CAPÍTULO XII

EL RELATO DE JOR

EL viejo bretón se dio un gran puñetazo en la frente.

—¡Donosa aventura! —gritó—. Si Jor ha venido a advertirnos de algún peligro, no debemos perder tiempo, sino obedecerle. ¿Dónde está «Mancha de Sangre»?

—Con seguridad que está en la batería, entregándose al manejo del escalpelo.

—¡A las barcas en seguida! —gritó el maestre, asomándose a una de las escotillas del bergantín—. ¡«Mancha de Sangre», mis bravos mandanos…, subid al instante, que regresamos al campamento!… ¡Es vuestro sakem blanco quien os lo ordena! ¡Nos amenaza a todos un gran peligro!

Gritos guturales de llamada hicieron eco a las palabras de «Cabeza de Piedra», transmitiendo la orden del jefe. Por las escotillas comenzaron a salir los indios, con rostros alterados, torvos los ojos. Algunos sujetaban entre sus dientes cuchillos, y sobre sus hombros conducían sacos y envoltorios de objetos saqueados, o apretaban en sus manos armas cogidas a sus enemigo vencidos.

—¡Por todos los campanarios de Bretaña! —masculló el maestre—. Son excelentes guerreros estos súbditos míos. Creo que de todos los pobres marineros del bergantín no han dejado uno vivo.

—Salvo los que huyeron con el marqués antes de nuestra llegada.

—¡Cállate, «Petifoque», que cuando me acuerdo de ese grandísimo pillo me dan ganas de tomar a fuerza de puños todos los campanarios del mundo!

—No quisiera yo ser el campanero.

—Ni uno solo habría de quedar en pie.

—¡Pataplum…; ya los mató!

—¡Mozo maldito del Poulignen, no te burles o!… Ahora no tengo tiempo, pero ya habrá ocasión de tirarte de las orejas.

—¡Ah, sí! Estás abusando de tu autoridad de sakem.

—Al palo del tormento te haré atar, si es preciso.

—¡Huy qué miedo!…

Mientras aquellos diablos de hombres, en medio de tantos riesgos, se complacían en chancearse como si estuviesen en la tolda de una fragata en puerto, los mandanos se apresuraron a tripular sus barcas, que rodeaban el desmantelado bergantín. El maestre los animaba con gestos enérgicos y juramentos de los suyos.

Cuando el puente del bergantín estuvo desembarazado, tomó asiento con sus dos compañeros en la barca que les trajo, y en que aguardaba el bribón del secretario.

—¿Estamos todos? —gritó el bretón.

—Menos los que han muerto —repuso «Petifoque».

—La guerra es la guerra, y tiene sus necesidades, bien crueles, por cierto. ¡Avante, fuerza en los remos, y quiera Dios que podamos, a despecho de esta condenada oscuridad encontrar a nuestro bravo canadiense! ¡Ohé, Jor! ¿Dónde estáis? ¡Chillad como un mono rojo para que vuestra voz nos sirva de… estrella polar!…

La flotilla de los mandanos se había puesto en movimiento, ganando el mar adentro y enfilando prontamente la desembocadura del río.

El canadiense oyó las voces de «Cabeza de Piedra», dándole aquella rara recomendación.

—¡Aquí estoy! —gritó con todas sus fuerzas—. Dirigid hacia aquí vuestra barca para que salte en ella.

—¡Allá vamos, Jor! ¡Atención!…

En la oscuridad profundísima no era fácil maniobrar, orientándose para evitar colisiones; pero «Cabeza de Piedra», a más de un excelente cañonero, era un marino consumado, y dirigió la maniobra de su barcaza en forma tal, que a poca la hizo tocar con la embarcación en que Jor se encontraba. El canadiense no esperó ser invitado para saltar al lado del bretón.

—Y decidme —le preguntó solícito, el viejo maestre, sacudiéndole rudamente por los hombros—. Ya estáis de vuelta… ¿Habéis podido encontrar a Riberac?

—No.

—¡Por el burgo de Batz!… ¿Qué diablo le habrá pasado?

—Es un misterio…

—No me gustan los misterios. Prefiero las cosas cuanto más claras…

—Sí… Tenéis razón, maestre.

—Entonces, como no encontrabais las huellas del traficante, ¿habéis regresado al campamento con Wolf?

—No.

—¿Cómo no?

—He regresado yo solo.

—¿Y Wolf?

—Ha desaparecido.

Hulbrik, que escuchaba el rápido coloquio, al oír aquella respuesta, no fue dueño de reprimir una exclamación de angustia.

—¡Mi pobre hermano desaparecido!… —gimió—. ¡Oh Dios mío, qué desgracia!

—Tranquilízate, que le encontraremos —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¡Por todos los campanarios de Bretaña, un hessiano no se deja devorar como si fuera un salchichón de Boston!…

—Es fertat, yo esperar un puen maestre «Cabesa de Pieira»…

—Que es, como tú sabes, sakem de una tribu de famosos guerreros.

—Maestre, me temo que vuestro cargo de jefe, con todos los honores anejos… —sugirió Jor.

—Incluso el de tener una docena de mujeres, o más… —interrumpió «Petifoque», incapaz de estar silencioso ni de dejar en paz a su viejo amigo a pesar de las amenazas de éste.

—… reposa sobre una especie de mina —continuó el canadiense, en tanto que el bretón descargaba un puñetazo en la espalda del burlón incorregible.

—No os comprendo bien —dijo «Cabeza de Piedra»—. Sólo me doy cuenta de que nos amenaza un doble riesgo. De una parte, la flota del general Burgoyne, y de otra, lo que vos…

Un nuevo cañonazo retumbó a lo largo, cortando la palabra del maestre.

—¡De prisa, muchacho! —dijo el viejo marinero—. Por ahora sólo se trata de señales…, de golpes en blanco… Si supieran o se imaginaran que estamos por aquí en una flotilla de barcas, ya veríais granizos de fuego.

Las embarcaciones indias continuaban su rápida marcha hacia la desembocadura del río. Los mandanos no entonaban ya su himno de guerra, y parecían todos ellos oprimidos por el presentimiento de una desgracia.

—Jor —exclamó bruscamente el maestre—, ¿qué ha ocurrido durante vuestra excursión en busca de Riberac?

—Os lo diré en pocas palabras —repuso el canadiense—. Como sabéis, Wolf y yo abandonamos el campamento indio, y no tardamos mucho en dar con las huellas de Riberac. Tengo mucha experiencia en estos menesteres y sé bien el oficio.

—¡Por vida de cien mil fragatas agujereadas, ya sé que sois famosos los canadienses!

—Bien. Una vez encontradas las huellas del traficante, nos hemos puesto en su seguimiento por el mismo camino. Continuamente nos alejábamos de las orillas del lago, internándonos en el bosque, que conozco como el fondo de mis bolsillos. No obstante, tenía como la sensación de algo misterioso oculto entre las espesuras de aquella vegetación, en torno a nosotros. Era una especie de presentimiento funesto que me oprimía el corazón. De repente, las huellas de Riberac aparecieron a nuestros ojos, confundidas con otras de un grupo de hombres que juzgué ser indios. Evidentemente, el traficante se había encontrado con los iroqueses, quizá con alguna patrulla exploradora, y se había unido a ellos. Observando mejor las huellas, pude comprobar que, además de las de Riberac, las había también de otro hombre blanco. Proseguí en mis investigaciones y descubrí algo que me hizo reflexionar: era un pedazo de tela blanca inglesa, como ningún indio suele usar, desgarrada a modo de tira y manchada de sangre, de suerte que era lógico pensar que hubiera servido de venda para cubrir alguna herida.

—Y que el herido, al cambiarla, había arrojado al suelo; es evidente —observó el maestre.

—¿Creéis?

—Sin duda alguna.

—Yo la mostré a Wolf, que hizo un gesto de desdén.

—¿Eh?

—¿Y sabéis por qué?

—¡Por el burgo de Batz, no fui nunca adivino!

—Porque hubiera preferido encontrarse una botella de cerveza y un buen pernil.

—Son bien glotones los hessianos y endiablados devora-dores —dijo «Cabeza de Piedra» riendo.

—Es fertat; hessianos estar clotones comilones —repuso Hulbrik—; pero también puenos compañeros fieles.

—Conformes, amigo mío. Tú y tu hermano habríais merecido nacer en el burgo de Batz.

—O en el de Poulignen —refunfuñó «Petifoque».

—¡Por todos los salchichones de maestre Taberna…, serían entonces tan charlatanes como tú!

—¡Pero si hace una hora que no abro el pico! —dijo el gaviero.

—Tenlo, pues, cerrado un poco todavía, para que Jor pueda continuar su relato.

—Enmudezco.

Y así diciendo, «Petifoque» dióse una manotada en la boca como para cerrarla.

—Púseme a examinar aquel jirón de tela —continuó entonces el canadiense—, y pronto pude darme cuenta de que se trataba de un trozo de pañuelo. En uno de sus ángulos veíase aún una letra del alfabeto, bastante mal marcado, como generalmente usa la gente ordinaria.

—¿Y qué letra era aquélla?

—Una D.

«Cabeza de Piedra» dejó escapar un sordo exabrupto.

—Me parece que dais demasiada importancia a una simple D. No os comprendo, querido —dijo después.

—Bah, ya lo comprenderéis más tárde. Continúo, pues. Yo sospeché al punto la verdad ante aquel descubrimiento, y confié mis suposiciones a Wolf, que se mostró preocupado. Comoquiera que fuese, estábamos en danza y habría que danzar…, esto es, encontrar a Riberac vivo o muerto. Reanudamos la marcha, siguiendo las numerosas huellas que a nuestros ojos se ofrecían, cuando bajo los árboles de la floresta resonó un canto breve, que a cualesquiera otros oídos hubiera parecido el de un pájaro, pero que a los míos, bien ejercitados del uso, se reveló en seguida como una señal.

»—En guardia, Wolf —dije a mi compañero—; nos espían con todo cuidado.

»—Yo no veo a nadie —me respondió el hessiano.

»—No importa; por instinto siento que cerca de nosotros hay enemigos escondidos.

»—¿Y son enemigos ciertamente? —me preguntó Wolf.

»—No cabe duda. Riberac está con ellos; si no nos ha traicionado es que está prisionero de ellos, y, por consiguiente, como se trata de los iroqueses, con toda seguridad, no ha conseguido inducirlos a fumar el calumet de la paz con los mandanos. Si de otra manera fuese, el traficante, al darse cuenta de nuestra presencia aquí, ya se habría presentado.

»Apenas había terminado de hablar, cuando detrás de los árboles aparecieron algunos rostros pintados con los colores de guerra, en tanto que una especie de espectro humano se presentó ante nosotros. ¿Y sabéis a quién semejaba aquel fantasma?

—¿A quién?

—A maestre Davis, que el general Washington os dio como guía.

—¡Por cien mil campanarios derrumbados!… —rugió «Cabeza de Piedra», dando un salto—. ¿Así, pues, ha resucitado ese bergante?

—O más bien no ha muerto.

—¡Qué todos los escorpiones de maestre Taberna lo puedan atenazar!… ¡Escapar al lago enfurecido, a las puntas de los escollos, después de haber recibido un buen pistoletazo, es suerte condenada que sólo sabe a bribones de su ralea!

—Davis tenía la frente vendada, y en su cara pálida se retrataba la crueldad —prosiguió el canadiense—. Al vernos juntos a Wolf y a mí, en su corazón se había despertado, sin duda, el furor de la venganza. Yo vi la situación desesperada. Comprendí que no nos quedaba otro recurso que escapar a preveniros, y dije a mi compañero:

»—Huyamos; es necesario que al menos uno de nosotros llegue vivo al campamento. La floresta está llena de iroqueses, que marchan sobre el sendero de la guerra.

»—Tomemos, pues, el lago.

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»—Encomendaos a vuestras piernas, que no son malas, amigo Wolf. Y a propósito: ¿sabéis el camino…, al menos el que hemos traído?

»El hessíano se rascó la cabeza, consternado.

»—Bien —le dije—, no os apuréis, amigo mío; tomad aquella dirección; corred todo derecho, sin parar, y llegaréis al campamento de los nuestros y tracé en él aire un rápido gesto. Ahora, a la carrera, lo más de prisa que podáis. No os preocupéis de mí. Me sé estos lugares de memoria, y espero burlar la persecución de los indios.

»Wolf no se hizo repetir el encargo y se dio a la fuga en la dirección indicada. Yo hice lo mismo. Al vernos escapar, Davis, que sin duda había vacilado en atacarnos, sospechando que nuestra presencia escondiese una insidia, acaso una emboscada de los mandanos, lanzó una imprecación y me apuntó con el arcabuz, que, no recuerdo si os lo he dicho, tenía en sus manos. Yo pude oír la detonación y el silbido de la bala al pasar junto a mi cabeza.

»Ya estaba a salvo de aquel primer movimiento de hostilidad, y tal certeza puso alas en mis pies. A mis espaldas oía, sin embargo, estallar formidables clamores, y comprendí que los iroqueses nos perseguían. Pronto Wolf y yo nos perdimos de vista, y no he vuelto a saber nada de él. Al no encontrarlo en el campamento, temo que se haya perdido en la floresta sin límites o que haya tenido la desgracia de caer en manos de los iroqueses.

—¡Pobre hermano mío!… —gimió Hulbrik.

—Quizá haya llegado al campamento durante nuestra ausencia.

—Y vos, Jor, ¿cómo os habéis arreglado para escapar a la persecución de los indios enemigos? —preguntó «Petifoque».

—¡Qué diablo, dando quehacer a las piernas! —repuso «Cabeza de Piedra»—. ¿Te crees acaso, mozo del Poulignen, que nuestro valiente canadiense es un gandul de tu especie?

—Los mozos del Poulignen, señor sakem de los mandanos, son más ligeros que todos los cabezas duras de Bretaña —afirmó el gaviero con voz burlona.

—No, maestre «Cabeza de Piedra» —interrumpió el canadiense—; no me han bastado las piernas para ponerme a salvo. Verdad es que corro como un ciervo o como un alce; pero entre los iroqueses hay demonios que galopan como el viento y resisten a la carrera más que un caballo. Los más célebres son «Pie Veloz», «Alce Joven», «Piernas de Ciervo», «Alce Rojo», «Viento del Bosque», «Rayo que Viene» y otros que es inútil enumerarlos, aunque todos ellos tienen nombres característicos que responden a su calidad de corredores famosos.

»Esos demonios, famosos guerreros también, me seguían de cerca, y me habrían alcanzado si un fenómeno extraordinario, inexplicable para mí, no los hubiese detenido. Iba yo atravesando un macizo de abedules enanos, cubiertos de nieve, y comenzaba a sentirme angustiado por la fatiga y falto de aliento; cierto temor me oprimía el corazón, por la imposibilidad en que estaba de defenderme eficazmente y con ventaja, cuando una voz profunda y potente, que parecía descender de la altura, gritó:

»—Soy el Gran Espíritu, al cual todos los indios deben obedecer. Retrocedan los guerreros iroqueses y reúnan a los de su tribu, pues muchos son los peligros que la amenazan. El peligro menor debe despreciarse para hacer frente al mayor. La presa pequeña puede abandonarse para ir en busca de la más importante. ¡Huh, huh…, el Gran Espíritu ha hablado!

»Inmediatamente, mis perseguidores se detuvieron, y después de mirar alrededor suyo, estupefactos, evidentemente se cercionaron de que su dios les había hablado, ocultándose en el misterio a sus miradas para ponerles en guardia, y se prosternaron sobre la nieve, exclamando:

»—El Gran Espíritu ha hablado a sus hijos…, y ellos obedecerán a su potente voz.

»Os confieso, amigos míos, que creo poco en las divinidades indias y en sus milagros. El fenómeno, sin embargo, no se podía negar, tanto más cuanto que tenía lugar en una buena ocasión para mí, salvándome de una muerte indudable. Ello es que el suceso me reanimó, diome alientos y me impulsó con más ímpetu a la fuga. Y corrí, ¡ah…, cómo corrí!… Tras de mí no sentía ya a aquellos malditos iroqueses, pero temía verlos aparecer de nuevo en mi persecución. Además, quería estar en el campamento cuanto antes, para daros cuenta de mi descubrimiento.

—¡Ya…, la resurrección de Davis! —refunfuñó «Cabeza de Piedra».

—Estad seguro, maestre, que ese demonio hará lo posible por volveros a encontrar y por capturaros antes que lleguéis al fuerte de Ticonderoga.

—Es verdad, las cartas le traen en cuidado.

—Y la venganza.

—¡Por la barba de mi vieja pipa que le hemos de hacer alguna buena a ese señor! ¿No es así, «Petifoque»?

—¡Ya lo creo!

—Davis es un hombre que no perdona —continuó el canadiense— y que no olvida…, y, por otra parte, la herida que le habéis inferido, querido maestre, siempre le recordará al bretón y a sus amigos. Estoy seguro de que en este momento los iroqueses todos se preparan a atacar a vuestros mandanos, pues vuestra promoción al cargo de sakem, seguramente ya es sabida de las otras tribus indianas. Por esto he querido venir a buscaros.

—Y habéis hecho perfectamente.

—Porque, a más de la hostilidad propia de partidarios, existe el odio del espía del marqués de Halifax.

—¡Ah, por el burgo de Batz, que cuantas veces me nombráis al rival de mi valiente capitán me arde la sangre!

A través de la niebla que cubría el lago retumbaron de nuevo algunos cañonazos.

—¡Canastos!… —gruñó el canadiense al percibir en el aire cargado el rumor de los proyectiles—. Parece que nos cañonean con tino.

—Son los navíos ingleses, que tratan de orientarse —indicó «Cabeza de Piedra»—. Pero no ha de serles fácil con esta oscuridad.

Y al decir esto lánzó un suspiro.

—¿Qué os sucede, maestre? —le preguntó Jor.

—Pienso que si ahora estuviese viva y bien armada mi brava La Tonante, podríamos lanzarla en medio de los navíos ingleses y hacer con ellos una mermelada estupenda para los peces del Champlain.

—Pero —se lamentó «Petifoque»— sólo tenemos algunas frágiles barcas, con las cuales no podremos hacer gran crucero.

Mejor será no pensar en la pobre La Tonante, a la que ya hemos entonado el De profanáis.

—Pero su comandante, el valeroso barón McLellan, vive aún —continuó el viejo bretón, enérgico—, y con él están vivos y sanos los marineros supervivientes. Daremos aquel nombre querido a una corbeta que se parezca a la difunta, elegida entre las naves americanas, y con ella resucitaremos las glorias de los terribles corsarios de las Bermudas.

—¿En este vaso de agua que responde al nombre de lago Champlain? —dijo el joven gaviero, persistiendo en su mitad de hacer rabiar al maestre.

—¡Aquí o en cualquier parte, chiquillo impertinente! —masculló «Cabeza de Piedra», dando un soberbio puñetazo en la frisa de la barca, que acentuó el balanceo de ésta—. ¡Aquí o dónde sea, mientras los corazones sean siempre los de un día y existan enemigos de la libertad a quienes combatir, porque siento una extraordinaria antipatía hacia esos «mangos de escoba»! ¡Eh, amigos, creo que ya hemos llegado!

En efecto, la flotilla de los mandanos llegaba al campamento, descubriendo aquí y allá sus fuegos escondidos a través de las sombras. Las barcas fueron dirigidas a la ensenada, pequeña, pero resguardada por una hilera de altos peñascos, que servía de puerto de refugio, y los guerreros indios desembarcaron, alineándose pronto bajo las órdenes del lugarteniente «Mancha de Sangre», que conocía el sitio mejor que «Cabeza de Piedra» y sus acompañantes.

Ningún clamor sospechoso llegó a sus oídos del campamento mandano. Todo parecía estar en calma.

«Cabeza de Piedra», «Petifoque» y los otros comenzaron a creer que Jor hubiese exagerado en sus temores y que los hubiese interrumpido injustificadamente en la tarea de saquear el bergantín, cuando a lo lejos se oyó un disparo de arma de fuego, que parecía provenir del centro de la floresta de abedules enanos, que se extendía a lo largo del río hasta los ribazos del lago.

—¡Cuerpo de un campanario de Bretaña! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¡Vaya una noche movida! De un lado, los cañones del general Burgoyne; de otro, los mosquetes iroqueses; no es, por cierto, música lo que nos falta, si queremos bailar. En marcha pues; vamos a marcar unos pasos de furlana, si así lo quiere el Destino.