CAPÍTULO IX

EL RETO DEL OSO DE LAS CAVERNAS

EN efecto, los cuatro plantígrados se habían presentado de improviso y daban vueltas en torno al fuego, lanzando rugidos de furor, molestos al encontrarse con aquel obstáculo, para ellos difícil de salvar.

Se incorporaban sobre sus patas traseras para mirar mejor dentro de la grieta del pino, y luego, presas de violentísima cólera, se revolcaban en la nieve, completamente insensibles al frío agudísimo y a las ráfagas, redoblando sus rugidos.

—Sin la fogata, esa canalla estaría ya aquí dentro —dijo «Cabeza de Piedra», oprimiendo entre sus dedos el gatillo de su carabina—. Es el indio quien los ha vuelto a conducir hasta aquí. No me había engañado.

—¿Probamos a batir los tambores? —preguntó «Petifoque».

—Deja en paz los pellejos de asno. Estoy seguro de que para nada nos aliviarían.

—Entonces, matémoslos a tiros.

—Despacio, amiguito. Son cuatro todavía.

—Pero, sea como fuere, hemos de desembarazarnos de ellos —dijo Jor—. No podemos descansar ni una hora siquiera con esos animalitos encima.

—No podemos hacer más que seis disparos a la vez, porque no cuento el mosquetón del indio, que empuña ahora el señor Oxford —dijo Riberac—. Podremos matar uno, o a lo sumo dos, pero los otros se nos echarán encima sin darnos tiempo a preparar las armas.

—Tenemos la hoguera.

—Pero podrán dar fácilmente la vuelta, Jor —repuso el traficante—. Si el indio los azuzase, ya estarían dentro del refugio.

—Lo mismo pensaba yo —dijo el viejo bretón—. La fogata no es tan extensa que no puedan rodearla por un lado o por el otro. Con todo, hay que decidirse. Ya estoy hasta los pelos de esos endemoniados bichos.

—Esperemos al amanecer —dijo Riberac—. Si se contentan con revolcarse en la nieve, dejémoslos tranquilos.

—Parece que ya se cansan de ese entretenimiento —dijo «Petifoque»—. Ya se han incorporado y se preparan a desafiar hasta el humo. Entre los mugidos del viento me ha parecido oír un silbido, una señal del indio, sin duda alguna.

—¡Si le echamos la vista encima a ese canalla!… —gritó furibundo «Cabeza de Piedra»—. Yo creo que ha vivido demasiado y va buscando la muerte. Estemos alerta.

Los cuatro plantígrados se habían acercado a la lumbre y siempre avanzando sobre sus patas traseras, para que su salto fuese más potente, y se disponían a rodearla por la derecha, en tanto que los silbidos de «Águila Blanca» se percibían más agudos cada vez.

—Señor Riberac —dijo—, éste es el momento de empeñarse a fondo. El alba está aún muy lejos para que la esperemos.

—Estoy conforme —repuso el traficante—. Disparemos, pues, las carabinas, y el hacha después. Señor Oxford, ¿podremos contar con su mosquetón?

—Ya lo veremos —dijo el secretario—. La culata pesa mucho y de algo me servirá.

Los osos se precipitaban rugiendo. En un instante los siete hombres se echaron a la cara sus armas y dispararon casi a quemarropa. Otro oso cayó esta vez; pero los tres restantes permanecían en pie, más o menos heridos, pero tanto más peligrosos por consiguiente.

Los plantígrados, excepto los blancos y los grises, no asaltan casi nunca; pero si los hieren, no vacilan en lanzarse a la desesperada sobre sus adversarios, validos de su fuerza y de la robustez de sus garras.

Los siete hombres, cuyas armas estaban descargadas y no a punto de cargarlas en el acto, se replegaron confusamente hacia el refugio, y una vez allí blandieron sus hachas. «Cabeza de Piedra» fue el primero en chocar con el primer asaltante, que perdía sangre en abundancia por una herida recibida en pleno hocico, y lo asaltó como si se hallara en el abordaje de un navío. De un terrible hachazo le cortó limpiamente una pata, haciéndole prorrumpir en espantosos aullidos. En seguida lanzóse contra el segundo.

«Petifoque», Jor, el traficante y los dos tudescos también se habían precipitado contra los peligrosos animales. El señor Oxford, por su parte, no teniendo hacha, recogía ramas incandescentes y las arrojaba a las fieras, haciendo llover sobre ellas una verdadera lluvia de chispas, mientras procuraba no abrasar a sus nuevos amigos.

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Otro oso, espantosamente mutilado, sin orejas y con una mandíbula colgando, cayó para no levantarse más. Los otros dos, uno de ellos ya manco por obra de «Cabeza de Piedra», después de intentar en vano ahogar a sus adversarios, entre sus poderosas patas, espantados además de las chispas de fuego que le arrojaba el secretario del marqués, se decidieron, al fin, por emprender la retirada, a pesar de los silbidos estridentes del indio, dejando sobre la nieve un reguero de sangre.

—¡Dos menos! —dijo el viejo bretón, secando su hacha en un montón de hojas acumuladas por el viento—: Nico I y Nico II ¿No se habrá convencido aún el indio de que somos hombres que escapemos ante sus osos? Señor Riberac, ¿será el tal un hurón?

—Ni pensarlo —repuso el traficante—. Lo hurones combaten de frente, y ese miserable no osa siquiera presentarse ante nosotros. Es un indio cualquiera, expulsado de su tribu; más bien mandano o algonquino que hurón, y convertido ahora en un peligroso bandido.

—¿Será espía de los ingleses?

—Puede ser. ¿Quién podrá asegurarlo?

—¿Vamos a sacarlo de su escondite?

—¿Con esta oscuridad y este viento? Pensad que sus osos aún están en condiciones de hacernos frente, aunque bastante quebrantados.

—Nuestros fusiles servirán de poco dentro del matorral en que se oculta el indio —dijo Jor—. El señor Riberac tiene razón. Esperemos el alba antes de tomar una decisión. Ponerse en camino con este huracán, que rompe las ramas y hasta los árboles troncha, sería una locura. Ya que hemos descubierto otro refugio, aprovechémonos de él, al menos por esta noche.

Recogieron piñas, ramas y hojas y alimentaron la fogata, que despedía llamaradas altísimas; tornaron después a la brecha del gigantesco árbol y volvieron a cargar las carabinas.

Entre los aullidos del viento se oían los rugidos salvajes de los dos osos. Las pobres bestias no debían de hallarse muy a gusto después de recibir tantos hachazos y tantos proyectiles en pleno cuerpo.

«Cabeza de Piedra» encendió de nuevo su famosa pipa y se volvió asentar junto al señor Riberac que a su vez había encendido su último cigarro de Virginia. Los demás se habían sentado detrás de ellos y escuchaban, no sin ansiedad, los continuos gruñidos de las dos fieras, refugiadas probablemente en el macizo que servía de asilo a «Águila Blanca».

—¡Qué lástima no tener alguna de las pieles que os han destruido los ingleses! —dijo «Cabeza de Piedra», que, como ya sabemos, no podía dar reposo a la lengua.

—Nos pasaremos sin ellas —respondió filosóficamente el tratante—. Pero aún no ha terminado la historia del marqués de Halifax y el barón, ¿no es cierto?

—No; el señor Oxford la ha dejado en la mitad.

—Proseguid vos entonces, maestre.

—Seré breve. Nosotros estábamos sitiados en Boston, pues las trincheras americanas, cuyas baterías vomitaban día y noche un furioso fuego sobre la desgraciada ciudad, era imposible atravesarlas. Habíamos conseguido arrebatar al marqués la rubia miss, pero un mal día fuimos descubiertos. El marqués se había repuesto y no soñaba más que en ahorcar a su hermano.

—¿Es posible tal infamia?

—El verdugo de Boston, comprado por mí, lo salvó vaciando hábilmente la cuerda que debía hacerle bailar en el aire, y que se partió al peso del barón. En aquel momento los americanos se lanzaron vigorosamente al asalto, de modo que pudo ser salvado; pero mientras, el marqués consiguió apoderarse de la miss y trasladarla a bordo de su fragata, que se hallaba en medio de las incontables naves del almirante Howe. Cuando los ingleses se rindieron, con el derecho de embarcarse sin la artillería emplazada en los fuertes, nos apresuramos a montar La Tonante, anclada aún en el río Mistic. Hicimos en seguida rumbo a las Bermudas,' donde encontramos cuatro navíos corsarios armados por nobles franceses, los cuales arbolaban el pabellón americano, y con su concurso nos dimos a la caza de la muy excelente fragata del marqués.

—¿Y la pudisteis alcanzar y abordar?

—Le dimos alcance, sí; pero no pudimos abordarla, porque cuando más seguros estábamos de poderla expugnar fácilmente, dos balas encadenadas nos destrozaron el palo mayor, inmovilizándonos en plena carrera. Mary de Wentwort estaba perdida otra vez para el desgraciado barón. Apenas reparadas las averías emprendimos un largo crucero en busca de la fragata, que sabíamos navegaba hacia el Norte, en tanto que todas las naves de Howe, dirigidas hacia el Sur, naufragaban miserablemente entre las islas Antillas. Fue un crucero largo y terrible que duró muchas semanas; pero un día pudimos al fin saber que el marqués, con la muchacha, se había refugiado en la fortaleza de Sandy-Hook. A pesar de las protestas de la miss, había sido acordado el matrimonio, y se verificaría en la cripta de la capilla de San Jacobo. Ayudados por algunos amigos, invadimos una caverna que comunicaba con la inmensa iglesia, y cuando el sacerdote se preparaba a celebrar la ceremonia irrumpimos furiosos, empeñando una lucha terrible con los marineros y oficiales ingleses.

—¿De manera que no tuvo efecto?

—No, porque Mary Wentwort es hoy la esposa del barón McLellan. El lord, empero, aprovechó la confusión para llevarse a la joven y refugiarse a bordo de su fragata. Esperaba acaso mar adentro antes de nuestra llegada; pero no le dimos tiempo. Con nosotros teníamos cuatro navíos bien armados. Abordamos la fragata antes que pudiese acudir en su auxilio la guarnición de Sandy-Hook, y los dos hermanos se atacaron a punta de espada por segunda vez.

—Y le tocaría la peor parte al marqués, supongo.

—En efecto, salió con otra estocada; pero, sin duda, el barón, bastante más ducho en el manejo de las armas, no quiso terminar con su adversario, y de nuevo la quilla dura del marqués pudo resistir sus averías. Mientras tanto, Washington se había apoderado de Nueva York, derrotando por completo a los ingleses y poniéndoles en fuga precipitadamente. Nos dimos a la vela con dirección a dicha ciudad, y pocos días después la rubia miss se convertía en la baronesa de McLellan.

—El corsario fue demasiado generoso —dijo el traficante—. ¿Y por qué está el marqués ahora en el lago, mientras su hermano continúa en Nueva York?

—¿Usted lo sabe? Eso nadie más que el señor Oxford podría decirlo.

—Y lo diré —dijo el secretario, que había escuchado el relato desde su principio—. Porque está seguro de encontrar aquí a su hermano y darle muerte.

—¡El capitán abandonar Nueva York!… —exclamó «Cabeza de Piedra»—. No me habría enviado a mí con «Petifoque».

—Es que entonces lo mismo él que Washington ignoraban la fuerza de la flotilla inglesa que se prepara a atacar a Ticonderoga. Hará falta un hombre de mar capaz de encargarse del mando de las tartanas y bergantines americanos, y ya veréis cómo el capitán de La Tonante no tardará en acudir.

—¿Conduciendo consigo a su esposa?

—Así lo creo —prosiguió el secretario—. No estaría tranquilo dejándola en Nueva York. Hay allí muchos traidores vendidosaloro inglés. ¡Algo sé yo de eso!

—Me lo figuro —repuso «Cabeza de Piedra»—. ¿Aquí el capitán? ¡Ah, qué contento estaría si lo volviese a ver!…

Entonces es absolutamente preciso que cumpla la misión que me confiaron antes que él llegue.

—Esperad a que podamos disponer de una chalupa —dijo Riberac—. Si los iroqueses han bajado ya hasta el lago, podremos conseguir de ellos cuantas queramos. «Caribú Blanco» no es «Águila Blanca».

—Pero mientras, pasan los días y las naves inglesas invadirán el Champlain.

—¡Callad, callad!… —gritó Jor—. Una tribu india atraviesa el bosque. Apaguemos el fuego al instante. En vez de los iroqueses, pueden ser los mandanos o los algonquinos, guerreros harto feroces para que nos respetaran.

Todos se pusieron en pie y empujaron hacia el brasero montones de nieve, sofocándolo completamente. Las últimas chispas se habían disipado y una profunda oscuridad envolvía el pino, cuando se oyó en el macizo donde se habían refugiado los osos heridos resonar la poderosa voz de «Águila Blanca».

—El himno de guerra de los mandanos —exclamó Riberac—. Lo he vuelto a oír.

—Sí, sí, los mandanos —confirmó Jor—. ¡Oíd, Oíd! Os lo traduciré yo, que conozco muy bien todos los dialectos de los pieles rojas canadienses. «Águila Blanca» no era iroqués, como pretendía.

—¡Ah… dos veces canalla! —exclamó el viejo bretón.

El indio, para llamar seguramente la atención de sus compañeros, que desafiando el huracán de nieve bajaban hacia el lago con las otras tribus, empezó su belicoso discurso de este modo:

—Lugares que el sol ilumina con su luz y a los cuales presta su nocturno candelabro de los rayos pálidos… Lugares que veis crecer las hierbas, correr las aguas, rumorear los torrentes y retumbar las cataratas; escuchad todos: Sabed que nos movemos en son de lucha y que las hachas de guerra han sido desenterradas. Hombres somos nosotros, quienes vamos al encuentro de nuestros enemigos, que huirán como viles squiws (mujeres), ante nuestros tremendos golpes. Sí, como una mujerzuela pusilánime retrocede y tiembla como la serpíente; mis ojos despiden chispas bajo las breñas; nuestros enemigos, atemorizados con sólo oír nuestro himno de guerra, huirán como cervatillos, más cobardes aún que ellos. Huirán en los bosques, temblorosos a cualquier rumor de hoja que cae; dejarán caer sus vestidos y sus tomahawks, y cuando vuelvan, si aún vuelven con vida a sus poblados, la vergüenza y el desprecio los oprimirán. O en medio de las nieves y de los vientos gélidos, cuando los bosques desnudos y estériles no den más fruto, morirán de hambre. Mueran nuestros enemigos, que huirán del combate con el vientre henchida de hierbas, lejos de sus tiendas, sin amigos, sin consuelo, maldiciendo el día en que se pusieron en el sendero de la guerra contra nosotros, más valerosos. Nuestras hachas quedarán en sus aldeas como trofeo manifiesto y noble de nuestro valor. Si tienen arrestos para traérnoslas, cien cabelleras arrancadas y pintadas de varios colores adornarán nuestras tiendas, y cien prisioneros serán atados al palo del tormento para sufrir las más atroces torturas. Mas nosotros partimos… ¡Ah!… ¿Quién de nosotros volverá? Pobres niños, dulces esposas, ¡adiós!… Por vosotros, por vosotros solos nos es cara la vida; pero dejad de llorar. La batalla no espera, y acaso nos veréis pronto de nuevo. Bravos guerreros; pensad en vengar nuestra tribu de las ofensas padecidas y a vuestros jefes, si por desgracia cayeran guiándonos al ataque. Sofocad, haced que cese el grito terrible de nuestra sangre derramada, alzando contra el enemigo vuestras potentes hachas. Inundad con su sangre los bosques, testigos de nuestra victoria, para que no puedan decir a sus hermanos que no hemos destruido.

La robusta voz de «Águila Blanca» cesó entonces. A lo lejos, otra voz, no menos potente, había respondido:

—Los mandanos están en el sendero de la guerra; ya vienen dispuestos al combate.

—Señores —dijo a este punto Jor, palideciendo—. Huyamos pronto. «Águila Blanca» sabe que estamos aquí y nos hará prender en el acto.

—¿Y adónde ir? —preguntó «Cabeza de Piedra».

—Hacia el lago —repuso el canadiense—. Si los iroqueses han llegado ya, nos pondremos bajo su protección.

—¡Maldito país!… ¿Qué no podamos descansar seis horas siquiera?

—¡Escapemos! —dijo Riberac—. Los mandanos están ya muy cerca.

—Nos llevaremos aunque no sea más que alguna botella y un par de pemiles —dijo «Petifoque».

No había necesidad de recomendar tal cosa, pues los dos hessianos, que tenían interés por las comidas más o menos regulares, habían cargado ya con las lenguas de bisonte y salchichones, y el secretario del marqués, por su parte, también había embutido en sus amplios bolsillos un par de botellas.

Los siete hombres, que veían aproximarse rápidamente el peligro, dejaron el gigantesco pino y se lanzaron en desenfrenada carrera a través del matorral, sin preocuparse de los mugidos del viento ni de la nieve que ininterrumpidamente dejaba de caer.

Riberac había tomado el mando del grupo, por conocer los alrededores del lago mejor que Jor. Ya habían pasado felizmente tres o cuatro macizos de arces, cuando se oyó de nuevo la voz de «Águila Blanca».

—¡De prisa, mis pequeños, a ellos!…

El miserable se había dado cuenta de la fuga de los canadienses y corría detrás, seguido de dos osos, los únicos que le quedaban, pues el tercero seguramente había quedado muerto entre la espesura, con alguna bala en el cráneo.

—¡Deténganse los hombres blancos! —rugió, blandiendo furioso el hacha—. Mis compatriotas vienen corriendo, más ágiles que alces, y, si no obedecéis, os atarán al palo del tormento.

Sonó un tiro. «Cabeza de Piedra», deteniéndose un momento para apuntar, había herido a su perseguidor, qué cayó tendido en la nieve, entre sus dos osos.

—¡Muere, perro!… —gritó el terrible marino—. Ya habías vivido demasiado.

—¿Estás seguro de haberlo matado? —preguntó «Petifoque».

—Sé que lo he parado y que sus bestias se han agazapado junto a él. Por ahora me basta. Si lo he herido tan sólo y se cura, en otra ocasión no librará el pellejo. ¡Corramos… corramos!… Los mandanos están ya encima, y si nos cogen no tendrán misericordia.

Los fugitivos reanudaron su carrera bajo la tempestad de nieve, haciendo un llamamiento a todas sus fuerzas. En lontananza se oyeron algunos disparos, seguidos de agudísimos gritos, que parecían proceder de una jauría inmensa.

Siempre se ha escrito que los indios, cuando entonan su himno de guerra, aúllan de un modo terrible. No es así: ladran como perros, y tal himno nada tiene de espantoso.

—¡Corramos…! ¡Corramos!… —repetía incesantemente el viejo bretón, que todavía alardeaba justamente de una agilidad extraordinaria—. Mi cabellera es ya muy cana; pero, con todo, quiero conservarla.

Durante una hora corrieron desesperadamente, aguijoneados por el temor de ver caer sobre sus espaldas aquella horda de bárbaros sanguinarios; por un breve instante se detuvieron para tomar alientos y beber un sorbo de ginebra, con objeto de combatir el frío intenso que reinaba en el bosque.

Parecía que los mandanos se hubieran detenido a su vez o hubieran perdido la pista, porque la nieve había cubierto en seguida las huellas de los fugitivos.

—Señor Riberac —preguntó «Cabeza de Piedra», que resoplaba como una foca—. ¿Estamos aún lejos del lago?

Iba a responder el preguntado, cuando hacia la parte del Champlain se oyeron algunos cañonazos, como si una nave maltratada por la tempestad pidiese desesperadamente auxilio.

—¡El bergantín!… —exclamó «Petifoque».

—Sí, las que truenan son las piezas pequeñas de doce —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¡Ah…, si pudiésemos llegar a tiempo para asistir al naufragio del navío y atrapar al maldito marqués!…

—Demasiado tarde —dijo Jor, deteniéndose bruscamente—. Los mandanos nos han tomado la delantera.

—Y más ligeros que los pieles rojas me parece que han estado otros, patre —dijo Wolf.

—¿Quiénes?

—El traficante, que iba delante de nosotros, ha desaparecido.

—¿No lo ves todavía?

—Yo haperlo fisto correr como un pisonte —se adelantó a decir Hulbrik.

—No; como un lobo —dijo el secretario del marqués.

—¿Nos habrá abandonado por salvar su cabellera o habrá ido en busca de los iroqueses? ¿Qué dices tú, Jor?

—Así lo espero —respondió el canadiense—. Conoce mejor que yo y que los mandanos estas orillas del lago y no dudo de volver a verlo.

—¿Y dices que estamos rodeados?

—Los pieles rojas, más ligeros que nosotros, nos tienen casi cercados. Ved sus líneas negras destacarse sobre la blancura de la nieve.

—¡Muerte y maldición!… —rugió el viejo cañonero—. ¡Qué tenga yo que dejar aquí mi cabellera!

—¿Y las nuestras, no las cuentas? —preguntó «Petifoque», que jamás perdía su habitual buen humor.

—Jor, ¿qué hacemos? ¿Presentar batalla?

El canadiense encogióse de hombros, y dijo, después de una pausa:

—Hay más de quinientos, con armas de fuego.

—¿No podían tardar aún media hora en alcanzarnos?

—No tienen callos en los pies —dijo «Petifoque».

—No chancees, bergante.

—¿Qué vamos a hacer? Dejaremos en manos de esos bandidos nuestras cabelleras.

—¿Yo dejarme escalpar? ¡De ningún modo!… No quiero volver un día a Batz sin un poco de pelo en mi dura testa.

—Tampoco me agradaría a mí presentarme en las laderas de Pontiguen con la cabeza pelada.

—¡Si no fuera más que la peladura!… —dijo Jor, visiblemente preocupado.

—Veamos —dijo el viejo bretón, mientras en el lago continuaban sonando cañonazos—. ¿No conoces a ningún jefe mandano?

—Conozco a muchos iroqueses y algonquinos; pero mandanos no conozco a ninguno —repuso el canadiense, cuyo rostro aparecía cada vez más sombrío.

—¿Y son de temer esos guerreros?

—Odian al hombre blanco porque ha exterminado los inmensos rebaños de bisontes. Mirad con qué perfección nos han encerrado. Estados cercados por todas partes.

—¡Dichoso el traficante!… Al menos él ha tenido tiempo de ponerse a salvo.

Apretadas filas de guerreros, con la rapidez del rayo, deslizándose sobre patines por la nieve deshecha, habían cerrado como en un círculo a los seis desgraciados, impidiéndoles toda retirada.

Iban vestidos de pieles, adornados con multitud de plumas de águila y de pavos salvajes, que les daban un aspecto pavoroso.

Además, sujetos, ellos sabrían cómo, llevaban cuernos de bisonte en la cabeza.

—¡Ah, qué figurones!… —dijo «Cabeza de Piedra»—. Y llevan los morros pintados, si no me engaño.

—Es un atavío de guerra —repuso Jor.

En aquel momento, un hombre de altísima estatura, como suelen ser todos los salvajes canadienses, se destacó de las filas y avanzó hacia los hombres blancos, blandiendo furiosamente su hacha de guerra.

—¡Ah!… —dijo en un francés inteligible—. ¡Sois los matadores de «Águila Blanca»!

—¿Ha muerto por fin ese bribón? —repuso «Cabeza de Piedra»—. Y los osos, ¿qué tal? Espero que le hayan seguido a las praderas celestes, por dar gusto al gran Manitú.

El indio, un sakem, a juzgar por su armamento formidable y por las tres plumas de águila que sobresalían detrás de los dos cuernos de bisonte, se había acercado rápidamente. Estaba armado de un fusil, hacha, cuchillo de escalpar, y a la izquierda llevaba un escudo ancho de piel de bisonte, solidísimo, destinado a parar los golpes de arma blanca.

—¡Soy «Oso de las Cavernas»!… —gritó—. Y me siguen más de quinientos guerreros. Soy un sakem famoso que ha arrancado más de veinte cabelleras.

—Pocas son para tanta fama —dijo «Cabeza de Piedra», yendo resueltamente al encuentro del jefe—. En cambio, yo, a cañonazos, he matado a más de quinientos ingleses.

—¡Oh!… Eres, pues, un gran guerrero.

—Que nunca tuvo miedo de ningún piel roja en el cuerpo a cuerpo.

—Mi hermano blanco no luchó aún conmigo.

—Hasta ahora no te tenido el honor de conocer a «Oso de las Cavernas».

—Eres un valiente.

—Por tal me tengo —repuso «Cabeza de Piedra»—. He asaltado muchos navíos, grandes pájaros volanderos, como los llamáis vosotros, y nadie fue capaz de herirme.

—¡Oh!

—¡Oh, oh!… ¡Si es verdad que eres un gran sakem, ven a medir tus armas conmigo, pedazo de pellejo mal cocido!

—Estoy dispuesto a ello, y si me vences, ahora que «Águila Blanca», mi sucesor, ha muerto, mi tribu te reconocerá como sakem y te obedecerá.

—¿Aunque tenga la piel de color de pan gris a medio cocer?

—No importa. A más de que yo estoy seguro de dar ante mi tribu otra prueba más de mi valor.

—Y si te mato, ¿tus guerreros no nos atarán al palo del tormento?

—El gran Manitú me oye y mis guerreros también; el Gran Espíritu, que reina en las praderas celestes, también me escucha. Si es verdad que te atreves a tanto como desafiar al sakem de los mandanos adelántate. Mis guerreros nos contemplarán.

—Espera, pues, que voy a arreglarte, aunque tengas un escudo de piel de búfalo —dijo «Cabeza de Piedra»—. Tu fusil no me importa. Es un mosquetón que probablemente no hará fuego con la humedad de esta noche.

—¡Estás loco, camarada!… —exclamó «Petifoque».

—Sea como fuere, de algún modo tenemos que salvarnos —respondió el viejo bretón—. Me ofrece la jefatura de su tribu si logro matarlo. Y ya sakem, ¡quisiera yo ver quién era capaz de tocarme el pelo de la ropa! Si muero en la demanda y algún día vuelves a Nueva York, y a Bretaña más tarde, contarás cómo ha muerto el viejo oso marino.

Abrió su casaca y, sacando de ella dos cartas provistas de gruesos sellos de lacre verde, las entregó al joven marinero.

—Para Saint-Clair y Arnold, si logras llegar a Ticonderoga.

—Maestre, piensa en lo que haces —dijo «Petifoque», presa de una viva emoción.

—¿Crees que me da pavor ese indio? El «Oso de las Cavernas» contra el Oso Marino. ¡Ya veremos quién es el más fuerte!

—Jor —dijo «Petifoque»—, ¿no se podría evitar esta lucha?

—Si el maestre la esquivase, todos los guerreros caerían sobre nosotros y ninguno saldríamos vivo de las manos de esos terribles torturadores —respondió el canadiense, no menos emocionado que su interlocutor—. Si el sakem me hubiese elegido, no vacilaría en aceptar el reto por salvarnos. Es cuestión de vida o muerte.

—Mejor ha sido que haya pensado en mí el Oso —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¡Hacha por hacha!… Será un duelo terrible, pero no desespero de vencer. Estad atentos y dejad que me las arregle como pueda.

El sakem esperaba pacientemente, insensible al frío e indiferente a la nieve y a las ráfagas furiosas del viento, cada vez más iracundo; entretanto, se apoyaba en su viejo fusil.

—¡Amigos, adiós! —dijo «Cabeza de Piedra»—. Ahora veréis un espectáculo que quizá nunca contemplaron vuestros ojos.

Y avanzó resuelto contra el indio, blandiendo el hacha.

—Tira ese fusil —le dijo—. El mío podría matarte en el acto.

—Yo he retado a mi hermano pálido para que mida conmigo su arma blanca, y no la que truena —dijo «Oso de las Cavernas»—. Ya sé bien que me tocaba la peor parte, por ser el mío un viejo arcabuz.

—Conforme, querido. Si te mato, ocuparé tu puesto y seré el sakem de la tribu.

—Así lo he dicho.

—Y si yo caigo con el cráneo destrozado, ¿qué harás de mis compañeros?

—Decidirá el Consejo de sabios ancianos.

—Comprendido; es necesario que mueras para salvarme. Pronto estoy.

Arrojó lejos de sí la carabina y avanzó terrible contra el sakem, quien le esperaba a pie firme empuñando su tomahawk, ni más largo ni más pesado que el hacha del marinero, de mango esculpido y adornado en su extremo con un copete de cabellos humanos, arrancados probablemente a cualquier desgraciado canadiense sorprendido en las selvas.