son de odio hacia los ingleses, de simpatía por la nueva República de los Estados Unidos. Desde este momento me consagro por entero a la causa de la libertad americana, junto con mis hijos y mis amigos. Dentro de pocas horas, Enrique, escoltado por algunos leales algonquinos, partirá para llevar a Washington, las noticias que consideréis urgentes.
—¡Ah, gracias! Eso me tranquiliza.
—En cuanto a nosotros…, haremos que los ingleses se den: cuenta de su error, al querernos enemigos a toda costa. ¡Cuidado, hemos llegado a la boca del camino subterráneo!
Una pálida claridad aparecía a través de una hendidura que parecía cortar las tinieblas. Los fugitivos se acercaron a ella y sir William pudo ver que se trataba de un espacio libre entre dos rocas, unidas de modo que formaban un pasaje casi invisible desde fuera, pero en realidad suficiente para cualquier persona.
El barón de Clairmont y el corsario salieron los primeros y se encontraron en la orilla del Champlain, en medio de una espesura de abedules enanos, cuyas descubiertas raíces estaban aprisionadas por el hielo. Frente a ellos se destacaba el castillo^ en toda su amplitud sobre el fondo gris del cielo, y a sus oídos llegaban los clamorosos gritos de los invasores, ebrios, sin duda, de la fácil victoria obtenida.
Los dos hombres miraron en torno suyo, cautos y atentos, y permanecieron por algunos instantes en expectativa.
—¡Nada…, nadie! —dijo sir William McLellan—. Evidentemente, todos los ingleses se han encerrado en vuestra castillo.
—¡Qué no tardará en servirles de tumba —repuso el barón de Clairmont con burlona sonrisa—. Ellos han destruido la quietud, la dicha de que gozaba en mi soledad, y yo les correspondo como se merecen! ¡Llamad a todos, sir! Es justo que todos disfruten de la sorpresa que les he preparado.
No tardaron los demás en salir, agrupándose en torno al noble anciano, rígido e inmóvil, con los ojos terriblemente fijos en su querido hogar abandonado, como esperando un extraordinario acontecimiento.
Pocos minutos de silenciosa expectativa transcurrieron. De repente, una llamarada monstruosa se elevó en el aire, enrojeciéndolo; una explosión comparable al estampido de centenares de cañones simultáneamente disparados sacudió con violencia las capas aéreas, estalló a lo lejos, y viéronse multitud de puntos negros, más o menos grandes, lanzados al espacio en todas direcciones, para caer después en una lluvia de fuego, de hierro, de astillas, de pedruscos. Parecía como si el peñasco sobre el cual se alzaba el castillo se hubiera encendido en un cráter espantoso, en virtud de uno de esos fenómenos telúricos que ninguna fuerza humana puede evitar, para librarse satánicamente de aquel peso que la mano del hombre le había impuesto.
Un grito unánime salió de las gargantas de nuestros amigos a la vista de aquel espectáculo.
—¡El castillo, volado!…
—¡Es horrible!… ¡Es horrible!…
—¿Pero cómo se explica?…
—Lucieses estar calientes ahora —observó Hulbrik, frotándose las manos—. Nunca fisto un tan erante asado te incleses, ¿no es fertat, hermano Wolf?
—Sí —respondió el aludido.
—¡Lástima no estar aquí tampién maestre «Capesa te Pietra»! El sacar fuera todos sus campanarios, y tespués ensenter su fieja pipa con un tisón inclés.
Sir William permaneció como petrificado, sin poder precisar bien si en su estupor había más angustia que satisfacción.
—¡Ah, señor barón! —pudo decir al fin—. Sois un hombre tremendo, sabéis preparar sorpresas que espantan a hombres avezados a todos los peligros, a todas las emociones, como somos nosotros, los corsarios de las Bermudas. Con un solo golpe habéis aniquilado a todos vuestros actuales enemigos…
Y uno de ellos, su jefe, era, ¡ay!, hermano mío.
—Era indigno de vos, sir, y la justicia de Dios ha castigado por mi mano todas sus malas acciones.
—¡Ah, qué terribles vicisitudes ofrece la vida!… Tenía un hermano a quien hubiera amado como saben amar los hombres que en la contemplación de libres horizontes, de los cielos más vastos, de los océanos más azules, entre la soledad y la nostalgia enternecen su corazón, y elevan el espíritu a los sentimientos más dulces… Y me vi, por el contrario, forzado a odiarlo, porque minaba de continuo mi felicidad, porque buscaba incansable mi deshonor y mi muerte. Pero en este momento, ante su trágico destino, mi rencor se derrite como la nieve bajo los rayos del sol, para desaparecer y enternecerse en el perdón, en el pesar y en el llanto. ¡Sí…, porque vedlo: yo, el corsario, el hombre fuerte y a prueba de emociones, lloro como una mujercilla… y siento el corazón oprimido por extraña pesadumbre!
El barón callaba, acariciando maquinalmente la cabeza de su fiel perro, que uno de los algonquinos se cuidó de sacar del castillo al emprender la huida.
—Sir William —dijo el abate Rivoire—, vuestros sentimientos son dignos de un buen cristiano y de un alma noble. Dios lo tendrá en cuenta para concederos la felicidad que tan bien merecéis y que tanto os la habéis ganado.
El corsario hizo un gesto de cortés protesta y dijo con resolución:
—Si nada os detiene aquí, tratemos de llegar cuanto antes a la corbeta. De seguro que a las damas no les parecerá mal un camarote bien resguardado para reponerse de las emociones sufridas y estar al abrigo del frío, que corta como una navaja barbera. Además, debo llevar la tranquilidad a mis marineros, que estarán ansiosos desde que han visto saltar el castillo por los aires.
—Reanudemos, pues, la marcha —dijo el barón—. Pronto estaremos allí.
Todos se pusieron de nuevo en camino.
—¿De modo que el castillo estaba minado? —preguntó sir William al señor de Clairmont, ya de camino.
—Sí, amigo mío, como lo estaba asimismo el paso que unía la isleta en que se alzaba a la orilla —repuso el anciano caballero—. Ya hace algún tiempo que abrigaba el presentimiento de que los ingleses no tolerarían mi presencia en el Champlain, y quise prevenirme, si no para la salvación, para la venganza.
El resto del camino permanecieron silenciosos; todos experimentaron la necesidad de reconcentrarse en sí mismos para poner orden en sus ideas, para reflexionar.
Cuando llegaron a la corbeta encontraron en el puente a todos los corsarios, excitadísimos, mientras el señor Howard, lugarteniente de sir William, observaba vigilante.
—¡Por San Patrick, señor Howard! —gritó McLellan adelantándose hasta la amura de estribor—. ¿Qué diablos estáis haciendo?
—¿Vos, mi comandante? —exclamó el teniente, en tanto que una explosión de vítores saludaba por parte de los marineros el regreso de su capitán—. ¿Luego estáis sano y salvo?
—Ya lo estáis viendo.
—¡Dios sea loado!… ¿Pero la voladura del castillo?…
—Provocada por nosotros.
—Perfectísimamente.
—Arrojad una escala.
—Ya está.
Subieron todos a bordo, e inmediatamente el señor Howard condujo a las señoras al castillo de popa, para indicarles sus camarotes. Sir William y los otros quedáronse en la toldilla.
—¿Hay algo nuevo? —preguntó aquél a un contramaestre timonel.
—No, comandante —repuso el lobo de mar—, salvo aquella cosa.
Y extendiendo el brazo indicó uno de los pendones de maestra, del cual pendía una forma oscura que tenía el aspecto de un cuerpo humano.
—¡Un ahorcado!… —exclamó sir William.
—Sí, comandante.
—¿Y quién es?
—El preso.
—¿El piloto?
—Eso es.
—Me explicarás cómo se han podido transgredir mis órdenes e infringir la disciplina, ejecutando en ausencia mía a un hombre a quien yo no había condenado.
El contramaestre no sabía qué contestar.
—Comandante —dijo por fin—, castigadnos a todos, pues somos culpables… Pero ¿qué queréis? Cuando oímos la explosión del castillo, donde sabíamos que estabais vos, creíamos que todo era obra de los ingleses, y se apoderó de nosotros tal furor, que para vengaros en alguien cogimos al piloto y lo pendimos de aquella antena, pues, en realidad, el culpable de vuestra supuesta muerte había sido él al tracionarnos. ¡Estábamos verdaderamente desesperados, creyéndoos muerto! El señor Howard se resistía, porque esperaba volver a veros, y juraba y perjuraba que un hombre como vos no podía morir tan estúpidamente… ¡Y tenía razón, mil bombas!… Ahora ya sabéis tanto como yo. Os hemos desobedecido porque os queremos demasiado bien…
Sir William guardó silencio, y reflexionó abstraído.
—¡Qué hombres!… —murmuró al cabo, suspirando. Y en voz alta añadió—: ¿Ha muerto ya el desventurado?
—Ya lo creo, mi comandante, hace rato.
—Pues ordena que metan su cadáver en un saco y que abran luego un agujero en el hielo para que el pobre diablo repose en paz en el fondo del lago. Es necesario olvidar…, y no quiero ver nada que despierte mi memoria.
—Se hará en seguida como lo mandáis, comandante —respondió el lobo de mar, alejándose con rapidez.
—Descendamos al cuarto —dijo el barón, dirigiéndose a quienes ahora tocaba ser huéspedes suyos—. Tenemos verdadera necesidad de paz para el espíritu y reposo para el cuerpo.
Todos le siguieron en silencio.
El resto de aquella noche infernal transcurrió sin incidentes, así como gran parte del siguiente día.
En las primeras horas de la mañana, Enrique de Clairmont había abandonado la nave, en compañía de una escolta de algonquinos y provisto de una carta de sir William para Washington, poniéndose en camino para llegar cuanto antes al cuartel general del dictador de la nueva República.
El barón y sus amigos estaban en el puente con las señoras, cuando un centinela apostado en el celacho gritó con la bocina:
—¡Alerta, patrulla a la vista!
—¿Indios o europeos? —preguntó a su vez el corsario, empleando la bocina.
—Aún no puedo distinguirlo.
—¡Fíjate bien!
—Ya lo estoy haciendo.
—¿Vienen hacia acá?
—Sí.
—Probablemente se trata de «Cabeza de Piedra», que vuelve.
—En efecto, a su vanguardia me parece reconocer ya hombres blancos. Pero…
—Acaba.
—Creo ver… ¡Por un millón de fragatas, comandante, en guardia!
—¿Qué es ello?
—Es que…
—Que son ingleses en carne y hueso. Mirad su enseña… ¡Si se abriera el hielo y se los tragara a todos!…
—¿Estás seguro?
—Ya no me cabe duda. Tengo una vista excelente.
—¿Cuántos serán?
—Lo menos doscientos.
—¿Soldados?
—Soldados y marineros, ahora los distingo mejor. Vienen todos armados y con bayoneta calada, como para una carga.
—¡Por San Patrick!… ¡Y «Cabeza de Piedra» sin dar señales de vida! —dijo sir McLellan—. ¿Le habrá sucedido alguna desgracia, como vos temíais, señor barón? Es evidente que desde algún barco de Burgoyne han oído la enorme explosión de esta noche, y han enviado un destacamento para que se entere de lo ocurrido.
—Eso creo yo también.
—Entonces los tendremos pronto encima, pero ahora no me dan gran cuidado. Mi navío es sólido como una fortaleza flotante, con un cerco de cañones y bastantes culebrinas y espingardas de fácil transporte, capaces de tener a raya a un ejército. No me faltan tampoco fusiles y municiones… y estoy por ahora bastante tranquilo.
—Sin embargo, no es cosa muy amena luchar a cada momento cuando se han de defender seres que nos son queridos.
—Soy de vuestro parecer, señor barón; pero estamos en plena guerra, y como en el baile, hay que bailar.
—Trataremos entonces de mantener la fama de la… escuela francesa, si bien mis cabellos blancos no me permiten hacerme ilusiones …¡Ja, ja!…
McLellan celebró a su vez la chanza alusiva, y dijo:
—Permitidme; voy a preparar a mis hombres, a fin de que reciban dignamente esta nueva visita…
—Como gustéis.
—¡Todos al puente! —gritó con voz de trueno el corsario.
Al oír la llamada, toda la tripulación, con el teniente Howard a la cabeza, vino a alinearse a lo largo de la amura, armada de mosquetes, pistolas y machetes de abordaje.
—¡Mis bravos! —les arengó sir William—. Una columna de ingleses está a la vista y se encamina hacia aquí, seguramente con intención de atacarnos. Yo os conozco bien, por haberos probado en cien arriesgadas empresas, de las cuales supisteis salir a mi lado con honor. Espero, pues, que también hoy sabréis estar a la altura de vuestra fama.
—¡Viva sir William! ¡Viva el corsario de las Bermudas! —vociferó, entusiasmada, la tripulación—. ¡Mueran los ingleses! …
—Gracias, amigos míos; y ahora, cada cual a su puesto. Los fusileros, detrás de la amura, los artilleros, a sus piezas. Haced fuego a la voz de mando y sin desperdiciar las municiones.
Los hombres de mar, a quienes se unieron los fugitivos del castillo, se apresuraron a obedecer. «Petifoque» y los demás hessianos pusiéronse juntos, colocando a su lado una docena de mosquestes y un montón de pistolas cargadas, con el intenta de hacer fuego continua y regularmente. Detrás de ellos, tres algonquinos tenían por misión volver a cargar las armas a medida que nuestros tres amigos se hubieran servido de ellas.
La espera no fue larga. De improviso, la cabeza de la columna inglesa surgió próxima a la nave. Sir William, que espiaba su llegada, palideció a su vista, y con su mano férrea apretó el brazo del barón, que junto a él estaba.
—Amigo mío —murmuró—, ¿sabéis quién manda esa tropa?
—No.
—Os lo diré yo… ¡El marqués de Halifax!
—¡Diablo! ¡Pues tiene el alma bien agarrada al cuerpo, y sin duda, le protege algún demonio, según es de afortunado!
—¡Y yo que había vertido piadosas lágrimas por su muerte!… Vedlo, por el contrario, aún frente a nosotros, más que nunca furioso y ardiendo en odio contra mí. Pero basta; os juro que todo escrúpulo se extinguió en mí, y que he de hacer cuanto pueda por matarlo.
—Y yo os ayudaré, sir.
La conversación fue interrumpida por la proximidad de tres soldados ingleses, uno de los cuales llevaba en la bayoneta una bandera blanca de parlamento, y de un oficial. La pequeña patrulla detúvose, formando frente a la corbeta. El oficial, con sus tres hombres, acercóse al buque, hasta donde creyó que su voz sería oída, y gritó:
—Solicito hablar con el comandante de este navío.
—Yo soy —respondió el corsario.
—¿Querríais decirme vuestro nombre?
—No tengo motivos para ocultároslo, caballero; soy el barón William McLellan.
—Entonces, sir, sois el que busco.
—¿Tenéis algo que decirme?
—Nada de parte mía; pero sí algo de parte del marqués de Halifax, mi comandante.
—¡Decid! —masculló sir William.
—Sir, el marqués de Halifax se ha salvado de la explosión que ha destruido el castillo de Clairmont, dejando a todos los suyos bajo las humeantes ruinas. Él ha intentado llegar a pie a uno de nuestros buques, y ha tenido la fortuna de encontrarnos cuando veníamos a buscarle, inquietos al oír la explosión. Ahora se encuentra decidido a terminar para siempre el duelo que con vos sostiene y os propone un encuentro en las siguientes condiciones: vos y él os pondréis frente a frente a una distancia de treinta pasos, señalados por otras tantas pistolas puestas en el suelo a un paso de distancia entre sí; a cada paso cambiaréis un disparo, arrojando la pistola descargada, hasta que uno dé los dos muera. ¿Aceptáis?
—Acepto —dijo sir William con desdén.
El oficial hizo una reverencia y volvió sobre sus pasos.