CAPÍTULO X

«CABEZA DE PIEDRA», SAKEM

LAS líneas de los mandanos fuéronse estrechando poco a poco a fin de impedir cualquier intento de fuga por parte de los hombres blancos; pero ninguno de aquellos formidables guerreros había lanzado un grito que pudiese constituir ofensa para los desgraciados prisioneros. Permanecían tranquilos apoyados en sus viejos mosquetones, no dudando un punto del triunfo de su sakem blanco si tuviese la impensada fortuna de esquivar los golpes del tomahawk indio.

Solamente uno se había aproximado a los combatientes. No llevaba armas ni parecía guerrero, porque era giboso, y llevaba muchas plumas, también iba cubierto de collarines formados con dientes de bestias feroces y de vértebras de serpientes. «Cabeza de Piedra» que lo había visto acercarse, dijo al punto el sakem, haciendo ademán de coger la carabina.

—¿Quién es? Si intenta ayudarte, lo fusilaré.

—Es el sacerdote de la tribu —respondió «Oso de las Cavernas»—. Jamás ha combatido, porque tiene mucho que hacer con el Gran Espíritu. Deja tu fusil; este hombre no intervendrá, ocurra lo que ocurra. Fíjate, no tiene más que amuletos.

—Está bien. Despachemos porque comienzo a sentir frío, y nada hay como dar golpes para entrar en calor. Veremos quién es, de aquí a pocos minutos, el sakem de tu tribu.

—¡Pronto! —repuso «Oso de las Cavernas»—. He dado muerte a más de veinte hombres blancos y no sé a cuántos iroqueses y algonquinos. ¡Soy invencible!

«Cabeza de Piedra» quitóse el gorro y se inclinó, diciendo:

—Estoy conmovido de tener que habérmelas con tan formidable hombre de guerra. Saludo antes al vencedor, porque después no podré hacerlo.

Pronunció las anteriores palabras con un deje de ironía. El maestre cañonero no era hombre que tuviese miedo de un despreciable indio.

—Mi hermano rojo tendrá que despojarse, del escudo —dijo—. Yo no lo tengo.

—Mi hermano blanco tiene razón —repuso el sakem.

—Mi hermano rojo deberá despojarse asimismo del cuchillo de escalpar, porque yo no tengo ninguno.

El sakem arrojó al suelo el escudo y el cuchillo y adelantó tres pasos, diciendo con voz furibunda:

—Tú charlas como una mujer. Ya hubiese yo matado a diez hombres.

—¡Bum!… Haces más ruido que las piezas de treinta y dos de La Tonante. Aquéllas, sin embargo, mataban a filas enteras de enemigos, mientras tu lengua aún no ha hecho sucumbir a ninguno. Acaso tu tomahawk sí.

—¿No crees, pues, que yo sea un gran guerrero?

—No tan famoso como tú mismo te figuras. Yo seré un sakem más terrible y más admirado que tú.

—¿Cuántos enemigos ha matado mi hermano blanco?

—Tantos, que ya no recuerdo el número.

—Yo no he visto las cabelleras de tus enemigos.

—¡Estúpido! —gritó «Cabeza de Piedra»—. Yo soy un hombre blanco y no un salvaje que escalpa a sus enemigos vencidos. Cuando mis cañones los despenaban, yo los arrojaba al mar para que sirvieran de pasto a los peces. Era más rápido. ¿Vamos a empezar ya, bravo guerrero?

—¡Oh, sí! Ya es hora.

—Espera un poco.

Quitóse la casaca de paño grueso, forrada de piel de nutria, y envolviendo en ella el brazo izquierdo, dio tres saltos de través con la agilidad de un mono, levantando el hacha.

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La nieve seguía cayendo en grandes copos, girando en torbellino, mientras el viento proseguía lanzando horrendos mugidos. La floresta toda crujía horriblemente al choque de las ráfagas que venían del Champlain, desprendiendo a millares las ramas de los árboles. Solamente un piel roja y un bretón eran capaces de combatir en aquella noche horrible.

El sakem, al ver a «Cabeza de Piedra» saltar de aquel modo, lo había imitado, a fin de presentarle siempre el pecho.

—¡Camarada, mucho cuidado!… —gritó «Petifoque»—. Confiamos en ti, pero presérvate.

—He de tumbar a este salvaje —repuso el viejo bretón—. Tiene más miedo él que yo, os lo aseguro.

Dio tres saltos y cayó como un rayo sobre el sakem, que vacilaba, y lo atacó furiosamente, gritando:

—¡Tome mi hermano rojo este hachazo del hombre blanco para distraerse! ¡Muere ya!…

Las dos hachas se encontraron, despidiendo chispas, pero ninguno de los dos adversarios cayó.

El sakem había parado admirablemente el golpe dirigido a su cabeza o a su pecho.

—El «Oso, de las Cavernas» tiene las piernas firmes —dijo «Cabeza de Piedra», retrocediendo con presteza—. Eres un gran guerrero, pero soy más fuerte yo.

—¡Basta, mujerzuela!… —rugió el indio, que había creído terminar pronto con su adversario.

—¿Conque mujer?… —gritó el bretón—. ¡Mucho decir es eso!

Por segunda vez cayó sobre el sakem, levantando el brazo izquierdo, resguardado con la casaca. Un golpe terrible le hizo tambalearse, pero volvió a atacarle con rabia.

El tomahawk del indio se había enredado en los pliegues de la casaca, sin cortarla por completo.

«Cabeza de Piedra» aprovechó el momento para tirar a su adversario un golpe mortal. El hacha del marinero vibró un instante en el aire, sepultándose después con sordo rumor en la cabeza del indio. «Petifoque», Jor y sus compañeros lanzaron un grito estentóreo.

¡Victoria! ¡Victoria!

«Cabeza de Piedra» saltó hacia atrás con el tomahawk del indio prendido aún entre los pliegues de su casaca.

—¡Sí, compañeros, gritad victoria! —dijo con voz tonante—. He matado al coloso.

«Oso de las Cavernas», aunque tenía la cabeza abierta, permanecía aún en pie. Un ancho reguero de sangre le caía por el rostro. Tambaleándose un momento como un hombre ebrio, agitando locamente los brazos, dio dos vueltas sobre sí, y se desplomó al fin sobre la nieve, sepultándose en ella casi por completo. El sacerdote se aproximó a «Cabeza de Piedra», que se estaba poniendo de nuevo la casaca, y le dijo:

—La profecía se ha confirmado.

—¿Qué profecía? —preguntó el viejo bretón.

—El sacerdote que me educó, muerto hace ya muchos años, predijo que un día los mandanos tendrían por sakem un anciano de piel blanca.

—Lo habría soñado.

—«Vientre Obeso» era un gran sacerdote, que hablaba dos veces al mes con el Gran Espíritu.

—¿Y el buen Manitú le había dicho que un cierto «Cabeza de Piedra», venido de lejanas tierras, sería precisamente ese sakem blanco destinado a vosotros?

—Así debe ser.

—¿De modo que el jefe de vuestra tribu soy yo ahora?

—Has vencido al sakem rojo, a quien todos consideraban invencible, y todos, a partir de hoy, te obedecerán.

—¿Y si yo rehusase?

—Los guerreros te seguirán de todos modos por dondequiera que fueses.

—¿Cuántos son?

—Más de quinientos.

—¿Bravos todos?

—Hemos vencido muchas veces a los algonquinos y también a los iroqueses.

—¿Tenéis barcas?

—La tribu tiene su campamento junto a un río que desemboca en el lago, y no podría pasarse sin barcas. Tiene muchas piraguas, capaces de montar cada una más de quince hombres.

—¿Está helado el río?

—Aún no.

—Manda traer todas las barcas a la desembocadura del río. Tenemos que combatir contra hombres blancos que tripulan navíos.

—¿Casas flotantes?

—Llámalas como quieras, me es lo mismo. Di a los guerreros que acampen por ahora, pues no reanudaremos la marcha hasta que salga el sol.

—¿Y tus compañeros?

—¡Por cien mil campanarios!… ¿Querrías que los atásemos al palo del tormento? Son todos ellos parientes míos, muy valerosos. ¡El sakem soy yo, y basta! Sabré hacerme obedecer mejor que «Oso de las Cavernas». Y dime, ¿no tendrías alguna tienda para mí?

—Haremos levantarte una en seguida, gran sakem. También traeremos fuego, víveres y tabaco para ti y para tus parientes.

«Cabeza de Piedra» señaló hacia un dilatado grupo de altísimos pinos negros y dijo al sacerdote:

—Te aguardo allá. Estoy cansado de tanta nieve. Mis guerreros enterrarán el cadáver de su difunto jefe donde su cuerpo no pueda ser destrozado por los picos de las águilas blancas y de los dragones, o devorado por los lobos. Vuelve pronto.

Diciendo esto recogió la carabina, pendióse al cinto el tomahawk, que valía tanto o más que su hacha, y con sus compañeros se dirigió rápidamente hacia el grupo de pinos para ponerse a cubierto de los remolinos de nieve, que no cesaban un solo momento.

Cinco minutos después, veinte guerreros, guiados por el curandero, llegaron a todo correr, llevando sobre sus hombros grandes rollos de cortezas de abedules y estacas.

Los indios canadienses no hacen uso de tiendas de piel. El verdadero wigwam cónico, refugio característico de todas las demás tribus del Oeste, es desconocido entre ellos, a pesar de que anualmente matan un gran número de bisontes; pero de sus gigantescas pieles no se sirven sino para hacerse capotones o tapices.

Suelen preferir para sus tiendas la corteza de abedul o de olmo, que separan del tronco con rara habilidad, en un solo pedazo, convirtiéndola en una materia ligerísima y plegable como la tela. En sus expediciones guerreras llevan grandes cantidades de estas cortezas para improvisar chozas, pues el clima canadiense, en particular al Norte, es muy frío, Con algunas estacas clavadas en el suelo desenvuelven los pedazos de corteza, que se adaptan a cualquier forma, y a veces se construyen así verdaderas casitas, aunque siempre las dejan abiertas por un lado para dar salida al humo.

Los veinte guerreros levantaron en un instante una especie de sotechado, encendieron un buen fuego con ramas de pino saturadas de resina, cerraron tres lados para que la nieve no pudiese entrar profusamente y extendieron en el suelo grandes pieles de bisonte, mejores para su objeto que todos los tapices marroquíes de Rabat y los no menos célebres de los fabricantes persas en Ispahán y Teherán.

Algunos minutos después, otros diez guerreros se presentaron, trayendo una pata de oso asada, dulce de frambuesa en conserva, racimos de agraz y galletas de maíz.

—Gracias a Dios que tenemos casa —dijo «Cabeza de Piedra», despidiendo a sus guerreros con majestuoso ademán—. Dejadme solo y afilad en tanto vuestros tomahawks, pues pronto tendremos que combatir. Vaya también a descansar el sacerdote, pues no necesito por ahora de sus servicios.

—Gran sakem —dijo un viejo guerrero, deteniéndose bajo el dintel de la cabaña—, ¿a quién debemos nombrar tu segundo?

—Allá vosotros. Escoged al más fuerte y más inteligente y dejadme comer tranquilo.

Todos se retiraron, desapareciendo pronto entre remolinos de nieve.

«Cabeza de Piedra» salió de la choza para asegurarse de que nadie escuchaba desde fuera sus conversaciones; tiró de la tela de olmo destinada a cubrir el lado que aún quedaba abierto, a fin de que el viento no arrastrase mucha nieve dentro de la estancia, y se sentó al fuego, mirando a sus compañeros, sin pensar para nada en cenar.

—¿Qué pensáis vosotros de este nombramiento, que de un marinero ha hecho un jefe de guerreros salvajes? —dijo por fin.

—Que nos ha salvado a todos —dijo «Petifoque»—. Si hubieses renunciado habrían sido capaces de atarte al palo del tormento en vez de confiarte la jefatura de la tribu.

—¿Y qué hago yo con esta tropa, que no piensa más que en escalpar?

—¿Te olvidas del marqués?

—¡Ah… «Cabeza de Piedra», que la tienes llena de migotes! —dijo el viejo bretón, riendo—. En este momento ni me acordaba de él ni de la misión que a estos parajes me trae.

¡Pero si es mi fortuna verme convertido en un sakem…! Con quinientos hombres, valerosos a no dudar, se pueden hacer grandes cosas, y hasta llegar a Ticonderoga, ya que podemos contar con barcas. Quisiera saber dónde se ha metido Riberac. ¿Habrá ido a buscar a los iroqueses para conducirlos aquí?

—Es probable —dijo Jor.

—¿Y qué sucederá, si los iroqueses y los mandanos son enemigos que se odian a muerte? ¿He de lanzar a mi tribu contra los otros?

—Alguna vez las tribus de diversas naciones han sepultado el hacha de guerra y han sido amigos durante muchos años —dijo el canadiense—. Los hurones, por ejemplo, después de haber combatido a los iroqueses por más de un siglo, están ahora en buena armonía, y sus jefes han fumado juntos el calumet de la paz. ¿Por qué no habríamos de lograr otro tanto nosotros? Con mil guerreros podremos dar mucha guerra a los ingleses y salvar a la guarnición americana de Ticonderoga.

—¡Hum!… No hay que fiarse de estos hombres rojos.

—No, os engañáis; son más leales de lo que creéis.

—Entonces, ¿qué decidimos? —preguntó «Petifoque».

—Mañana, pase lo que pase, bajaremos al Champlain y haremos lo posible por capturar al marqués.

—Si es que ha desembarcado.

—Estoy bien seguro de que si el bergantín no se ha deshecho habrán encallado por lo menos. Hacían muchos disparos.

—¿Y si lográsemos apoderarnos de él?

—Lo mandaremos a Nueva York, para que su hermano le dé otra estocada.

—¿Quién se encargará de llevarlo?

—Vendría antes con nosotros a Ticonderoga. No me fío de entregarlo a mis guerreros de hocico rojo. Ese hombre sería capaz de corromperlos.

—No le dejaremos encima ni siquiera una guinea.

—Ni así me fío. Saint-Clair y Arnold nos darán una escolta mucho más segura. ¿Qué opina el señor Oxford?

—Que tenéis mucha razón —repuso el secretario del marqués.

—Ahora podríamos tomar un bocado y descabezar después un sueñecillo. No se está mal en esta cabaña de corteza de olmo. Abriga tanto como las pieles. ¡Eh!… ¿Qué es lo que tocan? ¿Es que mis guerreros, en vez de descansar, se ponen a bailar entre los remolinos de nieve?

—Son flautas tocando a muerto —dijo Jor—. Están celebrando el sepelio del sakem.

—¡Poblé diablo! Siento haberlo matado… Y por otra parte, no podía hacer otra cosa —dijo «Cabeza de Piedra»—. En su puesto me haré viejo, pues los bretones no naufragan sino de puro carcamal. Cuando mi abuelo cerró los ojos tenía casi cien años. Todavía soy yo muy joven para ir a disparar cañonazos al infierno.

—¡Con esos cabellos grises… —bromeó «Petifoque»— y esas arrugas!…

—Todavía no tengo un siglo. ¡Y basta! —repuso el viejo bretón, serio—. Aún estoy hábil como un gaviero, aunque tenga sobre la grupa un montón de primaveras. ¡Ea, pues!, vamos a catar esta pata de oso para vaciar nuestras botellas. Mira, «Petifoque», como se han animado de repente los ojos de los tudescos, ahora que iban a cerrarse. Estos jovenes tienen siempre un apetito fenomenal. Afortunadamente tenemos ahora cocineros indios que antes han de pensar en nosotros que en los guerreros.

Y tomando un cuchillo de manos de Jor, ya se disponía a trinchar la pata de oso, cuando a la entrada de la cabaña se oyeron voces femeninas.

—¿Quién viene a turbar el reposo del sakem blanco? —rugió «Cabeza de Piedra», furioso—. ¡Qué no podamos comer un bocado con tranquilidad!…

—Aquí están las mujeres del sakem, de «Oso de las Cavernas» —dijo Jor—. Lo menos son doce.

—¿Y qué quieren de mí?

—Como habéis matado al esposo, debéis tomarlas a todas con vos. Así es.

—¿Para qué?

—Es la costumbre de los mandanos.

—¿Convertirme yo en marido de doce mujeres? —gritó, espantado.

—Y no son muchas, en realidad —dijo Jor.

—¿Y que han de estar conmigo?

—Naturalmente.

—Las haré huir a pelotazos de nieve.

—Entonces los guerreros, que respetan a sus mujeres, aunque bárbaros, os mirarán de través. No os aconsejo hacer ningún desprecio a las viudas de «Oso de las Cavernas».

—Que entren, pues. Quiero al menos conocer a estas mujeres mías, con quienes jamás me he desposado ni me desposaré.

Jor levantó la tela que cubría el cuarto lado de la cabaña, y no doce, sino trece mujeres hicieron irrupción en ella, con grandes zalemas.

Las mujeres canadienses son mucho más hermosas que las que se encuentran en las tribus del Sur y de Occidente. Todas ellas tienen formas esbeltas, ojos bellísimos, muy expresivos y vivaces, líneas agradables, largos cabellos, muy negros y sobre todo una linda boca, siempre dispuesta a sonreír ante el esposo.

Las viudas del sakem llevaban vestidos muy vistosos, compuestos de casacas de piel de gamuza recamadas, fajas altas de seda, raras por entonces en el Canadá; túnicas de paño azul y mocasines de piel blanca con ribetes de variados colores. Todas ellas eran jóvenes y podían satisfacer incluso a un europeo.

—¡Mil rayos!… —clamó el sorprendido «Cabeza de Piedra», incorporándose de un salto—. ¡Nada menos que trece mujeres tenía «Oso de las Cavernas»! Ese número le ha acarreado desgracia… Si hubiera tenido doce tan sólo, acaso su tomahawk me hubiese partido la cabeza. ¡Trece!… ¡El fatídico número de Judas!

Las examinó una por una, mientras «Petifoque» y los dos tudescos se retorcían de risa, y se tiró de las barbas desconcertado.

—¡Picaro sakem!… —exclamó—. Después de todo, no tenía mal gusto.

—Muy bonitas, ¿verdad, maestre? —dijo el joven gaviero.

—¿Las quieres? Te las regalo todas.

—Me parece demasiado, camarada.

—Y además —dijo Jor— no aceptarían. Son las mujeres del gran sakem de rostro mal cocido y a él solamente guardarán fidelidad.

—¡Pero si no las quiero!… —rugió «Cabeza de Piedra»—. Nunca he querido cuestiones con mujeres blancas ni negras, ni amarillas, ni aceitunadas, ni rojas.

—Pues con todo, maestre, no tenéis otro remedio sino conservarlas, pues se trata de vuestro prestigio. Un gran sakem sin una docena de mujeres no sería respetado.

El viejo bretón tiró el gorro al suelo y se rascó rabiosamente la testa.

—¡Trece mujeres! —exclamó, con un gesto de horror—. ¡Si pudiera enviárselas a mis amigos de Batz!…

—No irían, os lo aseguro; siempre las tendréis pegadas a los calzones —dijo el canadiense.

—¿Y qué voy a hacer con ellas yo, mil diablos?…

—Os prepararán los alimentos, os coserán la ropa…

—¿Cuál? No tengo más que la puesta; mi equipaje se perdió con la tartana.

—Ellas os harán otra nueva antes que os quedéis en camisa.

—Me parece que te burlas de mí, Jor —dijo «Cabeza de Piedra».

—De ningún modo. Las mujeres se encargan de vestir a los guerreros, que sólo cuidan de sus ornamentos de plumas y de sus colores para prepararse al atavío de guerra.

—Camarada —dijo «Petifoque», sin dejar de reír—, no te empeñes en mostrarte más salvaje que un piel roja. Hace ya diez minutos que estas desgraciadas están ante ti tiritando de frío, y ni siquiera les has dicho que se sienten. ¿Dónde quédó la galantería francesa? Van a formar un mal concepto de todos nosotros.

—No he conocido más galantería que la de los masteleros —gruñó el bretón.

—Sé cortés y ofréceles algo. Todavía nos queda un poco de pata de oso, dos pemiles y salchichones ahumados.

—Los salchichones para los tudescos, que no pueden pasarse sin ellos.

—Dales los pemiles.

—Ocúpate tú de eso —dijo el bretón cargando su pipa.

—¿Y si se enamoran de mí?

—¡Ojalá!…

—¿Me dejas carta blanca?

—Te considero ya como marido efectivo.

—No; ahora no. Y además, trece son muchas. Ya que me lo permites, haré yo los honores de la casa. Seré tu ayudante de campo.

—Haz lo que quieras. Déjame fumar.

«Petifoque», ayudado de Jor, que no podía contener la risa, extendió delante de las viudas una gigantesca piel de bisonte, invitándolas a sentarse y a calentarse al fuego. Seguidamente les dio los restos de la cena, un par de jamones y una botella, la última, que «Cabeza de Piedra» hubiera preferido beberse él mismo. Jor había cortado en grandes lonjas los pemiles de puerco salado, agregando algunas galletas de maíz.

Las trece viudas, consoladas bien pronto de la pérdida de su primer esposo asaltaron la cena con voracidad casi bestial, disputándosela hasta a puñetazos. «Oso de las Cavernas» debía de haber hecho muchas economías en cuanto a los víveres destinados a sus mujeres.

—¡Qué apetito! —dijo «Petifoque», mirándolas con curiosidad, mientras permanecía en pie ante ellas, con las manos en los bolsillos—. ¿Cómo me las voy a arreglar yo para mantener a todas con mi paga de gaviero? ¡Al demonio!… Allá se las componga «Cabeza de Piedra».

—¡Eh, tú, bribonazo… que no soy sordo! —dijo el viejo bretón, fumando rabiosamente, y envolviéndose en una verdadera nube de humo acérrimo—. ¿Crees tú que un maestre cañonero gana bastante para dar de comer a trece mujeres?

De mi mesada no me quedó jamás una guinea.

—Porque bebías demasiado.

—¡Vete al diablo!… No me hagas rabiar más.

—¡Pero si aquí no tenéis que gastar nada, ya os lo he dicho! —dijo Jor—. La tribu proveerá de todo.

—¿Y te figuras tú que voy a terminar mis días en la orilla de este lago, siendo jefe de una banda de salvajes? A la primera oportunidad los planto a todos y volveré al mar, a disparar cañonazos contra los ingleses.

—Te llevarás las mujeres, ¿verdad? —inquirió «Petifoque».

—¿Quieres que me convierta en un lobo hidrófobo? ¡Al diablo mis mujeres, que yo no las he buscado! Otro sakem las tomará consigo.

—Poco galante eres, «Cabeza de Piedra».

—«Oso de las Cavernas» no lo habrá sido más. Y punto. ¿Vamos a dormir? Mañana, si amaina el temporal, partiremos.

Echó al fuego las cenizas de su pipa, y estirándose sobre la suave piel de bisonte acomodó los brazos debajo de su cabeza y cerró los ojos. Las trece mujeres, al ver dormir a su señor, creyeron conveniente imitarlo. La botella de ginebra quizá ayudó un poco a decidirlas. «Petifoque» cerró bien la cabaña y tumbóse al lado del canadiense. Los tudescos y el secretario del marqués ya roncaban. Fuera la tempestad rugía sin cesar, sacudiendo la cabaña, y la nieve seguía cayendo.

Todos dormían profundamente, hasta que, pasadas dos horas, el bretón, acostumbrado a dormir con ojos avizor y oído atento, creyó percibir dos sordos gruñidos.

—¡Por cien mil campanarios!… —exclamó, incorporándose bruscamente—. ¿No vamos a poder dormir esta noche? ¡Diferencia va de esto a los cuartos de guardia a bordo de La Tonante!

Por precaución empuñó el tomahawk, del sakem, y saltando por encima de sus compañeros dormidos, que roncaban descuidados, se acercó a la entrada de la cabaña, escuchando atentamente.

—¿Sueño o estoy borracho? Pero me parece estar bien despierto, y no he bebido tampoco más que algún vaso. Aquí, detrás de la tela, hay osos.

—¿Qué refunfuñas, «Cabeza de Piedra»? —preguntó en voz baja el joven gaviero, que en aquel momento se despertaba—. ¿Riñes a tus trece mujeres? ¡Déjalas dormir, hombre!

—Ven a escuchar, camarada —dijo el viejo bretón—. No se trata de mis mujeres ahora. Quieren entrar en nuestra casa.

—¿Serán los mandanos, que vengan a matarnos?

—Tampoco tienen que ser los indios. ¡Hay osos aquí fuera!

—¡Eh!… ¿Quieres asustarme?

—Sé bien que tienes valor hasta para vender el que te sobra; no hay para qué probarte.

—¿Cómo quieres que se atrevan los osos a asaltarnos en medio de un campamento guardado por quinientos guerreros?

—Pues así y todo, creo que no me engaño —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¿Oyes? Esos son gruñidos que no se pueden confundir con los aullidos de los lobos ni con el rugido de los jaguares.

—Me parece que no estás equivocado —dijo el joven marinero, cogiendo precipitadamente su carabina—. ¿Damos la alarma?

—No asustemos a mis graciosas mujeres —repuso, irónico, el bretón—. Vamos a ver si por casualidad nos hemos engañado.

Prendió de su cintura el tomahawk, enarboló una gruesa rama llameante, arma incomparable contra las bestias feroces que atacan de noche, y arrancó de un tirón el trozo de tela que servía de portada.

Un grito de estupor se escapó de sus labios.

Ante él, medio hundidos en la nieve, se hallaban los dos últimos osos de «Águila Blanca», y lo que era más extraordinario, cada uno de ellos llevaba colgado al cuello uno de los cuatro grandes tambores que Riberac había puesto a disposición de sus amigos, y que ninguno había pensado en llevar consigo en su precipitada fuga.

—¡Cuerpo de… una trompeta desafinada!… —masculló el bretón—. ¿Estoy soñando?

—Ni tú sueñas, ni yo tampoco —repuso «Petifoque»—. Éstos son los osos de «Águila Blanca», los compañeros de «Nico».

—¿Cómo están aquí?

—Como su patrón ha muerto, habrán seguido nuestras huellas. Ya sabes que nos demostraban cierta inclinación.

—Peligrosa. Hasta nos atacaron.

—Porque los impulsaba «Águila Blanca».

—¿Y los tambores? Son dos de los que llevábamos.

—No es posible engañarse.

—¿Quién se los habrá colgado al pescuezo?

—Quizá el mismo «Águila Blanca» antes de morir.

—No lo entiendo.

—Ni yo tampoco lo veo claro —dijo el joven gaviero.

—¿Los matamos?

—Tú dijiste que tu abuelo fascinaba a los osos polares.

—Así me lo contó mi padre.

—Acaso tus ojos posean aún algo de aquel extraño prestigio. ¿No eres tú su nieto?

—¿Y qué quieres que haga con esas bestias?

—La llevaremos con nosotros, y cuando nos falten víveres nos las comeremos una tras otra.

—Quizá tengas razón. Si los matásemos regalaríamos alga de carne a los mandanos, y mañana no tendríamos ni una pata siquiera.

—Y además, mira qué tranquilos están. Se diría que esperan de tu parte una caricia o una palabra cariñosa.

—O alguna sonata más bien —respondió el maestre, riendo—. Ya sabes que les agrada el redoble del tambor.

El señor Oxford se encargará de darles ese gusto. Cuando el secretario batía el pellejo de asno demostraban un regocijo sin igual, y, en cambio, su desagrado era evidente cuando redoblaban los tudescos.

Los dos osos, en efecto, permanecían quietos, sin hacer caso de la nieve, que amenazaba cubrirlos. De cuando en cuando bostezaban, lanzando bocanadas de aliento cálido y hediondo, y tendían el pescuezo, levantando los tambores.

—«Águila Blanca» los ha amaestrado maravillosamente, no hay que negarlo —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¿Quién hubiera dicho que el viejo cañonero de La Tonante había de verse un día jefe de una tribu de salvajes y domador de osos?

—Y con trece mujeres —añadió maliciosamente «Petifoque».

—Cierra el pico; no me hables de eso.

Aproximáronse a las bestias, espléndidos osos negros, gordos y lucidos, que podían competir en alzada y peso con los mismos osos grises, y les acarició el hocico, quitándoles los tambores. Los dos osos mostraron satisfacción a gruñidos, y libres de la nieve que los cubría, se metieron en la cabaña.

El secretario del marqués y los dos hessianos se habían despertado, en tanto que las viudas del sakem seguían durmiendo plácidamente cerca del fuego, tendidas sobre la gigantesca piel de bisonte.

—Dejad los fusiles —dijo adelantándose rápido «Petifoque» al ver a los otros armar los gatillos—. Son amigos nuestros, compañeros de «Nico I».