CAPÍTULO XIX

UNA VISITA INOPORTUNA

TRASCURRIERON seis días sin que al castillo llegara noticia alguna de «Cabeza de Piedra» y sus compañeros. De los ingleses, tampoco se sabía nada, como tampoco de sus aliados indios, y no hay que decir que se carecía en absoluto de noticias fidedignas en cuanto a los fuertes ocupados por los republicanos en el Canadá, particularmente en cuanto al de Ticonderoga.

Al cuarto día de su permanencia en el castillo, sir William McLellan, viendo que el lago seguía helado, resolvió hacer la tentativa de llegar a Ticonderoga a pie, bordeando el Champlain hasta el punto en que surge la roca sobre la cual aún se eleva el fuerte. Ya se habían hecho todos los preparativos del viaje, y el barón se disponía a abrazar a su esposa, hecha un mar de lágrimas, y a sus amables anfitriones, cuando vieron avanzar en la dirección del castillo una patrulla de pieles rojas, guiada por un hombre, al parecer europeo.

Al distinguir el grupo, el barón de Clairmont lanzó una exclamación de júbilo, gritando:

—¡Es Enrique…, mi hijo mayor, que, al fin, regresa! Os confieso, ahora que puedo hacerlo, que abrigada inquietudes serias por su prolongada ausencia, y que más de una vez mi sonrisa tranquilizadora escondía las lágrimas y las ansias crueles de mi corazón de padre. Ya hacía más de un mes que mi hijo había partido hacia el Norte con un puñado de algonquinos de toda confianza para entregarse a la caza de pieles. Esperadlo, sir William; es muy probable que él os pueda dar informes preciosos.

—Así lo quiera el cielo.

Los cazadores llegaron al castillo cargados con el producto de su excursión cinegética, y el primogénito de Clairmont se arrojó en los brazos de los suyos, inclinándose después ante Mary McLellan y el esposo de ésta, mientras su padre hacía la presentación de sus huéspedes y le ponía al corriente de la causa por la cual éstos habían venido a su casa.

Cuando supo la misión encomendada a sir William, Enrique de Clairmont contrajo su frente y meneó la cabeza con inusitada gravedad.

—Temo, sir que vuestra empresa sea en gran parte estéril —dijo después—. De todos modos, podéis diferir vuestro viaje, pues yo os puedo dar noticias indudables acerca de lo que os interesa…; noticias que, por desgracia, no os han de agradar.

—Señor, me aterráis con vuestras palabras.

—La realidad de los hechos es, sin embargo, más grave que éstas.

—¿Qué ha pasado, pues?

—Me sorprende mucho que la verdad, después de tanto tiempo, no haya llegado hasta vos… ¡Ah, ese Burgoyne está de enhorabuena, pues ha conseguido tal resultado con su rigor cerrando toda vía a los informadores!

—Explicaos, por caridad; estoy en ascuas.

—¿Habéis estado alguna vez en Ticonderoga, sir?

—Nunca.

—Pero sabéis que esta fortaleza se encuentra…

—Sí, sobre una elevada roca, rodeada de agua por tres de sus lados poco propicios a un desembarco, a causa de los peñascos quebrados y poco practicables que los defienden; el cuarto lado, a su vez, está al abrigo de un profundo pantano.

—Así, es en efecto.

—La roca se encuentra en la ribera occidental del canal, por donde entran las aguas del Champlain, en el lago Jorge. En la orilla opuesta se levanta un monte fortificado…

—El monte Independencia.

—Justamente, que comunica con Ticonderoga por medio de un puente. Tres mil hombres, a las órdenes de los generales Saint-Clair y Arnold, estaban encargados de la defensa de estos lugares; otros tres mil, con el general Schuyler al frente, debían alojarse cerca del fuerte Eduardo.

—Todo ello es exacto. Pero ignoro…

—Cuanto ha sucedido de poco tiempo a esta parte, ¿verdad? Os lo diré en pocas palabras. Apenas llegado al Canadá, el general Burgoyne comprendió la necesidad de concentrar sus esfuerzos contra Ticonderoga, baluarte principal desde el cual los americanos podían tenerle en continuo jaque. Pero inclinado a perder el tiempo en un asedio en regla, el comandante inglés, al ver que los americanos no habían ocupado, por inadvertencia o por falta de hombres, la colina del Azúcar, que domina a Ticonderoga, ordenó a sus hombres que emplazaran en ella una batería, con el fin de abrasar la fortaleza americana desde la altura. Los ingleses, a costa de grandes fatigas, consiguieron escalar el monte, arrasar su cima y emplazar en ella seis cañones de grueso calibre, que sin pérdida de momento comenzaron el bombardeo de Ticonderoga… ¡Oh, sir! ¿Qué os pasa?… Estáis muy pálido.

—¡Oh, Dios mío, qué fatalidad! —exclamó el barón, dándose en la frente una palmada—. Una de las cartas que «Cabeza de Piedra» llevaba consigo para los comandantes de Ticonderoga, la del general Washington, contenía precisamente la perentoria orden de ocupar la colina del Azúcar antes que los ingleses tomaran la iniciativa. Burgoyne se nos ha adelantado, por desgracia, y ahora comprendo que todo se ha perdido.

—¡Ay, que así es! Saint-Clair, al ver que la defensa era inútil, embarcó los bagajes y las municiones, decidido a huir durante una noche oscura. Desgraciadamente, el incendio de una casa, provocado por imprudencia, iluminó de repente las tinieblas, y permitió a Burgoyne sorprender a los fugitivos, y aceleradamente se dispuso a perseguirlos. Las naves inglesas alcanzaron bien pronto a los barcos americanos, cargados con exceso, y los echaron a pique o los capturaron; la vanguardia de Burgoyne se puso en contacto con la retaguardia americana y diezmó sus filas, dispersando a los supervivientes. Parte de los regimientos americanos pudieron refugiarse en el fuerte Ana, y Saint-Clair, con el resto de los suyos, se refugió al abrigo del fuerte Eduardo, donde se encontraba Schuyler.

»Por suerte, los vencedores viéronse detenidos en su marcha por la dificultad de los caminos, que los fugitivos habían cortado en su retirada; y aún hoy, la marcha de los ingleses, con su imprescindible impedimenta, tiene que ser lenta por la naturaleza agreste del país, con sus landas, bosques, lagunas y barrancos; pero tienen de su parte a los canadienses realistas y muchas tribus indias, lo que forzosamente hace que Burgoyne sea el dominador del país entero, a tal punto que ningún emisario ha podido llegar hasta el dictador Washington. El general inglés tiene mucho interés en que no lleguen noticias, para atraer así hacia este lado pequeñas columnas de socorro y destruirlas fácilmente.

—Es necesario, pues, prevenir cuanto antes a Washington de la verdadera situación, por desesperada que sea.

—Apruebo vuestro parecer.

—¿Estáis bien seguro de los acontecimientos que me habéis narrado?

—En absoluto. He visto con mis propios ojos a fugitivos de Ticonderoga, y hasta socorrido a algunos, que después se refugiaron en el fuerte Ana.

Sir William meditó breves instantes. Después levantó la cabeza con resuelto ademán.

—Iré yo mismo —afirmó.

—¿Por tierra? —preguntó el barón de Clairmont.

—Forzosamente, ya que el lago y los ríos están impracticables.

—¡Pero vos, sir no conocéis el territorio, y a las pocas millas os perderéis en cualquier floresta!

—¡Diablo…, es verdad! Es necesario llevar un guía.

—No es cosa fácil.

El primogénito de Clairmont intervino:

—Os propondré una solución, y espero que la aceptéis, sir, y que mi padre no se oponga —dijo.

—¿Cuál?

—Ir yo mismo a informar a Washington, provisto de una carta vuestra.

—¿Seríais capaz?

—Sin duda, y bien seguro de llegar a mi destino sano y salvo. Conozco perfectamente el camino, y sea qué atenerme respecto a las estratagemas indias y a la astucia de los franceses para huir a la vigilancia inglesa.

—¡Por Dios, que sois un joven valeroso, y he de hablar con entusiasmo de vos al dictador americano!

—No os precipitéis demasiado, amigo mío —observó gravemente el señor de Clairmont—. Apruebo el designio de mi hijo Enrique, porque también yo deseo contribuir a la libertad de este generoso pueblo, que con tanta abnegación combate a sus opresores. Pero no se me ocultan los peligros que ha de afrontar, y las probabilidades de fracaso que su intento ofrece. Vaya, pues, y que la fortuna le acompañe. Dadle una sencilla carta de presentación que le acredite cerca del general Washington; yo, por viático, le daré mi bendición paternal.

Y el barón de Clairmont puso su diestra sobre la cabeza descubierta de Enrique y lo besó en la frente.

En aquel momento, sir William se estremeció, y de un salto se abalanzó a la puerta de la habitación en que se encontraban, abriéndola con violencia, y mirando hacia fuera descubrió a un hombre que, con la nariz pegada a los cristales de una ventana, parecía ocupado exclusivamente en la contemplación del lago helado, más allá de la roca.

—¿Qué hacéis ahí, Oxford?

El secretario del marqués, pues él era, en efecto, turbóse y se inclinó con prontitud.

Sir William…, esperando vuestras órdenes.

—Estabais escuchando nuestras conversaciones.

—Señor, no merezco la injuria de una sospecha tal.

—Quisiera estar persuadido de ello.

—Ya sé que vos sir, no creéis en mi sincera devoción a mis nuevos amigos… Ya he podido verlo.

—Tengo sobrada evidencia de que mi señor hermano, el marqués de Halifax, sabe escoger con demasiada habilidad a sus cómplices.

—Pero esta habilidad se destruye con la torpeza de abandonarlos en trances apurados, con lo que el amigo más devoto se convierte en el más decidido adversario.

El acento de Oxford al decir esto era sincero y firme. El barón McLellan pareció notarlo y se arrepintió de haberse dejado llevar de sus prevenciones pesimistas.

—¿Me habéis preguntado hace un instante, sir William, lo que hacía aquí? Pues bien, estaba observando aquella mancha negra que se vea lo lejos, sobre la superficie del Champlain, cada vez mayor y más cercana; lo que significa que avanza hacia el castillo.

—¡Una mancha negra!…

—Justamente, sir.

—Veamos.

El barón se aproximó a la ventana y miró a lo lejos.

—¡Oh! —exclamó al cabo—. Aquélla es una comitiva… ¿Quiénes pueden ser? ¿Quizá «Cabeza de Piedra», que vuelve?… Pero, no; mis ojos, avezados a ver en el mar las cosas a gran distancia, no me engañan. Se trata de europeos, probablemente cazadores… o acaso… ¡Mil diantres!… Advirtamos al barón.

El capitán de La Tonante entró apresurado en la estancia donde dejó a los dos Clairmont.

Al quedar solo, Oxford hizo un gesto de ira y amenaza y murmuró algunas palabras que nadie pudo oír, pero que debían de encerrar un grave significado.

Poco después, un criado algonquino acudió en busca del barón.

—¿Qué ocurre? —preguntó éste en cuanto estuvo en su presencia.

—¡Hombres blancos que vienen hacia el castillo!

—¿Cuántos son?

—¡Unos veinte!

—¿Náufragos o cazadores?

—Parecen oficiales y soldados ingleses.

—¡Por los cuernos de Satanás!…

Al oír este juramento, el único que el patrón se permitía en sus momentos de mayor contrariedad, el algonquino se inclinó e hizo ademán de retirarse.

—¡Espera!… —gritó su patrón—. ¿Dónde vas tan apresurado?

—¡A recibir a tiros a los ingleses!

—¿Estás loco?

—No; pero sé que mi buen patrón dice «¡Por los cuernos de Satanás!» cuando se debe dar batalla a un enemigo importuno.

—Bueno, pues tú, mi valiente algonquino, no harás nada de eso, sino que irás a ver qué quieren los desconocidos y vendrás a informarme al punto. ¿Has comprendido?

El piel roja se inclinó profundamente y salió.

—¿Qué hay? —preguntaron a un tiempo Enrique y sir William.

—Son ingleses —respondió el barón—. Pronto sabremos lo que quieren.

—¡Hum!…

—Seguramente no pensarán apoderarse de mi castillo siendo tan pocos.

El corsario estaba visiblemente preocupado. Recorría la estancia a grandes pasos, con las manos a la espalda y retorciendo los dedos, al mismo tiempo que de cuando en cuando juraba:

—¡Por San Patrick!…

Transcurrieron algunos minutos. De improviso reapareció el algonquino con una bandeja en la mano, y en aquélla un trozo de papel rectangular.

—¿Qué es, por fin?

—¡Uh!… —respondió el indio inclinándose y ofreciendo la bandeja.

—Una tarjeta de visita; veamos.

El señor Clairmont cogió el billete y lo miró por encima. Una viva exclamación de sorpresa le salió sin querer. Después miró fijamente a McLellan, que se había detenido.

Sir William… —dijo.

—¿Señor barón?

—Los ingleses, oficiales y soldados, piden hospitalidad.

—¡Ah!

—Pero no es eso lo que me asombra.

—¿Qué, pues?

—Una extraña coincidencia, tal vez fatal…

—No comprendo, señor barón…

—¿Sabéis quién manda a esos hombres?

—En verdad, no sé cómo podría conocerlo…

—Leed.

Y Clairmont tendió la tarjeta al corsario de La Tonante. Éste leyó y dejó escapar un sordo rugido. La tarjeta decía así:

«El marqués de Halifax solicita del propietario de este castillo, en nombre de Su Majestad el rey de Inglaterra, soberano y poseedor de este territorio, hospitalidad para sí y para los hombres, oficiales y soldados del ejército que lo acompañan».

—¡Mi hermano…, mi peor enemigo aquí, bajo el mismo techo que nos cobija a mí y a mi querida Mary!… —dijo McLellan, presa de la más viva agitación—. ¿Entonces es que el Destino lo quiere?

—Quizá —respondió como un eco el barón, a quien sir William había puesto al corriente de las razones de aquel odio existente entre él y el marqués de Halifax.

—¿Qué pensáis hacer? —preguntó el corsario, dominándose.

—Recibir a esos señores.

—Es justo; vos no podríais rechazarlos sin incurrir en un acto de abierta hostilidad contra Inglaterra…; un acto que, a más de perjudicial, sería inútil en estos momentos.

—Celebro que aprobéis mi conducta.

—Pero ¿y nosotros?… Pensad lo que acaecerá apenas el marqués se dé cuenta de mi presencia aquí en compañía de Mary Wentwort, mi esposa, a quien él amó y a quien acaso ama todavía. Él nos conoce a todos, a «Petifoque», a los dos hessianos y… a Oxford, su secretario, en quien no me atrevo aún a confiar…

—Cierto, cierto…

—Urge un remedio pronto.

—Sí.

—Abandonaremos el castillo en secreto y nos refugiaremos en la corbeta.

—Y allí os descubrirían en seguida… Valdrá más otra cosa… Esperad, ya encontré el medio. ¿Tenéis confianza en mí?

—Completa.

—Entonces, escuchadme, sir.

—Soy todo oídos.

El barón se aproximó a sir William y a Enrique, de modo que solamente los dos pudieron oír sus palabras, y durante algunos minutos habló rápida y concisamente. De cuando en cuando, Sus interlocutores hacían signos de aprobación u observaciones.

—¿De acuerdo entonces? —preguntó al fin el señor de Clairmont.

—Perfectamente.

—Pues seguid a mi hijo Enrique y reunid al momento a vuestros amigos, mientras recibo a los nuevos huéspedes…

—Que el cielo os envía.

—O más bien el infierno. Pero me consuela la idea de burlarme un poco de esos señores.

—¡Por San Patrick, barón, que he de ayudaros lo mejor que pueda!

—Cuento con ello. ¡Adiós, sir William!

—Vuestro servidor, mi noble amigo.

Se separaron.

Enrique de Clairmont, atravesando un largo corredor, condujo al corsario a una estancia deshabitada del castillo, provista de tres puertas, una de las cuales daba a una escalera secreta.

—Esperadme aquí, sir —le dijo—. Volveré al punto con milady, vuestra esposa, y con vuestros amigos.

—Id pronto, mi joven amigo.

Enrique alejóse, para volver al cabo de un cuarto de hora, conduciendo de su mano a Mary Wentwort, y seguido por «Petifoque», Hulbrik, Wolf y Oxford.

—Henos aquí, sir William —dijo el valiente joven—. Ya están los ingleses en el castillo. Mi padre los ha reunido a todos en el comedor de abajo, y puesto a su disposición víveres y licores. Ahora, a realizar nuestro plan, si nos da tiempo.

El corsario de La Tonante dirigió una mirada dominadora al gaviero, a los dos hessianos y al secretario de su hermano.

—Amigos —díjoles—, una patrulla inglesa acaba de llegar al castillo, aún no sabemos con qué fin, pidiendo hospitalidad por tiempo indefinido. Si nuestra permanencia aquí es descubierta por nuestros enemigos, sería inevitable una lucha que, aun cuando nos fuera favorable, comprometería irremisiblemente a la persona que nos ha dado asilo, haciéndole sospechoso de convivencia con los corsarios de las Bermudas y los republicanos de los Estados Unidos. Es preciso evitarlo, impidiendo que ninguno de los ingleses pueda reconocer en vosotros quiénes sois. Entre ellos, o, mejor, a su frente figura un hombre que nos conoce a todos y nos odia, el marqués de Halifax.

Sir William miraba fijamente a Oxford, y lo vio palidecer y estremecerse, al tiempo que una luz extraña brilló un instante en sus ojos entreabiertos.

—¡Él, aquí! —rugió «Petifoque», apretando los puños—. Comandante, si me dais permiso, voy a encontrarlo en medio de sus ingleses, le haré una bonita reverencia, y después lo estrangularé con la mayor delicadeza.

—Estar puena itea te mi amico cafiero —intervino Hulbrik, estrechando la diestra al joven marinero—. Yo ofreser mi ayuta para la operasión.

El semblante de sir William tornóse sombrío.

—Mis asuntos de familia —dijo— no debo ni quiero que se resuelvan sino por mí mismo. Pero no hablemos de eso; importa tratar de otra cosa. Entretanto, una advertencia y que ponga atención quien se crea aludido. Si a alguno de vosotros… le viniese a las mientes la idea de traicionarme…, tenga presente que ni las profundidades del Océano ni las escondidas entrañas de la tierra bastarían a sustraerle al castigo que mereciera.

«Petifoque» y los dos hessianos no resollaron; antes bien, permanecieron inmóviles, firmes sobre sus plantas, con sus ojos leales fijos en los del corsario, como diciendo:

—¿Ves?… Ciertas palabras no son para dichas a nosotros.

Oxford, por el contrario, adoptó un aire contrito, y con la cabeza baja aventuró sus excusas.

Sir William, creo que habéis formulado vuestra advertencia tan sólo por mí. ¿Qué teméis? ¿He dado algún motivo para que sospechéis de mis intenciones? Si me suponéis capaz de una felonía, os conjuro a que mandéis vigilarme, o mejor aún, a que me hagáis encerrar en una habitación secreta, de la cual no me sea posible salir durante la permanencia de los ingleses en el castillo. Así estaréis seguro de mí.

El discursillo fue dicho en un ingenuo tono de sinceridad, aunque no estuviera exento de una pequeña sombra de amarga ironía. A pesar de ello, el barón se sintió conmovido al oírlo, y acercándose al secretario, le dijo:

—No deseo otra cosa que concederos mi estimación, mister Oxford, y contaros en el número de mis amigos. Pensad en ello.

Y volviéndose al joven Clairmont:

—¿Vuestro algonquino?…

—Aquí viene justamente, sir.

En efecto, en aquel momento entraba en la habitación el piel roja que ya conocemos, cargado de ropas a usanza india, camisas de franela, capas pintadas, mocasines, collares de abalorios y huesecillos, cabelleras arrancadas con el escalpelo a otros indios muertos en combate, plumas policromas para fijar en el copete del cráneo, cuchillos y tomahawks. Dispuso todo aquel arsenal sobre una mesilla, y tomando de un cesto varias redomas de ocre y otra de tierra y pinceles, dijo:

—Ya estoy pronto.

Sir William comenzó entonces a hablar a los demás en voz baja, dándoles evidentemente explicaciones. ¿Cuáles fueron éstas?

Fácil será a nuestros lectores adivinarlo, cuando sepan que, una hora después, el algonquino y Enrique de Clairmont salían de la estancia acompañados de cuatro pieles rojas canadienses, a quienes nadie había visto en el castillo hasta entonces, en tanto que un quinto piel roja permanecía de centinela junto al umbral de la puerta, que en aquel momento se cerraba por obra de una mano blanca y bella, fácil de reconocer como perteneciente a Mary Wentwort.

—¿Y nuestros amigos? Desaparecidos misteriosamente…