UNA SERIE DE AVENTURAS
TRAS un breve silencio, durante el cual ninguno de los caminantes acortó el paso hacia el castillo de Clairmont, sir William continuó diciendo:
—Aun cuando yo no dude del éxito de la encarnizada guerra, he de reconocer que una extraña fatalidad nos persigue de continuo. Parece como si el Destino quisiera reconocer al pueblo de los Estados Unidos, como en sesión de 4 de octubre del pasado año estableció el Congreso que había de llamarse la Nueva Confederación, su derecho a la libertad y a la independencia sólo después de haberlo bien merecido.
»Después de los reveses gravísimos sufridos por Arnold en su campaña contra el general inglés Carleton en el Champlain, las noticias de Ticonderoga y del fuerte Eduardo llegadas al mando supremo fueron siempre inciertas y poco tranquilizadoras.
»Ya sabéis que el general Burgoyne, vuelto a Inglaterra al solo objeto de recabar para él el mando supremo del ejército de operaciones del Canadá, consiguió su propósito, y ahora domina en estas regiones con siete mil ingleses y mercenarios alemanes, cuatro mil gastadores canadienses y buen golpe de navíos y marineros, además de muchas tribus de pieles rojas, atraídas a fuerza de promesas.
»Burgoyne comenzó su campaña en el Canadá dirigiendo un manifiesto a las poblaciones para inducirlas a someterse espontáneamente, y manifestaba que venía a los territorios americanos con el intento de restablecer el orden y salvar de la anarquía a los buenos ciudadanos; pero si encontraba resistencia a sus buenos propósitos, se vería precisado a dejar en libertad de acción a las numerosas mesnadas de indios aliados, que convertirían este florido país en un desolado desierto.
»Estas son las noticias más dignas de crédito que tenemos, pues ya hace mucho tiempo que ninguno de los exploradores enviados aquí pudo volver; de Saint-Clair y Arnold tampoco hemos recibido mensaje alguno, y las noticias más contradictorias circulan a propósito de la suerte de las fortalezas americanas en el Canadá.
»Después de su partida, maestre “Cabeza de Piedra”, tuvimos noticia de que el fuerte de Ticonderoga había sucumbido y su guarnición destruida, dispersa y apresada, y los supervivientes obligados a buscar refugio en otras fortalezas, en que les amenazaban grandes peligros. ¿Qué hay de cierto en todo ello? Yo creo que son falsas; pero no es fácil saber la verdad siendo las distancias tan enormes y tan escasos los medios de comunicación en este tiempo tan crudo.
»Sin embargo, al general Washington le preocupa mucho la situación; ha solicitado un oficial hábil y valiente para enviarlo aquí, mientras se dispone la flota de socorro, y ha tenido la bondad de escogerme. Yo he aceptado con verdadero entusiasmo, embarcándome en una pequeña corbeta a la que he bautizado con el nombre de la antigua.
—¿La Tonante?
—Sí. La empresa no era fácil; había que burlar a toda costa la vigilancia de la flotilla de Burgoyne para pasar.
—Y habéis pasado.
—Sí maestre.
—¡Por el burgo de Batz, nunca hay nada difícil para los corsarios de las Bermudas!
—Pero tú también estás aquí sano y salvo…, y si tu tartana naufragó, no habrán sido ciertamente los cañones ingleses…
—No; los escollos del Champlain tuvieron la culpa.
—¿Lo ves?
—¡Eh, eh!, en primer lugar, yo soy vuestro maestre cañonero; por consiguiente, uno de los corsarios que no se detienen ante ningún obstáculo…
—Bien.
—Además, no he pensado en absoluto en la flota de Burgoyne, porque la creía aún lejos de Champlain. Lo cual significa que la fortuna me acompaña.
—No puedo decir yo otro tanto, querido «Cabeza de Piedra».
—¡Oh, oh!, ¿qué otra diablura os ha sucedido?
—La Tonante…
—La nueva, se entiende…
—¡Claro!
—¿Y bien?
—Maltratada por las ondas y rabiosamente batida por las ráfagas, mal gobernada por el piloto que Washington me había recomendado…
—¡Dios de Dios!… ¿Acaso ha naufragado también?
—No, gracias al cielo; ha tocado en un bajo, pero aún navega bien, tanto más cuanto que está internada en una especie de rada. Espero desencallarla pronto, en cuanto el Champlain se calme, como parece que sucederá en breve.
«Cabeza de Piedra» reflexionaba, preocupado.
—A mí Davis; a vos, comandante, un piloto que me da el corazón que era hermano gemelo de aquel pillastre —dijo después con voz sorda—. ¿Sabéis que el general Washington, excelente guerrero en tierra, es un detestable almirante? Cuando de marineros se trata, pone la mano en traidores o en pollinos.
—Por desgracia, así es; en traidores, especialmente —replicó sir William suspirando—. Muchos son los que le rodean, y no puede conocer a todos, para preservarse de sus asechanzas. Por si acaso, yo he hecho encadenar al piloto hasta que se justifique a satisfacción mía.
—¡Ojalá pudiéramos darle por compañero a maestre Davis!
—De ningún modo; que, si son cómplices, juntos podrían darnos mucho que hacer.
—Yo me cuidaría de su custodia.
—Bien está, viejo charlatán; déjame terminar mi narración.
—Perdonad, capitán.
Sir William sonrió y continuó:
—En la desgracia que nos envolvía con el choque de la corbeta tuvimos la buena fortuna de encontramos detenidos a poca distancia de una roca coronada por un viejo castillo, el cual, como habréis adivinado seguramente, no es otro que el de Clairmont, hacia el cual nos dirigimos. Yo ignoraba el verdadero estado del barco y temía un desastre irreparable por efecto de la furia de las olas.
»¿Qué iba a ser de Mary, mi esposa adorada? Esta era mi constante preocupación, mi pensamiento continuo, sin dejar por eso de tener presente mi deber de soldado. Pero ¿qué queréis? El corazón está siempre por encima de la mente, y a veces, más alto que la conciencia.
»En medio de tantas inquietudes vi avanzar resueltamente hacia nosotros una chalupa montada por algunos marineros vigorosos y por un hombre que llevaba el timón como un genio marino. Era el propietario del castillo, el señor de Clairmont, aquí presente, el cual, habiendo presenciado nuestro naufragio, se apresuró a ofrecemos sus servicios. Subió el experto timonel a bordo, y noté en él cierta desconfianza al principio, aun cuando tratase de disimularla; pero cuando supo que éramos del partido republicano y no del inglés, se mostró contentísimo y se puso a nuestra entera disposición.
»A mí me interesaba, antes que nada, poner a salvo a Mary; así es que acepté, desde luego, su proposición de conducirla al castillo, donde estaría bien segura y en la agradable compañía de nobles damas.
»Pero una viva sorpresa me esperaba al entrar en aquella mansión hospitalaria. ¿Quién te figuras tú, “Cabeza de Piedra”, que vino a mi encuentro, turbado enteramente de la sorpresa?
—¡Cuerpo de un campanario, acaso!…
—Sí; él… Wolf, el valiente hessiano.
—¿Pero cómo se encontraba allí el hermano de nuestro Hulbrik? ¿Quizá le atrajo el tufillo de algún barril de cerveza o de vino… escorpionado? —dijo el viejo maestre riendo ruidosamente, mientras los demás le coreaban.
—No, maestre —continuó el barón con seriedad—. Si ese excelente joven no estropease menos las palabras de nuestra lengua o tuviese más inclinación a referir sus propios hechos, te contaría cosas no muy agradables.
—Yo me reía, comandante, porque sé que nuestros dos tudescos son jóvenes de un humor envidiable. Por lo demás, ya Jor me ha contado la persecución de los iroqueses, y a fe mía que yo también hubiera confiado mi vida a la velocidad de mis piernas.
—Pues bien, Wolf trató de atenerse lo mejor que pudo a las indicaciones y consejos del canadiense, por lo que supo decirme; pero toda su buena voluntad y el vigor de sus piernas, si bien sirvieron para sustraerle a los iroqueses, no le impidieron equivocar la dirección.
»Os advierto desde ahora, amigos míos, que al referiros todo esto y lo que aún oiréis, sustituyo, no solamente a Wolf, sino también al señor Clairmont; ya veréis el por qué.
»Wolf, al huir y perder la exacta noción del camino, se alejaba poco a poco de su meta y perdía tiempo y fuerzas. Llegó un momento en que se vio perdido e incapaz de seguir, forzado a tomar descanso en una floresta solitaria, desolada, desprovista de todo cuanto pudiera servir para reparar las energías de un pobre viajero extraviado. Ya se abandonaba, pues, a su mala suerte, cuando de pronto oyó un rumor lejano y vio aparecer a su vista dos bultos negros.
»Cualquier objeto móvil en la soledad, la sombra y el silencio, toma en la fantasía aspectos extraños. Pero Wolf es un joven de sólida mente y corazón sereno, y no se dejó engañar por la imaginación. Observó atentamente aquellos bultos negros, y pudo ver que se trataba de dos magníficos alces.
»Por si lo ignoráis, os diré que el alce es una especie de ciervo, mamífero, plenicorne, de la alzada de un caballo grande, sin igual en la carrera, más terrible que el toro más salvaje en el cornear, y con unas patas tan poderosas que desharía a coces un yunque. Sus cuernos son más cortos que los que suelen adornar la cabeza de su congénere el ciervo, pero de más espesor y con ramificaciones más extensas. Aquí va siendo cada vez más raro, a causa de la caza infatigable que se le da; y aunque es muy dócil cuando está tranquilo, odia la presencia del hombre, su perseguidor sanguinario, y con frecuencia lo ataca ferozmente.
—Conviene saberlo.
—¿No es verdad, maestre?
—Seguro; en cuanto vea un alce, procuraré largarme.
—Eso precisamente trató de hacer Wolf en cuanto vio a los dos enormes cuadrúpedos galopar resueltamente hacia él. Tenía la escopeta cargada, pero el arma significaba un golpe solo y se trataba de dos adversarios, y aun teniendo la suerte de derribar a uno de ellos con el primer disparo, siempre quedaba otro, del cual no había medio de defenderse. Confiar en las piernas no era posible teniendo encima a tan veloces brutos. Y entonces…
—¿Qué hizo Wolf?
—Con ligereza de pensamiento y de obra, se ocultó detrás del tronco de una encina centenaria que crecía a poca distancia de él y que lo cubría completamente.
—Muy bien.
—Los dos alces, en su galope desenfrenado, con la cabeza baja, al verlo desaparecer, se detuvieron, desconcertados. Wolf, por su parte, no los perdía de vista, asomado entre dos protuberancias que salían de uno de los lados del tronco y esperando aún que al no verlo se marcharan. Una de las bestias, la más corpulenta, venteó el aire con cierta desconfianza, volviendo a todas partes el humeante hocico, y, de repente, embistió contra la encina, en la que dio un terrible testarazo. El golpe fue tal, que Wolf creyó ver al animal caer al suelo revolcándose, con el cráneo en pedazos.
—¿Y no fue así?
—Se engañaba.
—¡Por el burgo de Batz! ¿Los alces del Canadá tienen entonces la cabeza tan dura como los bretones?
—Una cosa así…
—¡Ah!
—El alce se quedó como aturdido, y se retiró tambaleándose, pero aún sostenido en sus cuatro patas. Hubo un momento de tregua, durante el cual Wolf consideró serenamente la situación, que no tenía para él nada de halagüeña. La encina era su único refugio, y dando vueltas a su alrededor era únicamente como podría escapar a las embestidas de su enemigo. Pero ¿qué ocurriría si el otro alce entraba también en liza?
—¡Por mil campanarios, había para sudar frío!…
—Al ocultarse de uno, se descubría al otro.
—Así es.
—Urgía, pues, adoptar una resolución extrema…
—Meter una bala en el cuerpo a uno de los alces y dejarle inútil para la maniobra… Quitarlo de en medio, en suma.
—Por supuesto.
—¡Bravo por mi bebedor de cerveza!…
—Sin perder un segundo, Wolf sacó partido del desconcierto en que estaban los dos animales, examinó la carga de su carabina, y, viéndola en buen estado, apoyó el cañón del arma sobre una de las protuberancias de la encina, apuntó con toda calma e hizo fuego.
—Y ya estaba el alce agresor bien servido.
—No.
—¡Oh, oh!
Fue el compañero el que recibió el tiro en el ojo derecho y cayó a tierra como herido del rayo.
—¿Y el otro?
—El otro montó en un tremendo furor y de nuevo se lanzó contra la encina, pero galopando esta vez vertiginosamente en torno al árbol, del que arrancaba trozos de corteza a formidables cornadas. Wolf hacía prodigios de destreza, de agilidad y de sangre fría para salvarse de aquella furia, y poco a poco sentía que le abandonaban las fuerzas y que la muerte atroz se hacía inminente. Las patas del alce hacían salpicar la nieve hasta las ramas inferiores de la encina, y su hálito cálido azotaba como un soplo impetuoso al pobre hessiano.
»Wolf se estremecía y perdía terreno; el alce, por el contrario, crecía en vigor a medida que aumentaba su rabia, desahogándose de cuando en cuando con bramidos roncos y ganando terreno. De improviso, Wolf se sintió alcanzado, herido en un costado violentamente y lanzado al espacio. Una de las ramificaciones de la cornamenta le había enganchado por la mitad del cuerpo, penetrando bajo el robusto cinto de cuero. Nuestro pobre amigo se sintió perdido e instintivamente se aferró con los brazos y los dedos a los anchos cuernos del animal, cabalgando al mismo tiempo en el dorso poderoso. El alce, que esperaba estrellar contra el suelo a su adversario vencido y destrozarlo allí a coces, dio un salto formidable.
—¿Y Wolf?
—Firme y sereno siempre.
—Por mi vieja pipa, ¡cuánto me hubiera gustado ver la escena!…
—Sólo los árboles de la floresta la presenciaban.
—Los cuales no cuentan.
—Pero aquí está Wolf escuchándome, y ya ve que recuerdo bien los detalles que he podido sonsacarle, no sin trabajo.
El hessiano, que caminaba del brazo de su hermano, atento al relato, sonrió, inclinándose.
Sir William McLellan prosiguió:
—Dos o tres minutos duró la fiera lucha entre el animal, que quería librarse de su improvisado caballero, y éste, que de ninguna manera soltaba su presa, temiendo, con razón, ser víctima de su furia si caía. El alce, por último, en vista de la inutilidad de sus esfuerzos, pareció enloquecer por completo de furor, y se lanzó en una carrera ciega, fantástica; en una fuga espantosa, sin dirección ni objetivo, transportando sobre sus lomos al hombre, el cual se sujetaba con más fuerza que nunca a aquel meteoro vivo, temiendo a cada paso la muerte, e imposibilitado, no obstante de hacer tentativa alguna para salvarse.
»¿Cuánto duró aquella galopada sin igual? Wolf no podría decirlo. De pronto oyó ladridos, creyó ver figuras humanas agitarse confusamente, luego gritos, un disparo…, después se sintió lanzado en el vacío por un instante, y notó de repente la sensación de agua helada que lo envolvía de cabeza a pies… Por fin, nada…
—¿Perdió el sentido?
—Sí.
—¿Y cuándo lo recobró?…
—Se encontró en una habitación abrigada, en un lecho suave, rodeado de personas que lo contemplaban sonriendo amablemente. Y dos horas después estaba en condiciones de sentarse a una mesa bien servida, y aun de salir a mi encuentro cuando entraba yo en el castillo de Clairmont y de darme noticias vuestras.
—¿Qué había pasado, pues? —preguntó «Cabeza de Piedra», que comenzaba a hacerse un lío con tanta peripecia.
—La respuesta pudiera muy bien darla el señor Clairmont, pero prefiero hacerlo yo, porque él de seguro ocultaría, por modestia, al menos la mitad de la verdad.
»Los ladridos y los gritos que Wolf pudo percibir provenían de “Relámpago”, este buen perro que viene aquí, y de los hombres que acompañaban al barón de Clairmont a su regreso al castillo. El valiente caballero francés se dio enseguida cuenta exacta de la trágica escena, y apuntando al alce con su carabina, seguro de no errar el tiro y derribarlo al punto, disparó. El animal, herido de muerte, tuvo aún fuerzas para proseguir su carrera por unos cuantos metros. Desgraciadamente, había llegado a la orilla del lago, en un punto alto, y se precipitó a plomo en aquella agua helada.
»Desde allí mismo presenciaba el choque de nuestra corbeta con el banco. Por un momento dejó de ocuparse de nosotros, y haciendo una seña a “Relámpago”, se lanzó hacia el lago, seguido por el perro. Wolf, desvanecido, estaba a punto de ser engullido por las olas, que ya habían arrastrado con ellas al alce; pero “Relámpago” y su generoso dueño llegaron a tiempo de salvarlo y lo condujeron al castillo.
»El barón de Clairmont, que no quería perder la ocasión de hacer dos buenas acciones en un solo día, apenas trocó la ropa mojada por otra seca, vino a ofrecernos sus servicios.
»No contento con eso, apenas supo por Wolf que los iroqueses habían aprisionado o matado a vuestro amigo, un canadiense que se llama…».
—Riberac.
—Eso es; y que se disponían a atacar a los mandanos, me aconsejó organizar durante la noche una expedición de socorro con parte de mis corsarios y de sus criados, ofreciéndose como guía. Y ya sabéis, amigos míos, cuán útiles han sido sus iniciativas y su ayuda, y cuánta gratitud debemos a este noble hijo de Francia, que sabe ejercer con tanta honra los deberes de la hospitalidad.
Sir William calló y fue a estrechar la mano al barón de Clairmont, que con vivos ademanes trataba de protestar. Los demás circunstantes se descubrieron, en mudo homenaje, y «Cabeza de Piedra» exclamó:
—Señor barón, yo no tengo más que una vida y aún muy empeñada y ya un poco caduca. Sin embargo, creo que aún queda algún pedazo en buen estado para ponerlo a disposición de caballeros como vos. ¡Por el burgo de Batz, aceptad mi oferta, pues desde este momento os pertenece!… El antiguo maestre de La Tonante no tiene más que una palabra. Y ahora, adelante. ¡Viva Francia, viva América y mueran los ingleses!