CAPÍTULO XVIII

UNA SORPRESA EN EL LAGO

NUESTROS amigos y su escolta, pasada la última espesura de abedules enanos, encontráronse a la vista de aquella parte del lago en que, a caballo sobre un altísimo peñasco, se elevaba el castillo de Clairmont.

Era éste una fortaleza al estilo francés, con un fuerte, cuatro torres en las esquinas, garitas y arimeces. Su aspecto no era muy guerrero y, al parecer, estaba desprovisto de artillería. La característica principal del edificio consistía en estar construido casi enteramente con una calidad de madera llamada férrea. Sólo en su base veíanse construcciones de piedra y cemento. El peñasco sobre el que se alzaba presentaba sus lados casi perpendicularmente al nivel del lago; era bastante elevado y estaba cubierto de vegetación espesa y lacustre, que daba al conjunto un aspecto algo triste y lúgubre. Pero el castillo, no obstante, con sus conos agudos y rematados en banderolas que el viento agitaba, prometía un asilo dulce, cómodo y acaso también alegre.

—En la garita más alta de la roca hay alguien que espera nuestra llegada —dijo el barón francés, observando con experta mirada su mansión.

—Es verdad —repuso sir William, turbado—. Me parece reconocer a mi adorada Mary… El corazón me dice que no me engaño.

—A su lado está la baronesa.

—Nos esperan con ansia.

—Lo creo.

—Apretemos el paso.

—No tengáis cuidado, sir McLellan; ya nos queda poco.

—Estoy impaciente por ver a mi esposa, por tranquilizarla, y también quisiera volver a mi buque para ponerlo a flote.

—Lo comprendo.

—Sois un hombre de corazón.

—¡Vamos!… Mirad, detrás de aquella espesura de árboles se encuentra la lengua de tierra que une la roca, mi dominio de buitre, y la orilla. Si el Champlain estuviese encalmado, bastaría una señal con este cuerno de caza para que mis marineros acudieran con las embarcaciones ocultas ahora en una pequeña cala invisible, lo que nos evitaría la mitad del camino. Pero el lago está agitado aún, y tendremos que renunciar a ello.

—A propósito… ¿Y la flota inglesa que cruza en este momento el lago?

—Parece que se haya cansado de gastar pólvora en salvas.

—Decidme, barón de Clairmont, ¿no habéis tenido nunca molestias de parte de los ingleses?

—Alguna he tenido…, pero he sabido rechazarlas dignamente.

—Así, pues, ¿cómo miran vuestra presencia en estos lugares?

—La toleran, en virtud de un decreto que he sabido arrancar al soberano inglés, mediante el cual se reconoce mi pleno derecho de posesión sobre el castillo de Clairmont. ¡Ah, sir, yo alimentaba una ilusión muy hermosa!

—¿Cuál?

—Reconquistar para Francia el Canadá.

—¡Oh, barón!…

—Sí, amigo mío, era una ilusión demasiado soberbia y vana, y por esto he tenido que sofocarla en mi pecho. Ahora soy partidario de la causa americana.

—Muy bien.

—Todo inglés que viene a visitar mi castillo, nunca sospecharía, por muy astuto que fuese, lo que en él se esconde.

—¡Me ponéis en curiosidad, señor Clairmont!…

—Callad; cada cosa a su tiempo.

—Como os plazca.

—Básteos saber, sir, que aquel castillo, semejante a un inofensivo juguete, es, por el contrario, una verdadera… máquina infernal.

Habían llegado a la banda de tierra tendida por la Naturaleza a través del lago. Entraron en ella y en breve estuvieron al pie de la entrada de madera férrea. Gritos de júbilo acogieron la vuelta de Clairmont y de sir William; la baronesa y Mary se arrojaron a los brazos de sus respectivos esposos, y dieron después la bienvenida a los nuevos huéspedes.

«Cabeza de Piedra», «Petifoque», Jor, los dos hessianos y Oxford siguieron a las habitaciones superiores al dueño de la casa. Los indios y los marineros, por su parte, pudieron descansar en una vasta estancia de servicio, situada en el piso bajo, donde pusieron a su disposición algunas pintas de excelente aguardiente, mientras los criados se despachaban a su gusto con cuantas provisiones hallaron en la despensa, que, digámoslo, estaba bien dotada de viandas.

Con intuición rápida, el señor de Clairmont comprendió que lo primero que convenía hacer para agradar a sus huéspedes era sentarlos a una mesa bien preparada, y así lo hizo. Aun cuando no lo confesasen, nuestros héroes tenían un hambre de perros, y no se hicieron rogar mucho para atacar a puras dentelladas pemiles de oso, muslos de zarigüaya, filetes de alce, morcillas, cecina y salmones que en abundancia dominaban en la mesa, entre voluminosas jarras y grandes vasos de sidra y cerveza, a la que, con toda preferencia, sobre todo Wolf y Hulbrik, lanzaban de cuando en cuando sus amorosas miradas, cuando la necesidad de comer les impedía bebería. Quien en menor grado hizo honor al pantagruélico banquete fue el ex secretario del marqués de Halifax. Evidentemente, el cobardón, mientras sus compañeros se batían contra los iroqueses, se había ocupado de llenar la panza para sostener el humillado ánimo.

La familia del barón de Clairmont se componía de su esposa, una dama nacida de un noble francés y de la hija de un jefe algonquino, unidos en matrimonio cuando el Canadá pertenecía aún a Francia; de dos hijos, el primero de los cuales, Enrique, joven, fuerte y de gallarda figura, según podían apreciar los huéspedes por un gran retrato al óleo que se veía en la casa, estaba ausente, por haber marchado a la caza de pieles; y el segundo, Carlos, que no contaría más que dieciséis o diecisiete años, se quedó en el castillo, conteniendo a duras penas los impulsos de su resuelto espíritu; y de una hija, Diana, que aún no tenía veinte años, graciosa como ninguna, rubia como el oro y de dulce aspecto y tierno corazón, una criatura adorable.

El señor de Clairmont era muy rico por la herencia de su esposa y la prosperidad de su comercio de pieles, el cual sufría a la sazón una crisis por haberse extendido al Canadá la guerra de independencia.

Tenía muchos servidores que lo adoraban, así como a todos los miembros de su familia; un puñado de algonquinos, fieles a toda prueba, dedicados principalmente a la caza, a la navegación lacustre y a la custodia del castillo; un capellán, el abate Rivoire, a quien los indios llamaban «el padre de la oración», hacía las veces de preceptor cerca de los hijos del barón, y era hombre de buena doctrina y de excelentes sentimientos, al par que valeroso y hábil en la caza y en la guerra, hasta el punto de prestarse a seguir a sus dos alumnos y aún al mismo barón en sus arriesgadas empresas, como en la expedición organizada para socorrer a «Cabeza de Piedra», pues él era el desconocido que acompañaba a Clairmont y McLellan al campo de los mandanos.

Había además algunas mujeres para el servicio personal de las señoras, y la más digna de observación entre ellas era Liseta, la camarera de la señorita Diana, una muchacha huérfana, hija de un emigrado francés, llena de vivacidad en toda su esbelta personilla, con una carita picaruela, iluminada por dos ojos en los que asomaba la bondad, cortejada por la malicia, la virtud y el más resuelto atrevimiento.

«Petifoque», que, en el vértigo de aventuras en que su vida había girado hasta entonces, nunca tuvo tiempo de contemplar a las mujeres a su sabor, se sintió, desde luego, atraído por aquella belleza fresca y exuberante, ingenuamente francesa, y comenzó a sentir dentro de sí una turbación no experimentada antes, un extraño palpitar, una conmoción suave en el fondo de su alma, mientras sus ojos, con involuntaria insistencia, se fijaban en Liseta, la cual, con la señorita de la casa, cuidaba del buen orden de servicio.

«Petifoque» era un joven agraciado, de arrogante porte, sin descaro, y aspecto franco e inteligente; a propósito para complacer. Liseta dióse, sin duda, cuenta de ello, y varias veces, sorprendida por las miradas de leal admiración del joven marinero, bajó los ojos, enrojeciendo, inútil es decirlo, no ciertamente de desdén, sino de íntimo placer.

El resto de aquel día y la sucesiva noche transcurrieron sin incidentes.

Sir William, antes de recogerse, quiso ver de nuevo la nave encallada, y había vuelto satisfecho porque el viento cedía y el lago iba poco a poco calmándose.

Mañana no habrá una ola ni pagando por ella un millón —dijo al regresar—. Así podré poner a flote la corbeta y pensar en la misión que Washington se ha dignado confiarme.

«Cabeza de Piedra», incansable, quería partir en busca de Riberac antes que la noche avanzase más; pero todos le aconsejaron descansar por lo menos doce horas, porque, después de todo, también él estaba hecho de carne y hueso como sus compañeros. Y el obstinado bretón cedió al fin no sin refunfuñar.

—¡Por todos los campanarios de Bretaña, los ingleses!… —chilló el viejo maestre, entre sueños—. ¡Todos al puente!… ¡Sin perder momento!

—¿Qué diablos cantas, chillón? —gruñó «Petifoque», volviéndose en su camastro al oírle, pues dormía en la misma estancia.

—¿No oyes esas voces?

—¿Y qué?… Estamos en un castillo.

—Pero aquí sucede algo.

—Tú sueñas, viejo mío.

—¡Hum!…

—Como te lo digo.

—Apuesto mi vieja pipa de familia contra un vaso de vino escorpionado a que no hemos de tardar mucho en recibir una visita de los ingleses.

—¡Bah! Pues les daremos la bienvenida, y en paz.

—Preferiría recibirlo al pie de mi cañón de caza.

—¿Pues a qué esperas, maestre sakem?

—Mozo del Poulignen, asoma siquiera una oreja y verás cómo te la dejo tan larga como la de un borrico.

—O sea… como la vuestra.

Y el joven marinero soltó la carcajada, satisfecho de la ocurrencia. «Cabeza de Piedra» dejó oír un sordo denuesto:

—¡Bribonazo, me faltas al respeto porque sabes que te quiero demasiado! —dijo después—. Pero por todos los campanarios de Bretaña, que me las has de pagar.

—¿Puedo saber cómo?

—Hablando mal de los marineros en general…

—¡Bah!…

—Y de los del Poulignen en particular…

—¡Oh, oh!

—Y de cierta doncella que responde al nombre de…

—¡Maestre!…

—… de Liseta… ¡Ah, ah, ah, don barbilindo, esta vez acerté! ¡Bah, no me hagas caso! Ya sabes que soy incapaz de hacerte el menor daño. Ea, dime dónde duermen Wolf y Hulbrik.

—Ahí, en la habitación contigua —repuso «Petifoque», levantándose.

—Parece que resuellan, en efecto… ¿Eh, quién anda ahí?

La puerta del cuarto abrióse para dar paso a un hombre.

—Estar yo, Hulbrik —respondió la voz del buen tudesco.

—Buenos días.

Puenos tías… ¿Saper, maestre «Capesa te Pietra», grande nofetat?

—¿Qué el Champlain se ha engullido la flota inglesa, con el marqués de Halifax, Davis y sus secuaces?

—No, no.

—¿Ha vuelto Riberac sano y salvo?

—Tampoco.

—¿Ha llegado una carga de salchichones?

—¡Oh…, eso sí que no!… El lago…

—¡Ah, sí, el lago!… ¿Acaso se ha convertido en un gran tonel de cerveza?

—Está helato, todo helato, en torno al castillo.

—¡Tú estás loco, Hulbrik!

—Yo nata loco, yo te sir fertat.

—¡Pero si eso es imposible! …

Y «Cabeza de Piedra», saltando del lecho, asomóse a la ventana. Un grito de asombro se escapó de sus labios. A través de una leve capa de niebla, que a lo lejos aparecía más espesa, veíase alrededor del castillo la superficie, del Champlain inmóvil, transformada en una inmensa losa de hielo.

—¡El lago, helado!… —exclamó el viejo maestre de La Tonante—. He aquí una cosa sorprendente. Quisiera ver la cara del general Burgoyne y sus marineros al ver sus cascarones cogidos en una ratonera. ¡Ah, por el burgo de Batz, qué ideas me están brotando aquí en la calabaza!… Se podría…, ya lo creo que se podría… Basta, pensaremos en ello cuando hayamos encontrado vivo o muerto a nuestro Riberac, ¿verdad, «Petifoque»?

—¿Pensaremos en qué? —preguntó el joven gaviero.

—En nada, yo me entiendo.

Pues si tú te entiendes, no digo esta boca es mía.

—¿Vesese hielo, hijo mío?

—Pues claro, no estoy durmiendo.

—Pues bien; ese hielo… ha encendido en mi cabeza un volcán de ideas maravillosas.

—¡Horror!…

—Mozo del Poulignen, no mereces ser mi confidente.

«Cabeza de Piedra», que mientras hablaba se había vestido con presteza, salió de la estancia y descendió al piso bajo del castillo, en donde halló dispuestos ya a los mandanos de su escolta, bien pertrechados de municiones y armas de fuego novísimas.

—¿Dónde está sir William? —preguntó a Jor, equipado como un perfecto cazador canadiense.

—Ha ido a reconocer la corbeta, acompañado del barón, pues teme que la congelación le haya ocasionado nuevos daños.

—Dios quiera que no.

—¿Vas a partir, maestre?

—Cuanto antes; sería una traición no intentar nada para rescatar a Riberac, o su cadáver, si lo han matado.

—Soy de vuestro parecer.

—Por lo pronto regresaremos al campamento mandano, y después daremos una vuelta por el sitio donde estuvo el fortín destruido por las bombas incendiarias de los cañones ingleses.

—¿Esperáis encontrar allí la pista de Riberac?

—No es improbable, si aún vive y ha podido escapar de los iroqueses.

—No comprendo lo que pueda hacer en el fortín devastado.

—Olvidáis que ha escondido allí sus guineas, que son fruto de largos años de privaciones y fatigas. Y un hombre, por muy desinteresado que sea, nunca abandona sin más ni más un tesoro acumulado a precio de sangre.

—Tenéis razón.

«Cabeza de Piedra» encendió su pipa, y llamando a un algonquino, le dijo:

—¿Sabes tú dónde ha encallado la corbeta?

—Lo sé, sakem blanco.

—Bueno; ¿sabrías conducirme?

—Cuando el sakem blanco quiera.

—Vamos, pues. ¿Venís, Jor?… Tengo un deseo loco de ver cómo es la nueva La Tonante.

Los tres hombres se pusieron en camino. Todos ellos llevaban patines, y se deslizaban rápidamente por la superficie sólida del lago. Llegados a la corbeta, cuya proa se había empotrado en un bajo, inclinándose un poco a estribor, subieron al puente, donde estaban el barón y sir William.

«Cabeza de Piedra», sintiendo, al fin, bajo sus pies los tablones de un navío de guerra real y efectivo, y viendo ante sus ojos cañones y escotillas, exhaló un gran suspiro de satisfacción.

—¡Se está bien aquí, por el burgo de Batz!… —exclamó, taconeando entusiasmado—. Esta corbeta no vale lo que La Tonante, de gloriosa memoria; pero aún puede hacer honor al terrible nombre que lleva. Es más pequeña que la otra, pero parece sólida y tiene cañones en abundancia que deben escupir metralla a maravilla. ¡Ah, por mil campanarios…, con qué gusto haría una prueba ahora contra esos tunantes de ingleses!

—No temas, maestre —dijo el barón McLellan, que había oído las palabras del enardecido bretón—; creo que pronto tendrás ocasión de hacerlo.

—¡Bah!…

—¿Lo dudas?

—Si no les nacen alas, me parece que las naves inglesas, apresadas como nosotros aquí, entre los hielos, no vendrán a saludarnos tan pronto.

—Pero el hielo puede disolverse de un momento a otro.

El señor de Clairmont sonrió al oír esto.

—Si el invierno se mantiene tan crudo como se anuncia, el Champlain permanecerá así mucho tiempo, acaso meses enteros.

—¡Ah, diablo!

—La congelación, que ya se ha verificado en la parte septentrional del lago, avanza paso a paso; la noche pasada ha ganado toda esta parte, y la venidera se extenderá al resto de lago.

—¿Y vos lo sabíais ya, barón?

—Por lo menos así lo esperaba.

—¡Diantre, la situación no es para tranquilizarse!… Yo debo hacer llegar al general Washington noticias ciertas respecto a la situación de Ticonderoga y sus fuerzas, y asimismo debo salir al encuentro de la flota americana para tomar el mando y conducirla contra los buques de Burgoyne en el Champlain.

—Ya hallaremos remedio para todo.

—En vos confío.

—En tanto, ved que la corbeta no ha sufrido daños.

—Todo lo contrario, pues el hielo, alzándola por su base, casi la ha desencallado.

«Cabeza de Piedra», por su parte, había pasado revista a toda la embarcación, y se frotaba las manos, satisfecho.

—Comandante —dijo a sir William—, he visto también al piloto encerrado en un camarote. Tiene una cara de traidor que dan ganas de darle de cachetes. ¡Hacedlo colgar al punto!

—Corres demasiado, maestre.

—¡Bah… haced como queráis!… Pero me temo que nos sea funesto.

—Estará bien vigilado.

—Y atentamente… Cuando regrese de la excursión en busca de Riberac, yo vendré aquí, a instalarme a bordo, porque sólo me encuentro a mis anchas entre piezas de artillería, palos de trinquete y de mesana, obenques y jarcias, y olor de brea y de pólvora; y cuando esté yo aquí…, lo veremos.

Todos volvieron al castillo.

Como se había convenido, «Cabeza de Piedra» y Jor, acompañados de seis marineros de la corbeta, cuya tripulación era doble, y de la escolta de mandanos, todos muy bien armados, se dirigieron al campamento indio, desde donde continuaron su marcha hacia el interior para buscar las huellas del desaparecido traficante.