CAPÍTULO VII

EL DOMADOR DE OSOS

UNA gigantesca nube de humo, a través de la cual surgían columnas de chispas, envolvía el fortín por todos lados, oscureciendo en algún momento hasta el mismo sol, que brillaba pálidamente, como si estuviese helado; después las llamas se desencadenaron con infinita violencia, despidiendo fuertemente, hasta el puentecillo, una lluvia de tizones ardiendo. Un olor acre se extendía rápidamente; olor de cuerpos grasos que se carbonizaban, con tanta más facilidad cuanto que junto a ellos se encontraban no pocas botellas de ginebra y de whisky, las cuales no se habrían librado tampoco del fuego.

Los cañonazos habían cesado. El bergantín reservaba sus proyectiles para más tarde. «Cabeza de Piedra» y sus camaradas observaban con mirada triste la obra devastadora del fuego, que ninguna bomba hubiese podido ya dominar.

—Ya estarán contentos —dijo el marinero volviéndose hacia el traficante, a quien aquel espectáculo había conmovido—. Ahora veréis que toman como mira el pino gigante, que les habrá señalado con toda precisión el oficialito. Estamos sin refugio alguno y amenaza tempestad.

—Otros árboles encontraremos, carcomidos como éste —repuso Riberac, dejando caer el trozo de galleta que se preparaba a triturar—. Me preocupa la caza que no dejarán de organizar los ingleses para intentar capturarnos. No estoy persuadido de que crean en la existencia de tantos americanos aquí.

—Y yo menos que vos —respondió el bretón—. ¡Mil hombres sin un cañón siquiera!… He ido demasiado lejos… Veamos, señores: ¿no hay otros depósitos por aquí cerca?

—Hay uno a más de cincuenta millas, pero los ingleses lo habrán destruido ya.

—¡Ah…, se me olvidaban los pieles rojas, aliados de los ingleses! Me parece que mi pelo cano está en peligro.

—Acaso no nos escalpen, ni nos amarren al palo del tormento, porque yo he sido el que los he alistado y me deben alguna obediencia.

—¿Andarán lejos?

—Menos quizá de lo que creéis. Estos cañonazos habrán hecho que apresuren la marcha. Tienen el oído muy fino esos hombres.

—¿Y los dejaréis unirse a los ingleses?

—Sería nuestra pérdida segura. Por eso os propondría partir de aquí cuanto antes e ir en busca del gran sakem de los iroqueses, a fin de impedir a las dos hordas que lleguen hasta el lago. Por ahora debéis renunciar a la idea de atravesar el lago y ver los muros de Ticonderoga.

—Ya me lo figuro. Ese perro de marqués no ha querido cederme una chalupa.

—Y el secretario, ¿lo ahorcamos?

—Sería una crueldad inútil. Lo llevaremos con nosotros —respondió «Cabeza de Piedra»—. Nunca se sabe: puede convertirse en un hombre útil, aun en el caso de que su patrón lo haya abandonado a su destino. El barón McLellan no hubiera procedido nunca así. En cambio, el marqués ha sido siempre un mal hombre, altivo y perverso.

—Tenéis razón —dijo el señor Oxford, que, siempre vigilado por Hulbrik, se había aproximado a ellos y escuchaba sus palabras—. Es un malvado que no merecía mi afecto. ¡Dejarme así sabiendo que me iban a ahorcar, sin hacer esfuerzo alguno para salvarme, cuando ya hace veinticinco años que estoy a su servicio!…

—Espero, por consiguiente, que os pasaréis a nuestro bando y que no os ocuparéis más de ese señor —dijo «Cabeza de Piedra»——. ¿Sois inglés vos?

—No; flamenco.

—Entonces podéis abrazar la causa americana como nosotros. Nunca estorba un partidario más. Los flamencos han sido siempre hombres de valor y espero que no lo seréis vos menos que vuestros compatriotas.

—Mi padre fue coronel.

—Entonces corre por vuestras venas sangre de bravo. Ya lo veremos en la prueba.

—Cumpliré con mi deber. Por otra parte, yo no he nacido para servir de secretario a un gran señor. Soy completamente vuestro y podéis contar conmigo. Yo os podré suministrar informes que os serán precisos.

—¿Sobre los movimientos de la escuadra inglesa?

—Y otras cosas más interesantes —respondió el secretario, cuyo rostro volvió a oscurecerse—. Si os…

Un cañonazo interrumpió bruscamente el diálogo. El bergantín había comenzado de nuevo el bombardeo, lanzando dos balas alquitranadas contra el gigantesco pino, tronchando una de sus gruesas ramas, que cayó al suelo con gran ruido.

—Ya me lo esperaba —dijo «Cabeza de Piedra»—. Ahora veréis cómo los ingleses hacen uso otra vez de balas incendiarias para destruir también nuestro segundo refugio. Toda la selva arderá, pues la forman árboles muy resinosos, a más de que el viento comienza a rugir de nuevo. Señor Riberac, será mejor que despejemos a toda prisa y que vayamos en busca de vuestro amigo indio…

—«Caribú Blanco» —dijo el traficante.

—Bonito nombre… ¡Correrá más que un caballo ese sakem!

—Ninguno de sus guerreros ha conseguido alcanzarlo.

—¡Vaya unas piernas!… Semejantes a las de los avestruces africanos.

Siete u ocho cañonazos siguieron al primero sin interrupción, y pronto se vio al pino gigante envuelto en llamas.

—¡Ah, el tirador maravilloso!… —exclamó «Cabeza de Piedra»—. Por dos veces ese hombre extraordinario ha logrado detener a La Tonante en plena carrera, inmovilizándose cuando el barón estaba a punto de abordar la nave del lord para salvar a Mary de Wentwort. ¿Cómo no se lo habrá llevado el diablo a disparar cañonazos al infierno? Señor Riberac, tomemos las de Villadiego. Aquí no se respira ya aire que nos convenga.

—Me parece que ha llegado el momento —dijo el traficante—. Pensad que los ingleses podrían desembarcar de un momento a otro algunas docenas de hombres, a fin de capturarnos.

El pino gigante ardía como una gigantesca antorcha por efecto de las balas incendiarias, que daban en él con matemática precisión. Hasta la caverna leñosa era presa del fuego, y de ella salían llamas como de un pequeño volcán. «Cabeza de Piedra» se dio un gran puñetazo en el cráneo, arrancándose después varios pelos de sus barbas rufas, y dijo:

—La lucha es imposible. Los tambores no nos servirán esta vez para asustar a los ingleses, que ya deben de tener bien abiertos los ojos.

—Pero nos los llevaremos —dijo Riberac—. Me servirán para atraer a los indios.

—¿No será una pesada carga? —dijo «Cabeza de Piedra»—. Los dos hessianos se encargarán de llevar los víveres que nos quedan. Por un par de días no nos faltarán el almuerzo ni la cena, ya que no podremos pensar en la comida. Después cazaremos osos.

—Y que hay muchos aquí —dijo Riberac—. En una sola semana maté cuatro, y todos ellos magníficos plantígrados negros.

Una nube de humo hediondo, impregnado de resina, que cortaba la respiración, comenzaba a abatirse sobre la pequeña patrulla. Otro pino ardía ya, crepitando, y por sus costados manaba la ardiente linfa. El fortín del traficante no era ya más que un montón de cenizas; pero los árboles que le rodeaban, ricos en resina, ardían ahora, retorciéndose con siniestros silbidos.

—Vámonos ya en busca del «Caribú Blanco» —dijo «Cabeza de Piedra»—. Confiemos en que será menos feroz que el marqués de Halifax. ¡Señores: partamos antes que el humo nos sofoque! Si el viento continúa soplando, Dios sabe cuántos pinos arderán. ¡En marcha!… Volveremos después, cuando todo haya acabado y el bergantín se haya estrellado contra los arrecifes, como lo espero.

—¿Intentaríais apoderaros del marqués? —preguntó Riberac.

—Si fuera posible, ya lo creo. No desespero de encontrarlo, como no desespero de llevar mis dos cartas a los dos comandantes del fuerte de Ticonderoga. ¿Qué importa que los huracanes se desencadenen sobre nosotros? Ya estamos bien acostumbrados, ¿verdad, «Petifoque»?

—En el asedio de Boston marchaba mejor la cosa —repuso el joven gaviero—. Allí, al menos, estaba la taberna de los Treinta Cuernos de Bisonte, siempre bien surtida.

—De fino peleón —dijo Hulbrik riendo—. Yo no saper como no ser muerto.

—Los alemanes tienen el pellejo duro —sentenció el viejo bretón—. Y basta de charlas. Hay que mover las piernas y dejar quietas las lenguas.

En torno a ellos comenzaban a caer torbellinos de chispas que el viento desprendía del gigantesco pino, arrastrándolas en vertiginoso remolino. El humo se hacía insoportable y provocaba en los siete hombres violentos accesos de tos. Los cañonazos, en tanto, no cesaban; violentos estampidos se sucedían, haciendo escapar a las bandadas de ocas y de cisnes y temblar a los otros volátiles. Las balas encadenadas cedían el turno a las incendiarias, lanzadas al acaso sobre la floresta, en todas direcciones. El bergantín del marqués debía de tener una fuerte provisión de proyectiles y de pólvora.

Los fugitivos cogieron sus famosos tambores y las cajas de víveres y traspusieron la barricada, alejándose rápidamente todos muy tristes. El único que quizá no lo estuviese era el señor Oxford, que hasta entonces había estado persuadido de que los dos corsarios mantendrían su palabra de colgarlo de cualquier rama a falta de pendón.

Caminaban de prisa, guiados por el traficante, que conocía el terreno mejor que otro alguno, Jor inclusive, saliendo de un matorral para entrar en otro. La marcha no era difícil, pues como es sabido, si los abedules crecen en grandes grupos, los pinos, pon el contrario, se elevan a alguna distancia entre sí, ya que necesitan mucha tierra para su desarrollo y para ahondar sus monstruosas raíces.

Durante unas dos horas el pequeño grupo continuó internándose hacia el corazón de la floresta sin límites, deteniéndose a descansar, cuando el cañón dejó de oírse y el contorno parecía tranquilo.

—¿Sabéis dónde estamos, señor Riberac? —preguntó «Cabeza de Piedra», que no podía permanecer más tiempo sin dar trabajo a la lengua.

—A unas diez millas del lago; dentro de poco nos hallaremos a orillas del Lib. Jor ha guiado bien.

—Mis piernas se resienten de la caminata —dijo el bretón, cargando su famosa pipa—. Verdaderamente, nosotros los marineros preferimos dejarnos llevar del viento, aunque esté de mal humor. ¿Creéis que el marqués haya desembarcado?

—Eso quisiera saber yo también —repuso el traficante.

—¡Oh, ya estará en tierra! —dijo el señor Oxford—. Tiene mucha prisa de cogeros por su cuenta, maestre.

—¿Siempre a causa de esas dos famosas cartas que tantos disgustos me están proporcionando? Decididamente, soy un correo torpísimo… Se ve que he nacido sólo para navegar y disparar cañonazos. ¿Nos dará caza?

—No lo dudéis, maestre.

—Entonces no nos queda otro recurso que guarecernos entre los indios.

—Ya os lo dije —dijo Riberac—. Corremos menos peligro.

«Cabeza de Piedra» miró al cielo, cada vez más nublado, y dijo:

—No estarán lejos tampoco los ingleses. Galerna, otra vez tendremos galerna, que pondrá en serio peligro el bergantín del marqués. ¡Ah, sí se destrozase contra los peñascos, como se ha despedazado mi barca…, entonces podríamos en absoluta prescindir de los indios!

—¿Queréis que aguardemos aquí?

—Yo os propondría, señor Riberac, volver al lago por otro camino. Con alguna prudencia, podríamos evitar un encuentro con los ingleses y vigilarlos de cerca.

—¿Para qué?

—Tengo una idea fija, y cuando una idea se me planta en la testa, ni las tenazas del compadre Belcebú podrían arrancármela.

—Comprendido. ¿Querríais tender un lazo al marqués?

—Aprovechando el huracán. Parece que vuestros indios se han adormecido en el sendero de la guerra.

—Sin embargo, ya debían de estar aquí —dijo el traficante—. Ea, pues, decidíos.

—Volvamos allá. No sé alejarme de ese lago, cuyas aguas bañan los muros de Ticonderoga. Si los indios vienen, nos prestarán su ayuda y nos apoderaremos de toda la tripulación del bergantín. ¿Qué dices tú, Jor?

—Que nuestra suerte ha de decidirse en las orillas del Champlain, y no en el fondo del bosque —dijo el canadiense—. Si la flotilla inglesa llega antes que nosotros, no veremos ya más a Arnold ni a Saint-Clair.

—¿Y a ti, qué te parece, «Petifoque»?

—Que el general Washington y nuestro comandante nos han encargado ir al fuerte, y no darnos paseos por el bosque —repuso el gaviero.

—Sea, pues —dijo Riberac—; volvamos al lago. Quizá tengáis razón en no querer alejaros de aquellas orillas.

Iban a levantarse, cuando una voz sonora gritó, en un francés bastante comprensible:

—¿Dónde van los hombres blancos? ¿No saben que los iroqueses de Caribú Blanco marchan por el sendero de la guerra, prontos a probar el filo de sus hachas?

Un indio surgió de improviso de un macizo de abedules enanos, que hasta entonces lo había ocultado. Era un hombre de mediana edad, entre los cuarenta y los cincuenta años, de estatura gigantesca y vigorosas formas. Vestía una gruesa casaca de paño azul oscuro, con adornos ya borrosos, y envolvía sus piernas en varias tiras de piel de gamo muy apretadas. Calzaba mocasines altos, asimismo de piel, adornados en las costuras exteriores con varias cabelleras, rubias en su mayoría. Una ancha faja de lana le ceñía las caderas robustas. Llevaba, además, un viejo fusil, con el cual apuntaba a los siete hombres con increíble audacia.

—¿Qué buscáis, señor indio? —le preguntó «Cabeza de Piedra», incorporándose de un salto y armando su carabina—. ¿Queréis un sorbo de excelente ginebra o una carga de plomo?

—Quiero saber quiénes sois.

—Rostros más o menos pálidos. Para algo tenéis dos buenos ojos plantados sobre vuestra roja nariz.

El indio sacudió su larga cabellera negra y tosca, enderezó las tres plumas con que la adornaba, y desviando su viejo arcabuz, continuó enfáticamente:

—Soy Águila Blanca, gran guerrero iroqués, que ha escalpado a más de veinte personas y a quien nadie osó nunca hacer frente.

—¿Blancas o rojas esas personas? —preguntó irónicamente «Cabeza de Piedra».

—De una y otra raza.

—Pues no me darías miedo, terrible guerrero, aun cuando sois más alto que yo.

El traficante se había adelantado y observaba al iroqués, que parecía retar a todos a algún terrible duelo a golpes de tomahawk.

—Nunca te vi en el campo de Caribú Blanco —dijo.

—Pero yo sí conozco a mi hermano blanco —repuso el indio.

—Entonces era inútil preguntarnos quiénes somos: amigos del gran sakem.

—El sakem no tiene ya amigos. Cuando marcha por el sendero de la guerra no atiende más que a hacer colección de cabelleras.

—¡Mientes! Caribú Blanco siempre fue leal, y además yo le he pagado para que estuviese a mis órdenes. ¿Dónde está?

—¡Oh!… —exclamó el indio—. Puede estar cerca o lejos.

—Tú debes de saber dónde se encuentra.

—Hace tres noches que abandoné su campamento.

—Tú serás un piel roja vagabundo, que acaso no perteneces a ninguna de las cinco naciones de las grandes selvas del Canadá. Debes de estar solo.

—¡Oh… mi hermano blanco se engaña! —dijo el indio—. ¿Es que mi piel no es roja? ¿Es que no llevo el hábito guerrero? ¡Dice que estoy solo!… ¡Te engañas! Detrás de aquel macizo de abedules tengo escondida una escolta que ha de espantarte.

—¡Hum!… —gritó «Cabeza de Piedra»—. Ya estamos hasta las narices de tus bravatas. Lo mejor que puedes hacer es conducirnos ante Caribú Blanco.

El indio lanzó al viejo bretón dos miradas relampagueantes, llenas de cólera; acercó después a su boca dos dedos y lanzó un largo silbido.

Inmediatamente, cinco gigantescos osos negros, de lucidísima pelambre y bien rehenchidos de grasa, desembocaron del matorral, dejando oír sonoros gruñidos. Ni cadenas ni cuerdas los sujetaban, y avanzaban manteniéndose firmes sobre sus patas traseras.

—¡Qué espléndida colección de osos! —exclamó «Cabeza de Piedra», sin espantarse a la vista de aquella inesperada aparición—. Las patas de estas bestias, estarán suculentas. Yo me encargo de ello.

Los cinco pantígrados se habían acercado al indio, rodeándolo, como si se preparasen a protegerlo contra cualquier inesperado ataque.

Hulbrik, «Petifoque», Wolf y el traficante habían preparado sus carabinas a toda prisa, prontos a empeñar una lucha desesperada, conscientes de tener que habérselas con animales formidables.

El secretario del marqués, que no tenía armas, había cogido un tambor y se había puesto a redoblar furiosamente. Entonces ocurrió algo extraordinario. Los cinco osos, al oír aquel estrépito, se pusieron a danzar alrededor del indio, haciendo grandes reverencias con toda gravedad. «Cabeza de Piedra» soltó una risotada fragorosa.

—¡Pero si os tengo dicho que los tambores serían nuestra salvación!… —exclamó al fin—. Mirad cómo bailan esas bestiazas; parece que les gusta la música. ¡Señor Oxford, redoble sin cesar!

El indio rugió furioso y se lanzó hacia el grupo, empuñando su hacha de guerra.

—¡Perros de rostros pálidos —aulló—, me habéis hechizado mis bestias!… ¡Qué Wakonda, el genio del mal, os maldiga!

—Cuidado, señor rojo —dijo «Cabeza de Piedra», que había enarbolado el hacha a su vez, aunque le hubiera sido fácil deshacerse de su adversario descargando contra él su carabina—; también yo sé manejar esta arma y pegar con fuerza.

—Váyanse los hombres blancos o lanzaré mis osos contra ellos.

—Mira cómo te obedecen.

En efecto, las cinco bestias habían abandonado a su patrón y danzaban en torno del secretario, manifestando su regocijo con largos gruñidos. Aquel tambor, que no cesaba de retumbar, parecía que los hubiese magnetizado. Águila Blanca emitió algunos gritos, seguidos de silbidos estridentes, pero los osos continuaban tranquilamente su danza grotesca.

—Estas fieras son nuestras —dijo «Cabeza de Piedra»—. Mientras tengamos un tambor, no nos abandonarán.

—¡Tuyas!… —gritó el indio, con los ojos inyectados en sangre, y arrojando espuma por la boca.

—Como ves, no te hacen caso, señor piel roja.

—Porque me los habéis hechizado.

—¿Nosotros?… ¡De ningún modo! Es el tambor, que los ha domesticado de repente. Se ve que prefieren la piel blanca a la de color.

Águila Blanca levantó el tomahawk e hizo ademán de arrojarlo, pero retrocedió en seguida. Jor y «Petifoque» le habían apuntado y se preparaban a hacer fuego.

—Soy un guerrero.

—No; eres un bandido que vives en el bosque al acecho de cualquier pobre diablo para escalparlo. Si es verdad que perteneces a la tribu del gran sakem de los iroqueses, condúcelo aquí, pues es mi amigo.

—Sí, me voy —gruñó el indio—. Pero dadme antes mis osos.

Los osos, mientras tanto, se habían sentado sobre sus patas traseras y se entretenían en triturar algunos bizcochos que los alemanes les habían ofrecido.

Los redobles del tambor habían cesado. El indio silbó de varios modos, esperando que sus discípulos le siguieran; pero en vano… Por otra parte, allí estaban los tambores para retenerlos.

—¡Ah…, perros de rostros pálidos! —gruñó el indio con voz sofocada—. Pronto nos volveremos a ver.

Entróse furibundo en el macizo de abedules, desapareciendo pronto a la vista de los siete hombres blancos. En su precipitada fuga se olvidó de recoger el viejo fusil, que, por lo demás, le serviría de bien poco.

—He aquí una aventura verdaderamente extraordinaria —exclamó «Cabeza de Piedra»—. Coger así cinco grandes bestias, sin sacar de la empresa un solo arañazo, es cosa increíble.

—¿Y te fías tu de esas bestias? —preguntó «Petifoque».

¿No se arrojarán sobre nosotros cualquier noche para rompernos las costillas?

El viejo bretón permaneció silencioso. Observaba atentamente a los cinco osos, que terminaban de despedazar los últimos bizcochos entre gruñidos de satisfacción. Aproximóse a uno, levantó su enorme cabeza y lo miró intensamente.

—¿Qué haces? —preguntó «Petifoque»—. ¿Quieres que te arranque un brazo?

—Quiero ver si mi mirada es tan potente como la de mi abuelo. ¿No sabes tú que aquel bravo marino, en Juan Mayer, durante una invernada en los hielos, consiguió amaestrar no sé si mil quinientos o dos mil osos blancos?

—¿Sólo con los ojos?

—Nada más. Mi abuelo, de seguro habrá transmitido a mi padre algo de la extraña potencia de sus miradas, y siendo yo hijo de mi padre, tengo también derecho…

—A convertirte en un famoso domador en vez de un famoso marinero.

—¡Cáspita!… Mira cómo este animalucho trata de abrazarme y de lamerme. Lo he fascinado de golpe. Ahora sí que creo en la historia de mi abuelo, que tanto dio que hablar en Brest y en Caneale.

—Tened mucho cuidado, maestre —dijo el señor Riberac—. No hay que fiarse de esas bestias.

—Al indio no se lo han comido. ¡Ea, Nico, abre bien los ojos y mírame!

El oso sacudió la cabeza, sopló al rostro del bretón un hálito caliente y fétido y se puso a gruñir y alargar las patas, como si quisiera abrazar a su nuevo patrón.

—¡Qué cariñoso es! —dijo Jor, manteniéndose, no obstante, a prudente distancia—. El maestre puede confiar en sus ojos, como el señor Oxford en su tambor. Ya no hay que inquietarse.

«Cabeza de Piedra» se acercó a los otros osos, mirándolos fijamente a su vez y haciendo con las manos gestos extravagantes, y los canadienses y los alemanes no pudieron contener exclamaciones de asombro. También los cuatro plantígrados se habían levantado y se agrupaban apretadamente en torno del viejo bretón, haciéndole torpes reverencias y tratando de acariciarlo con sus patazas armadas de gruesas garras, bastante largas, aunque limadas. El quinto le había abrazado e intentaba lamerle el rostro, gruñendo sumisamente.

—¡Calma, calma!… —gritó el viejo cañonero, que no estaba muy seguro de la potencia de sus miradas magnéticas, y miraba con cierta inquietud aquellas bocazas enormes, pertrechadas de dientes amarillentos, de más de dos pulgadas de longitud—. ¡Basta por ahora!… Señor Oxford, tocad algunos redobles.

Iba a coger el aludido su tambor, cuando se vio a los cinco osos ensanchar el cerco y ponerse como a escuchar.

—Eh, «Cabeza de Piedra» —dijo «Petifoque»—. Dejemos esta compañía, poco de fiar, y escapemos. El indio nos va a jugar una mala pasada. ¡Al diablo tus ojos!

El bretón rascóse la cabeza, diciendo:

—Me parece que tienes razón. ¡Escapemos!