CAPÍTULO XXI

LA BATALLA EN EL CASTILLO

MIENTRAS tanto, el abate Rivoire había corrido junto al desgraciado Oxford, que continuaba retorciéndose en el suelo, inclinado sobre él lo observaba, meneando la cabeza.

—¡Cuánto sufro!… —balbuceaba el secretario, tratando de incorporarse en los brazos del ministro de Dios—. ¡Favor, por piedad; me muero!

—Encomendaos a Dios, infeliz —repuso Rivoire.

—¡Se acabó, lo presiento… —continuó el moribundo—, y lo tengo bien merecido!… ¡Qué Dios tenga misericordia de mí!

—La tendrá, no temáis.

—Perdono a sir William, a quien ruego me perdone. Pero ¿cómo será posible que el otro, mi señor, por quien muero, no haya tenido para mí ni una mirada, ni una palabra de afecto…?

Calló el moribundo, cuyas fuerzas le abandonaban por momentos. El sacerdote en el imperecedero gesto de comprensión y amor, arrodillóse y recitó las preces de los moribundos.

En el centro de la estancia, a la luz de las antorchas que los servidores del barón sostenían en sus manos, lord Halifax y el corsario de La Tonante habían cruzado los aceros, dirigiéndose furiosas miradas. Chocaron las armas en un silencio alterado tan sólo por el sonido metálico de las hojas al encontrarse y por el rechinar dejos dientes apretados. El asalto era impetuoso por ambas partes.

Halifax había ganado en habilidad después del último encuentro con su adversario, lo que indicaba que, en su esperanza de devolver al fiero barón su famosa estocada, se había perfeccionado en un largo y constante ejercicio con expertos esgrimidores. Pero sir William seguía siendo una espada de primera fuerza, y su contrincante tuvo que reconocerlo pronto; esto le puso aún más furioso, haciéndole perder mucha calma y mesura, que en el arte de la esgrima son elementos precisos. Varias veces trató de tenderse a fondo y atravesar al corsario de parte a parte, pero fue un juego inútil y perjudicial.

—Acabaréis evitándome trabajo y clavándoos vos mismo en mi espada —dijo sir William, al mismo tiempo que con una estupenda parada volvió por dos veces a cuarta la hoja del adversario, que se encontraba en tercia.

—No os inquietéis, sir —repuso Halifax, retrocediendo un paso—. No he renunciado a la idea de heriros.

—Pero no podréis hacerlo si no es valiéndoos de medios innobles.

—No soy un pirata, un despojador del mar.

—¿Lo decís por mí?

—¿Y por quién si no? —replicó Halifax, volviendo a tercia.

—¡Qué inculto sois, milord; confundís por supina ignorancia los corsarios, soldados leales, con los piratas, que son vulgares bandidos del mar! ¿Acaso no conocéis la Historia, al menos la contemporánea?

—¡Ah, basta!… Terminemos de una vez.

—No espero otra cosa que la ocasión —repuso el corsario, ejecutando una magnífica finta.

Halifax paró a tiempo el golpe; después, creyendo al adversario descubierto, tiróse a fondo recto y rápido como el rayo. El barón paró a su vez aquella ceñidísima estocada en cuarta y marchó sobre el agresor. El duelo era cada vez más impresionante por el ímpetu y la habilidad de que hacían gala los contendientes.

Halifax estaba con fogosa energía; pero los continuos y acelerados movimientos de su cuerpo, estirándose unas veces y encogiéndose otras como un ovillo, desviaban la línea de su espada, dando una ventaja considerable a McLellan, cuya hoja, impasible, relampagueante, terrible, ya rígida como una barra, ya flexible como un junco, se hallaba de continuo dominando al contrario acero, que se veía limitado a tender finta tras finta.

De improviso, Halifax intentó burlar el hierro de su enemigo; éste, con una parada soberbia, supo encontrar a un tiempo la insidiosa hoja, que resbaló estridente contra la suya, sin herirlo; rompió en seguida y con fantástica velocidad tendióse a fondo repetidamente.

Todos, al ver al marqués parar desatinada y torpemente aquella lluvia de acero, lo creían al cabo de su resistencia, vencido ya, cuando el lord pareció arrepentirse y, envolviendo llanamente el acero, detuvo el ya vacilante ímpetu del desconcertante marqués, liando su espada y haciéndola saltar a algunos pasos, al mismo tiempo que gritó:

—¡Estáis desarmado y en mi poder, señor marqués!…

Halifax rugió furioso, retrocediendo un tanto; después, olvidando todo deber de un caballero honrado y leal, gritó:

—Ya que no pude vencerte con mi espada…, muere a manos de mis soldados. ¡A mí, hijos de Inglaterra…; fuego sobre ese hombre; es un traidor, enemigo de la patria y del rey!

Los ingleses temblaron de coraje al contemplar a su jefe sirviendo de juguete tan a las claras; lanzaron furiosos gritos y aprestaron sus armas, prontos al asalto.

—¡Ah, no, por el cielo!… —exclamó sir William, al ver la traza de Halifax—. Vos no sois de mi raza, infame. Enemigo mío, os hubiese tolerado, y acaso estimado. Pero ¡ay de mí!, que os veo ahora en vuestro propio ser. ¡Sois un vil!…

—¡Sí, sí…, oh!… —se oyó como un eco una voz débil, como de ultratumba.

Volviéronse todos hacia el lado de donde procedía la voz, y yieron a Oxford entre los brazos del abate Rivoire, pintada en su semblante la marca de la muerte. El marqués de Halifax tornóse terriblemente pálido; la animadversión de quien moría por haberlo servido llegaba derecha a su conciencia, despertando en su triste espíritu el remordimiento, el terror de lo desconocido, como un presentimiento angustioso. Pasóse por la frente la mano derecha, como para espantar las sombras en ella aglomeradas, y rompió acto continuo en una risa forzada y penetrante.

—¡Señores, mister Oxford ha muerto! —dijo en aquel momento el sacerdote, incorporándose—. Ha muerto pidiendo perdón a aquéllos a quienes intentó causar daño.

—Le pordono —repuso con voz clara sir William McLellan.

—Yo hago por él algo mejor —gritó lord Halifax—. ¡Le vengo!

Y tomando de su cinto una pistola, apuntó al barón e hizo fuego. La mano le temblaba, y el proyectil, a pesar de la poca distancia, pasó un palmo más arriba de la cabeza del corsario, yendo a destrozar un espejo colgado en la pared de enfrente.

Este inesperado ataque, rapidísimo, fue la señal del combate. En pocos minutos el castillo, convertido en campo de batalla, no oyó más que tiros, gritos salvajes, voces de amenaza, denuestos, imprecaciones, intimaciones, gemidos de los que caían, chillidos de las espantadas mujeres. Los ingleses estaban bien armados, pero eran inferiores en número; además, tenían que habérselas con hombres que parecían nacidos con las armas en la mano y en el cuerpo el fuego de las batallas.

El corsario, el barón de Clairmont con sus dos hijos, «Petifoque», Hulbrik, Wolf y el algonquino se batían como leones, cazando a los ingleses, con sin igual precisión de tiro, y machacándolos con las culatas de los fusiles y con las espadas. Los ingleses, por su parte, se defendían como soldados valientes y habituados a la guerra; comprendiendo que sólo con permanecer unidos podrían oponer una resistencia eficaz a los defensores del castillo y mantener la situación hasta la llegada de los refuerzos que esperaban, atrincherándose cerca de la entrada del edificio, formando una barricada con cuantos muebles hallaron a mano.

Maestre Davis se había erigido en guardián de la puerta, para abrirla cuando fuera menester. Sir William y el barón se dieron cuenta de la maniobra y del peligro que para la seguridad del castillo representaba; pero ya era demasiado tarde, y por tal causa su esfuerzo diríase iba principalmente encaminado a expulsar de allí a los ingleses.

Afortunadamente, ninguno entre los suyos estaba herido, excepto Wolf, a quien un proyectil había tocado en el hombro izquierdo, si bien bastó una ligerísima cura para que volviera a combatir, sonriente, al lado de sus amigos.

Por el contrario, los mosquetes y las pistolas de la tropa inglesa habían hecho muchos estragos entre los criados indios del barón, los cuales, como ya sabemos, eran numerosos y casi todos algonquinos, devotos hasta el sacrificio por la familia Clairmont, y, sobre todo, por la baronesa, que en sus venas llevaba la sangre ardiente y generosa de sus jefes.

De los secuaces de Halifax, tres yacían muertos y otros cinco o seis estaban heridos más o menos gravemente; con todo, la resistencia, a favor de la barricada que los protegía, era obstinada y duraba más de lo que hubieran podido prever los batalladores del castillo.

—Es necesario destrozarlos antes que lleguen los refuerzos —dijo sir William al barón de Clairmont.

—Bastará un vigoroso esfuerzo por nuestra parte —repuso el anciano gentilhombre.

—El caso es que se encuentran bien a cubierto.

—¿Asaltamos la barricada?

—¡Ah, si tuviese!…

—¿Qué?

—Uno o dos de los cañones ligeros que monta mi corbeta…

—¡Buena idea!

—Sí; pero difícil de llevar a cabo.

—Yo tengo dos culebrinas.

—¡Debíais habérmelo dicho en seguida!

—No había pensado en ello, sir.

—¡Pronto! Mandad por ellas y emplacémoslas contra esos señores. ¡Por San Patrick, nos vamos a reír, señores ingleses!…

—Encargaos de hacer frente al enemigo. Voy yo mismo.

—Id con Dios, barón.

El caballero francés alejóse ligero, llevando tras sí a Hulbrik, que era muy vigoroso, y a algunos algonquinos, y los condujo al depósito secreto donde el barón tenía ocultas las armas y municiones. El hessiano vio algunos fardos de fusiles y pistolas, trofeos de espadas, y en un rincón dos cañoncitos y dos culebrinas.

—¿Estas aquellas culeprifias? —preguntó.

—Sí —repuso el noble anciano.

—Muy pien, yo llefar una teprisa.

—Y uniendo la acción a la palabra, aproximóse al pequeño monstruo de bronce y cargóselo a la espalda con la facilidad con que hubiera manejado un fusil.

—Yo ir —dijo después.

—¿Sabéis el camino?

—¡Oh, ya… aprentito!

—Idos, pues.

Munisiones.

—¡Ah, es verdad!… Vosotros dos, algonquinos, coged balas y pólvora y seguid a ese hombre.

Hulbrik emprendió el regreso a paso de carga; los dos indios corrieron tras él. Mientras tanto, el barón, con otros tres criados, se ocupó de la segunda culebrina; antes de salir, acercóse a una puertecilla cerrada, y con una llave que colgaba de su cinto la abrió y lanzó al interior una mirada indagadora.

—Todo está a punto —murmuró—. Si una desgracia irreparable debiese herirnos y obligarnos a tal extremo…, no he de vacilar. Esperemos aún… Acaso «Cabeza de Piedra» llegue a tiempo con sus mandanos… Además, ¿no me ha dicho Enrique que los algonquinos, siempre fieles a Francia, o más bien a mi mujer y a nuestra familia, al saber que los ingleses luchan en el Champlain, se han puesto en el sendero de la guerra y dispónense a venir aquí, para combatir a los iroqueses y demás aliados de Inglaterra? Así, pues, ahora sólo importa librarnos de tan molestos huéspedes para impedir que puedan abrir la puerta a los refuerzos que aguardan, y el cielo, que siempre ayuda las buenas causas, nos la prestará también esta vez.

De este modo, monologando entre dientes, el barón volvió a juntar las hojas de la puertecilla, sin en aquel momento cerrarla con llave.

—¿Estáis ya? —preguntó después a los algonquinos.

—Sí, patrón —contestaron éstos.

En efecto, dos de ellos habían cargado con la culebrina, y el tercero llevaba municiones. El señor de Clairmont tomó a su vez proyectiles y pólvora, y ordenó:

—En marcha, pronto.

No habían acabado de salir del depósito, cuando un estampido de artillería hizo retemblar el castillo.

—¡Oh, oh!… —exclamó, sonriendo, el barón—. Esta es la culebrina de nuestro hessiano, que comienza a hacer de las suyas… ¡Qué buen muchacho es ese Hulbrik! Hace su parte con la velocidad del rayo y la exactitud de un matemático.

Gritos horribles sucedieron al estampido del pequeño cañón; eran alaridos de dolor y de rabia, órdenes, imprecaciones, amenazas.

—¡Adelante, adelante!… —gritó el señor de Clairmont, apretando el paso—. Sin duda el juguetillo ha hecho su efecto, y los ingleses habran de decidirse por la rendición o se harán exterminar, sobre todo cuando entre rápidamente, ahora mismo, en funciones, el que nosotros…

De repente se detuvo, estremeciéndose.

—¡Diablo! ¿Qué sucede ahora? —murmuró al escuchar nuevos gritos, pero esta vez de júbilo, y a continuación una voz ruda, que no reconoció entre las que antes oyera, exclamar en inglés:

—¡Finalmente!…

Un pensamiento tremendo le hizo palidecer, a despecho de todo su valor.

—¿Serán ya los refuerzos ingleses?… ¡No, no; imposible!… El cielo no puede permitir tal desventura… Quizá fue sir William McLellan quien así habló en su lengua, con acento que yo no he reconocido por la excitación… ¡Sí, eso debe de ser!… Ha dicho «finalmente» al contemplar los efectos de la culebrina.

Apenas se hubo formulado este pensamiento lleno de esperanza, cuando vio venir corriendo hacia él a «Petifoque», vendándose la mano izquierda con un pañuelo blanco.

—¿Vos?… —le preguntó—. ¿Me buscáis acaso?

—Sí, señor barón —respondió el gaviero.

—¿Necesitáis la otra pieza de artillería?

—Me temo que ya sea tarde.

—¡Cómo!…

—Así es.

—Pero ¿qué ha sucedido, qué pasa?

—Un hecho gravísimo.

—Explicaos, joven.

—Los ingleses de lord Halifax…

—Acabad…

—Han recibido los refuerzos que esperaban.

—¡Maldición!…

—No había amenazado sin causa el marqués.

—Entonces…

—El castillo está rodeado por fusileros ingleses; Davis, a quien Belcebú estrangule y arrastre consigo al infierno, les ha abierto la puerta y muchos de ellos están entrando, bien armados y sedientos de batalla y de botín.

—¿Y sir William?

—Ha decidido entregarse a discreción, siempre que vos y vuestra familia quedéis a salvo.

—¡Hombre valeroso y noble!… Yo no pemitiré jamás ese sacrificio. Nos salvaremos o moriremos juntos.

—¡Así hablan los caballeros y los franceses auténticos!

—¿Estáis herido, «Petifoque»?

—¡Bah!, un rasguño; no os preocupéis, señor barón. Pensemos en el remedio.

—Eso es.

—Acabáis de decir «nos salvaremos».

—Justamente.

—Luego el remedio existe.

—Tal vez.

—¿Cuál?

—Una fuga.

—Muy duro es eso…

—Y yo os lo propongo temblando de coraje…

—Os comprendo.

—Pero es necesario salvar a milady Wentwort.

—La baronesa, ante todo; luego la señorita Diana y la pobre Liseta… ¿Qué hay que hacer?

—Acudid junto a sir William y ordenadle de mi parte que se bata en retirada hacia este lado, cerrando tras sí todas las puertas para estorbar la persecución enemiga.

—Corro, pues.

—Voy a traer aquí a las señoras. Apresuraos, «Petifoque».

Fuese el joven gaviero a comunicar la orden recibida, mientras el barón de Clairmont subía a la habitación en que se encontraban su esposa, su hija, la rubia Mary de Wentwort y Liseta, esperando, temblorosas, el final de los sucesos.

Los informes de «Petifoque» correspondían exactamente a la verdad. Los refuerzos esperados por el marqués de Halifax habían llegado y se disponían a adueñarse del castillo.

Al oír la orden de retirada que el joven gaviero le transmitía, sir William, preparado ya a efectuar su propósito de entregarse inerme a la sed de venganza de su hermano, hizo un signo afirmativo y miró en torno suyo. A su espalda, de par en par, había una puerta; junto a sí estaban los dos hijos del barón, los dos hessianos y los criados algonquinos, que, apostados tras de los muebles, derribados para formar una barricada opuesta a la que amparaba a los ingleses, cargaban mosquetes, arcabuces y pistolas, y esperaban a cada momento un enemigo que no se atrevía a mostrarse. La culebrina, después de soltar la primera descarga, que sin duda había sido fatal para los ingleses, esperaba ser cargada de nuevo.

El corsario volvióse a Enrique de Clairmont.

—Vuestro padre —dijo— me ordena batirme en retirada; él manda aquí, y soy yo el primero que le debo obediencia.

—Creo adivinar su designio… Dejadme hacer, sir.

Enrique de Clairmont levantóse, alzando las manos desarmadas y gritando:

—Cesad el fuego; nos rendimos, señor marqués de Halifax.

—¡Ah!, veo que os sentís al fin razonables —repuso burlonamente el lord—. ¡Soldados, abajo los fusiles!… Los corderillos disfrazados de leones se deciden a recobrar su verdadero ser.

Sir William dejó escapar un rugido de rabia; pero una mirada de Enrique, acompañada de una sonrisa enigmática, le calmaron.

—Retírense los demás por la puerta abierta, mientras simulamos rendirnos —susurró el joven Clairmont—. Cuando yo diga «fuera», imitadme y seguidme, sir.

—No temáis.

A la orden del joven barón, los otros se refugiaron rápidamente más allá de la puerta, envueltos en tinieblas.

Los ingleses, cada vez en mayor número, se abrían paso a través de la barricada, incitados por el marqués de Halifax, que les decía:

—Apoderaos de los hombres; no hagáis destrozos en los objetos del castillo, que nos repartiremos como botín de guerra; respetad a las mujeres… En cuanto a ti, maestre Davis, te confío el descubrimiento de Mary Wentwort, a quien conducirás a mi presencia.

El corsario, al oír estas palabras, apretó furiosamente los puños.

—¡Mary en poder de ese hombre!… —masculló—. Preferiría verla muerta a mis pies.

—No he perdido aún la esperanza de que todos nos salvemos —dijo Enrique.

—¿Es tiempo ya?

—Sí; los ingleses, al vernos solos, nos creen ya en su poder… ¡Fuera!

Al lanzar este grito, el hijo mayor de Clairmont abalanzóse de un salto a la puerta abierta, por la cual salieron los otros. McLellan le siguió. Una vez atravesado el umbral, volvió a juntar las hojas, diciendo:

—Apoyaos con todas vuestras fuerzas, sir William, mientras echo el cerrojo.

—Ya está.

—Bueno, ahora ya disponemos de algunos minutos para preparar la fuga. El castillo, ¡ay!, se ha perdido, pero al menos las personas están a salvo.

—¡Por San Patrick… —gimió el corsario—, yo soy causa de vuestra desventura!

—¡Oh, sir, esperábamos esta desagradable sorpresa de los soldados de Burgoyne apenas supimos que las fuerzas inglesas se concentraban en el Canadá, y, sobre todo, por la región de Champlain! Aun sin mediar el odio que os profesáis vos y vuestro hermano, nuestra suerte estaba decidida. Y por eso mi padre había preparado…

—¿Qué?

—Nada, nada; ya lo veréis. Vamos, pronto; busquemos a mi padre.

Los dos hombres internáronse en la habitación inmediata, mientras los ingleses se entregaban al furor, golpeando la puerta a fin de derribarla.

En pocos momentos, Enrique y sir William se hallaron junto al barón de Clairmont, a quien rodeaban la baronesa, Diana, Mary Wentwort y todos nuestros amigos, con los criados algonquinos supervivientes, todos armados y provistos de antorchas encendidas.

El anciano caballero estaba sombrío. Una profunda arruga le dividía la frente.

—Ni una palabra —dijo en tono grave y algo conmovido—, lo que importa es apresurarse. Seguidme.

Dirigióse hacia el depósito secreto de donde sacaran las culebrinas, y llegado que hubo a él hizo entrar a todos en el sombrío hueco al cual daba acceso la puertecilla que ya conocemos, y entrando a su vez, cerróla, corrió el cerrojo y miró a su alrededor.

Estaban en un subterráneo, con salida a una galería angosta, por la que marchaban ya los fugitivos, guiados por Enrique de Clairmont. En aquella cueva, de baja bóveda, veíanse toneles, barriles, tablas, esparcidos por todas partes. El noble francés dirigióse a uno de los rincones, cogió de encima de uno de los barriles un rollo de cuerda como de un dedo de gruesa, uno de cuyos extremos había sido introducido por un agujero en el propio barril, y por un momento lo tuvo en sus manos, contemplándolo, pensativo.

Lanzó de súbito un largo suspiro, sacudió después la cabeza con ánimo resuelto; un relámpago brilló en sus pupilas, y con seguro paso internóse en la galería, arrastrando tras de sí la cuerdecilla, que se desenrollaba conforme él iba alejándose, hasta que desapareció. Las tinieblas reinaban en el subterráneo; hubiérase dicho que la luz se extinguió engullida por las sombras, y nada volvió a oírse, sino el eco de los clamores producidos por los ingleses, dueños ya del castillo.