LAS TRES INCÓGNITAS
EL mutismo de nuestro héroe, precisa declararlo, duró pocos segundos.
—¡Esas palabras… —murmuró—, esas voces!… ¡A mí, «Petifoque», dame un puñetazo fuerte en la cabeza, para que me convenza de que no estoy soñando!
—¿Qué pasa, maestre? —repuso el joven gaviero, mientras se deshacía de un iroqués, más osado que los otros, asestándole hábilmente un golpe con la culata de su carabina.
—¿Qué pasa? ¿Me preguntas qué pasa? Por el burgo de Batz, ¿es que el frío te ha dejado sordo?
—No lo creo, tanto más cuanto que estoy entrando en calor gracias a estos diablos de iroqueses.
—Abre bien las escotillas, muchacho.
—Ya están de par en par.
—¿Y oyen ahora?
—Perfectamente… Oye tú, bandido… ¿se te ha antojado mi cabellera? Ahí va, en cambio, algo que te quitará las ganas de tenerla.
Estas palabras iban dirigidas a un iroqués que intentaba sujetar al gaviero y aturdirlo con un golpe de plano de tomahawk, y al que obsequió con un culatazo a dos manos, como antes se servían del espadón los antiguos guerreros. El indio no tuvo tiempo ni modo de evitarlo ni de pararlo, y lo recibió en plena cabeza. El desgraciado lanzó un gemido, agitó los brazos y cayó pesadamente a tierra, dando una vuelta sobre sí mismo.
Un grito de rabia se escapó de las gargantas iroquesas. «Petifoque» acababa de dar muerte a un lugarteniente.
Por su parte, Jor y Hulbrik trabajaban como mejor podían, a sendos culatazos, y, salvo algún que otro arañazo, se mantenían incólumes en medio de aquel infierno, pues demonios más que hombres parecían los combatientes: uno a otro se animaban con la voz y el ejemplo.
«Cabeza de Piedra» parecía haber perdido… la primera parte de su sobrenombre. Tiraba golpes espantosos a derecha e izquierda con el fin de abrirse paso, y vociferaba:
—¡Por aquí, mil goletas voladas…; por aquí «Petifoque», Hulbrik, Jor, vos también!… ¡Seguidme, vamos a su encuentro!… ¡Es él, él mismo!
Los otros tres, ocupados en el feroz encuentro, no habían podido comprender aún el motivo de la excitación del viejo maestre, y le obedecían casi por instinto, manteniéndose a sus costados.
—¿Dices que es él? —preguntó el gaviero entre dos golpes.
—¡Sí, sí, hijo mío!
—¿Wolf?… ¡Eh! ¿No comprendes?… He reconocido su voz.
—¡Ah, ah…, tú hablas de Riberac, que habrá logrado encontrar socorro para nosotros, después de escapar de los iroqueses!
—¡Nunca podrás ser más que un mozo del Poulignen!… ¿Crees tú que yo, el maestre «Cabeza de Piedra», me trastornaría de este modo tratándose de eso? ¡Mira los iroqueses cómo empiezan a perder la chaveta! ¡Eh, queridos, ahora, ahora os vamos a dar cabelleras calentitas!
Los iroqueses, atacados por la espalda por los misteriosos refuerzos llegados en ayuda de nuestros amigos, comenzaban a perder la petulancia que les dio su reciente victoria, y se desordenaban y huían como presas de pánico, mientras los mandanos, que ya se consideraban perdidos, reaccionaron, volviendo con mayor ímpetu y renovada confianza a la batalla.
Davis, al ver escapársele la presa que ya creía en su poder, denostaba de un modo repugnante; intentaba animar a los suyos para que asesinaran a los cuatro hombres blancos, antes que éstos pudieran salir del encierro. Pero los mandanos, comprendiendo que la salvación estaba allí donde el sakem mantenía la resistencia, acudían precipitadamente a su lado, formándole con sus amigos una especie de guardia.
Entre el fragor de la batalla, «Cabeza de Piedra» mantenía en tensión sus oídos, esperando que llegara de nuevo a ellos la voz que tanta impresión le hiciera; como si su cañón favorito hubiera reventado de improviso, y ya principiaba a creerse víctima de una ilusión acariciante, cuando el tumulto fue dominado por estas palabras:
—«Cabeza de Piedra», ¿dónde estás que no se te oye?… ¿Es que has enmudecido, acaso? Porque un marinero de tu casta no muere aquí sin hacerse oír…
—¡Por vida de mil campanarios, comandante! —rugió entusiasmado, el viejo maestre—. Tenéis razón, pero callaba para dar más fuerte y escuchar mejor si volvíais a llamarme, porque, en verdad tenía miedo de soñar.
—No sueñas, no, viejo amigo.
—¿Sois vos, pues, en cuerpo y alma?
—En persona.
—¡Viva!… Eh, tú, «Petifoque», ¿has comprendido ya quién es? ¿Te das cuenta ahora de quién era él?
—Espera, maestre, que me desembarace de este estúpido iroqués, que me está molestando demasiado… Ya está; creo que es el vigésimo que mando hacer compañía a Belcebú… ¿Decías, maestre?
—Que eres un bestia.
—Tal vez; pero muerdo de primera… pregúntaselo a los indios.
—No puedo, porque toman las de Villadiego.
—Ahora podremos entendernos.
—¿No oíste nada?
—¿Los clamores de la batalla te parecen… nada?
—Eso prueba solamente que no eres sordo.
—He creído entender también que hablabas con alguien; pero estaba tan ocupado haciendo salsa de iroqués…
—¡Y luego me llamas fanfarrón!…
—En fin, ¿qué es ello?
—Pues… ¡silencio en filas y atención, que el comandante William McLellan, nuestro comandante, está aquí!…
Alboreaba.
Aunque el cielo estaba aún cubierto de neblina espesa, que las ráfagas demasiado a ras de tierra no conseguían despejar, las tinieblas se habían aclarado poco a poco, y personas y cosas se hacían más distintas aún a cierta distancia. Del lago llegaban de cuando en cuando el eco de las mugientes olas o el zumbido de algún cañonazo.
Nuestros cuatro amigos se habían olvidado por completo del bergantín saqueado y de la flota inglesa, y ahora sólo se cuidaban de ver lo que sucedía en torno suyo. Los mandanos habían vuelto rápidamente sobre sus pasos, contraatacando vigorosamente, mientras que los iroqueses, acuciados por dos enemigos, de vencedores se tornaron en vencidos.
De repente, otra descarga de fusilería resonó al extremo del campo; horrendos gritos de terror, de rabia y muerte estallaron, y se vio una columna de iroqueses, y a su cabeza el mismo sakem, en precipitada fuga, dejando en tierra muchos muertos y heridos. En el espacio que dejaron libre los fugitivos avanzó a paso de carga una compañía de marineros americanos. El oficial que la guiaba corría delante de todos, blandiendo en sus manos la espada desnuda y una pistola humeante aún.
Era sir William McLellan en persona.
Al verle, más que por las últimas palabras proferidas por «Cabeza de Piedra», «Petifoque», Hulbrik y Jor, permanecieron inmóviles, como electrizados, mientras el maestre se enderezó, manteniéndose en rigurosa posición de «firmes».
—¡Por fin te encuentro todavía sano y salvo, mi leal! —dijo el comandante, besándole en las mejillas rugosas y abrasadas del sol y del aire salado del mar—. He tenido momentos terribles, creyendo no llegar a tiempo. ¡Ea, abrázame!
«Cabeza de Piedra» estaba tan conmovido, que no tuvo fuerzas para cumplir aquella agradable orden, aun cuando no le faltaron vivos deseos de obedecer.
—Mi comandante… —balbució.
—¿Qué tienes, hombre?
—¡Estoy tan confuso…, el respeto…, la disciplina!…
—¡Vamos! ¿Qué tonterías estás hablando? Aquí no estamos a bordo.
—Verdad; pero aun en tierra sois nuestro capitán… nuestro…
—A callar y obedecer, si no quieres que te denuncie al Tribunal de guerra por desobediencia a tu superior inmediato.
—¡Por vida de un campanario!… ¿Pues no estoy llorando como las comadres de Batz? —exclamó el viejo bretón, abrazando, al fin, rudamente al barón—. Pero no temáis, son lágrimas de alegría.
—Entonces son de aquéllas que consuelan el ánimo.
—Así es… Me siento feliz. ¡Mi comandante, si un día os hiciera falta la vida de un hombre, la mía…, contad conmigo; os la daré bendiciéndoos!
—Prefiero conservarla cuanto pueda.
—Si es a vuestro servicio, como queráis.
—Y ahora, vosotros tres —continuó el barón, desasiéndose del maestro y tendiendo la diestra a «Petifoque», Hulbrik y Jor—. Un buen apretón de manos, cual se merecen soldados fieles y valientes como vosotros. En cuanto a ti, Hulbrik fíjate que hay aquí alguien que reclama el derecho de abrazarte.
—Grasias, mi comandante —repuso el hessiano, volviéndose rápido para dejarse estrechar por su hermano Wolf—. Yo estar muy contento, yo ser securo, yo te estar un tía cafiero.
Pasaron los primeros momentos de expansión, y mientras los mandanos, ayudados eficazmente por los marineros americanos, entre los cuales formaba un puñado de aquellos famosos corsarios de las Bermudas, de quien no se habrá olvidado seguramente el lector, rechazaban furiosamente a los iroqueses, que se batían en precipita fuga, «Cabeza de Piedra», «Petifoque», Jor y Hulbrik notaron que con el antiguo capitán de La Tonante y Wolf se hallaban otros tres personajes a quienes no conocían, pero que merecían ser examinados con interés.
El más notable era un hombre de arrogante presencia y estatura semejante a la de un granadero de Pomerania, como de cincuenta años, con aspecto de gentilhombre auténtico, al parecer francés, cuya persona respiraba lealtad, energía y valor, los tres mejores elementos para ganar, desde luego, las voluntades.
Tenía el rostro bronceado y algo enrojecido por el frío, facciones muy pronunciadas, ojos grises vivacísimos, jovial sonrisa, y llevaba el bigote y la barba al estilo de Richelieu. Vestía un gabán bien cubierto de magníficas pieles, pero de corte antiguo, y su sombrero tampoco respondía a los dictados de la moda.
De su costado pendía una espada larga, que podía haber pertenecido a alguno de sus antepasados, caballero del rey de Francia, y por la abertura de su gabán se veían asomar las culatas de copas de oro de dos gruesas pistolas.
El segundo personaje era un hombre membrudo, sobre la cuarentena, con ancha faz rasurada, ojos pequeños y muy brillantes, boca constantemente entreabierta por una sonrisa de bondad, sereno, convidando a la confianza y a la familiaridad. Vestía todo de negro, bajo la pelliza, y no llevaba armas. Su aspecto era el de un abate o el de un misionero consagrado a extender la religión cristiana entre los salvajes. Su resistencia física se hubiera dicho de hierro, y de oro, su salud espiritual; bastaba observarlo para convencerse de ello.
Estos dos hombres, tan distintos uno de otro, iban acompañados de un tercer personaje, que compartía con ellos sus demostraciones de afecto. Este era un perrazo corpulento y fuerte como un becerrillo, fogoso y dotado por la Naturaleza de un magnífico pelo largo, negro y lucido, que le preservaba a maravilla del frío y le daba un aspecto que despertaría la envidia de sus congéneres y el amor de las bellezas caninas.
Inútil es decir que los tres desconocidos causaron una gratísima impresión en el ánimo de nuestros amigos.
Sir William McLellan, terminadas las primeras expansiones de cordial camaradería, y en tanto los mandanos, ayudados eficazmente por los marinos, se dedicaban a la persecución de los iroqueses, ya en plena desbandada, preguntó:
—Vamos, «Cabeza de Piedra», ¿no te sorprende un poco verme por acá, cuando apuesto a que me suponías a cien leguas?
—¡Por el burgo de Batz!… —exclamó el bretón, sacando del bolsillo su famosa pipa y cargándola de tabaco, después de cerciorarse de que se conservaba incólume—. Yo no sé, mi comandante, si vuestra presencia me sorprende… Lo que sí sé es que me llena de júbilo, porque la deseaba ardientemente. Preguntad si no a «Petifoque» lo que le decía hace poco.
—¿Qué decías, vamos a ver?
—Pues… ¡Cuerpo de mil campanarios!… Si estuviera aquí el capitán de La Tonante, con nuestros bravos corsarios, haríamos un bocadillo con todos estos pillastres de iroqueses y mandaríamos después a hacer compañía a los peces del Champlain a la flota inglesa, y con ella al maldito…
—Continúa.
—Es vuestro hermano, comandante, pero no merece consideración.
—Ibas diciendo…
—… al maldito marqués de Halifax.
—¿Se encuentra, pues, aquí?
—Poco nos ha faltado para apoderarnos de él.
—¡Ah!…
—Desgraciadamente, cuando abordamos su bergantín él lo había abandonado para reunirse en una chalupa a los navíos del general Burgoyne, que cruzan mar adentro. ¿No oís? Deben de estar bien provistos de pólvora, para desperdiciarla así.
El barón había contraído el rostro al escuchar a «Cabeza de Piedra», y permanecía silencioso. El viejo bretón le puso en pocas palabras al corriente de los acontecimientos y de la situación.
—Nos volveremos a hallar frente a frente… —dijo de pronto, con acento alterado sir William McLellan—. ¡Ah, es bien triste la suerte que quiere mantener tan mortal odio entre dos hombres por cuyas venas corre la misma sangre! ¡Sea así, pues! Otra vez se encontrarán nuestras miradas centelleantes de furor y de venganza. Otra vez se cruzarán nuestros aceros buscando el cuerpo para herirlo de muerte. Pero será la última: uno solo ha de salir vivo de esta lucha salvaje, uno solo ¿Quién sucumbirá? Eso está escrito allá arriba, en la mente de Dios. Pero si el vencido fuese yo…, amigos míos, si así fuese, os confío a vosotros, que me amáis bien, la defensa la salvación de mi pobre Mary, pues ella todo lo preferiría a la malaventura de caer en manos del marqués de Halifax… Recordadlo bien…
«Cabeza de Piedra» descargóse tal puñetazo en la frente, que los huesos crujieron al golpe.
—¡Vencido vos!… —exclamó—. Vos, el comandante de aquella Tonante, que por mucho tiempo mantuvo señorío en el mar de las Bermudas…, imposible…; es una suposición que haría tragar a cualquiera otro que se atreviera a formularla aunque fuese más alto que el campanario de Batz. En cuanto a la baronesa McLellan…, con una seña bastaría para que cual-quiera de nosotros se arrojase aunque fuera a un horno encendido para darle gusto, ¿verdad, «Petifoque»?
—¿Y cómo no? —repuso el gaviero con jovial entusiasmo—. Somos franceses.
—Y, además, yo soy de Batz.
—Y yo del Poulignen.
Hulbrik, Wolf y Jor no decían nada; pero en sus conmovidos semblantes se notaba que hacían suyas las ideas de los dos marineros.
Durante el diálogo, el desconocido gentilhombre permaneció callado e inmóvil, escuchando, mientras su compañero se entretenía tirando de las orejas al perro, olvidado como los otros de la batalla que aún se desarrollaba no lejos de allí.
En aquella tranquilidad indiferente, olvidadiza, había algo de arrogante, de heroico, que impresionaba, dando idea del ánimo de aquellos hombres probados a todo.
De repente, el incógnito se adelantó algunos pasos, y con voz agradable, sonora y rotunda, dijo:
—En verdad, señores, yo estoy encantado de oíros, y me declaro satisfechísimo de haber encontrado en estas desoladas tierras compatriotas que honran con sus propósitos y, mejor aún, con sus actos a nuestra querida Francia. Porque yo soy francés, como vosotros, marineros, y me siento orgulloso de estrecharos las manos y llamaros mis amigos.
Y tendió su diestra mano, abierta, primero a «Cabeza de Piedra» y después a «Petifoque», los cuales devolvieron calurosamente el apretón, lanzando a voz en grito una exclamación que desde hacía mucho tiempo no había vuelto a oírse a orillas del Champlain:
—¡Viva Francia!…
—Señores —continuó el hidalgo francés—, para evitar a sir William McLellan la formalidad de una presentación en regla, que en estos lugares y en tal ocasión sería absurda, os diré quién soy, ya que de todos conozco, por lo menos el nombre.
»En mí veis a Godofredo Lespinois, barón de Clairmont, emigrado de Francia en su juventud por razones que acaso un día os serán conocidas, y hoy canadiense. En virtud de qué acontecimientos me encuentro aquí, en compañía de sir William McLellan, lo sabréis cuando tengamos ocasión de referirlo. A varias millas de distancia de aquí poseo un castillo, que se alzó sobre una peña rodeada por el agua del lago y unida a la tierra firme por una estrecha lengua de tierra. Yo os ofrezco en él hospitalidad y un refugio seguro, como ya lo he hecho a vuestro comandante y a su encantadora esposa.
—¡Cómo… —exclamó «Cabeza de Piedra»—, la baronesa está en el Canadá, y en un castillo del lago Champlain, no lejos de nosotros!…
—Sí, maestre mío —respondió sir William McLellan—. Mary ha querido seguirme a toda costa, asegurándome que tenía funestos presentimientos y que una separación habría de costarle la vida. Me he visto precisado a complacerla, permitiéndola venir a compartir conmigo los riesgos de una guerra feroz y las desventuras de un país desolado, en un clima espantoso.
—¡Por mil campanarios! —exclamó el bretón—. Si el marqués, vuestro hermano, lo supiera, no se daría tregua mientras no hubiera tomado el castillo, muerto a sus defensores y arrebatado a la baronesa. Precisa, pues, ocultar su presencia.
—¿Tienes miedo? —preguntó sir William con cierta vacilación.
—Por mí, no… Pero por la baronesa, yo también…
—¿Qué? Acaba…
—Nada, nada.
—¡Habla!
—Os suplico, mi comandante…
—Lo quiero.
—Tengo cierta inquietud, eso es.
—¡Ah!
—Presentimientos poco agradables. Pero ¡qué diantre! Parezco una mujerzuela del burgo de Batz, y «Petifoque» tiene razón al burlarse de mí.
Ya era día abierto, pero la niebla ocultaba aún a la mirada de nuestros amigos la expresión del lago Champlain.
Los iroqueses habían huido hacia el interior, y los mandanos, vencedores, tornaban en grupos trayendo consigo armas, bagatelas y cabelleras arrancadas a sus enemigos vencidos. Las pérdidas eran numerosas por ambas partes; pero, en su huida, los iroqueses habían sido diezmados y reducidos a tal estado, que en mucho tiempo no podrían pensar en el desquite.
Bajo un montón de cuerpos humanos, durante las pesquisas, se encontró el de «Mancha de Sangre», al parecer, muerto; pero el valiente vicesakem estaba sólo herido, aunque grave, y el compañero del barón de Clairmont aseguró que, dada la robusta constitución del guerrero indio, estaría restablecido en pocos días.
Todo marchaba, pues, a las mil maravillas, cuando «Cabeza de Piedra» lanzó una exclamación de espanto, mientras se palpaba por todo el cuerpo.
—¿Qué hay? ¿Qué sucede? —le preguntaron todos, ansiosos.
—¡Cuerpo de una corbeta volada!… —rugió el bretón—. ¡Lo que hay!… ¡Las dos cartas del general Washington y del barón…, las cartas con sello verde que había entregado a «Petifoque» cuando luché con «Oso de las Cavernas», y que el gaviero me devolvió después de mi triunfo!…
—¿Dónde están?
—No las encuentro…, ya no las tengo…, ¿comprendéis?