HACIA EL CASTILLO DE CLAIRMONT
EN los rostros de los amigos del viejo maestre se dibujó la consternación que producían sus palabras. El incidente, sin duda alguna, era de excepcional gravedad. Es decir, que habían llegado allá; después de tantos peligros, habían luchado contra Davis y los iroqueses para salvar las dos cartas destinadas a Arnold y Saint-Clair, comandantes del fuerte de Ticonderoga y de pronto notaban, asombrados, que aquellas dos preciosas cartas, por una misteriosa fatalidad, habían desaparecido, cuando creían encontrarse en disposición de hacerlas llegar a su destino.
«Cabeza de Piedra» no sabía cómo explicarse su desaparición, y estaba desolado. Se arrancaba sus escasos cabellos o intentaba arrancárselos, pues estaban bien arraigados en su cabeza, y se las había con todos los campanarios de la tierra y todas las naves del mar, como si fuesen criaturas sensibles a sus reproches.
Sir William McLellan, que se había separado algo del gentilhombre francés, oyó la música del cañonero y se informó de la causa.
—¡Han desaparecido las cartas!… —exclamó, consternado, al enterarse—. ¡Diantre, es una verdadera desgracia! Pero no sería tanta si, al menos, pudiéramos saber que no han caído en manos de personas interesadas en aprovechar su contenido contra nosotros y contra la causa americana, sino que se han extraviado simplemente.
—Así espero que haya sucedido —se apresuró a decir «Cabeza de Piedra», aferrándose aquella esperanza como a una tabla de salvación—. Nadie puede habérmelas robado…; las debo de haber perdido yo tontamente, como si fuera una imbécil comadre de Batz, enamorada…
—Sí así es —continuó sir William— la situación no está comprometida irremisiblemente, y no debemos desesperar.
—Me consoláis, comandante… Muchas gracias.
—Sí, porque yo conozco de memoria el texto de las dos cartas, una de las cuales es mía, por lo demás…, y me será fácil recitarlas de corrido a los comandantes de Ticonderoga. Pero necesitamos llegar cuanto antes al fuerte americano.
—Yo os indicaré el camino más corto y más seguro —dijo Godofredo Lespinois, barón de Clairmont, que escuchaba el diálogo—. Seguidme al castillo. Allí discutiremos y proveeremos de todo.
—Como queráis.
Iban a ponerse en marcha, cuando «Cabeza de Piedra» dejó oír otra exclamación.
—¿Qué ocurre ahora? —preguntó sir William, un poco inquieto.
—¡Oxford!… —dijo el maestre, mirando en torno suyo.
—¡Oxford!… ¿Qué tiene que ver aquí en el Canadá, esta célebre sede la ciencia y de la enseñanza de Inglaterra?
—¡Cuerpo de un campanario!… —continuó «Cabeza de Piedra»—. ¿Lo habremos matado, o habrá huido el pillastre? Verdad es que no era muy intrépido, pero…
—¿Acabarás de explicarte y de decirme de quién estás hablando?
—¡Por el burgo de Batz, hablo del secretario del marqués!
—¿Cómo?
—¡Ah!, es cierto, mi comandante, que no sabéis cómo andan las cosas. Ahora os pondré al corriente de todo lo que olvidé deciros. Pero dejadme antes dar algunas órdenes a mis compañeros.
—Anda.
«Cabeza de Piedra» llamó a «Petifoque», Jor y los dos hessianos, y los encargó de buscar por todas partes al pusilánime Oxford; una vez hecho esto, volvióse a su capitán, y le dijo:
—En la premura de informaros de los acontecimientos que han tenido lugar durante nuestro viaje, me he olvidado de narraros la captura de mister Oxford y los cambios operados en su ánimo al verse abandonado en nuestro poder por su amo. Sabed, pues, cómo están las cosas.
El bretón refirió al barón lo que ya saben nuestros lectores.
Y continuó:
—Durante el asalto de los iroqueses, hemos perdido de vista al secretario del marqués. Pero eso no debe extrañar a nadie, pues es un cobardón que se asusta de un conejo. Mientras abordábamos el bergantín de su amo, ha permanecido oculto en el fondo de una barca para huir de las balas y no sentir siquiera su silbido. Ahora, de seguro que si no ha muerto de espanto se habrá refugiado en cualquier escondrijo a esperar el resultado de la batalla, o habrá puesto entre su persona y el campamento la mayor jactancia posible a fuerza de correr.
—¿Y crees sinceramente que se haya vuelto contra Halifax?
—Seguro; un hombre que ha estado a punto de ser colgado de una cuerda escurridiza, esperando en vano el auxilio de su amo, no puede seguir siendo fiel a la causa de éste.
—¡Quién sabe! Acaso su primer impulso ha sido ése; pero después, su propio interés puede haberle hecho fingir ante vosotros para sorprender vuestros secretos y tenderos cualquier asechanza.
—¡Diablo!
—Convendrá vigilarle…
—Yo tengo siempre los ojos bien abiertos.
—Nunca pienses de los demás como de ti mismo.
El maestre no respondió palabra, quedando pensativo.
En aquel momento se oyeron algunos gritos y risotadas en uno de los extremos del campamento.
—¡Miradlo!…
—¡Ya descubrimos la pieza!
—¡Arriba, cobardón; ánimo, conejo, que ya no hay peligro!
—¡Ja, ja, ja!…
—No haper nunca fisto hombre más mietoso.
Eran las voces de «Petifoque» y Hulbrik, que resonaban clamorosas.
Todas las miradas se volvieron hacia el lugar de donde partían, y vieron a los dos fieles compañeros del maestre de La Tonante alzar del suelo a un hombre y sostenerlo por los sobacos, empujándolo hacia delante con enérgica impaciencia.
—¡Cuerpo de mi vieja pipa de familia! —exclamó «Cabeza de Piedra» con alegría—. ¡Es él, Oxford, en carne y hueso!… Se había escondido para que nada le tocara ni por equivocación, Me alegra volver a ver a este pobre diablo y no haberle juzgado mal.
—Tanto mejor —dijo sir William—. Pues si nos es leal, podrá ser muy útil a nuestra causa.
—Estoy convencido de ello, mi comandante.
El secretario del marqués y sus dos guardianes llegaron al grupo.
Oxford estaba pálido y temblaba como un azogado; evitaba las miradas burlonas que se fijaban en él y demostraba una extraordinaria confusión.
El viejo bretón se adelantó hacia él y le tendió su manaza leal, gritando:
—¡Ea!, querido secretario, nunca seréis un héroe, pero sí un buen hombre, y me alegra veros de nuevo entre nosotros sano y salvo. ¡Vamos, serenidad, que estáis en presencia de sir William McLellan!
Oxford se estremeció y levantó sus ojos avergonzados. Entonces vio al barón, que lo examinaba con mirada escudriñadora y desdeñosa.
—¡Sir, perdonadme el triste espectáculo que os ofrezco con mi pusilanimidad! —balbució, inclinándose profundamente—. No soy hombre de guerra, y al primer chispazo de la batalla me he escondido debajo de un montón de pieles de alce y de oso, y allí he estado medio muerto de miedo; no sé cómo hubiera hallado fuerzas para salir de allí si «Petifoque» y Hulbrik no me hubiesen descubierto y sacado de mi escondite.
—Repóngase, mister Oxford —repuso el barón—. En vos el miedo no es falta; por consiguiente, nada tengo que perdonaros.
Al oír estas palabras, veladamente irónicas, el secretario del marqués de Halifax se mordió el labio, mientras un relámpago que nadie vio pasó por sus ojos, velados por las cejas.
—Señores —se apresuró a proponer sir William McLellan—, no perdamos más tiempo. Me corre prisa, como al señor de Clairmont, volver al castillo, donde personas queridas estarán en zozobra por causa nuestra. En marcha.
Ya era día claro, y todos los mandanos supervivientes estaban entregados a la labor de poner orden en el campamento.
—¿Sabéis lo que voy a hacer? —dijo «Cabeza de Piedra».
—Vamos a ver.
—Voy a reunir en asamblea a todos mis súbditos.
—Luego les voy a dirigir una especie de discurso.
—¿Con qué fin?
—Con el de manifestarles que ya estoy cansado de ser sakem y que renuncio al cargo.
—Falta saber si tus doce mujeres están contentas —observó el joven gaviero.
—Contentas o no, estoy ya hasta los pelos y decidido a plantar a los señores pelirrojos.
—Sería un error que tendríamos que lamentar amargamente —dijo con tono grave el canadiense Jor—. Los mandanos os adoran, maestre «Cabeza de Piedra»; os consideran como el hombre, el jefe que los ha de preservar de las iras de los iroqueses vencidos. Si los abandonáis vos y vuestros amigos, en este momento, se volverán contra vos, y serían muy de temer. Debéis tener paciencia y seguir siendo el sakem de los mandanos.
—¡Por vida de un campanario!…
—Además, este ejército de salvajes nos es útil, y puede serlo asimismo a la causa americana… Son carne de cañón. Los tendremos en las orillas del Champlain para oponerlos a los ingleses.
—Tenéis razón, después de todo. ¡Me sacrificaré!
—Al menos hasta que «Mancha de Sangre» esté en condiciones de sucederos.
—Además, no olvidemos que hay que salvar a Riberac.
—Es verdad.
—Si tenemos tiempo.
Explicaron el caso a sir William y al señor de Clairmont, quienes de consuno dieron la razón a Jor. Decidióse, pues, que «Cabeza de Piedra», con una escolta de guerreros indios, acompañara a sus amigos hasta el castillo para presentar sus homenajes a la baronesa de McLellan y pertrecharse de armas y municiones, que el señor de Clairmont tenía ocultas en secretos subterráneos. Seguidamente, con Jor y un destacamento de marineros, volvería a la tribu para ponerse en busca de Riberac, mientras «Petifoque» y los hessianos se quedarían con sir William, quien haría cuanto pudiese por llegar al fuerte de Ticonderoga, ya que las dos cartas se habían extraviado y era preciso comunicar de palabra el contenido de las mismas a los dos comandantes americanos.
Una vez convenido el plan, «Cabeza de Piedra» tomó consigo una veintena de guerreros mandanos, escogidos entre los mejores portados y decididos; hizo que Jor explicara a los demás la razón de su momentáneo alejamiento, por no estar muy al corriente del lenguaje indiano, y junto con sus amigos y los marineros, se puso en marcha hacia el castillo de Clairmont.
Por el camino, sir William explicó las causas de su aparición inesperada en las orillas del Champlain, las cuales referimos aquí porque dan idea exacta de la situación respectiva de los dos Estados beligerantes.
—Amigos míos —comenzó diciendo el animoso barón—: Dada vuestra prolongada ausencia del teatro principal de la guerra, seguramente ignoráis muchos de los acontecimientos ocurridos en estos últimos tiempos. En pocas palabras procuraré poneros al corriente de ellos.
»Ya sabéis que el ejército del general Washington está compuesto de tropas regulares a sueldo, que constituyen el llamado ejército continental, y de milicias voluntarias reclutadas en los distintos Estados. Las primeras, por desgracia, apenas si llegan a mil quinientos hombres; las segundas, si bien más numerosas y hábiles para seguir y molestar al enemigo, no saben resistir una batalla en campo abierto.
»Para mayor desgracia, desde los comienzos de este año, las enfermedades han causado a las tropas más daño que las espadas y fusiles ingleses; y Washington, mientras estaba en Morristow, se ha visto precisado a ordenar la inoculación de viruela a todos sus soldados, manteniendo secreta la operación para que los ingleses no se aprovecharan del estado de debilidad de los suyos para atacar su ejército y destruirlo.
»Ya avanzada la primavera, Washington se trasladó a Midlebrook para vigilar desde allí los movimientos de Howe. El general inglés, para sacarlo de aquella posición, fingió retirarse a la isla de los Estados, y, en efecto, envió a ella la artillería y los bagajes. Washington cayó en el lazo y salió de Midlebrook para hostigar a la retaguardia enemiga. Howe, entonces, deshizo el fingido movimiento, y dividiendo sus fuerzas en dos columnas, una a sus órdenes y otra al mando de Cornwallis, atacó a los americanos por dos puntos a la vez, buscando su exterminio, y lo hubiera conseguido si un batallón de nuestra infantería no hubiese encontrado a las tropas de Cornwallis, cuya misión consistía en atacar por la espalda a Washington, y empeñado resueltamente la lucha. Al fragor del combate, el dictador americano comprendió el engaño en que había caído, y hábilmente apresuró la retirada, volviendo a entrar en Midlebrook.
»Howe no se desanimó al verse descubierto. Dio órdenes de tener lista una flota, embarcó en ella a sus tropas y se hizo a la vela desde Sandy-Hook. ¿Dónde iba? Misterio. Washington dudaba, vigilante. Apenas supo que la flota se había mostrado ante la bahía de Delaware, sospechó que el objeto de la expedición fuese Filadelfia, y corrió sin perder tiempo en auxilio de esta ciudad.
»Pero Howe, sin duda, sabía que el Delaware estaba impracticable por las empalizadas y restos de navíos hundidos que lo obstruían; se dirigió, pues, a la bahía de Chesapeak y desembarcó a sus tropas en el cabo de Elk. Los dos ejércitos enemigos estaban frente a frente, a una distancia de siete millas tan sólo, separados por el río Brandywine.
»Entre los soldados de Washington se contaban hombres de la alta nobleza europea, que habían venido para combatir en nombre de la idea republicana. Los más notables entre ellos eran, o mejor dicho son, porque el Cielo ha querido conservarlos todavía al triunfo de la causa americana, el marqués de Lafayette, venido de Francia apenas cumplidos los diecinueve años, después de abandonar una esposa adorable y una corte llena de esplendores, para combatir como un simple soldado en las filas americanas.
—¡Por todos los campamentos de Bretaña! —exclamó «Cabeza de Piedra», enjugándose con el dorso de la mano los ojos humedecidos por lágrimas de alegría, al ver el honor que se hacía a un compatriota—. ¡Viva Francia!… Pero ese noble mozo merecía un buen grado en el Ejército. Yo lo habría nombrado…
—Mayor general, como lo nombró el Congreso americano —contestó sir William—, admirado del entusiasmo y de la modestia del joven marqués, que, al contrario que tantos otros, venía a pedir sencillamente un fusil y un puesto humilde, abandonando honores y comodidades de todo género en su patria.
—¡Viva América! —volvió a tronar el bretón en el colmo del entusiasmo, mientras los demás le hacían eco.
—El marqués de Lafayette, pues —prosiguió el barón—, y el conde Casimiro Pulawski, heroico defensor de la libertad de su patria, la desventurada Polonia.
—Perdonadme, sir —intervino el señor de Clairmont—, ¿no es este conde Polawski el polaco que hace algunos años osó arrebatar, a la cabeza de un puñado de valientes, al rey Estanislao, dentro de los mismos muros de la ciudad de Varsovia?
—El mismo.
—¡Ah, si los Estados Unidos contasen con algunos hombres como Lafayette, Pulawski y vos, sir William, y vuestros fieles…, verían su independencia adelantar a pasos de gigante!
—Yo nada temo —replicó el barón con resuelta y llana admiración—, mientras sepa vivo, vigilante y activo a aquél que responde al nombre de Jorge Washington.
Un respetuoso silencio siguió a las solemnes palabras de sir William, que lo aprovechó para reanudar su relato de esta suerte:
—En la mañana de aquel día fatal, el general Howe inició el ataque contra Washington, y con la táctica acostumbrada ordenó que la derecha del Ejército, mandada por Knyphausen, hiciera intención de pasar el río Brandywine por Chadsford, y la izquierda con lord Cornwallis, remontase rápida y calladamente el río, vadeándolo y sorprendiendo por la espalda a los republicanos. Y así pasaron las cosas.
»Pronto llegó a conocimiento del dictador americano aquella estratagema, y mandó a los suyos que pasaran a su vez el Brandywine y destrozaran a la división de Knyphausen. Pero en aquel punto llegó otro aviso desmintiendo el primero y haciendo pasar por falso lo que era cierto. Washington desistió de su atrevido designio, que le hubiera sustraído a Cornwallis, permitiéndole derrotar el ala opuesta del Ejército inglés. Los hechos hicieron patente, demasiado tarde, al general republicano cómo estaban las cosas, y le indujeron a enviar tropas a Sullivan contra Cornwallis.
»A las cuatro de la tarde se inició la batalla desesperadamente. Pero los ingleses y los mercenarios asiáticos, más numerosos y, hay que reconocerlo, dando a porfía prueba de su valor, dieron cuenta de los americanos, aun cuando éstos se batían como leones, introduciendo en sus filas el desorden y venciéndolos ya entrada la noche hasta obligarlos a retirarse a los buques próximos para buscar amparo más tarde en Filadelfia.
»Los nuestros perdieron mil cuatrocientos hombres entre muertos, heridos y prisioneros; los ingleses, quinientos. El marqués de Lafayette fue herido en una pierna; el conde Casimiro Pulawski se batió gloriosamente, y los otros oficiales franceses hicieron cuando pudieron para hacer menos desastrosa la derrota.
»Quien no conozca a Washington desesperaría de la suerte que espera a la independencia americana. El no desmintió su ánimo firme y mente altísima. Presentó batalla de nuevo en Frenkcreek; pero una lluvia copiosa mojó de improviso los toscos y destrozados arcabuces de los nuestros inutilizándolos, razón por la cual hubo de batirse en retirada con nuevas pérdidas.
»¿Qué debía hacer en situación tan apurada Jorge Washington? Los ingleses podían asaltar Reading, donde se encuentran los almacenes del Ejército, o Filadelfia. Nuestro general, no pudiendo defender ambas plazas, prefirió la utilidad a la vanagloria, y abandonó a su suerte a Filadelfia. Howe entró en esta última ciudad triunfalmente…; pero vosotros, amigos míos, podéis creer que la ocupación de esta ciudad acrecentó su gloria.