UNA NOCHE INFERNAL
LOS siete hombres cargaron con tambores y cajas, y aprovechando el momento en que el vendaval reanudaba sus furores, haciendo caer las hojas de grandes pinos, echaron a correr con la esperanza de que los osos no los siguieran o se volvieran hacia el macizo de los abedules para reunirse con su primer patrón.
Esperanza vana. Los dóciles animales, tras una breve vacilación, se lanzaron en seguimiento del grupo, emitiendo gruñidos poco tranquilizadores. Corrían como «caribús», y en breve dieron alcance a «Cabeza de Piedra», que cubría la retirada confiado aún en la influencia de sus miradas.
—El indio intenta sorprendernos —dijo Jor—. Estoy seguro de que nos sigue y no pierde de vista a sus animales.
—También lo creo yo así —dijo Riberac—, y me parece que deberíamos hacer algún disparo.
—¿Y si se irritan? —dijo el bretón—. ¡Por todos los campanarios de Bretaña…, son muchos!…
—Patre —gritó en aquel momento Hulbrik, que corría delante de todos, llevando a hombros una de las cajas—. Yo haper descubierto un otro refugio…
—Y el tronco no es menos grueso del que antes nos sirvió de albergue —añadió Wolf.
—¿Otra caverna leñosa?
—Sí, patre.
—¿Vasta?
—Aquí caper pien feinte hombres.
—¡Ah, no los dejaremos entrar! —dijo Riberac.
El buen tudesco se había detenido ante un pino diferente de los demás. Era una soberbia lambertina, de unos trescientos pies de altura, con el tronco hendido por su base. En torno a él se veían por el suelo centenares de frutos cónicos, de pie y medio de longitud, al parecer caídos del árbol, y llenos de almendras muy nutritivas y agradables después de asadas. Los indios las maceran también para obtener una especie de harina, que condimentan con el tocino de los osos.
—¡Qué coloso!… —exclamó «Cabeza de Piedra», después de rechazar con la culata de su carabina a los cinco plantígrados, que, por el momento, se volvían agresivos.
Sus compañeros se habían refugiado ya en el interior del gigantesco árbol, que ofrecía un asilo bastante más amplio que el utilizado por Jor cerca de la orilla del lago. También el nuevo albergue se encontraba cubierto de polvo leñoso, que desprendía un penetrante olor a resina, saludable, sí, pero molesto para hombres cuyos pulmones estaban habituados al aire del mar, mucho más vivificante y nada desagradable al olfato. Las aguas y el viento habían arrastrado gran parte de aquellos residuos, expulsándolos poco a poco de la hendidura, de modo que quedaba bastante espacio para establecer un buen campamento.
—Decididamente nos protege una buena estrella —dijo «Cabeza de Piedra», después de haber arrojado los tambores ante la cortadura, la cual, aunque muy alta, tenía una anchura apenas capaz para permitir el paso de dos hombres a la vez.
Este excelente asilo nos viene muy a propósito, pues el huracán vuelve a hacer de las suyas.
—Como ya os dije, hay muchos así en la floresta canadiense. La carcoma devora rápidamente los pinos más notables por su tamaño —dijo Riberac—. A mí no me sorprende en absoluto. ¡Cuántas noches me habré pasado durmiendo tranquilamente en alguna de estas cavernas leñosas, y!…
—Esperad un poco a contarnos el resto, señor —dijo el viejo bretón, lanzándose a la hendidura con la carabina firmemente sujeta por el cañón—. Ahí está el bribón de «Nico» empeñado en hacerme compañía, en lo cual no tengo el menor interés.
Sin embargo, no era sólo el oso bautizado con aquel extraño nombre el que quería resguardarse de las furiosas rachas de viento helado que pasaban silbando a través de la floresta. Los otros también pugnaban por franquear la entrada, enseñando sus garras y sus feroces dentaduras.
«Petifoque» y Jor se prepararon a ayudar al bretón, mientras Riberac, los dos hessianos y el secretario del marqués, retirando los tambores antes que las garras de los asaltantes pudiesen destrozarlos, batieron en ellos una marcha endiablada. Los osos, al oír los redobles, tornáronse extremadamente furiosos. Acaso los cuatro tambores a la vez eran demasiado para sus oídos. Los cinco plantígrados se incorporaron sobre sus patas traseras y, lanzando agudísimos gruñidos, se adelantaron hacia el hueco.
—Prueba tu fascinadora mirada —dijo «Petifoque» al bretón, no sin cierto tonillo de ironía.
—Ya no creo más en su eficacia —repuso el aludido, estampando a «Nico» la culata de su carabina en pleno hocico—. Por lo que veo, mi abuelo dejó a mi padre tan sólo una insignificante dosis de su famosa mirada, y a mí no me ha quedado casi nada.
—Pero antes te obedecían.
—Pues no sé explicártelo.
—¡Silencio! —dijo en aquel momento el traficante.
Entre los bramidos del viento había podido percibir algunos estridentes silbidos, lanzados a no pequeña distancia del refugio.
—¡Ah…, el indio!… —exclamó—. Ese miserable nos jugará una mala pasada si no conseguimos desembarazarnos de estas bestias, que le obedecen siempre.
—Probemos a matar a alguno —dijo «Cabeza de Piedra». «Nico», que me parece el más peligroso.
Ya había levantado su carabina, cuando los osos, como si se hubieran dado cuenta del peligro, saltaron rápidamente hacia atrás, guareciéndose entre las piñas que cubrían abundantemente el suelo.
—¡Ah, picaros!… —gritó «Petifoque»—. Tienen la intención de asediarnos.
—Ese perro de indio los ha amaestrado maravillosamente, no hay que ponerle peros —dijo Jor—. Obedecen a sus señales mejor que al sonido de la trompeta de los soldados.
—Menos mal que no son osos grises —dijo Riberac—. Ya nos habrían devorado; en cambio, los negros no se comen jamás a sus víctimas.
—¿Atacamos? —preguntó «Cabeza de Piedra», encolerizado—. Ya estoy harto de esas bestias.
—No os molestéis, maestre —dijo Jor—. Están muy gordos y difícilmente conseguirán nuestras balas dar muerte a alguno. Mirad cómo quitan la cáscara a los piñones y se comen la almendra. Mientras no nos ataquen, vale más dejarlos tranquilos. Al indio sí que quisiera sorprenderlo.
—Vete a dar un paseo por el bosque —propuso «Cabeza de Piedra»—. Si lo prendes te daré diez guineas.
—No me siento inclinado a dejar este refugio —repuso el marinero de la tartana—. Se está muy bien aquí en vuestra compañía. Aparte de que estoy seguro de no alcanzar el premio.
—¿Por qué?
—Porque me matarían los osos.
—Me parece que tienes razón —respondió el viejo maestre—. Ni yo me atrevería a salir, menos aún con este huracán.
La tempestad en aquel momento rugía con furia infernal, revolviendo los matorrales. Del Champlain venían continuamente ráfagas cada vez más poderosas, sacudiendo las ramas como si fueran haces de paja. El sol se había puesto. Los días de noviembre son brevísimos en el Canadá, y a las tres ya casi no se ve, especialmente en las regiones occidentales, cubiertas de bosques inmensos que se extienden hasta el Mackenzie, el gran río gigante, que les corta el paso.
—¿No podríamos enceder algún fuego, ahora que los osos parecen calmados? —preguntó el secretario del marqués—. Hace frío en esta caverna. Se estaba muchísimo mejor en mi camarote, a bordo del bergantín.
—Bonísima idea para espantar a esos bichos sin empeñar un combate que podría tener para alguno de nosotros consecuencias terribles —dijo «Cabeza de Piedra»—. Deshaced las capas, hacinad las tablas fuera de la abertura, y prendedles fuego. Si podemos hacer una salida, no nos faltarán ramas muy resinosas. El viento las derriba a montones, y aún este coloso comienza a conmoverse.
—Los piñones también deben de arder como antorchas —dijo Riberac—. Los podemos coger casi sin salir.
—Probad, sin embargo, a salir para coger algunos. Veremos si los osos os dejan tranquilo sin tiraros algún zarpazo.
—¿Están aún en acecho?
—Ya lo creo, y a lo que parece se disponen a pasar la noche en nuestra compañía. Mientras, se entretienen deshaciendo almendras con espantosa rapidez.
—Osos tener mieto tel faeco —dijo Hulbrik, que con su hermano deshacía las capas—. En nuestros bosques escapar siempre del humo.
—Aquéllos son osos pardos —repuso el viejo bretón—. Pero es cierto que todas las bestias tienen miedo al fuego, incluso los leones. Señor Oxford, ¿qué será del bergantín con este tiempo de todos los diablos? En la orilla que nosotros hemos recorrido no hay atracadero posible, ¿verdad, señor Riberac?
—Solamente para chalupas puede haberlo —repuso el traficante—. De modo que mala suerte espera a los tripulantes de la nave que está junto a los arrecifes.
—Si no se interna en alta mar —dijo el secretario. El lord es un buen marino, que puede competir con su hermano el barón McLellan.
—Me disgustaría —dijo el viejo bretón—. Yo esperaba que las olas arrojasen al navío contra la costa y que se ahogara un buen puñado de marineros, sino el marqués mismo. ¡Ah… señores osos, buen apetito!… ¿No estáis aún hartos? Habéis encontrado aquí una cena alta como el campanario de Batz. Dejadnos al menos unas cuantas almendras; no seáis egoístas.
—Paso, patre —dijeron en aquel momento los dos alemanes, cargados de tablas—. Nosotros haser escapar las feas pestias.
—Tened cuidado no prendáis el pino.
—No puen otro patre.
Los dos valientes tudescos salieron escoltados por Jor y «Petifoque» y a cinco o seis metros del refugio formaron una pequeña hoguera. Los osos, entretenidos en devorar almendrucos, no se movieron, limitándose a gruñir en diversos tonos. Los dos hermanos, a despecho del viento, y valiéndose de una cuerda alquitranada, prendieron fuego a la hoguera y volvieron con sus protectores al refugio arbóreo.
Una llama vivísima quebró las tinieblas, que con espantosa rapidez habían descendido entretanto; la lumbre difundió un claror que ofrecía fulgores de sangre. Los animales quedaron como estupefactos al principio; después abandonaron las piñas, alejándose algunos metros, presas de una viva agitación.
—Salgamos —dijo «Cabeza de Piedra»—. Necesito matar a «Nico».
—Te seguimos —dijo Riberac—. Aprovechémonos de su sobresalto para tirar a alguno patas arriba.
Los siete hombres, bien armados, pues el secretario había recogido el fusil del indio, a pesar de su estado defectuoso, salieron de su escondite e hicieron una descarga. «Nico», al que «Cabeza de Piedra» había condenado a muerte sin apelación, fue el único que cayó. Todos lo habían tomado como hito, y el corpachón de la bestia recibió una buena carga de plomo. Los otros cuatro, espantados de las detonaciones, escaparon a galope desenfrenado, desapareciendo pronto bajo los árboles.
—Por lo menos, ya son cinco —dijo «Cabeza de Piedra», que empuñaba el hacha. Y aproximándose al monstruoso bruto, tendido cerca de la fogata, y viendo que daba aún algunas señales de vida, lo remató—. Mañana tendremos magníficas patas —continuó— que valdrán más que vuestros pemiles asados y que vuestras lenguas de bisonte, señor Riberac.
—También lo creo así —repuso el traficante—. Pero apenas si ha comenzado la noche.
—¿Qué queréis decir?
—Que antes de mañana quizá nos ocurran cosas sorprendentes.
—¿Por causa del indio?
—¿Quién sabe? Yo no estoy tranquilo. Pensad también que los ingleses no están lejos.
—Los ingleses harto tienen con ocuparse de ellos mismos, pues han de hacer frente a la tempestad. El lago debe de estar revueltísimo y esta noche lo estará más aún. El marqués no tendrá muchas ocasiones de reírse.
—¿Esperáis que naufrague?
—Sí que lo espero —repuso «Cabeza de Piedra»—. Soy un viejo marinero y entiendo un poco en asuntos de huracanes. ¿Ohé, qué hacéis, amigos? ¿Alimentáis el fuego?
—Y asamos almendras —dijo «Petifoque», echando al fuego, ayudado por Jor y los tudescos, brazadas de piñas—. Hace un frío de perros y comienza a nevar a grandes copos. Nuestro refugio se caldeará un poco si continuamos echando leña al fuego. Si queréis, camaradas, podemos cenar. Las almendras despiden un perfume exquisito, y Jor, que es más entendido que yo, dice que están ya tostadas perfectamente.
—Para dar trabajo a mis dientes estoy siempre listo —respondió el viejo cañonero—. Hemos almorzado bien poco, con más abundancia de hierro candente que de pemiles y salchichones. Ni siquiera he tenido tiempo de catar las lenguas de bisonte ahumadas.
—Excelentes, maestre, te lo aseguro.
—Pues las he de probar ahora.
Jor y los dos tudescos acercaron algunos centenares de almendras a la entrada de la caverna, mientras «Petifoque» acumulaba en el fuego otras piñas, provocando una llamarada intensísima que se elevaba varios metros. Las largas ramas del pino impedían a la nieve llegar al suelo en un radio considerable en torno al árbol, manteniendo así el terreno casi despejado, aun por encima de la hoguera.
La noche, no obstante, avanzaba poco tranquilizadora. Las ráfagas se sucedían, acompañadas de impresionantes aullidos, desvastando los macizos de abedules y dé alisos, impotentes para resistir aquella furia. Hojas y ramas revoloteaban por los aires, cayendo al suelo para reanudar su endiablada marcha a través de la floresta, en incesante movimiento de rotación.
—Acaso haya sido nuestra fortuna encontrar al indio—~dijo «Cabeza de Piedra»—. Si hubiéramos reanudado la marcha hacia el lago, ¿habríamos hallado un refugio como éste, después de entretenerse los ingleses en destruir, no sólo el depósito, sino también el pino? Algún árbol, abatido sobre nosotros, nos habría matado o inutilizado.
Mientras hablaba no cesaba de comer, alternando las almendras con bocados que tiraba de media lengua dé bisonte. Los otros, por no ser menos, le imitaban a porfía. Riberac destapó un par de botellas de su famoso gin y ofreció a sus compañeros, los cuales, a pesar del fuego, que ardía a pocos metros de la base del pino, daban sendos tiritones por efecto del frío.
—Eso es lo que yo quería —dijo «Cabeza de Piedra»—. Vamos, pues, a calentarnos un poco la bodega.
Trasegó algunos sorbos, cargó su pipa y salió a encenderla en la lumbre de la fogata, que se ensanchaba rápidamente a favor de las innumerables piñas que a su alrededor yacían, caídas hacía mucho tiempo y bien secas, por consiguiente.
Apenas había podido saborear una bocanada y se disponía a regresar al árbol, cuando le pareció distinguir una sombra humana que corría a través de un matorral, en parte iluminado por la hoguera.
—¿Será el indio? —se preguntó.
Como sabía la habilidad que tienen los indios para lanzar sus hachas de guerra, aun a cincuenta pasos, con sin igual precisión, se apresuró a unirse a sus compañeros, los cuales se apretaban unos con otros para calentarse mejor.
—En guardia, amigos —dijo—. Esta noche no podremos dormir, de fijo. Juraría haber vuelto a ver a «Águila Blanca».
—¿Con sus osos? —preguntó Jor.
—No he visto a sus bestias; pero quizá no estén ya lejos y nos espíen, atentos a cualquiera señal de su patrón.
—Contaremos alguna historia para no cerrar los ojos —propuso «Petifoque».
—Bastará con que «Cabeza de Piedra» nos refiera una sola —dijo Riberac—. Pe seguro será interesantísima.
—¿Cuál? —preguntó el bretón, tomando asiento en un montón de polvo de madera carcomida.
—Me prometiste decirme algo a propósito del barón y del marqués de Halifax, y explicarme asimismo los motivos de su odio feroz.
—Es verdad; vosotros, que habéis prestado vuestro concurso tenéis derecho a saberlo. Y además, el señor Oxford me ayudará.
—Conozco quizá mejor que nadie esta historia —dijo el secretario del marqués—. Sabed ante todo que esos hombres son en verdad hermanos, aun cuando la madre de uno de ellos fuese duquesa de Argyle y la del otro una noble dama francesa.
»El viejo lord, que era muy excéntrico, un día, al quedar viudo de su primera mujer, partió para Francia, volvió a contraer matrimonio y tuvo de su segunda esposa al barón, el famoso corsario de La Tonante.
»Al estallar la guerra en Flandes, partió sin haber pensado en dar también a su segundo hijo el título de marqués de Halifax. Acaso el rey de Inglatera, por sugestión del primogénito, se lo impidió.
»El lord murió en el campo de batalla partido en dos por una bala de cañón española.
»El barón siempre creyó ser francés, pues su padre había adoptado otro nombre al abandonar su patria, y en cuanto al apellido de su segunda mujer, nada tenía de inglés.
»Transcurrieron algunos años. El bastardo, como más tarde lo llamó su hermano el marqués, sin pensar que en sus venas corriese sangre de los Halifax, porque era legítimo hijo de su padre, crecía valeroso en el ejercicio de las armas, al cuidado de un escudero francés, famoso espadachín; después, huérfano asimismo de madre, estudió náutica en un colegio de Brest, y nombrado capitán, armó en corso un navío.
»La guerra entre Francia e Inglaterra estaba por entonces en su apogeo y el joven capitán no tardó en ser famoso. Lo llamaban “el corsario de cabellos rubios”, y no tenía rival.
»Las proezas hechas por él fueron tantas, que llegaron a impresionar al rey de Inglaterra y también a su hermano, que lo hacía vigilar muy de cerca por algunos fieles escoceses que se fingían de Francia.
»Se había convertido en el terror del canal de la Mancha y del mar del Norte, y ya nadie osaba trabar combate con él.
—Los ingleses huían de él como gavieros —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¡Ah, qué bien los cañoneaba yo!… Entonces tenía la vista más segura, y cada vez que mis piezas de treinta y dos resonaban, hendían las naves corsarias con balas encadenadas, inmovilizándolas.
—Ya hacía cuatro años que el futuro barón devastaba las costas inglesas, cuando un día, mientras La Tonante se embonaba en Brest…
—No, en El Havre, señor Oxford —corrigió el maestre.
—Un enviado de su hermano le abordó, entregándole el nombramiento de barón de McLellan, signado por el rey de Inglaterra, con una carta de su hermano el marqués, en la que le rogaba abandonar a Francia y reunirse a él en el castillo de Argyle, situado en una isla de las Hébridas.
»Acaso dudó, pero cedió al fin, deseando conocer al primogénito que disfrutaba, por su parte, una alta investidura en la marina inglesa, y tiró al mar la bandera francesa que con tanto arrojo había defendido.
—Y fue su desgracia —dijo «Cabeza de Piedra».
—¿Por qué? —preguntaron Riberac y Jor.
—Porque su hermano no lo amaba; más bien alimentaba contra él una secreta envidia por la fama que se había creado como marino invencible. ¿Es verdad, señor Oxford?
—Justamente —repuso el secretario—. A pesar de todo, la acogida fue, en apariencia, muy cordial, y el barón cedió fácilmente a la proposición de abandonar para siempre la marina francesa y ayudar a la inglesa, que por entonces los necesitaba con toda urgencia.
»Quizá los dos hermanos, nacidos de distinta madre, hubieran podido con el tiempo llegar a entenderse si no hubiera surgido una mujer: Mary de Wentwort.
—¿Quién era? —preguntó Riberac.
—Una de las más hermosas perlas del Norte, dama de la nobleza escocesa, emparentada con los duques de Fife y de Lorme, las dos ramas de más rancio abolengo de la Inglaterra septentrional.
»El barón, que durante las tormentas invernales descansaba en el castillo de Argyle, la vio y se enamoró perdidamente de ella.
—No sé quién hubiera resistido a aquella belleza rubia de ojos azules —intervino «Cabeza de Piedra»—. Era la joven más espléndida de cuantas habitaban en Escocia.
—¿Y fue rechazado? —preguntó Riberac.
—Gozaba demasiado renombre como valeroso para que declinasen su pretensión —dijo el secretario—. Los dos jóvenes se amaron y el matrimonio fue convenido.
»El marqués, que constantemente estaba en la corte, apenas la vio, fue presa de un loco deseo de hacer de ella su propia mujer y concebió el infame designio de arrebatársela como fuese a su hermano.
»Había estallado por entonces la guerra en América y comenzaban las furiosas contiendas en torno a Boston, que el general Washington había jurado asaltar, por tratarse de una de las plazas más fuertes que los ingleses poseían.
»Se formó una fuerte escuadra para correr sin tardanza en ayuda de la amenazada ciudad, y el rey de Inglaterra confió su mando a Howe y al marqués de Halifax, también bravo marino.
—¡Ah, no como su hermano! —dijo «Cabeza de Piedra».
—Lo admito; pero era un valor no despreciable.
—Continuad, señor Oxford —dijo Riberac, que también había encendido su pipa—. Esta historia es muy interesante.
—El barón había salido para Edimburgo, y al volver no la encontró ya. El marqués, aprovechándose de su ausencia, la había raptado, conduciéndola consigo a Boston, a la fuerza.
—¡Ah, infame!… —exclamó Riberac—. ¡Y era la pro-metida de su hermano!…
—Lo llamaba el bastardo —dijo «Cabeza de Piedra»—. Y ahora, señor Oxford, dejadme continuar a mí.
—¿Se casó con ella el marqués? —preguntó el traficante.
—No —dijo el secretario—. A Mary de Wentwort le inspiraba miedo aquel hombre, y no pensaba sino en el barón.
»Era una muchacha enérgica, capaz de defender su causa contra aquel bruto, que se había conducido como un pirata.
»Tenía que convertirse en una McLellan; así estaba escrito en el gran libro del Destino.
—Ahora dejadme contar a mí —dijo el viejo bretón, que no podía disimular su emoción—. No olvidaré jamás la terrible cólera del barón, que se había visto engañado tan infamemente por su hermano mismo. La Tonante, por fortuna, estaba lista, y zarpamos para América, completamente decididos a arrancar a la rubia miss de las manos del miserable.
»La estación era pésima, pero conseguimos llegar a las Bermudas al tiempo que la flota de Howe y del marqués entraba con felicidad en Boston.
»Las Bermudas, como quizá sabréis, estaban habitadas por intrépidos corsarios, que se habían juramentado para ayudar a Washington en su áspera guerra contra la potente Inglaterra.
»Aquellos bravos marineros pusieron a nuestra disposición sus esbeltas naves, y una noche conseguimos forzar el bloqueo y echar el ancla bajo los muros de Boston, ya estrechamente cercada por todos lados y cubierta día y noche de balas americanas, que poco a poco iban derrocando sus fortificaciones.
»Allí, los dos hermanos, cuando la ciudad resistía aún, se encontraron frente a frente, y el marqués recibió de su hermano la primera estocada, que por poco no le mandó a reposar para siempre, y… ¡Ah!
«Cabeza de Piedra» se incorporó impetuosamente, mirando al inmenso brasero, en el que poco a poco se carbonizaba «Nico», a quien ninguno había pensado en arrastrar hasta el refugio.
—¡Los osos! —gritó—. Más tarde continuaremos esta historia. Ahora tenemos que pensar en conservar íntegras las magras. Ese perro de indio se ha propuesto engordar a sus osos a costa nuestra. Acaso haya conseguido hacerlos carnívoros. ¡Vamos, arriba todos!…