EL ASALTO AL BERGANTÍN
A la mañana siguiente, apenas amaneció, levantaron los mandanos el campo, dispuestos a seguir a su nuevo jefe. La nevada había cesado; pero el viento continuaba soplado a través de la floresta, impetuoso y glacial.
Guiados por el sacerdote y el lugarteniente, nombrado durante la noche, y que respondía al sobrenombre poco simpático de «Mancha de Sangre», bien constituido guerrero, con la cara surcada de varias cicatrices, se reunieron en torno de lar cabaña de «Cabeza de Piedra» y sus compañeros, aguardando la señal de partida. Como ya se ha dicho, eran más de quinientos, todos bien armados, aun cuando no pudiesen fiar mucho en sus viejos arcabuces, casi inservibles, ni en sus municiones.
El viejo bretón, acompañado de los dos osos, los dos alemanes, que redoblaban furiosamente los tambores; el secretario del marqués, Jor y «Petifoque», y seguido por sus trece mujeres, pasó revista a las filas, en formación bastante correcta, y dio en seguida orden de ponerse en marcha hacia el lago, ansioso de ver de nuevo a Riberac y de saber la suerte que el bergantín hubiese corrido. Seguía contando en la posibilidad de tender una celada al marqués y capturarlo con su navío antes que llegara la flotilla inglesa. Ahora contaba con barcazas y podía intentar un abordaje a la desesperada.
La gruesa columna atravesó la inmensa selva, guiada por «Mancha de Sangre», y después del mediodía llegó finalmente a la orilla del lago, en el sitio donde desaguaba un gran río que todavía no estaba helado. Veinte barcazas se encontraban reunidas en una pequeña ensenada, abrigada por una alta fila de peñascos negruzcos, que hacían imposible para un navío toda tentativa de atracar allí, tanto más cuanto que las aguas del lago seguían revueltas.
Los indios canadienses, que viven de continuo en las orillas de los ríos y de los lagos, son intrépidos constructores y bravos bateleros. Todos ellos disponen de chalupas capaces de embarcar treinta hombres cada una, de construcción ligerísima, pues para hacerlas se valen de cortezas de abedul. La armadura suele ser de madera de pino, bien arqueada, formando en los extremos puntas muy elevadas. Las cortezas de abedul se ligan después a la armadura por medio de filamentos vegetales solidísimos o con sutiles nervios de nutria y otros animales; con duelas componen luego una especie de departamento interno, y a esta construcción le dan, por último, una mano de resina.
Se deslizan tales barcos velozmente y ninguna chalupa inglesa ni americana podría competir con ellas, pues impulsadas con su máxima rapidez, parece que apenas estén en contacto con el agua. Para guiarlas se requiere una agilidad extremada, sobre todo, a causa de las frecuentes borrascas que estallan en los lagos y de las rápidas pendientes que interrumpen con gran frecuencia el curso normal de las aguas fluviales, verdaderos saltos de agua que los marineros europeos no osarían desafiar. Los naufragios menudean, pero es raro que los tripulantes perezcan en ellos, pues los indios canadienses son nadadores bien probados y resisten las más bajas temperaturas.
También tienen barcas más pequeñas, capaces para dos o tres personas, y que corrientemente usan las mujeres, que no ceden en nada a los hombres por lo que toca al manejo del remo.
«Cabeza de Piedra» y «Petifoque» revistaron también su escuadrilla, y parecieron quedar satisfechos.
—Hasta Ticonderoga podremos ir —dijo el viejo bretón—. Un poco ligeras son, pero deben de navegar mejor que cutters.
—¿Te atreverás a embarcar los osos? —preguntó «Petifoque».
—¡Ah, no; nunca haré semejante estupidez! Nos los comeremos antes. Además, de nada nos servirían.
—¿Pero a tus mujeres sí las embarcarás?
—De ningún modo… Las mandaré de nuevo a la tribu, diciéndoles que esperen mi regreso para no estar expuestas a los horrores de la guerra. Ahora mando yo, y veo que todos los guerreros, y aun el sacerdote mismo, me obedecen ciegamente, sin protestar jamás. Son muy simpáticos estos mandanos.
—O por lo menos, así lo parecen.
—Así será, «Petifoque». Por mi parte, en el fondo, no tengo en ellos una confianza ilimitada. Bueno, ¿y qué haremos ahora? ¿Buscamos a Riberac, para impedir que los iroqueses se nos echen encima, o damos una vuelta por el lago para ver si el bergantín del marqués ha resistido a la tempestad o si se ha destrozado?
—Maestre —dijo Jor—, ¿queréis que busque yo al traficante? Dejadme uno de vuestros tudescos. Nos encontraremos después junto al fortín incendiado.
—Te dejo a Wolf, que es más hábil que su hermano en el manejo de la carabina, sin decir por eso que Hulbrik no sea un tirador de primera fila. Nosotros remontaremos el pequeño curso de agua que desemboca junto al depósito. Estas barcas son de poco fondo y podrán salvarlos fácilmente.
—¿Os vais con todos los guerreros?
—No, me basta con veinte. No se trata por ahora más que de una pequeña exploración hacia los arrecifes donde la tartana se ha deshecho. Puedes irte, pues ya no nieva. Nos veremos esta noche seguramente, aquí o en las cercanías del fortín.
Llamó a «Mancha de Sangre» y diole orden de preparar la barcaza más ágil y fuerte, con un equipo de veinte remeros.
Los guerreros, en tanto, se habían acampado, construyéndose minúsculas cabañas, cubiertas, según costumbre, con telas de abedul y de olmo, y habían encendido fuego para calentarse y preparar el almuerzo.
«Cabeza de Piedra» y sus compañeros comieron en pie los últimos salchichones que les quedaban y tomaron puesto en la barcaza, donde ya los esperaba «Mancha de Sangre» con veinte de los mejores bateleros. El viejo bretón encendió su pipa y se sentó en el banco central, al lado de «Petifoque», mientras Hulbrik y el secretario del marqués se acomodaban en el banquillo de popa.
La embarcación, impulsada por veinte remos bien cortados, atravesó como una saeta la barra del río y hendió veloz las aguas del lago, siempre agitadísimas. Apenas dieron vuelta a un promontorio escarpado, cuando «Cabeza de Piedra» hizo seña a los remeros de que se detuvieran.
—Mira el bergantín —dijo a «Petifoque»—. ¿Me engañaba? Ha ido a encallar en los mismos escollos que han destrozado nuestra tartana. Los dos masteleros han caído ya y las olas barren la toldilla. No nos costará gran trabajo apoderarnos de ese cascarón.
—¿Estará la tripulación a bordo todavía? —preguntó el joven gaviero, que se había puesto en pie—. No veo a nadie.
—Se habrán refugiado bajo cubierta.
—No, porque por allí veo dos chalupas suspendidas de la grúa de proa, precisamente las mayores. El marqués está ahí con sus hombres.
—¿Y nos vamos a lanzar al abordaje?
—Sí, que para eso contamos con quinientos guerreros dispuestos a no dar paz a la mano si lo ordeno yo.
—¿Y cuántas barcas perderemos antes de asaltar el bergantín?
—Muchas, de fijo. Si las piezas inglesas trabajan con metralla en vez de escupir balas y bombas, no tendremos ventaja. Nuestras barcas se convertirán en cribas y sus despojos irán a juntarse con los restos de nuestra desgraciada nave. Menos mal que tenemos remeros habilísimos y estarán poco tiempo bajo el fuego enemigo. ¡Bah…, ya veremos esta noche! Procuraremos sorprender a la tripulación en sus hamacas.
—¡Huh!… Velarán, «Cabeza de Piedra».
—¿Quién sabe? Nos desembarazaremos del marqués, y después podremos cumplir nuestra misión y atracar felizmente en Ticonderoga. Ya verás cómo nuestros asuntos, de comprometidos, se tornan en francos. ¿Sabes lo que me inquieta?
—¿La vecindad-de los iroqueses?
—Lo adivinaste. ¿Sabrá detenerlos Riberac y hacerles fumar el calumet de la paz con mis guerreros? Ésa es la cuestión.
—¿Volvemos?
—Prefiero quedarme aquí vigilando el bergantín. Quisiera saber de cierto si la tripulación está aún a bordo.
—Esperemos, pues —contestó «Petifoque», disponiéndose a estirarse sobre el banquillo.
—Ven conmigo —dijo el viejo bretón—. Nos daremos un paseo por la orilla. Algún peñasco habrá más elevado que nos permita distinguir mejor lo que pasa en el bergantín.
Ordenó al piloto que hiciera retroceder la barcaza unos cien pasos, para que no pudiera ser vista por alguna chalupa que viniese al lago, y desembarcó en la orilla, acompañado de «Mancha de Sangre», Hulbrik y el joven gaviero. El secretario del marqués prefirió quedarse en la barca, bien envuelto en una enorme piel de bisonte.
Por todas partes se ofrecían a la vista números peñascos, confundiéndose con los abedules, que habían invadido hasta las dunas, pues a su crecimiento no es obstáculo tener las raíces casi sumergidas. Todos ellos eran de escasa altura; pero no se prestaban a un fácil acceso por los escarpados. «Cabeza de Piedra», a quien nada escapaba, distinguió pronto una roca que un tiempo debió de ser escollo y cuya cima descollaba a trescientos o cuatrocientos metros de altura. En sus laderas habían crecido numerosos árboles, que hacían la subida relativamente fácil para hombres cuya agilidad era notoria.
—Desde allí podremos observarlo todo —había dicho a «Petifoque».
En diez minutos, bordeando siempre los peñascos, llegaron a la roca, y después de asegurarse bien de que en los alrededores no había soldados ingleses acampados, treparon hasta la cima, cubierta de pequeños grupos de cerezos silvestres, nacidos al amparo de una plataforma de tierra bastante amplia. Ante ellos huyeron a la desbandada veinte o treinta halcones pescadores, precipitándose en las aguas del lago. Estos volátiles son formidables rapaces, que hacen terribles destrozos entre los peces y compiten en habilidad con las águilas blancas, numerosísimas igualmente en todas las orillas de los lagos canadienses.
«Cabeza de Piedra», llegado que hubo a la cima en unión de «Petifoque», contempló fijamente el bergantín, barrido de popa a proa por las ondas, con los masteleros caídos sobre la amura de estribor y apenas sujetos por algunas jarcias a punto de ser arrebatados a la desdichada nave.
—Hay humo… —exclamó.
—¿Dónde? —preguntó el joven gaviero.
—Sale de una de las postas de la batería del entrepuente. Ahora ya sabemos con certeza que queda gente a bordo.
—¿Estará también el marqués?
—Sin duda alguna —respondió «Cabeza de Piedra»—. Aunque… no me atrevo a confiarme. ¿Recuerdas las chalupas que montaba el bergantín?
—Cuatro, si la memoria no me es infiel.
—Pues no quedan más que dos, si bien son las mayores.
—¿Se habrá metido mar adentro el amigo, para ir al encuentro de la flotilla de Burgoyne?
—Lo sentiría muchísimo.
—Podrían las olas haberse llevado las otras dos barcas, arrojándolas sobre la orilla.
—No se ven flotar los restos. Esta noche tendremos noticias respecto al marqués. El bergantín no puede navegar, de modo que lo abordaremos y haremos un buen registro.
Se interrumpió bruscamente, levantándose como movido por un resorte, y se puso a escuchar atentamente.
—¿Me habré engañado? —se preguntó.
—¿Qué has oído?
—A lo lejos, un cañonazo —respondió el viejo bretón apretando los dientes.
—¿Habrán llegado los ingleses a Champlain?
—Sería para nosotros un serio obstáculo.
—Vamos, presta atención de nuevo. Yo no he oído nada.
—Tú no has sido cañonero. Cierra el pico y deja funcionar mis oídos. Hasta el aliento has de retener, si puedes.
—¿Para morir con los pulmones deshinchados?
—¡Vete al diablo, mozo de Poulignen! No es hora de chanzas.
—Ya mé callo.
«Cabeza de Piedra» escuchaba imperturbable, con las callosas manos a guisa de embudo acústico, para percibir mejor los rumores lejanos.
Cuatro o cinco minutos llevaría inmóvil cuando se dejó oír un estampido no muy fuerte, producido, al parecer, por un disparo de artillería.
—¿Y ahora has oído, «Petifoque»? —dijo el viejo bretón con un gesto de ira.
—Sí; ahora, sí —repuso el joven gaviero.
—Hay que tomar una resolución extrema, desesperada.
—¿Asaltar el bergantín antes que le lleguen refuerzos al marqués?…
—Y sin dejarlo para luego.
—¿Está muy lejos la nave que ha hecho los dos disparos?
—Cinco o seis millas, por lo menos.
—Con un oleaje tan fuerte no podrá llegar aquí pronto.
—Así lo creo. Vamos, pues, y guiemos a nuestros mandanos al abordaje.
A toda prisa descendieron de la peña, seguidos de sus compañeros, y ganando a todo correr la barca embarcáronse en ella.
—¡Al campamento! —había gritado «Cabeza de Piedra».
La embarcación partió rápida como una saeta, y un cuarto de hora después se detenía a la entrada del río, cubierta enteramente por la flotilla de barcas indias.
«Cabeza de Piedra» dio en seguida sus órdenes. Trescientos guerreros le acompañarían en la peligrosa expedición, escogidos entre aquéllos que poseían armas de fuego. Los otros debían permanecer vigilando el campo, pues era de temer un ataque súbito de los iroqueses, de los cuales no se tenía ninguna noticia, pues ni Jor ni Wolf habían vuelto de su expedición en busca del traficante, única persona capaz de inducir a aquellos salvajes a fumar el calumet de la paz con sus enemigos seculares.
—¡Vaya un apuro gordo!… —gesticulaba «Cabeza de Piedra», caminando a grandes pasos por la orilla del río, mientras los guerreros se embarcaban, dirigiéndose a «Petifoque», que a duras penas podía seguirle—. Los ingleses casi en las narices y sin saber qué intenciones traerán esos demonios de iroqueses, que pueden exterminar al resto de la tribu durante nuestra ausencia… Y no hay otro remedio sino abordar el bergantín. Si cojo por mi cuenta al marqués, nos vamos a entender Burgoyne y yo.
—Patre —dijo a este punto Hulbrik, cortándole el paso—. Tus mujeres haper preparato sena.
—¡Qué se la coman ellas!… —rugió el bretón—. Nosotros tenemos que hacer cosa mejor.
—¿Y mi hermano?
—Ya volverá, supongo yo.
—¿Nada seriar, entonsesi?
—No; esta noche, ayuno. Salta a mi barca, que me será muy útil tu carabina.
—Sí, patre —repuso el buen tudesco—. Yo siempre opeteser.
Hacia las cuatro, cuando las primeras sombras de la noche comenzaban a abatirse con rapidez casi fulmínea sobre el lago y los bosques, la flotilla india, compuesta de veinte barcazas, abandonó silenciosamente las orillas del río.
«Cabeza de Piedra» ocupó su puesto junto a sus compañeros en la mayor parte de ellas, tripulada por treinta remeros preparados para trocar el remo por la carabina y el hacha.
La flotilla desembocó en el lago, sumido en tinieblas, que hacía más profunda una espesa niebla que comenzaba a descender. Las aguas estaban algo más tranquilas; pero junto a los arrecifes, la resaca continuaba fortísima, y las oleadas se deshacían con gran ímpetu y siniestro rumor. Había momentos en que diríase que sobre la playa disparaban cañonazos.
«Cabeza de Piedra» se situó en la alta proa de su barca, con «Petifoque» y Hulbrik, con la carabina preparada. El secretario del marqués, por el contrario, se mantenía prudentemente retirado hacia la popa, sobre el banquillo postrero. Bien es cierto que él no era hombre de armas tomar.
La escuadrilla, aunque en loca danza, salvó felizmente los escollos y enfiló hacia el bergantín cuya mole se acusaba confusamente, inmóvil sobre las rocas, que, al parecer, habían hendido su quilla.
—¿Ves tú otros navíos mar adentro?
—Hay mucha niebla allá abajo —repuso «Petifoque»—. Lo veo todo gris.
—Puedes decir que lo ves todo negro. Estas malditas tinieblas caen como si las aplastase alguna materia pesada. Pero ahí está el bergantín, que no se nos escapa.
—Tal vez podamos sorprender a la tripulación.
—Si yo estuviera a bordo no me sorprenderían, de seguro —repuso «Cabeza de Piedra»—. Los ingleses tienen una mala costumbre.
—¿Embriagarse, verdad? Ya, que tú no bebías más que agua cuando estabas en La Tonante.
—Bebía cuándo no había nada que hacer. ¡Por los cuernos!…
—¿Se ha abierto la barca?
—¡Han iluminado una cañonera en el bergantín!
—¿Una áola? No; se ve luz en otra a popa.
—¡Muy bien! Hay gente ahí dentro.
En aquel momento brilló un relámpago en la popa del bergantín, seguido de un formidable estampido. En lo alto atravesó el espacio el ronco zumbido de una bala de regular calibre.
—¡Nos han visto!… —gritó el maestre—. ¡Asnos!… ¡Metralla y no balas os harían falta!
—¡Sí, grítale fuerte para que cambien la melodía! —dijo «Petifoque»—. ¿Te propones enseñarles el medio de echarnos al fondo cuanto antes?
—¡Soy un animal!… ¡Ah, pero no tardará en silbar la metralla sobre nuestras cabezas! Esos cañoneros no serán tan bestias, digo yo.
En la toldilla del bergantín, libre ya de los embates de las olas, aparecieron algunos fanales. Entre la niebla se veían algunas sombras humanas agitándose cual fantasmas. Una voz de trueno gritó desde la popa de la nave, dominando el estrépito de la resaca:
—¿Quiénes sois?
—¡Ingleses! —respondió al punto «Cabeza de Piedra», que hablaba maravillosamente la lengua de los orgullosos isleños, dominadores de todos los mares, según ellos.
—¿Enviado de quién?
—De Burgoyne.
—¿Ha llegado ya el almirante?
—Se ha detenido en el salto del Lobo por no atreverse a seguir con esta oscuridad. Sus naves son de mucho calado, y no cree conveniente exponerlas a tocar en los escollos.
—¿Está ya el marqués con el almirante?
—¿El marqués? —gritó «Cabeza de Piedra»—. No lo hemos visto.
—Esta mañana ha partido.
—¿Para reunirse a nosotros?
—Sí; hemos encallado, y con otro huracán nuestro bergantín se irá al demonio —repuso el inglés—. Nos urgía socorro, y el marqués se embarcó en la chalupa mayor con veinte hombres.
—¡Pero si no lo hemos visto!
—Se habrá detenido en algún sitio para reparar averías. «Cabeza de Piedra» dejó escapar un rugido. El marqués se le escapaba cuando más seguro creía sorprenderlo con su bergantín… ¡Era demasiado! El viejo bretón estallaba de rabia.
—¡Echad las escalas! —gritó—. Registraremos el buque. ¡Quizá lo hayáis asesinado!…
—¿Atrevemos a tocar al lord?… ¡Somos marineros fieles nosotros, escoceses todos!
—¡Arrojad las escalas!…
—Despacio, señor mío —dijo el inglés—. Venís con barcas repletas de indios. ¿Por qué no tripuláis chalupas?
—Porque no nos hubieran servido en los bajos fondos.
—Entonces, volved mañana, cuando se os vea bien. No debo creer en vuestras palabras, por ahora al menos.
—¡Por cien mil fragatas destrozadas!… —rugió «Cabeza de Piedra», hecho un basilisco—. ¿No queréis recibirnos a bordo?
—No; esta noche, no —respondió el inglés con voz firme.
—Entonces, os abordaremos.
—Tenemos cañones y sabremos defendemos. Aún somos cincuenta aquí en este trasto. Volved hacia la costa, o mando hacer fuego.
—Demasiado tarde, querido…
Y volviéndose a sus trescientos guerreros, ordenó con voz estentórea:
—¡Arriba…, al abordaje!… ¡Abrid las filas!
—¡A las armas! —había gritado, por su parte, el inglés.
—¡Fuego la batería de babor! ¡A la cubierta los fusileros!…
Las veinte barcazas atacantes, rápidas como el rayo, abrieron sus filas para escapar mejor a la metralla, y enfilaron rápidamente hacia el bergantín. Los guerreros entonaron su himno de guerra y ataque que resonaba siniestramente en la tenebrosa y fría noche.
—¡Avante…, avante!… —gritaba a cada momento «Cabeza de Piedra»—. Dadme una prueba de vuestro valor.
Dos cañonazos partieron del bergantín, seguidos de una nutrida descarga de carabinas. Tres de las barcas, alcanzadas de lleno por la metralla, se deshicieron como papel mascado y desaparecieron bajo las aguas, dejando sobre la superficie algunas briznas de revestimiento interior. Pero las tripulaciones respectivas, aun cuando tuvieron muchos heridos, ganaron a nado las otras barcas, poniéndose a salvo.
Los ingleses habían tardado mucho en hacer uso de sus cañones. Apenas habían podido hacer aquellos dos primeros disparos, cuando la flotilla asaltante rodeó el bergantín. Con algunas descargas, «Cabeza de Piedra» obligó a los fusileros a refugiarse en las baterías, y, aprovechando una escala de cuerda pendiente de una arboladura derribada y sujeta de una grúa, trepó rápidamente por ella y saltó la amura, seguido de «Petifoque», Hulbrik y «Mancha de Sangre». Los indios habían puesto pie en los escollos y subían al abordaje, aullando y blandiendo desesperadamente sus hachas de guerra. En un momento, la tolva se vio llena de gente.
—¡Por vida de una pipa rota!… —exclamó «Cabeza de Piedra»—. Tienen redaños mis guerreros. Ni los cañones los hacen retroceder.
La escotilla central, la de proa y la del pañol estaban cerradas; los ingleses se habían hecho fuertes en el interior del bergantín, atracando por dentro los portillos a fin de impedir el paso al enemigo. Los mandanos corrían por el puente aullando y agitando sus armas, inflamados en belicoso ardor, saboreando de antemano el placer de escalpar a los ingleses y saquear de paso las provisiones del navío. Sin embargo, fácilmente se echaba de ver su desconcierto al no hallar a sus adversarios por parte alguna; pero allí estaba «Cabeza de Piedra» con sus compañeros, prontos a obrar con energía.
—¡Por todos los campanarios de Bretaña! —aulló—. Los ingleses se han metido en su agujero como viejos zorros azules… Pero no se escaparán, ¿eh, «Petifoque»?
—Echemos abajo los portillos de las escotillas —dijo el joven gaviero.
—Son fuertes como si fuesen de hierro.
—Tenemos sólidas hachas.
—Verdad es, hijo mío.
—Patre, ¿qué haser? —preguntó Hulbrik, en tanto que los indios seguían gritando y lanzando, en su lengua, imprecaciones y amenazas a sus enemigos ocultos.
«Cabeza de Piedra» se mordía los puños, presa de furiosa cólera.
—La captura del bergantín y de los tripulantes que en él quedan no me importa ya —rugió—, sabiendo que el marqués ha podido huir en la chalupa mayor. ¡Por vida de mi benemérita pipa!… ¡Con qué placer hubiera pillado al bribón del lord y le hubiera metido en una jaula, como a una fiera, para hacer un buen regalo al capitán de nuestra pobre La Tonante…!
—Ya le echaremos mano, maestre; no temas —dijo «Petifoque».
—¡Toda mi vida habría de permanecer sakem, renunciando a volver a ver a mi querida Bretaña, y aguantaría a todas esas brujonas de mujeres anejas al cargo… si no me quedara la esperanza de atrapar, un día no lejano, a ese maldito milord!
En aquel momento, un estampido repercutió en los aires.
—¡Otro cañonazo! —exclamó el joven gaviero.
—Cañón de veintiocho, querido —respondió el maestre, esforzándose en atravesar con la mirada, a lo largo del lago, el espeso velo de la oscuridad y nieblas que cubrían el Champlain.
—¿Inglés, no?
—En efecto.
—¿Será ya la flotilla del general Burgoyne, maestre «Cabeza de Piedra»?
—Me lo temo.
—¡Maldición!… ¿Si estará aquí el barón, a la cabeza de los navíos?
—Mejor sería, si tuviéramos aquí la difunta La Tonante, con sus excelentes piezas de caza.
—Vanos deseos, querido.
—¡Por mi pipa de familia, bien lo sé!…
En aquel momento estallaron en la cubierta del bergantín nuevos gritos ensordecedores, que provenían de los mandanos, enfurecidos por la desaparición de los marineros ingleses.
—¡Ohé! ¿Qué diablos les pasa ahora? —preguntó «Cabeza de Piedra».
—Patre —repuso Hulbrik—, los maníanos haper testrosato los portillos.
—¡Ah!
—Y haper infatito la poteca tel percantín.
—¡Desgraciados! Los arcabuces darán buena cuenta de ellos, pues los marineros estarán seguramente fortificados en la batería. ¿Dónde está «Mancha de Sangre»?
—Se ha puesto al frente de los indios, y con ellos está en el fondo de la nave —dijo «Petifoque»—. Lo acabo de ver a la luz que salía de aquel escotillón.
—¡Por cien mil fragatas a la bolina!… —vociferó el maestre—. Que no se diga nunca que «Cabeza de Piedra» ha dejado que un mandano le tome la delantera. ¡A mí, gaviero; a mí, Hulbrik, empuñad las armas; vamos a hacer una mermelada de ingleses!…
Aullidos espantosos, seguidos de descargas de fusilería o de choques de armas, hicieron eco a las voces del viejo cañonero. En la batería del bergantín se había empeñado una lucha furiosa entre indios e ingleses. Las muras interiores devolvían los sonidos como las paredes de una caja armónica. A los gritos guturales de los mandanos se mezclaban los rugidos, juramentos y amenazas de los marineros ingleses.
«Cabeza de Piedra», con «Petifoque» y el hessiano, iba a precipitarse en la bodega para tomar parte en el combate, cuando detúvose repentinamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó «Petifoque».
—¿No habéis oído nada vosotros? —repuso el maestre.
—Yo, no.
—Ni yo tampoco.
—Es extraño.
—¿Por qué?
—Hubiera jurado que alguien me llamaba desde el lago.
—¡Diantre!… ¿Acaso te figuras que los peces del Champlain han aprendido tu nombre? —dijo «Petifoque», siempre dispuesto a chancearse del viejo bretón.
—¿Hay papagayos en el Poulignen? —chilló el maestre.
—Alguno que otro… —respondió, riendo, el gaviero.
—Entonces es que antes de salir de tu pueblo has robado la lengua a uno de ellos y le has hecho una que no puede estar parada, hasta que cualquier día…
Interrumpióse para prestar atención. Esta vez, entre el rumor de las olas del lago y los clamores que provenían del interior del barco, llegó distintamente a los oídos de los tres hombres una voz que decía:
—¡«Cabeza de Piedra»!… ¡«Cabeza de Piedra»…!
—¡Con miel mil diablos…, a mí me llaman!
—Es fertat, maestre —dijo Hulbrik.
—No me cabe la menor duda —confirmó «Petifoque»—, y comienzo a creer que soy un bestia…
—También yo pestia, también yo… —repitió el hessiano, en conmovedora solidaridad con el joven marinero.
En tanto, el maestre, olvidándose de indios e ingleses, muy ocupados en destrozarse mutuamente, se había precipitado hacia la amura de estribor, estirando el cuello y dirigiendo su mirada a la negrura.
—¡Ohé! ¿Quién me llama? —exclamó con voz de trueno.
—¡«Cabeza de Piedra» soy yo!…
—¿Dónde estáis? —volvió a oírse la voz.
—En el bergantín inglés.
—¡Venid al punto, maestre!
—¡Diablo! —murmuró «Cabeza de Piedra»—. Esa voz de hombre no me es desconocida.
—Ni a mí —dijo «Petifoque».
—Se diría…
—La voz de Jor, el canadiense.
—¿Habrán encontrado Wolf y él al traficante, y los tres juntos vuelven al campamento?
—¿Y los iroqueses?
—He ahí el punto oscuro de toda esta historia —masculló el viejo bretón, rascándose la cabeza con furia—. Si Riberac no ha conseguido convencer a esos pillastres de indios a fumar el calumet de la paz con mi tribu, te aseguro que mi cargo de sakem está corriendo un serio peligro.
—Y no digamos las trece mujeres —dijo el incorregible gaviero.
—¡Calla, mozo de Poulignen, que no es hora de chanzas! Mi dignidad de sakem y el poderío de la tribu que me obedece son cosas necesarias para el éxito de nuestra expedición.
—Es verdad; perdóname, maestre.
—Estás perdonado. Piensa, hijo mío, que sólo con la escolta de los mandanos y con su flotilla de barcas podremos llegar al fuerte de Ticonderoga y evitar un encuentro con la escuadra del general Burgoyne.
—Que, por cierto, aún no se ve…
—Pero se oye… Escucha…
Un nuevo cañonazo retumbó en el lago, más sonoro que los precedentes, lo que indicaba que las naves se aproximaban poco a poco, pero sin detenerse, en constante lucha con las olas y el viento contrarios.
—¡«Cabeza de Piedra»! —gritó la voz de antes, más próxima.
—¡Sí; es Jor! —repitió alguien al costado del bergantín, en el lago.
Al oír aquella especie de eco, los tres amigos se estremecieron.
—Éste que ha hablado es el secretario del marqués —dijo «Cabeza de Piedra».
—Rayos, pues, ¿de dónde sale?
—¡Por todos los campanarios de Bretaña, apuesto mi famosa pipa contra una botella de vino peleón a que el muy cobarde está escondido en el fondo de una barca arrimada al bergantín!
—¿Qué queréis, maestre? —repuso humildemente el secretario—. Yo no soy hombre de guerra…
—¿Por qué no os habéis quedado en el campamento?
—Me habéis conducido con vosotros contra mi voluntad.
—¡Ah, sí; lo había olvidado!
—¿Habéis terminado ya con los ingleses?
—Me parece que mis bravos mandanos están haciendo ahora colección de cabelleras.
En efecto, la lucha en el interior del bergantín parecía haber acabado, y, por cierto, con la peor parte para los marineros ingleses. Los indios estarían, sin duda, ocupados en escalpar a muertos, heridos y prisioneros, y en saquear despensa, camarotes y pañoles. El bergantín se hallaba materialmente invadido por aquella legión de diablos enfurecidos, que no habían oído los cañonazos de las naves ingleses o, al menos, no pensaban que de aquello se tratara.
«Cabeza de Piedra» no se atrevía a tomar una decisión, pues comprendía que estaba aún muy reciente su investidura de sakem para tener ya autoridad suficiente a arrancar a sus guerreros del placer del saqueo. En sus vacilaciones, vinieron a sorprenderle estas palabras, pronunciadas a unas cuantas docenas de metros de la nave:
—«¡Cabeza de Piedra», os juro que si no os embarcáis pronto con vuestros indios y tomáis tierra cuanto antes, estamos perdidos todos!…