CAPÍTULO XIII

IROQUESES Y MANDANOS

LA nieve comenzaba a caer de nuevo, pero en copos escasos, que caían de las nubes como mariposas errantes y desmayadas, y volaban acá y acullá envueltos en las ráfagas que de cuando en cuando, impetuosamente, soplaban.

Nuestros amigos seguían indiferentes, hombres fundidos en materia que debía de tener las cualidades del hierro, insensibles o, por lo menos, resistentes al frío y al hambre, a la sed y al cansancio.

En cuanto a los mandanos, nacidos en aquel clima, aunque medio desnudos, no padecían sus rigores.

Hasta se cuenta que una vez, durante la dominación francesa en el Canadá, un gobernador enviado allá de Francia, para conciliarse al punto las simpatías de los jefes indios, dio una fiesta magnífica en un castillo construido con hielo, e invitó a los sakems junto a los oficiales, funcionarios civiles y señoras establecidas allí.

Todos los europeos acudieron a la fiesta bien cubiertos de pieles, pues acaecía lo relatado en un invierno crudísimo, y el propio gobernador se había ataviado de modo que parecía uno de aquellos osos hechizados por la mágica mirada de «Cabeza de Piedra».

Los sakems, por el contrario, se presentaron ostentando sus ornamentos, solemnes y decorativos, pero poco eficaces contra el frío. Al ver muchas partes del cuerpo de los canadienses completamente descubiertas, el gobernador maravillóse y preguntó a uno de los sakems:

—Pero cómo…, ¿no sentís frío y vais medio desnudo?

El jefe sonrió, y preguntó a su vez:

—Y vos, ¿por qué conserváis descubierto el semblante?

—Porque está curtido y no padece.

—Pues bien —afirmó el sakem—, nosotros somos todo faz.

El camino que «Cabeza de Piedra» y sus compañeros habían de recorrer para llegar al campamento no era muy cómodo; pero dando trabajo a las piernas se encontraron bien pronto en él.

Las mujeres, los niños y los guerreros que quedaron guardando el campo se hallaban agitados. Todos estaban en movimiento.

Los hombres blandían sus armas y se apelotonaban alrededor de algunos guerreros que parecían llegar en aquel momento del interior del territorio, interrogándoles a voces; pero al ver a «Mancha de Sangre», que corría delante de todos, y a los «rostros pálidos», como llaman a los europeos, todos se volvieron a ellos, saludándolos con manifestaciones de júbilo.

Jor comprendió lo que sucedía, y dijo al viejo maestre de La Tonante:

—Apenas llegué al campamento, y antes de acudir en vuestra busca, advertí a los mandanos del peligro en que estaban de ser atacados por los iroqueses, y les aconsejé enviar algunos exploradores, para que observaran los alrededores del campo y espiaran los movimientos del enemigo. Sin duda han puesto en práctica mi advertencia y los exploradores han vuelto ya con noticias precisas.

—Hay que interrogarlos —dijo «Cabeza de Piedra», cargando por décima vez su venerada pipa, en la que comprimió el tabaco más que de ordinario.

—Ya lo está haciendo «Mancha de Sangre» —advirtió el canadiense.

—Al fin sabremos, pues, qué significa la detonación que hemos escuchado hace poco.

—Quizá una señal.

—«Mancha de Sangre» viene hacia aquí.

—A decirnos cuanto sabe. Es su deber. ¿No soy yo acaso el sakem de los mandanos, o sea su jefe supremo?

Y así diciendo, «Cabeza de Piedra» se pavoneó cómicamente, e infló sus carrillos rugosos y abrasados por el sol y los vientos marinos, lanzando una violenta bocanada de humo en pleno rostro al secretario del marqués, que estaba próximo.

Al pobre diablo se le metió en su garganta y en sus ojos el humo acre de la famosa pipa, donde tantas generaciones de testas duras de Bretaña habían fumado, y comenzó a toser y a restregarse los ojos llenos de lágrimas, retorciéndose de tan grotesca manera, que Jor, «Petifoque» y el mismo Hulbrik, acongojado por la desaparición de su hermano, no pudieron contener la hilaridad.

—¡Por la punta del campamento de Batz!… —gritó «Cabeza de Piedra», que no se había dado cuenta de los efectos de su venerable pipa—. ¿Qué os pasa ahora, que parecéis marineros en puerto una hora después de haber retirado la paga?

Pero al ver la traza del secretario del marqués, cuya figura iluminaba el reverbero rojo de un buen fuego encendido ante la cabaña principal, comprendió la causa de las risas, y retirando la pipa de su boca la sacudió, riendo, sobre la palma de su mano izquierda.

—¡Ah, grandísimo tunante —dijo, meneando la cabeza—; no estás hecha para paladares delicados! Un poco de humo del que tú despides les hace daño. ¡Ea, vete a dormir, y déjame atender bien lo que viene a decirnos nuestro bravo lugarteniente «Mancha de Sangre»!

El buen guerrero mandano llegaba, en efecto, con la cara grave e impasible que suelen poner los indios en las grandes solemnidades.

—El valiente sakem blanco —dijo, deteniéndose frente a «Cabeza de Piedra»— escuche las palabras de su hermano menor «Mancha de Sangre». Él ha vencido a «Oso de las Cavernas», que era el más valeroso de los guerreros mandanos, y eso significa que el Gran Espíritu le acompaña y le ayudará en el combate. Ahora, un grave peligro amenaza a su tribu. Los iroqueses marchan por el sendero de la guerra contra los mandanos, y cuentan con fuerzas aplastantes. Su jefe es «Caribú Blanco», y su lugarteniente, «La Serpiente», que se desenrosca lentamente, el más astuto de todas las cinco naciones; y los guerreros que ellos conducen circundan ya nuestros campamentos, permaneciendo ocultos, aproximándose poco a poco, arrastrándose sobre la nieve, entre los árboles. Nuestros exploradores han advertido su presencia y la han señalado. ¿Acaso el valiente sakem blanco no oyó un disparo de carabina?

—¡Por todos los campanarios de Bretaña… —exclamó el viejo maestre—, todavía no me he quedado sordo!

—¿Cómo? —preguntó «Mancha de Sangre», poco habituado a la oratoria de nuestro bretón.

—Quiero decir a mi hermano rojo que he oído perfectamente el tiro. ¡Uf!… ¡Entre estos indios mal teñidos, que hablan, como tantos predicadores, en tercera persona; Hulbrik, que odia las uves y las bes; los canadienses, los flamencos, los americanos, los ingleses y el diablo a cuatro…, acabaré por hacer reventar de risa a las comadres de mi pueblo cuando me retire, si me dan tiempo! Y bien, ¿qué más quería decir a su sakem blanco el valiente «Mancha de Sangre»?

—Que aquel disparo lo hizo «Pata de Búfalo».

—No conozco a ese señor.

—¡Ah!…

—¿Es quizá un guerrero iroqués?

—No, mandano.

—¿Entonces de los nuestros? ¡Muy bien!

—«Pata de Búfalo» es valeroso; su cinto está adornado con muchas cabelleras arrancadas a sus enemigos muertos en el combate.

—Tanto gusto; me complace ver que mis guerreros son valientes. Pero ¿por qué ha hecho fuego?

—Para matar a un enemigo.

—¿Y acertó?

—Sí.

—Enhorabuena… ¿Acaso habrá expedido para el reino del compadre Belcebú a ese maldito Davis, que tiene el pellejo duro como la piel de un bisonte? En tal caso, dímelo, valiente «Mancha de Sangre», porque nombraré al punto a «Pata de Búfalo» almirante de la flota mandana.

Evidentemente, el lugarteniente se desconcertaba al oír explicarse al viejo maestre. Después de una breve vacilación, continuó:

—«Pata de Búfalo» ha matado a un iroqués… Y, no obstante, ninguno ha surgido para vengar su muerte, siguiendo al matador, aunque los enemigos estuvieran escondidos cerca de aquí.

—Bien; quiere decirse que les habrá dado miedo presentarse.

«Mancha de Sangre» meneó la cabeza.

—No —continuó—. En ello se ve la astucia de «Caribú Blanco» o de «La Serpiente» que se desenrosca lentamente. Los iroqueses quieren sorprendernos, haciéndonos creer que ningún peligro serio nos amenaza.

—Puede ser.

—Los guerreros mandanos están aguardando las órdenes de su sakem.

—Pues allá van; pocas, pero buenas… ¡Todos al puente…, quiero decir al puesto de combate! ¡Apenas esté el enemigo a tiro, fuego sobre él con todas las piezas…, esto es, con las carabinas, quien las tenga; con los arcos y las flechas, los demás! Pero, sobre todo, que cada cual esté preparado al abordaje en el momento oportuno y a mi voz de mando. ¡Huh! He dicho.

«Petifoque» se contenía el vientre, sacudido por la risa, al ver el rostro del pobre «Mancha de Sangre», que con la fijeza interrogativa de su mirada y la inmovilidad de su boca abierta demostraba claramente el doloroso estupor de aquél que no ha entendido un discurso trascendental.

Jor, que había escuchado sonriendo el coloquio, intervino para explicar al lugarteniente lo que «Cabeza de Piedra» había querido decir.

«Mancha de Sangre» lanzó entonces un grito gutural, dio un gran salto y se reunió a los guerreros mandanos, a los que comenzó a distribuir órdenes:

—Maestre —dijo «Petifoque», tan pronto como nuestros amigos se vieron algo aislados—, ¿no te parece que sería oportuno llevarse algo a la boca?

—Estar puena itea tel gafiero —se apresuró a apoyar el hessiano, a quien los bostezos del hambre amenazaban desquiciar las mandíbulas—. Estómaco fasío depilita fuersas, que es dañoso en patalla.

—Hulbrik habla como un sabio —intervino el canadiense—. Os aconsejo, por mi parte también, amigos míos, que reforcéis vuestros cuerpos con algunas vituallas, aprovechando esta tregua; no sé si dentro de poco no tendremos tiempo.

—¡Por vida de un campanario!… —exclamó «Cabeza de Piedra»—. También yo estoy de un humor de todos los diablos, y creo que depende de tanto ayuno. Pero ¿qué vamos a comer?

—No creo que sea cosa difícil encontrar algún pernil de oso —repuso Jor—, filetes de alce ahumados o un par de muslos de zarigüeya.

—¿Qué es eso?

—La zarigüeya es un mamífero marsupial, no mayor que un gato doméstico. Mis conocimientos zoológicos son muy limitados; pero una vez oí decir a un misionero francés que ese animal pertenece a la familia de los didelfos o zarigas. Es muy común en estas regiones y en toda América septentrional.

—¿Y es suculento?

—No está mal.

—Mejores son entonces los salchichones de maestre Taberna.

—A falta de aquéllos nos contentaremos con muslos de zarigüeya.

—Tanto más cuanto que aún tenemos que encontrarlos.

—Démonos, pues, a la caza de vituallas.

Como se comprenderá fácilmente, la tribu de los mandanos, aun contando, según la costumbre indiana, con los productos de la caza y de la pesca, muy abundante por entonces, especialmente en los ríos, ricos en salmones, hasta el punto de hacer de este pescado, excelente para nosotros, un alimento casi despreciado, no se había puesto en marcha a través de las selvas nevosas del Canadá sin una reserva de víveres. Razón por la cual cuando «Cabeza de Piedra» y sus camaradas entraron en la cabaña de corteza y pidieron de comer, las trece mujeres se precipitaron a la busca de viandas, y volvieron a poco con todo lo necesario para saciar el apetito más formidable. Nuestros amigos hicieron honor a los alimentos, aun cuando Hulbrik asegurase que no valían tanto como los salchichones consumidos el día anterior, y devoraron casi todo ávidamente, dejando poca cosa a las mujeres, que se disputaron a arañazos los residuos de la rápida comida.

—Y, ahora, esperemos que los señores iroqueses quieran enseñar la nariz —dijo «Cabeza de Piedra», encendiendo la pipa—. Su vecindad no es muy agradable, y prefiero terminar cuanto antes. Una chupada de pipa o tiros, me da lo mismo. ¿Qué decís vosotros, amigos?

—No tendremos que aguardar mucho, estad seguro —repuso Jor—. ¡Eh…, oíd, parece que me estaban escuchando! ¡Valiente escándalo!

Efectivamente, en la noche silenciosa, turbada sólo por las ráfagas de viento glacial y por los ecos del lago, se oyeron en tal punto formidables clamores, gritos descompuestos y detonaciones.

—¡Rayos!… ¡La batalla ha empezado! —rugió «Cabeza de Piedra», incorporándose de un salto, seguido por los demás—. Si al menos tuviésemos enfrente a los ingleses, haríamos mermelada con ellos. Los iroqueses, en cambio, son salvajes a quienes no conozco.

—Pero son aliados de Inglaterra —dijo Jor, examinando su carabina para cercionarse de que estaba lista.

—Cierto.

—Y, además —añadió «Petifoque»—, no hay que olvidar que con ellos está Davis.

—¡Por mil campanarios!… —vociferó el viejo bretón, excitado por aquellas palabras como un caballo al oír una charanga—. Ya no me acordaba de ese bribón; vamos a buscarlo entre las filas de los iroqueses…, y el primero de nosotros que lo descubra, que 16 envíe de cabeza al océano de peces hirviendo en que navega su compadre Belcebú. ¡Vamos fuera, gaviero de Poulignen; hagamos ver a estos pintarrajeados del Canadá cómo se baten los marineros franceses!

—Dispuesto estoy, maestre —grito «Petifoque», siguiendo a «Cabeza de Piedra», que salía a toda prisa de la cabaña.

Jor y Hulbrik hicieron lo propio.

El secretario del marqués de Halifax, por el contrario, al oír el estallido de aquel estrépito de voces salvajes y disparos, se sintió presa de un temblor súbito, que le hacía doblar las rodillas y le sujetaba los pies clavados en el suelo.

«¡Ah! —suspiró al fin, dejándose caer a plomo sobre algunas pieles de alce extendidas en el suelo—, ¡en qué fregados me he de ver envuelto yo, que no soy hombre de guerra!… Y todo por culpa de ese maldito marqués de Halifax, mi antiguo amo, que podía vivir tranquilo y santamente, y prefiere ir a buscar su malaventura y la de los demás. ¡Qué el diablo le lleve!…».

Y permaneció inmóvil, con la cabeza entre las manos, como para, preservar los oídos del confuso rumor de la pesca que de fuera llegabá hasta él, con los ojos fijos en el grupo formado por las trece mujeres del sakem, que se apretujaban unas contra otras, aunque, al parecer, menos espantadas que él.

Entretanto, «Cabeza de Piedra», «Petifoque», Jor y Hulbrik corrían hacia el punto donde la lucha parecía más encarnizada, esperando que allí se encontrase el jefe de los iroqueses, y con él, Davis.

Guiados por «Mancha de Sangre», que era un buen guerrero, los mandanos se habían formado en una terrible fila en torno del campamento, aprovechándose de todo cuanto por la naturaleza del terreno podía constituir un abrigo, distribuidos en secciones de arcabuceros y arqueros.

La noche, como ya se ha dicho, era oscura, y la neblina invadía la tierra; pero el reverbero de la blancura de la nieve, que lo cubría todo, despedía cierta luminosidad, que dejaba distinguir cuanto sucedía a alguna distancia.

Los iroqueses habían avanzado astutamente, sin revelar ni su maniobra ni el número. Los exploradores mandanos habían podido señalar su presencia, y nada más.

La grande extensión de los bosques enanos, que llegaban hasta las aguas del Champlain, favorecía la táctica de los iroqueses: permanecer ocultos durante su silencioso avance. Comprendiendo, no obstante, que ya no les era posible lanzarse por sorpresa sobre el campamento madano, a una señal convenida dieron frente a sus contrarios, arrojándose resueltamente sobre ellos. Éstos se dieron cuenta entonces de que los rodeaban por tres lados fuerzas enemigas en número doble por lo menos, aunque en valor individual fueran semejantes.

La única vía libre era la del río hasta la ensenada en que estaban amarradas las barcas. Pero esta circunstancia, favorable en cualquiera otra ocasión, en ésta les era absolutamente contraria, y acaso la más arriesgada, por la presencia de la flotilla inglesa en el lago.

Todo ello pensó en su cerebro «Cabeza de Piedra», dándose cuenta de la situación como marinero experto y lanzando de su pipa rabiosas bocanadas de humo, como si fuera la última vez que se fuera a servir de ella.

—Estamos bien cogidos… —murmuró—. Es necesario que dispersemos a la ligera a estos perros de iroqueses y nos retiremos al interior del bosque, porque me parece descubrir los pendones de las naves de Burgoyne, de los que penden tantas cuerdas como nudos escurridizos… perspectiva que me desagrada tanto como el palo del tormento usado por los salvajes de estos países.

Los pieles rojas de toda América son, o, mejor dicho, eran (pues esta raza aborigen se puede considerar exterminada por completo o absorbida por la inexorable civilización) hombres resueltos y formidables cuando se ponían «en el sendero de la guerra», como solían decir en su lenguaje metafórico y pintoresco.

El placer de la lucha era tal para ellos, que merecía cualquier sacrificio: el abandono de su tribu, de sus mujeres, de sus hijos, el afrontar rigores, penurias, fatigas y riesgos de toda especie, no los disuadía de marchar al combate con el mayor entusiasmo.

Entre tribu y tribu se mantenían perennes los rencores, que de cuando en cuando estallaban en sanguinarias luchas; pero el mayor odio se concentraba de común acuerdo sobre el hombre blanco, el ladrón civilizador.

Para dominar un odio tal, momentáneamente al menos, empleábase a menudo con éxito la deletérea agua de fuego, el aguardiente, la ginebra, y los ingleses, más que nadie, sabían distribuir estas bebidas con habilidad, con largueza, para ganar la amistad de las tribus indias más peligrosas.

Sirvan, pues, estas observaciones para explicar el encarnizamiento con que se combatía en las orillas del Champlain entre dos tribus de pelirrojos que nada tenían de distinto fuera del nombre.

La batalla se había hecho general. Los disparos se sucedían; las flechas atravesaban incesantemente el espacio, silbando y perdiéndose entre los árboles deshojados, cuando no alcanzaban y tendían en tierra, muerto o moribundo a un adversario.

En algunos puntos, la acción había degenerado en una lucha horrible cuerpo a cuerpo. Los viejos mosquetes, los arcabuces desencajados, se convertían en poderosas mazas, empuñadas con ambas manos por el grueso cañón; las lanzas golpearon con sus agudos hierros los escudos oblongos, buscando la carne; los tomahawks, arma de la raza, la formidable hacha nacional, martilleaban sin cesar. Y en medio del fragor imponente de las armas, espantosos aullidos salvajes hendían los aires, mezclados a los lamentos de los heridos y a las órdenes de los jefes.

El lugarteniente de los mandanos, «Mancha de Sangre», se comportaba como quien era. Como un condenado repetía los golpes, que hacían caer en tierra a cuantos adversarios se le aproximaban.

Pero también los iroqueses combatían con saña no menor. Su sakem, «Caribú Blanco», y su segundo, serpiente que se enrosca lentamente, eran dos guerreros colosales, de seis pies y tres pulgadas de estatura, nervudo cuerpo y rostro mechado a puras cicatrices. Al observar el estrago que en torno suyo producía «Mancha de Sangre», el primero de ellos atravesó las líneas de los suyos y vino a medir sus fuerzas con el lugarteniente de los mandanos.

En los demás puntos de la línea, las cosas se ponían mal para los mandanos. Una de las filas se vio rebasada y rota, y los iroqueses pudieron entrar en el campamento, preparándose para atacar a sus contrarios por la espalda y cogerlos entré dos fuegos.

«Cabeza de Piedra», que a todo atendía, se dio cuenta del peligro y concentró su cuidado en el punto débil. Un grito de furor se escapó de sus labios al ver a la cabeza de aquella columna de iroqueses a un hombre blanco, a quien al punto conoció.

—¡Davis! —rugió—. ¡A mí, mis amigos; a mí, «Petifoque», Hulbrik, Jor…; seguidme con cuantos mandanos podáis reunir! ¡Al abordaje, por cien mil corbetas hundidas; al abordaje contra esos bergantes, como si estuviésemos en la taza grande!…

Y metiéndose en el bolsillo la pipa, apagada ya, a la cual consideraba como un precioso amuleto, corrió al encuentro de los enemigos, que avanzaban blandiendo sus armas y lanzando aullidos de triunfo.