UN PISTOLETAZO
EL barón de Clairmont acogió a los ingleses con la proverbial cortesía de su raza, aun cuando el estado de su ánimo le impulsara a cambiar con ellos, más bien que frases amables, estocadas o pistoletazos.
El marqués de Halifax se apresuró a explicar los motivos de su venida al castillo, diciendo:
—Yo iba a bordo de un bergantín, con el cual debía cumplir cierta misión, inútil de explicar ahora, señor Barón, y reunirme más tarde con el general Burgoyne, cuya flota, formada por numerosas y potentes naves —y el marqués recalcó bien los objetivos—, cruza en este momento el Champlain. Desgraciadamente, la tempestad que reinaba en el lago ha hecho naufragar mi barco y obligóme a buscar refugio, valiéndome de una chalupa, en una de nuestras corbetas, cuya presencia denunciaban los numerosos disparos de su artillería a través de la niebla. Tuve la buena suerte de hallar una, en efecto, y pronto me encontré a su bordo sano y salvo; la congelación del lago nos ha sorprendido, aprisionando nuestro navío. Inmovilizados por el hielo, con la perspectiva de una especie de invernada polar, y forzados a una inactividad reñida con nuestros caracteres y habitudes, nuestra existencia no se presentaba muy halagüeña, a decir verdad. Aún con todo, nos habríamos resignado si no tropezáramos con un gravísimo inconveniente.
—¿Cuál?
—Nuestras provisiones de licores, y sobre todo de ginebra, estaban casi agotadas, y como nosotros somos todos, desde yo al último muchacho, formidables bebedores, estábamos expuestos a una abstinencia molesta por demás. Por fortuna, uno de nuestros guías canadienses vino en nuestra ayuda, diciéndonos:
»—A cierta distancia de donde nos encontramos se eleva un castillo, propiedad del barón de Clairmont, perfecto caballero francés, amigo de Inglaterra, muy rico y propietario de despensas admirables provistas de continuo.
»La nueva fue para nosotros gratísima, señor de Clairmont.
»—¡Diantre! —nos dijimos—. ¿Y si fuésemos a hacer una visita a ese excelente caballero francés? Después de todo, se trata de un aliado nuestro, o, mejor dicho, de un súbdito del rey Jorge de Inglaterra, del cual somos soldados, defensores de sus santos derechos, manumitidos por un puñado de insensatos facinerosos… Dicho y hecho. Y aquí nos tenéis, señor barón…
—¿Para que os surta de licores que os hacen falta? —preguntó el aludido, con cierto viso de ironía.
—Y para tener el gusto de conoceros personalmente —repuso intencionado el marqués de Halifax—. Espero que nos haréis el honor de presentarnos a vuestra familia y amigos.
El barón se inclinó ligeramente, con cortés frialdad, y dijo a su hijo menor:
—Carlos, manda abrir el salón grande y conduce allá a estos señores.
—Está bien, padre mío —respondió el joven.
El señor de Clairmont se alejó. Carlos llamó a su criado indio y habló con él algunos instantes.
El marqués de Halifax volvióse a un oficial de aspecto repulsivo que no se había separado de su lado durante la escena, y cuyas facciones estaban medio ocultas tras la peluca y una hirsuta barbaza, y le dijo:
—La acogida no ha podido ser más cordial, me parece.
—Sí, señor marqués —respondió el otro.
—¿Te habrás engañado?
—Imposible.
—Lo juraría.
—¡Hum!…
—Lo he visto con mis propios ojos acudir en socorro de «Cabeza de Piedra» acompañado del barón de Clairmont, precisamente cuando los iroqueses estaban a punto de acabar con la última resistencia de los mandanos.
—¿Y crees que pueda estar también ella, Mary Wentwort, la mujer a quien amo todavía, a pesar de todo, y a quien he de arrebatar del lado de mi hermano, aun a costa de un delito sea cual sea?
—Sí, yo sé que una extranjera europea reside en el castillo… No puede ser otra que ella.
—Acaso te equivoques.
—No, no; el instinto me dice que estoy en lo cierto.
—¡Ah, si el infierno te escuchase!…
—Por otra parte…, pronto lo habéis de saber.
—¿Cómo?… ¿Viendo a esa dama extranjera?
—Al contrario, si no la veis.
—No acierto a comprenderte, maestre Davis.
—Pues es bien sencillo: si es efectivamente Mary Wentwort, el barón de Clairmont se guardará muy bien de presentárosla.
—Eres más listo de lo que yo me figuraba.
—¡Bah!…
—Por lo pronto, ya estamos en el castillo…
—Como los lobos en el redil.
—Y en él seremos los amos. ¿No es propiedad del rey Jorge, soberano del Canadá? ¿Y no somos nosotros sus legítimos representantes?
—No sé… si el rey, al saberlo, estaría muy satisfecho.
—¡Calla, insolente!
—Enmudezco.
—Esta noche, a favor de la niebla, vendrán los otros. Y mañana el castillo se verá rodeado por varios centenares de hombres y tendrán que rendirse a discreción.
—Sin embargo, me parece, por su aspecto, que el propietario es hombre de empuje.
—¡Bah, le haremos entrar en razón a pistoletazos si se le ocurre ponerse a las malas!
—Perfectamente.
—Por lo demás, yo no quiero otra cosa sino tener en mi poder a Mary Wentwort y a sir William McLellan.
—¿Y las dos cartas?…
—Han perdido a estas fechas mucha importancia. Sin embargo, siempre convendrá tenerlas para saber las intenciones de Washington y aprovecharnos de ellas en ventaja nuestra.
—Aún no he perdido la esperanza de cogerlas. Si está aquí sir William, con él estarán también sus fieles amigos.
—A propósito, ¿qué habrá sido de mi secretario Oxford? En verdad me temo que haya acabado mal, y siento remordí-miento por haberle dejado abandonado a su suerte…, pero no estaba yo mejor que él, entonces, entregado a las furias del lago. Me había dado pruebas de lealtad el infeliz, y siento haberle perdido.
Estas palabras fueron proferidas por el marqués de Halifax en tono más alto, al tiempo que Carlos volvía a entrar acompañado por algunos algonquinos con el rostro recién pintado y de extraño aspecto. Al ver y oír al marqués, dos de aquellos indios no pudieron contener un estremecimiento ni dejar de mirarlo fijamente, con distinta expresión, pero igual intensidad. La mirada de uno de aquellos pieles rojas se encontró con la del marqués de Halifax, que experimentó un sobresalto.
—¡Oh, oh —murmuró el miserable—, qué extraña impresión me causan esos ojos! Juraría haberlos visto en otro lugar.
El menor de los Clairmont interrumpió su reflexión diciendo:
—Señor marqués, ¿queréis seguirme con vuestros oficiales para ser presentado a mi madre, la baronesa?
—Con mucho gusto, joven —repuso el marqués—. Os sigo.
Subieron todos al piso superior y entraron en un salón ricamente amueblado, donde se hallaba la baronesa sentada junto a su hija Diana, y a su lado, en pie, su esposo y el hijo mayor, graves y solemnes. Hiciéronse las presentaciones, al final de las cuales volvióse el marqués al falso oficial, que, como ya sabemos, no era otro que maestre Davis, escapado a la muerte durante la persecución de los mandanos, y con una mirada pareció decirle:
—¿Ves? Mary de Wentwort no está, ni tampoco se ve huésped alguno europeo.
La conversación se hizo general, y el marqués de Halifax, atraído por las gracias de Diana, se colocó a su lado, cumplimentándola.
Todo el día transcurrió de este modo en una aparente cordialidad. Por ambas partes procedíase con astucia y disimulo. Los ingleses, acostumbrados a dominar en todas partes, consideraban el castillo como cosa propia, y lo recorrían de arriba abajo, con el pretexto de admirar el decorado; pero, en realidad, por una razón radicalmente opuesta. Maestre Davis era el más osado entre todos y el más astuto, y escudriñaba los lugares y las personas, fingiendo una amabilidad que no era natural en él.
Los lectores habrán comprendido desde el principio que sir William McLellan, «Petifoque», los dos hessianos y Oxford se habían transformada en pieles rojas, bajo la mano magistral del algonquino. Hulbrik había quedado encargado, en turno con su hermano Wolf, de velar día y noche por la seguridad de Mary Wentwort, escondida por prudencia; «Petifoque», por su parte, no debía perder de vista a Oxford, a quien no se había querido dar prueba de desconfianza encerrándole en una apartada habitación.
Así, pues, dondequiera que se hallase Oxford, podía verse la figura del joven marinero, celada por el disfraz indio.
¿Se daba cuenta el secretario del marqués de la vigilancia que era objeto? Difícil sería decirlo. Mostraba una absoluta indiferencia a cuanto sucedía a su alrededor, limitándose a representar su papel con el escrúpulo de un verdadero artista.
La noche había llegado, «Petifoque» y Oxford atravesaban un corredor, cuando el joven gaviero se detuvo sobresaltado, permaneciendo como en éxtasis. Una persona se acercaba a los dos falsos indios; era Liseta, más encantadora que nunca, que se dirigía a la cámara de su señora.
Conviene consignar aquí que «Petifoque», en los pocos días que llevara en el castillo, había hecho progresos en el campo del amor. Amaba a la simpática muchacha, y, lo que importaba más, sentíase correspondido con vivo transporte en su purísimo sentimiento.
Ahora bien: desde el primer instante en que los ingleses llegaron no había vuelto a tener ocasión de cambiar con Liseta ni una palabra dulce, ni un furtivo apretón de manos, lo que le entristecía. Razón por la cual, al verla aparecer de repente ante él, en un rincón solitario, el joven gaviero se olvidó de todo para no pensar sino en acercarse a ella, en decirle un mundo de cosas tiernas y bellas, como en su corazón las sentía, atropellándose las unas a las otras, y olvidándose de Oxford y de su misión, se acercó a la muchacha, deteniéndola atrevidamente y diciendo con voz natural:
—Señorita… Liseta, ¿me reconocéis?
—¡Ah, vos! —dijo ella.
—¡Sí, diantres; yo mismo!… ¿Os debo parecer ridículo verdad, disfrazado así?
—Ridículo, no; pero… estáis mejor con vuestras propias vestiduras.
—Entonces, ¿no os agrado?
—Sé quién sois, y, por tanto…
—Os comprendo y os lo agradezco.
Mientras los dos jóvenes empleaban su tiempo conversando plácidamente, el secretario del marqués se alejó más que de prisa, como si le importara no turbar el amoroso coloquio, o, más bien, huir de la compañía del marinero. Pronto se halló ante una puerta entreabierta, tras de la cual oyó varias voces que le hicieron estremecerse.
—¡Diablo!, uno de los que hablan es mi señor —balbució— y el otro… ¡Oh, juraría oír el acento ronco de maestre Davis! ¡Será posible!… ¡Si pudiese escuchar lo que dicen!…
Miró a su alrededor, y viéndose solo acercó un oído a la casi imperceptible rendija y prestó atención. En aquel momento estaba hablando el marqués de Halifax.
—¿Estás seguro de haber visto brillar la señal de fuego? —preguntaba.
—Como os estoy viendo —contestó maestre Davis.
—Entonces, ¿nuestros refuerzos estarán aquí dentro de poco?
—Dentro de una hora o dos, según lo convenido.
—Rodearán el castillo, y…
—Caerá en nuestras manos con todos sus habitantes. Ahí está la jovencita Clairmont, que vale un tesoro…; sois buen conocedor, lo he notado.
—Calla, no pienso sino en apoderarme de Mary Wentwort.
—La tendréis.
—Así lo espero… Y a propósito de los habitantes del castillo, me ha llamado la atención un algonquino cuya vista me ha causado una impresión singular. Sus ojos me recuerdan de un modo increíble los de mi secretario…
—¡Bah, no creo que se trate de él!… Antes me figuro que si sus enemigos no le han hecho mal se habrá muerto de miedo.
Apenas maestre Davis acababa de pronunciar estas palabras, cuando la puerta se abrió lentamente, y un indio se asomó* reclamando silencio con el índice de la mano diestra en los labios. Ambos interlocutores sofocaron una exclamación de sorpresa.
—¿Quién sois? ¿Qué queréis? —dijo el marqués de Halifax.
—¿Vuestro honor no me reconoce bajo esta máscara?
—¡Oxford!… ¿De modo que estáis aquí?
—¡Por caridad, señor marqués! ¿Estamos solos?
—Ya lo estás viendo… ¿Pero, cómo?…
—Ya habrá tiempo de explicarlo. Básteos saber por ahora que siempre os he sido fiel.
—¿Debo creerte?
—Os lo prometo por mi honor.
—¡Oh, vuestro honor!…
—No temáis, señor marqués; sin duda dice verdad —apuntó maliciosamente maestre Davis—. Sin duda ha escuchado nuestro diálogo, y, sabiendo que estamos a punto de apoderarnos del castillo, ha pensado en volver a seros fiel.
El secretario lanzó a Davis una ojeada venenosa, que confirmaba el acierto del mestizo, y prosiguió:
—Señor marqués, no os preocupéis de las causas de mi afecto y admitidlo de cualquier modo. Yo no he nacido hombre de guerra y, por tanto, confieso que estoy obligado a ponerme de parte del más fuerte. Por otra parte, odio a sir William McLellan, porque me ha despreciado y sospecha de mí.
—Por consiguiente, ¿es cierto que se encuentra aquí mi rival?
—Aquí está.
—¿Escondido?
—No; disfrazado de piel roja.
—¡Ah, bien!… ¿Y Mary de Wentwort, está asimismo en el castillo?
—Sí, escondida.
—¿Qué os dije yo? —preguntó de nuevo el marqués de Halifax.
—«Cabeza de Piedra» se halla lejos, en busca de Riberac.
—Que nos ha abandonado, pasándose al enemigo, ¿verdad?
—Justamente, con Jor, el canadiense.
—Sigue.
—«Petifoque» y los dos hessianos, Hulbrik y Wolf, están aquí, disfrazados como yo.
—Perfectamente… ¿Y no sabes nada de las cartas que «Cabeza de Piedra» tenía que llevar al fuerte de Ticonderoga?
En lugar de responder* el bandido metióse una mano en el pecho y volvió a sacarla con dos pliegos provistos de sellos verdes. Eran las cartas que «Cabeza de Piedra» había extraviado.
—¡Ah, por fin!… —murmuró el marqués, arrebatándoselas—. ¿Cómo te has valido?
—La casualidad lo hizo; en rigor, yo era sincero al ponerme de parte de vuestros enemigos, al verme abandonado de vuestro honor. Pero un día, «Cabeza de Piedra», al hacer un brusco movimiento, dejó caer las dos preciosas cartas, de las cuales me apoderé, esperando que pudieran ser útiles. Los acontecimientos que después se sucedieron fueron tales, y tan vertiginosa su sucesión, que el maestre olvidóse de los pliegos, hasta que al llegar sir William volvióse a acordar de ellos, demasiado tarde ya.
—¡Pero todavía no he llegado yo tarde para castigarte, traidor! —tronó en aquel momento una voz llena de cólera—. Justo es que recibas el precio de tu infamia.
Un disparo retumbó, seguido de un grito desgarrador y de la caída de un cuerpo al suelo. El marqués de Halifax y maestre Davis volviéronse rápidos, palideciendo y lanzando un verdadero rugido.
Sir William McLellan, vestido de algonquino, pero con la cabeza descubierta y el rostro alterado por el furor espantoso, pero fácil de conocer, se erguía en el umbral de una puertecilla abierta de improviso, y empuñaba aún en la mano derecha la pistola con que había destrozado el pecho del vil Oxford.
Hubo un instante de silencio, de inmovilidad, de expectación. Halifax y Davis echaron mano a la espada y montaron las pistolas que llevaban ocultas bajo el uniforme. El malaventurado secretario se revolcaba en el suelo en su propia sangre.
En sus facciones se retrataba la muerte.
Después oyéronse gritos, pasos apresurados, preguntas y órdenes transmitidas en inglés, francés o indio y no tardaron mucho en aparecer corriendo el barón de Clairmont, sus dos hijos, el abate Rivoire, «Petifoque», Wolf, criados algonquinos, todos armados, por una parte, y de otra, oficiales y soldados ingleses con las espadas desnudas y los fusiles preparados.
En breve hallóse la estancia invadida por aquellas personas, que se contemplaban amenazadora y resueltamente.
—¿Quién osa turbar la quietud de mi castillo? —tronó la voz sonora y majestuosa del señor de Clairmont—. ¿Acaso vos, marqués de Halifax?
—¿Con qué derecho me acusáis primero? —repuso el lord con altivez—. Es a vuestros amigos a quienes debéis dirigir vuestros reproches, señor. A los conspiradores contra Inglaterra, aliados de la revolución americana, traidores a la patria, a los cuales recibís, haciéndoos cómplice suyo…
—¡Caballero!…
—Sí; no me desdigo. Los que turban la tranquilidad de este asilo honrado… son los asesinos, los cobardes que se esconden bajo ridículos disfraces, no atreviéndose…
—¡Ah, basta, miserable embustero! —rugió, furioso, sir William—. Bien sabes que el capitán de los corsarios de las Bermudas siempre ha estado pronto a afrontar a sus adversarios con la cara descubierta. ¡Una espada, al momento, que quiero ver otra vez la sangre de ese hombre, para que apreciéis cuán se diferencia de la mía! Y haré pedazos después la hoja manchada con ella, para que no pueda envenenar a nadie.
—¡Bah, palabras, hermano bastardo!… —replicó sarcásticamente el marqués de Halifax—. Todo eso no quita nada al hecho de haber creído prudente ocultaros a nuestra llegada.
—Fui yo quien lo quiso —intervino el barón de Clairmont en noble tono—. Vuestras palabras, señor marqués, son injustas y, os plazca o no, indignas de un caballero y de un soldado leal.
—¡Ah! ¿Lo creéis así? —prorrumpió el lord con ira reconcentrada—. ¿Arrojáis vos también la máscara para formar con los enemigos de Inglaterra?
—¿Y cuándo fuimos nosotros, los franceses del Canadá, amigos de los ingleses? —replicó Enrique.
—¡Muy bien, muy bien! Nos encontramos, por tanto, en una guarida de revolucionarios, rebeldes a Su Majestad británica —prosiguió Halifax—. ¡Animo, pues! En nombre del rey Jorge, nuestro soberano y señor, os impongo la rendición y la entrega en mis manos del castillo, bajo pena de ser todos, hombres y mujeres, europeos e indios, pasados por las armas.
—A mi ver, milord —respondió con calma el barón de Clairmont—, os diré que os concedo cinco minutos para abandonar mi casa, si no queréis que se convierta en vuestra tumba.
—¡Temerario!… ¡Considerad!…
—Vuestras amenazas no me arredran.
—Dentro de unos instantes vuestro castillo estará rodeado por las tropas inglesas y puesto a hierro y fuego.
—Empresa de piratas.
—Los rebeldes han de ser tratados como tales.
—Nos defenderemos.
—Pensad en vuestras mujeres.
—No se espantan del fuego de los mosquetes y arcabuces. ¡Salid, marqués de Halifax!
—¡Rendios, barón de Clairmont!
—Dos minutos aún, y os haré arrojar desde lo alto de la roca.
—A las armas, pues.
—No tendréis que aguardar mucho para ver cómo se baten los franceses.
—¡Bah, no mejor que los ingleses!
—Os probaremos lo contrario.
—¡A nosotros…, por Inglaterra!
—¡A nosotros…, por Francia y América!
Había una firme decisión en estas últimas palabras del anciano caballero, casi un furibundo entusiasmo, un extraño anhelo de batalla y de venganza. Iba a entablarse la desesperada lucha, cuando sir William se adelantó, gritando:
—¡Deteneos!… Yo he lanzado un reto al marqués de Halifax, y quiero creer que no se negará a recogerlo, a menos que prefiera unir otro indigno título a los muchos que ya posee.
El insulto no podía ser más sangriento; el lord se sintió como sacudido físicamente, y dejó escapar una colérica exclamación.
—¡Ah, por vida de Satanás! —exclamó saltando hacia delante y poniéndose en guardia—. ¡Os mataré, señor corsario, os mataré!
—No adelantéis demasiado vuestros presagios —replicó sir William, adoptando a su vez una excelente guardia con la espada que el joven Carlos de Clairmont había puesto ligero en sus manos a su ansioso requerimiento.
—No tenéis derecho aún a creeros capaz de mandarme al tenebroso reino de los muertos.
—¡Basta de charla! Abridnos sitio, y despachemos.
—Dispuesto estoy.
Nadie había osado oponerse al duelo de aquellos dos hombres, que se despreciaban recíprocamente. Todos los presentes se arrimaron a las paredes para dejar el mayor espacio posible a los duelistas, y el singular encuentro comenzó.