CAPÍTULO XIV

DAVIS VENCE

A los gritos y voces de llamada del maestre «Cabeza de Piedra», lanzados con voz de trueno, «Petifoque», Hulbrik y Jor, que se preparaban a lanzarse en lo más vivo de la pelea y a descargar sus carabinas sobre los iroqueses, se detuvieron un momento, echando a correr, por último, tras el viejo bretón.

A decir verdad, ninguno de ellos había descubierto a Davis entre los enemigos, porque el reflejo de la nieve no rompía la oscuridad hasta el punto de permitir a ojos ordinarios distinguir bien las personas y las cosas; pero «Cabeza de Piedra» alardeaba con justicia de poseer dos pupilas capaces de competir con las de un felino, y además había visto a Davis en el instante mismo en que éste atravesaba una zona iluminada por la claridad de una de las fogatas del campamento.

Davis, por su parte, también vio al viejo maestre de la pobre Tonante precipitarse sobre él, y acortó el paso. Llevaba en la siniestra mano una carabina, al parecer descargada, pues humeaba todavía, y su diestra empuñaba un hacha. Una fuerte columna de iroqueses armados de arcabuces, arcos y lanzas le seguían, dando caza a los mandanos que, dispersos, se batían en retirada.

Los fugitivos, al ver a su sakem con el canadiense y los dos europeos avanzar resueltamente hacia sus perseguidos, se avergonzaron de su actitud y se reunieron tras de aquellos hombres, que parecían no tener miedo del mismo diablo y de todos sus satélites.

De súbito, «Cabeza de Piedra» se detuvo, afirmando bien sus piernas y echándose la carabina a la cara gritó, apuntándole:

—¡Ahora nos toca a nosotros, maestre Davis! Duro tienes el pellejo, pero creo que no baste para escapar por tercera vez a una muerte que tienes bien merecida.

Y sin vacilar disparó.

«Petifoque», Hulbrik y Jor sabían que «Cabeza de Piedra» era un tirador casi infalible.

—Esta vez hemos despachado por fin al bribón —dijo el joven gaviero.

—¡Ja, ja!… —rió el hessiano—. Maestre Tavis estar hompre muerto.

—¡Os engañáis, amigos míos! —advirtió Jor, en tanto que «Cabeza de Piedra» profería uno de sus característicos denuestos.

—¿Cómo? —preguntó «Petifoque».

—Verlo allí, todavía en pie e ileso —dijo el canadiense.

—¿Davis?

—En persona.

—¿Es, pues, el demonio en carne y hueso?

—Me lo temo.

—Pues ahora lo vamos a ver.

Y así diciendo, apuntó a su vez «Petifoque» al espía de los ingleses, e hizo fuego.

Efecto de la alteración producida por el furor que sentía el joven marinero, o por la benéfica influencia de una misteriosa fortuna, el disparo de «Petifoque» no tuvo más éxito que el precedente, y la bala fue a romper la cabeza a un iroqués que no se esperaba tan triste obsequio.

Una fragorosa risotada hizo eco al disparo.

—¡Tiráis como bisoños! —se oyó la voz sardónica de Davis—. Desperdiciad así vuestras últimas balas… Ahora os tengo en mi poder, porque mis aliados, los iroqueses, os rodean y vencen en toda la línea.

—¡Cantas demasiado, gallito sin cresta! —respondió «Cabeza de Piedra»; y volviéndose rápido al hessiano y a Jor, añadió—: ¡Vosotros dos ahora; cuidado, hacedle cerrar el pico para siempre!

El canadiense y Hulbrik se dispusieron a cumplir como mejor pudieron el deseo del bretón, y apuntaron cuidadosamente a Davis con sus carabinas, cuando de pronto ocurrió algo curioso.

Sin que nuestros amigos se dieran cuenta, o al menos prestasen mucha atención, hacía algunos instantes que los iroqueses que seguían a Davis habían modificado algo su actitud, notándose en ellos ademanes de vacilación y casi de miedo. No debía espantarles, sin embargo, un peligro extraordinario, sino más bien algún extraño fenómeno.

Davis, por su parte, sí se dio cuenta del cambio verificado entre los suyos, y volvióse a inquirir la causa. Una violenta exclamación se escapó de sus labios.

—¡Con cien mil diablos!… —gritó—. ¿Qué peste son aquellas dos masas negras que se acercan aquí?

En efecto, dos figuras informes, monstruosas, negruzcas, se abrían paso entre los indios, corriendo a grandes saltos sobre la nieve en dirección a Davis y arrastrando cada una de ellas un objeto que, de cuando en cuando, al tropezar en algún obstáculo duro, dejaba oír un sonido prolongado, profundo y vibrante.

Apenas las dos movientes masas llegaron junto a Davis, se detuvieron, y alzándose sobre sus patas traseras en la nieve, se pusieron a gruñir sorda y ferozmente.

Todo esto ocurría casi al tiempo que Hulbrik y Jor se preparaban a disparar, y con tanta rapidez, que el tirador no había encontrado, en su asombro, fuerzas para moverse, huir o apercibirse a la defensa. Su mirada se fijó, con mezcla de terror e incredulidad, en sus dos desagradables vecinos, que se le presentaban tan inesperadamente, y dióse, al fin, cuenta de lo que se trataba.

—¡Osos!… —balbució, blandiendo maquinalmente el hacha—. ¡Osos y llevan tambores al pescuezo! ¡Por los cuernos de Belcebú, que creo estar soñando!

En efecto, eran los dos compañeros de «Nico», que interrumpidos en su reposo por el clamoreo de la batalla se habían apresurado a tomar parte en la sangrienta fiesta. Los dos discípulos de «Águila Blanca» no abrigaban, probablemente, intenciones hostiles contra Davis, pues aparecían bastante tranquilos. Sin duda esperaban alguna señal.

Pero el traidor no se dio cuenta de la pacífica actitud de las bestias, y creyendo en peligro su vida, descargó sobre el oso que tenía más cerca un terrible hachazo. El arma cortó una oreja al pobre animal, hiriéndole en el hombro y destrozando el tambor que tenía colgado al pescuezo. El oso lanzó un gruñido sordo de dolor y rabia, y chorreando sangre se lanzó contra su adversario, agitando las poderosas patas, amenazadoramente abiertas.

—¡Bien por mis osos!… —dijo «Cabeza de Piedra» al ver lo que sucedía—. Jor, Hulbrik, guardad vuestros proyectiles para mejor ocasión. Los compañeros de «Nico» se encargarán de despachar, por fin, a ese maldito mestizo.

—¡Y tú, que querías comerte esas bravas bestias!… —dijo «Petifoque», interesado a su vez en la emocionante escena.

El oso herido, lanzando sin cesar espantosos gruñidos y tiñendo con su sangre el blancor de la nieve, atacó a Davis con tremendo furor, tratando de oprimirlo entre sus enormes patazas y de morderlo, con las fauces anhelantes, rojas como el fuego, erizadas de dientes agudos y solidísimos.

Pero Davis no era hombre que perdiera la serenidad, aunque el peligro fuera excepcional. Con un vigoroso tirón consiguió sacar del tembor el hacha, cuyo mango no había soltado; y al ver que el otro oso, imitando a su compañero, se preparaba a atacarle, descargó un nuevo y más poderoso golpe sobre la cabeza del oso herido, gritando al mismo tiempo:

—¡A mí, iroqueses!… ¿Seríais acaso viles mujeres, y no valientes guerreros, dignos de gozar eternamente las delicias que el Gran Espíritu reserva en sus imponderables praderas a sus excelentes hijos?

Un clamoreo general de voces animadas se elevó entre los indios, que contemplaban la escena, indecisos. Las armas resonaron vacilantes, y algunos de los más animosos se adelantaron con idea de prestar ayuda a Davis.

—¡Cuerpo de una corbeta volada!… —gritó «Cabeza de Piedra» al advertir la maniobra—. El bribón es muy capaz de salir sin daño de las garras de los compañeros de «Nico».

—¡Cáspita!… Ya se ha librado del más intrépido de sus adversarios —dijo Jor—. ¿Lo veis, maestre?

En efecto, el oso con el cual luchaba Davis, herida en un punto vital por el hacha, diestramente manejada, había acabado por abandonar su presa, girando sobre sí mismo como un marinero viejo embriagado con ginebra.

—La buena suerte de ese traidor me pone furioso —masculló el bretón, mordiéndose el puño.

—Ya es demasiado —dijo «Petifoque».

—No —intervino el hessiano—. Secundo oso montar apuntaje Tafis.

A pesar del furor que le dominaba. «Cabeza de Piedra» no pudo contener la risa al oír en labios de Hulbrik aquella marinesca expresión, pronunciada con voz grave.

—¡Por el burgo de Batz!… —exclamo—. ¡Este bravo tudesco, ya que no puede ser marinero, se hace la ilusión de serlo… de boca!

—Yo amar mucho «Capesa te Pietra».

—Muchas gracias, amigo.

—Porque «Capesa te Pietra» estar erante marinero.

—¡Bah, no soy malejo! Hacemos lo que se puede, nosotros los bretones.

—¡Oh, cofrade modesto!… —criticó el mordaz «Petifoque», satisfecho de poder dar un picotazo a su viejo maestre.

—¡Calla, mozo del Poulignen, que he de hacer de Hulbrik un marinero de fama!

—Yo ser muy contento de poter estar gafiero… Yo estutiar muchas palapras de maestre «Capesa te Pietra».

—Y para adiestrarte, las aplicas a los osos del Canadá. Pero ¡mirad cómo se agarran los dos rivales!

—¡Con qué violencia se ha lanzado el oso contra Davis!…

—¡Si lo destrozara!…

—Esperémoslo así.

—Duro es como un trozo de mura.

—Pero los dientes del compañero de «Nico» aún serán más duros; no temas, «Petifoque».

—Parece que quiere vengar la derrota de su hermano. Se diría que sigue sus consejos.

—¡Bien, bien; el oso estrecha a Davis entre sus patas!

—¡Y lo oprime contra su enorme pecho con una fuerza!…

—Lo tritura, no hay más que ver.

—Aquí acaba el traidor.

—Y así no cometerá más delitos en este mundo.

—¿Y en el otro?

—¡Bah!… Tendrá que habérselas con Satanás…, que debe de ser mal patrón.

La situación de Davis era desesperada, en efecto, porque el oso, enfurecido a la vista de su compañero moribundo, se había arrojado contra el matador con inaudita violencia. Éste, rápido, asestó a la bestia un fuerte hachazo; pero erró el golpe y no le produjo más que una pequeña herida, que sólo sirvió para enfurecerla más.

Entretanto, simultáneamente a la escena que describimos con más lentitud que se desarrollaba, una más vasta y sangrienta proseguía: la de la lucha entre mandanos e iroqueses. La batalla se intensificaba en todos los puntos del campo entre imprecaciones feroces, choques de armas, gemidos y lamentos. La sangre corría en arroyos sobre el lienzo de nieve helada que cubría el suelo; muertos y heridos yacían por doquier.

Aquí un guerrero, después de derribar en tierra a su adversario y rematarlo con un golpe postrero de tomahawk, embriagado de su victoria, la vista de la sangre y la excitación salvaje de la batalla, se ensañaba en el cadáver.

Más allá, otros se aferraban en una tremenda lucha cuerpo a cuerpo, acribillándose mutuamente de heridas, y caían a tierra abrazados, rodando y golpeándose con rabia bestial, hasta exhalar el postrer suspiro, sin abandonar la presa. Todo servía de arma: la culata de los fusiles, el mango de las hachas o de las lanzas rotas, los dientes, las uñas, las cuerdas de estrangular. Los pieles rojas ponían en sus combates tanta ferocidad, que un espectáculo semejante despertaría espanto y repugnancia al más indiferente.

Ocupados en contemplar la lucha entablada por Davis contra los osos, nuestros amigos no habían prestado gran atención al desarrollo de la batalla, ni se habían cuidado de observar de qué lado se inclinaba la victoria. Les parecía que la única ventaja lograda por los iroqueses era la entrada de Davis y los suyos en el campamento, y sólo se preocupaban de rechazar al traidor y sus secuaces, poniendo frente a ellos a los mandanos, que, puestos en fuego momentos antes, se reunían y formaban a sus espaldas, mientras los dos osos se precipitaban contra Davis.

Pero la suerte se complacía en hacer rabiar a «Cabeza de Piedra», protegiendo del modo más visible a su detestado enemigo. Así cuando más creían verle sucumbir bajo el poderoso ataque del oso, contra el cual todo esfuerzo suyo parecía vano, un iroqués, más arriesgado que los otros, se lanzó contra la bestia, y apoyando en el tremendo corpachón la punta de su lanza, le atravesó la garganta con el largo hierro.

El animal, herido de muerte, cerró la enorme boca, cogiendo entre sus dientes la madera de la lanza hasta triturarla, estiró las patas y cayó a lo largo, dejando oír tan sólo un penosísimo murmullo.

Davis aprovechó la oportunidad para dar un salto atrás, lanzando a su salvador un «gracias» y una mirada más elocuente que la palabra misma. Ya se consideraba perdido, y quien le hubiese podido observar de cerca habría descubierto en su semblante, contraído dé terror y desesperación, los colores de la muerte.

—¡Estoy salvado!… —gritó en un arrebato de júbilo—. ¡Estoy salvado!…

—¡Todavía no, miserable!… —le respodió, con voz sofocada de ira, «Cabeza de Piedra»—. ¡A tiros, Jor, Hulbrik, matadle, como a un perro!…

El canadiense y el hessiano se habían echado a la cara sus armas y apuntaban. Los dos disparos retumbaron casi simultáneos. Un grito se oyó.

—¡Al infierno, grandísimo pillo!… —exclamó «Cabeza de Piedra» con un gesto enérgico—. ¡Ha llegado tu hora, maestre Davis!

Las dos carabinas habían producido pequeñas nubecillas de humo, que por un momento formaron una sola. Pero un golpe de viento las disipó al punto.

Esta vez el maestre de La Tonante se quedó mudo e inmóvil como una estatua de bronce.

—¿Por qué?

Lejos de ver a Davis rodar sobre la nieve, estremecido por los espasmos de la agonía, lo vio firme y salvo, desafiándole con su risa satánica.

Jor y Hulbrik permanecieron asimismo silenciosos e inmóviles, estupefactos de haber errado la puntería siendo tiradores infalibles.

—¡Salvo…, salvo aún!… —murmuró «Cabeza de Piedra», desconcertado—. Ese condenado, por fuerza ha hecho pacto con el diablo.

—¡Pero si yo he visto caer a alguien! —dijo Jor.

—El oso quizá.

—No.

—Entonces… ¡Diantre, pues es verdad; vuestros proyectiles han matado al iroqués que acababa de salvar a Davis de las fauces del postrer compañero de «Nico»! El desgraciado indio ha pagado por ese maldito.

—Esa es la gratitud de Davis —indicó «Petifoque»—. Yo, que estaba observando la escena, he visto al traidor esconderse tras del iroqués al ver que os servía de blanco, y así ha podido escudarse.

—Olvidando que le debía la vida.

—¡Canalla!… —rugió el canadiense.

—¡Ya nos volveremos a ver, grandísimo tunante! —gritó «Cabeza de Piedra».

—Antes que lo que quisierais, maestre —repuso Davis—. Al fin estáis en mi poder.

—¡Te engañas, traidor!

—Mirad alrededor, «Cabeza de Piedra»… Vuestros amigos los mandanos han sido derrotados.

—¡Mientes, miserable!

—¡Ah! ¿Entonces es que no tenéis ojos en la cara?

Volviéronse «Cabeza de Piedra» y sus tres compañeros a observar el lugar del combate, y, en efecto, vieron que los mandanos cedían terreno, y en algunos puntos huían en desbandada.

—¡Por vida de un campanario derrocado!… —exclamó el viejo lobo de mar—. Esta noche no se nos da nada bien.

—Tu cargo de sakem es un peligro —dijo irónicamente «Petifoque», que hubiera sido capaz de burlarse de la misma muerte si ésta se presentara en figura visible.

—¡Bah! ¡Ya me he despedido de él, tunantón! —replicó el viejo maestre.

—Pensemos, ante todo, en defendernos —dijo Jor, frunciendo el entrecejo.

—Me temo que ya sea demasiado tarde —dijo «Cabeza de Piedra».

—Entonces, corramos…

—¿Correr nosotros?

—Y pronto, si no queréis que los iroqueses den buena cuenta de vos.

—¿Huir?… ¿Dar a los mandanos, de quien soy jefe, y a sus enemigos el espectáculo de mi fuga? No, en mis días; estos salvajes pintarrajeados se formarían un concepto demasiado injurioso de la marina en general, y en particular de la bretona. ¿Sabéis lo que haré? Voy a cargar primero mi histórica pipa, la encenderé, y esperaré los acontecimientos fumando tranquilamente.

—¡Estás loco!…

—Cuando los iroqueses me hayan abierto el cráneo con su tomahawk, pedidles permiso para ver lo que tengo dentro. Os aseguro que encontraréis mi cerebro sano como… un pez.

—¡En retirada, maestre!

—No quiero oír a mis espaldas la risa de Davis.

—¡En nombre del cielo!…

—Es inútil. Marchaos vosotros, si queréis; yo me quedo. Soy el sakem de los mandanos y debo dar buen ejemplo a mis súbditos, ya que he aceptado la primera dignidad de la tribu.

—No seré yo quien te abandone, «Cabeza de Piedra» —gritó con entusiasmo «Petifoque»—. Si el Destino lo quiere, moriremos juntos, como juntos hemos vivido.

—Y yo querer ser cafiero con maestre «Capesa te Pietra» —intervino Hulbrik—, tispuesto a ir en otro mundo, lejos, lejos, aunque sea en los mares tel infierno.

—¿He de salvarme yo solo? —dijo el canadiense—. No tengo tanto apego a la vida que quiera conservarla a costa de una villanía. También me quedo.

Entretanto, Davis se había aproximado con sus indios, señalando a los cuatro hombres blancos y gritando:

—¡Cogedlos vivos; es necesario!

El desastre de los mandanos parecía completo. «Mancha de Sangre» debía de haber sucumbido, pues en el sitio donde combatía no se veía más que un montón de cuerpos ensangrentados.

Por la parte de los iroqueses, las pérdidas eran también considerables, al parecer; pero el triunfo era suyo e invadían el campo, aullando con salvaje alegría y persiguiendo ferozmente a los fugitivos.

La partida estaba perdida, cuando una voz, misteriosa como un eco, profirió las siguientes palabras:

—¡Hulbrik, hermano mío…, a mí, a mí!… ¡Ya vamos!…

«Cabeza de Piedra» y sus amigos oyeron el llamamiento y se estremecieron, olvidándose por un instante de los enemigos próximos a ellos, para escuchar ansiosamente.

—¡Wolf!… —llamó el hessiano, ebrio de alegría.

—Si viene solo no será mucha la ayuda —dijo el incorregible marinero.

—Pero ha gritado «¡Vamos!»; luego no viene solo —observó Jor.

—No conozco bien la Gramática —murmuró el maestre de La Tonante—. Pero «vamos» es plural a mis cortos alcances.

Como una especie de confirmación de las palabras del viejo cañonero, se oyó, de pronto, el estruendo de una descarga de fusilería. Gritos formidables estallaron en las filas iroquesas. Evidentemente habían disparado contra ellos.

En aquel momento, los indios de Davis cayeron sobre los cuatro blancos para sujetarlos y reducirlos a la impotencia. Pero nuestros amigos, volteando magistralmente las carabinas, rechazaron a los más audaces. Varias cabezas fueron hechas pedazos, rotas varias mandíbulas, y, entre los atacantes, alguno salió del encuentro con la nariz destrozada.

—¡Ja, ja! —celebró el viejo maestre—. Estos hocicos feos creen habérselas con pobrecitos terrestres. Les hemos de hacer ver cómo se comporta la marina, ¡cuerpo de todos los campanarios de…!

De pronto se detuvo, como si la lengua se le hubiera desprendido. Una voz, que produjo en él una conmoción brusca y extraordinaria, había gritado:

—¡Ohé, «Cabeza de Piedra», mi viejo maestre…, saca de paso todos tus campanarios!…