CAPÍTULO VI

BALAS INCENDIARIAS

APENAS había pronunciado «Cabeza de Piedra» su voz de mando, cuando vio aparecer a los dos hessianos en desenfrenada carrera, conduciendo casi a rastras al desgraciado secretario, bien sujeto por las muñecas.

—¡Padre —dijo Wolf—, los ingleses! ¡Nadie se mueva o nos haremos matar todos!

—¿Ha atracado otra chalupa? —preguntó el bretón con un gesto de ira.

—Y tripulada por dos docenas de marineros, lo menos, con maestros y oficiales.

—¿Han desembarcado ya?

—Sí; están atravesando el bosque, al parecer en dirección del almacén.

—¡Por todos los campanarios de Bretaña!… Hemos llegado demasiado tarde. ¿Y dónde refugiarse ahora?

—En el pino carcomido —dijo Jor—. A nadie se le ocurrirá irnos a buscar allá dentro.

—Pero no podremos apoderarnos de la chalupa.

—Volveremos más tarde por ella —dijo «Petifoque»—. No es ocasión ahora de enseñar los dientes a los ingleses. Además, hay que contar con los otros seis que vinieron antes, más o menos ebrios, pero armados también.

«Cabeza de Piedra» se arrancó algunos pelos de su encrespada barba.

—No nos dejemos sorprender —dijo Riberac—. Sería insensato hacer frente a más de treinta hombres.

—Tenéis razón. La partida no es nuestra por ahora. «Petifoque», coge los cuatro tambores.

—¿Nos han de servir todavía? —preguntó el joven marinero.

—Ya veréis; la carga siempre hace su efecto sobre los ingleses.

Volvieron a entrar en el pasadizo secreto, y con los cuatro tambores se internaron en el bosque para ocultarse en el gigantesco pino.

image4.jpeg

A lo lejos se oían las voces de los marineros del bergantín, llamando a voces al secretario del marqués y a los seis compañeros que le acompañaban; estos últimos, en cambio, no daban señales de vida.

Probablemente, bajo los efectos de la ginebra, habrían caído cerca de algún matorral y roncaban tranquilamente sin acordarse para nada de que debían volver al bergantín para advertir al marqués de la desgracia ocurrida a su secretario.

Jor se había puesto a la cabeza del grupo de fugitivos, pues era el único que conocía la situación exacta de la caverna leñosa; los dos bretones hubieran sido incapaces de llegar a ella por no conocer el lugar ni haber tenido la precaución de marcar los árboles la víspera, a fin de orientarse más tarde.

Atravesaron algunos matorrales espesísimos, formados en su mayor parte de abedules, cuya corteza sirve a los indios para fabricarse barcas muy esbeltas que resisten hasta las corrientes rápidas y, finalmente, se hallaron ante el refugio, capaz, como sabemos, de albergar veinte personas en caso preciso.

—Por el momento estamos a cubierto —dijo «Cabeza de Piedra»—. Pero hemos hecho una ligereza. Vos, señor Riberac, no habéis pensado en los víveres.

—No he tenido tiempo de ocuparme en ello —contestó el tratante—. Bastante me daban que hacer aquellos seis borrachos, que amenazaban saquear todo mi almacén.

—Yo esperaba que este asunto se presentara mejor —dijo el bretón—. Y nos hemos quedado sin chalupa y sin víveres. ¡Eh, «Petifoque», el Canadá no es país muy generoso para nosotros!

—Lo mismo creo —repuso el joven marinero—. Pero los bretones son bretones siempre, testarudos, y acaban siempre por salirse con la suya.

—Sí; cuando no les parten el alma a hachazos o los fusilan a quemarropa. ¡Jor!

—¡Maestre! —respondió al punto el marinero.

—¿Podrán descubrir nuestras huellas los ingleses? Aunque de todos modos, siempre tenemos con nosotros al secretario del marqués, que nos servirá para que vayan con tiento esos señores.

—También yo pensaba en ello. Voy a borrarlas —propuso Jor—, pues de otro modo, como la tierra está húmeda aún, les será fácil dar con ellas.

—¿No te descubrirán?

—No temáis; conozco muy bien la floresta, y si quieren darme caza les haré correr hasta perder el resuello completamente. Sobre las entenas valen algo; pero por tierra no son gran cosa.

—Mira que te esperamos, y no muy tranquilos, por cierto. Nos amenaza otro terrible huracán, si bien éste se desencadenará a tiros.

—Dejadme a mí, maestre. Dentro de media hora, o quizá antes, estaré de vuelta —respondió el compañero de David, tomando su fusil y desapareciendo en seguida tras la arboleda.

—No borra las huellas —dijo «Petifoque», inquieto.

—Lo hará de regreso —repuso «Cabeza de Piedra»—. ¿Y ahora, señor Oxford, podréis satisfacer nuestra curiosidad?

El secretario del marqués, sentado en un montón de serrín desprendido por la carcoma, bajo la vigilancia celosa de los dos hessianos, lanzó a su interlocutor una mirada feroz.

—Es inútil que atraveséis los ojos de ese modo, querido señor mío —dijo «Cabeza de Piedra»—. Los corsarios no se asustan por tan poca cosa.

—¿Qué queréis de mí? —preguntó el secretario con desfallecida voz.

—Ante todo, que nos digáis cuántos hombres montan el bergantín.

—No los he contado.

—¿Teníais, quizá, los ojos malos?

—Mucho.

—¿Entonces se os curaron de repente cuando el marqués os mandó en seguimiento mío?

—Certísimo. Al desembarcar os he visto muy bien. Sin duda son los efectos benéficos del aire resinoso de estos bosques.

—Este aire, querido, cura los pulmones, pero no los ojos. Os equivocáis si creéis que estáis hablando con un necio.

—Me alegro infinito.

—¿Por qué me tiene tanta ojeriza el marqués?

—Sé que tiene un grandísimo deseo de echaros mano a vos y a «Petifoque». Parece ser que tiene algunas cuentas añejas que ajustar con ambos. No debéis ignorarlo.

—Verdaderamente, le hemos hecho algunas trastadas, pero es que estábamos en plena guerra y no teníamos el raro capricho de bailar por vez postrera colgados de alguna entena de su navío. Vos hubierais obrado como nosotros. ¿Es cierto que el marqués está enterado de que el general Washington y el barón sir McLellan me han confiado dos cartas para los comandantes del fuerte de Ticonderoga?

—No sé nada de eso.

—¡Mentís! —dijo Riberac—. Me lo habéis dicho así hace algunas horas, en el fortín.

—No habréis entendido bien —respondió el secretario.

Y mirándole de hito en hito, añadió:

—Nos habéis traicionado, ¿no es verdad? ¡Y mi señor, que tanta confianza tenía en vos!…

—Soy canadiense, que es tanto como decir francés, y no inglés. Actualmente me declaro por la libertad americana.

—¿Vuestro compañero Jor piensa lo mismo?

—También él es canadiense.

—Bien habéis engañado a mi señor. No faltará alguna cuerda para vosotros tampoco, estad seguros de ello.

—Bien gordas, como los cables del ancla de salvación —indicó «Cabeza de Piedra» con ironía—. ¿Y no pensáis, señor mío, en que más fácil es que os ahorquemos a vos? Hay miles y miles de árboles en este bosque, bastante resistentes para no venirse abajo por el peso de vuestro liviano cuerpo. Por otra parte, a ningún marinero le falta nunca un trozo de calabrote.

—¿Y seríais capaces? —preguntó el secretario, palideciendo.

—Señor mío, nos atreveremos a todo con tal que el marqués nos deje paso libre para llegar al fuerte.

—¿Va a ceder ante seis hombres?

—Ya lo veremos. Yo confío en que hará lo que pueda por salvaros la piel.

—¿Así, pues, me ahorcaríais?

—Hay tiempo aún, señor —dijo «Cabeza de Piedra»—. Nosotros nunca tenemos prisa.

En aquel momento retumbaron algunos cañonazos, del lado del bergantín, seguidos por una descarga de fusilería, procedente, a no dudar, del segundo destacamento de marineros desembarcados.

—El marqués, que se interesa por vos y pide noticias vuestras. Debe de estar inquieto —dijo «Cabeza de Piedra».

Iba a responder el secretario, cuando «Petifoque» se lanzó hacia la entrada de la caverna, gritando:

—Aquí viene Jor corriendo. Parece que le siguen.

—¡Cuerpo de un cañonazo!… —exclamó «Cabeza de Piedra», levantándose rápidamente—. ¡Si se hubiera dejado sorprender!… No tendrá tiempo de disimular nuestras huellas y los ingleses vendrán pronto a sacarnos de nuestro escondrijo.

—Afortunadamente, contamos con el señor Oxford y con nuestros tambores.

El viejo bretón se había reunido con «Petifoque», el cual estaba ya fuera del recinto, armado con su carabina, pronto a hacer fuego.

Jor se acercaba corriendo como un gamo, dando de cuando en cuando grandes saltos para ganar terreno; traía también el fusil en las manos.

—Sí, le siguen, no hay duda —dijo el viejo maestre, cuyo semblante se ensombreció—. ¡Buen mirlo blanco es para dejarse coger! ¡Por si no basta que sea marinero, es también un verdadero canadiense!

—¿Nos quedaremos aquí, o huiremos?

—Esperaremos todavía, «Petifoque». Ya sabes que nunca tengo prisa y que siempre llego a tiempo para salvar las situaciones difíciles.

Riberac había salido también, seguido de Wolf. Hulbrik permanecía vigilando al prisionero.

Jor, siempre a la carrera, llegó en pocos minutos al pino gigante. A pesar del frío intenso, sudaba como un caballo después de cuatro leguas de incesante galope.

—¿Te siguen?

—Sí —contestó el marinero—. Me vienen pisando los talones una docena de marineros al mando de un oficial. Iba a entrar en el fortín para traeros víveres cuando me vieron y entraron tras de mí por el pasadizo secreto. Afortunadamente tuve tiempo de abrir la puerta que da sobre el puentecillo y de internarme en el bosque.

—¿Estarán aún lejos esos ingleses?

—No tardarán en llegar. Iban muy cerca de mí, guiados por mis huellas cuando la espesura les impedía verme.

—Esto se pone feo.

Reflexionó un momento, y dijo:

—Que Hulbrik se quede dando guardia al prisionero dentro del pino, y vamos nosotros a emboscarnos cerca de aquí con los tambores. No escasean aquí matorrales donde pudieran esconderse aunque fueran quinientos o seiscientos hombres. Hagamos la prueba.

—¿Tanta confianza tenéis en mis pobres instrumentos? —dijo Riberac, medio riéndose.

—¡Ah, muchísima!… Batiremos de nuevo furiosamente las pieles de asno, y ya veréis cómo logramos otro éxito mucho mayor. ¡Vamos, deprisa; y tú, Hulbrik, cuida del secretario del marqués! No temas, que si es necesario vendremos en seguida en tu ayuda.

—Si, patre —contestó el buen hessiano—. Yo quetarme aunque llecar palas.

—Ya sé que eres un valiente.

Cargaron con los tambores y desaparecieron en un espeso matorral de abedules y pinos, tomando posiciones detrás de un enorme tronco derribado por la vejez.

—¡Cuerpo de todos los campanarios de Bretaña!… —exclamó «Cabeza de Piedra», chasqueando los dedos—. Ya hemos encontrado una barricada. ¿Qué más podíamos desear? Entre tanta desgracia, siempre nos alcanza algún golpe de fortuna. ¡Ah, ya están ahí! Son trece… ¡Mal número para ellos!

Una patrulla de marineros, al mando de un oficial, y guiados, sin duda, por las pisadas de Jor, desembocó a unos trescientos metros del pino hueco. Avanzaban cautelosamente, con el fusil preparado, en previsión de una sorpresa. El resto del destacamento se habría quedado en el fortín, buscando al secretario del marqués.

—Señor Riberac, ¿sabéis tocar el tambor?

—Bien o mal, creo que sí podré hacer algo —repuso el traficante.

—¿Y tú, Jor?

—Algo entiendo. He sido soldado —repuso el marinero de la barca.

—Wolf y «Petifoque» conocen bien estas pieles de asno y les dejaremos batir carga los primeros. Esperad, sin embargo, a que yo lo ordene.

—¿Dónde vais? —preguntó el joven marinero, viéndole saltar la barricada.

—A charlar un rato con esos señores —respondió el viejo bretón. Déjame obrar; ya verás cómo me las compongo sin que una bala me agujeree el pellejo.

—Es una imprudencia.

El bretón ya no lo oía. Se había adelantado con la carabina preparada y salía del matorral. Los ingleses se habían detenido y examinaban cuidadosamente el terreno, buscando la pista dejada por Jor.

—Señores míos —gritó el maestre—. ¿Se puede saber dónde vais? Ya debíais saber que estas orillas del Champlain están en poder de los americanos. Si no os rendís, somos muchos miles y os haremos pedazos.

El oficial, un jovencillo rubio, se había incorporado de un salto, fijando en «Cabeza de Piedra» sus ojos azules. Sus marineros se levantaron asimismo, agrupándose detrás de su jefe.

—¿Quién sois? —preguntó el oficial.

—Soy el famoso maestre «Cabeza de Piedra», a quien el marqués conoce tanto; sabedlo, soy el que os cañoneaba desde La Tonante, echándoos abajo masteleros y pendones.

—¡Vos! —exclamó el inglés, tras larga vacilación.

—Yo mismo, a la cabeza de mis americanos, que están escondidos en el bosque.

—¡Os chanceáis!

—Ya nos hemos apoderado del señor Oxford.

—¡Ah, está en vuestro poder!

—Está bien vigilado y con una cuerda al cuello para colgarle tan pronto como intentéis adelantar un paso.

—¡El señor Oxford, vuestro prisionero!… —exclamó el oficial.

—Ya lo veréis.

—¡Adelante, mis marineros! —gritó el oficial—. Nuestros camaradas vienen detrás, dispuestos a ayudarnos.

—¿No os detenéis?

—No soy tan estúpido que crea que hay ahí tantos americanos.

—¡La carga, la carga! —rugió «Cabeza de Piedra», refugiándose rápidamente detrás del grueso tronco en que se habían hecho fuertes los suyos.

Los cuatro tambores redoblaron furiosamente, produciendo un estrépito ensordecedor al multiplicarse por el eco a favor de los grandes árboles. Parecía que batían carga en cincuenta pieles de asno, y no en cuatro solamente. Los ingleses, justamente impresionados, se detuvieron y retrocedieron a esconderse en los árboles, temiendo recibir una descarga. Tan sólo el oficial permaneció animosamente en su puesto, empuñando un machete de abordaje.

—¡Señor! —gritó «Cabeza de Piedra»—. ¿Seguiréis negando que los americanos están aquí? Antes no lo queríais creer.

—¡Pues bien, matadme! —repuso el inglés—. ¡Han muerto tantos en la guerra!…

—No somos caníbales de la Polinesia. Decid a vuestros hombres que no hagan fuego si quieren volver con vida a bordo del bergantín, y aproximaos aquí; pero tirad antes las dos pistolas que lleváis al cinto.

Los tambores habían dejado de sonar, de modo que los hombres se oían perfectamente.

El oficial dudó un largo rato, y avanzó unos cincuenta o sesenta pasos, después de hacer seña a sus hombres de permanecer quietos.

«Cabeza de Piedra» saltó por encima de la barricada y salió a su encuentro, acompañado de «Petifoque», que había dejado los palillos para tomar la carabina.

—Y bien, señor —dijo mientras seguía avanzando—, ¿os decidís a arrojar las pistolas? Mirad que la cólera es mala consejera, y en ocasiones induce a cometer tonterías. Os prometo no haceros prisionero. Si hubiera querido, me bastaba con haber lanzado doscientos o trescientos hombres sobre vosotros y haceros a todos prisioneros.

—¿Pero dónde están vuestros soldados?

—Bien emboscados los tengo.

—Sin embargo, nos habían asegurado que por esta parte no había americanos.

—Pues os han engañado, señor mío; ya lo veis.

—¿Y habéis prendido al señor Oxford?

—Precisamente.

—¿Con qué objeto?

—Con el de ahorcarlo, si el marqués de Halifax no acepta nuestras condiciones.

—¿Cuáles serían éstas?

—Darnos una chalupa de las grandes y la promesa de no importunarnos si enviamos algunos al fuerte de Ticonderoga.

—Conozco demasiado bien al lord; no aceptará nunca.

—Entonces abordaremos su navío e iremos en él.

—Vos habláis sin cesar; pero aún no me habéis mostrado al señor Oxford —dijo el oficial, impacientándose—. Quizá haya escapado a vuestra persecución.

—¿Lo creéis así? Esperad un poco.

Hizo portavoz con las manos y gritó con voz tronadora:

—¡Hulbrik, trae aquí al prisionero! Aquí estamos todos para protegerte: si disparan, morirán todos.

—En sequida, patre, opetecer —gritó el hessiano desde su escondite.

—Asegúrale primero las manos a la espalda.

Haper ya hecho.

«Cabeza de Piedra» y «Petifoque» se acercaron al gigantesco palo, tras el cual se había detenido el oficial sin darse cuenta de la abertura.

Hulbrik no tardó en salir, teniendo bien sujeto al secretario, a pesar de haberlo atado previamente.

—Señor oficial —dijo «Cabeza de Piedra»—, ¿conocéis al prisionero?

—¡El señor Oxford!… No esperaba encontrarlo vivo.

—Ya os he dicho que no somos caníbales de Polinesia. Ni nos dedicamos a ahorcar a la gente —repuso el viejo bretón—. Miradlo bien; goza de buena salud. ¿Os convencéis ahora de que está en nuestras manos?

—No estoy ciego.

—¿Queréis probar a libertarlo por la fuerza?

—¿Para sacrificar a todos mis hombres? Somos demasiado pocos; pero pronto llegará la escuadra de Burgoyne y entonces tendréis enfrente a diez mil hombres.

—Ni mis soldados ni yo pensamos esperarlos aquí, y al secretario no lo volveréis a ver. Si el marqués lo quiere rescatar en seguida, debe poner a mi disposición una chalupa y un salvoconducto para atravesar el lago.

—No aceptará, os lo digo yo; conozco muy bien al lord.

—Volved a bordo con todos vuestros hombres y referirle cuanto habéis visto y cuanto os he dicho. Os dejaremos reembarcar tranquilos, sin disparar un solo tiro.

—Sois demasiado generoso —dijo el oficial, a pesar suyo.

Miró al secretario del marqués, que se había sentado sobre un haz de viejas fibras leñosas; Hulbrik, armado de su carabina, no se separaba de él, atento al menor de sus movimientos.

—¿Debo obedecer, señor Oxford? —preguntó el oficial al prisionero.

—Haced lo que os parezca —dijo secamente el secretario.

—No es posible empeñar la lucha. Hay muchos hombres escondidos en el bosque, preparados para caer sobre nosotros.

—Yo no sé nada.

—Entonces vuelvo a bordo.

—¿Y cuándo regresaréis? —preguntó «Cabeza de Piedra».

—Lo más pronto posible —repuso el oficial.

—Os concedo dos horas; si no estáis aquí antes que transcurran, mandaré ahorcar al prisionero. Podéis retiraros; son las diez, y mi reloj es exacto como un cronómetro de marina. No dejéis hombres en tierra, pues si los sorprendemos, nos veremos precisados a fusilarlos.

El oficial recogió sus dos pistolas, envainó el machete de abordaje, hizo un ligero saludo y se unió a sus hombres, que habían permanecido ocultos tras los gruesos pinos. La patrulla se alineó y alejóse rápidamente en dirección a la playa.

Jor, Riberac y Wolf acudieron al punto.

—Esperemos ahora —les dijo «Cabeza de Piedra»—. Entretanto, los ingleses creen que la floresta está llena de americanos. Los tambores nos han hecho mejor servicio que si fueran piezas de treinta y dos. Y ya que somos dueños de la playa y que tenemos dos horas de tregua, hemos de pensar en nuestros estómagos. ¿No es así, señor Riberac?

—En mi almacén hay víveres en abundancia. Bien lo sabéis, pues los habéis probado.

—Yo me encargo —dijo «Petifoque».

—Os acompaño —exclamó Jor—. Iremos de prisa y nos traeremos aquí lo que podamos.

—Cuidado con las sorpresas —advirtió «Cabeza de Piedra»—. No hay que fiarse de los marineros ingleses.

—Abriremos bien los ojos —repuso «Petifoque»—. Además de que tenemos las piernas bien ligeras aún; ¿verdad, Jor?

—Ya lo creo —contestó el canadiense, echándose al hombro su fusil.

—Y atención si disparan algún cañonazo. El marqués es muy capaz de dejar que ahorquen a su secretario.

Y volviéndose a Riberac, añadió:

—Dejemos ahora este refugio, que no nos puede servir para nada, y vámonos selva adentro. El oficial lo ha visto y no tengo el menor deseo de hacerme cercar en ese agujero.

—Iba a proponérselo —dijo el traficante.

Se detuvieron aún algunos instantes, siguiendo con la vista a Jor y a «Petifoque», y cuando los vieron desaparecer en dirección al fortín volvieron al matorral, conduciendo con ellos al secretario, a quien desataron las manos.

Aunque el huracán había cesado en el Champlain, violentísimas ráfagas de viento, impregnadas de pequeños copos de nieve, soplaban entre el ramaje, rumoreando sordamente. Ante ellos huían, con las alas desplegadas, grandes cisnes canadienses, que alcanzan a veces treinta libras de peso, seguidos de grandes bandadas de ocas y patos silvestres, notablemente mayores que los que viven en los pantanos y lagos europeos. «Cabeza de Piedra», viéndolos abatir su gracioso vuelo hacia la tierra, meneaba la cabeza, murmurando:

—¿Estará el Champlain tan borrascoso durante todo el invierno?

Pasaron la barricada, y con ramas de abedul y largas tiras de corteza, desprendidas con facilidad, construyeron rápidamente una pequeña choza, bastante holgada para resguardarse de la nevisca.

No hace falta decir que a su alrededor yacían los famosos tambores que habían hecho escapar más que de prisa a los marineros del marqués. Podían servir para batir la tercera carga si otras tropas desembarcaban en número considerable.

Apenas habían preparado su refugio cuando Jor y «Petifoque» reaparecieron, llevando algunas cajas sobre sus hombros.

—¿No han saqueado mi almacén? —preguntó Riberac al joven marinero.

—Todo está aún en orden, señor. Pero tengo que daros una mala noticia —respondió «Petifoque».

—¿Qué es ello?

—Los ingleses han ahorcado a los seis marineros que escoltaban al señor Oxford.

—Los habrán sorprendido borrachos y quizá dormidos. Los ingleses no gastan chanzas con la disciplina. Son terribles.

—La culpa ha sido mía —dijo Riberac—. Y el caso es que si no los dejo beber incendian el almacén y nos dan fuerte a Jor y a mí. Sé muy bien cómo las gastan los marineros en tierra.

—¿Los demás han desaparecido todos? —preguntó «Cabeza de Piedra».

—Sí; marcharon hacia el bergantín —repuso «Petifoque»—. Los hemos visto reembarcar, y no han dejado más que a esos seis desgraciados, que el viento mece ahora en los extremos de las ramas de un gran pino.

—¿Cerca del fortín?

—A cuatrocientos o quinientos pasos.

—Es feroz ese marqués. Su hermanastro, el barón McLellan, no ha colgado nunca a ninguno de sus corsarios en la punta de los pendones. ¡Ah, ése es un hombre!… Bien es verdad que si por sus venas corre sangre inglesa, también corre sangre francesa.

—Maestre —dijo Riberac, mientras Jor, «Petifoque» y los dos hessianos abrían las cajas y sacaban pemiles, bizcochos, lenguas de bisonte ahumadas y algunas botellas—, ya me contaréis algún día por qué esos dos hermanos se odian tanto y vienen a encontrarse hasta América para matarse.

—Cuando comamos —respondió «Cabeza de Piedra»—. Hemos hecho una labor pesada, y además, el ilustrísimo secretario del marqués debe de tener hambre. No acostumbramos negar víveres a los prisioneros, como hacen a menudo los ingleses.

—Así dicen las malas lenguas —dijo Oxford, con voz siempre dura y altanera.

—Lo sé bien, señor mío, yo, que he sido por algunos días prisionero del marqués. Vosotros los ingleses preferís obsequiar con cuerdas enjabonadas a vuestros prisioneros, mejor que invitarlos a consumir raciones suficientes, a base de bizcocho y carne salada… acompañadas de buen vino.

—Ya veo que no estáis muerto.

—Había gentes de corazón que, a escondidas del marqués, no me dejaban carecer de nada. ¿Es verdad, «Petifoque», tú, que me hacías compañía?

—Verdad es, como un libro impreso —repuso el joven marinero, mientras cortaba en lonjas los pemiles y las lenguas, colocándolas sobre la tapa de una de las cajas—. Ni siquiera nos faltaba tabaco.

Patre —dijo Hulbrik—. Comita pronta. No dejar escapar esta trecua.

Un cañonazo retumbó en aquel momento, seguido inmediatamente de otros varios; una granizada de balas caía sobre la selva, con roncos silbidos, derribando a su paso gruesas ramas, que caían al suelo con gran estrépito.

—¡Buena tregua tenemos! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. Apenas son las once y ya han roto las hostilidades. Señor Oxford, el marqués parece haberos abandonado a vuestro destino. ¿No lo creéis así?

El secretario contrajo su rostro, arrugó el entrecejo y apretó los dientes; pero permaneció silencioso.

—Dejémoslos desahogarse —dijo el artillero—. Lo siento por vos, señor Riberac.

—¿Por qué? —preguntó el traficante.

—Porque el bergantín comienza a lanzar balas incendiarias sobre vuestro almacén, con el fin de incendiarlo.

—¿Cómo sabéis que son balas incendiarias?

—Un viejo artillero no se engaña nunca. Los proyectiles secos hacen otro ruido.

—¡Ya sabía yo que no acabaría mi almacén de buena manera! —dijo el traficante—. Los ingleses, los indios o los mismos americanos hubieran acabado por dejarlo vacío. Hace ya tiempo que estaba persuadido de ello; pero he tenido la precaución de esconder en lugar seguro mis guineas, fruto de tantos años de peligros y fatigas, y siempre seré bastante rico.

—Justo —dijo «Cabeza de Piedra», que se había levantado, con una lonja de pernil y un bizcocho en las manos—. Los artilleros del bergantín han tomado vuestro fortín como objetivo. Se aprovechan de la breve calma que reina sobre el lago, y que acabará antes de la noche, porque cuando las ocas y los cisnes se refugian tierra adentro, es señal cierta de que la borrasca está próxima. Es pequeño este Champlain, pero siempre está colérico.

—Estamos en la mala estación —respondió el traficante, que se había sentado sobre el caído pino que servía de barricada, devorando un trozo de lengua ahumada, acompañada de bizcocho y remojando el condumio con una botella de vino blanco seco procedente de Francia. Parecía no preocuparse de su almacén, que a aquella hora seguramente habría recibido de seguro más de una bala incendiaria.

Todos se habían puesto a comer tranquilos, como si se encontraran lejos del alcance de cualquier pieza de artillería. El mismo señor Oxford se había dignado aceptar un salchichón.

Entretanto, los cañonazos se sucedían, sirviendo de blanco el fortín a todos ellos. Seguramente el marqués había decretado su destrucción, creyendo acaso que en él se encontraban los americanos. Más de veinte cañonazos habrían retumbado, repercutiendo intensamente bajo el ramaje del bosque, cuando «Cabeza de Piedra» señaló al traficante una nube de humo que se elevaba sobre el depósito.

—¿Cuánto perdéis? —preguntó.

—Cinco mil guineas —repuso Riberac—. Pero el marqués me ha dado el doble por vuestra captura.

—Entonces, no os podéis quejar.

—En absoluto.

—Lo siento por los pemiles, que se asarán alegremente, sin que los podamos probar —dijo el bretón—. Era cómodo para nosotros el almacén.

—¿Qué le haremos? Así es la guerra.

—¡Cuerpo de cien mil pipas rotas…, bien lo sé yo, que no he hecho otra cosa que combatir allende y aquende el Atlántico!

—Y siempre con una salud a prueba de bombas, ¿verdad? —gruñó el traficante, con la boca llena.

—He recibido cascos de metralla, y no pocos, pero ninguno me ha mandado al otro mundo a patronear una barca de Belcebú. Nosotros tenemos la cabeza dura y el pellejo lo mismo. Señor Riberac, vuestras provisiones se queman.

—Ya lo veo —repuso el traficante, sin dejar de comer—. Pero como no las podemos salvar, las doy por bien perdidas.

Una lengua de fuego atravesó los aires y fue a caer sobre el fortín, silbando, seguida de una lluvia de chispas, que se dispersó en los aires, en alas del viento.

Pasaron dos o tres minutos, al cabo de los cuales se oyó un formidable estampido. Las provisiones del traficante habían sido presa del fuego, haciendo estallar el depósito.