CAPÍTULO V

LA CARGA DE TAMBORES

LA patrulla que el bergantín había desembarcado, no obstante el mal tiempo y los graves peligros que presentaba la resaca al acceso, se componía de siete hombres. Seis de ellos eran marineros de gallardas formas, rubios, sonrosados y de ojos azules, armados de carabinas y machetes de abordaje, gente que ya conocía el olor de la pólvora y a quienes no espantaría una sorpresa.

En cambio, el séptimo era un hombre de unos cincuenta años, con uniforme de oficial, aunque sin los vistosos galones de oro que usaban las gentes de mar procedentes de cualquiera de las Academias náuticas de Inglaterra.

Era alto, delgado, con los cabellos algo entrecanos, ojos de color de acero, rostro algo rugoso y cuidadosamente afeitado.

De su cintura pendían dos grandes pistolas de doble carga y una pequeña hacha.

El traficante se adelantó a recibirle, diciendo:

—Señor Oxford, podéis consideraros como si estuvierais en el bergantín. ¿Cómo está el marqués de Halifax?

El hombre flaco arrugó la frente, lanzó una rápida ojeada en su derredor, y viendo al canadiense, que continuaba sentado ante el fuego, dijo a Riberac con voz algo altanera:

—¿Quién es?

—El lugarteniente de Davis. Podéis hablar libremente. Lo sabe todo.

—¡Buen servicio nos han hecho los tales canadienses!… No han sido capaces de apoderarse de «Cabeza de Piedra».

—La tempestad los ha sorprendido, señor, y la barca se ha destrozado contra los peñascos. ¿No habéis visto los restos?

—Sí; pero debían de ser pésimos marineros los hombres de Davis. ¿Y dónde anda el mestizo?

—Aquí no ha llegado. Quizá se haya ahogado con dos de sus hombres, tras de haber preparado una mina en la proa de la barca y haberla hecho saltar en pedazos. Yo estaba en la playa y he visto la llamarada, primero, y después volar el puente.

—Han sido unos imbéciles —dijo el secretario del marqués—. Queríamos coger vivos a «Cabeza de Piedra» y a su compañero «Petifoque». De los traidores alemanes que han hecho causa común con los americanos no nos ocupábamos para nada; solamente habíamos preparado dos sólidos lazos para colgarlos.

Empujó con el pie una caja y se sentó junto a la chimenea, aceptando un vaso de ginebra que le ofrecía Jor.

—De modo que, por lo que he podido comprender, hemos perdido la partida —continuó con voz dura—. ¡Y el marqués no había reparado en gastos! ¿Vos no tendréis las dos cartas que le interesan?

—Yo no estaba a bordo de la barca. Mi puesto era aquí.

—¿Sabéis que de esas dos cartas depende todo el plan de guerra de los americanos en Ticonderoga?

—Me lo dijisteis, en efecto.

—Y además querríamos saber si el barón McLellan ha venido por aquí. Su hermano le espera para restituirle las dos estocadas que él recibió, primero en Boston y más tarde en Long Island. En suma, ¿no se sabe dónde ha ido a parar «Cabeza de Piedra»?

—Aquí no ha venido; pero sabemos que pudo dejar la barca antes de la voladura.

—¿Dónde estará? Las dos cartas que lleva consigo le son necesarias al marqués.

—Ni Jor ni yo lo sabemos.

—Se habrá refugiado en el bosque con sus compañeros.

—¿Se ha advertido a los indios iroqueses para que los capturen?

—Yo lo he hecho ya —repuso Riberac.

—¿Ya están en movimiento?

—Sí.

—¿Quién los manda?

—Un sakem, ya famoso, que se llama Caribú Blanco.

—¿De confianza?

—De toda la confianza que puede inspirar esa clase de gente.

—¿Habéis pagado a esos indios?

—He distribuido entre ellos todas las guineas que me entregasteis, así como las cajas llenas de armas de fuego.

El señor Oxford hizo un gesto de mal humor, bebióse otro vaso de ginebra, en lo que los seis marineros siguieron su ejemplo, y descargó un fuerte puñetazo sobre la caja que le servía de asiento.

—Algo bien distinto esperábamos de vosotros —dijo, colérico—. ¡Bien ha pagado el marqués, sin embargo!…

—¿Qué esperabais?

—Encontrar bien amarrados a «Cabeza de Piedra» y a «Petifoque» en vuestra casa.

—Como no han venido aquí, no hemos podido hacer nada. Y, por otra parte, ¡id a mediros con semejantes hombres! Son valientes y decididos.

—Bien lo sé. Si Washington contase con diez mil como ellos, hace tiempo que habríamos perdido todas nuestras colonias. Y el caso es que hay que apoderarse de «Cabeza de Piedra» sea como sea.

—Pero ¿dónde lo buscaremos?

—No se habrá ido al infierno, ciertamente —dijo el señor Oxford.

—Podría haberlo devorado algún oso. Vos no conocéis nuestras selvas, infestadas de animales ferocísimos.

El secretario del marqués se encogió de hombros.

—¡Bah!, ¡no son hombres que se dejen devorar como bistecs!

Dicho esto, miró a Jor, que continuaba destapando botellas y llenando los vasos de los marineros, sentados en cajas y barriles.

—¿Creéis que haya perecido Davis en el naufragio? —preguntó a Jor.

—Lo ignoro, señor. No lo he vuelto a ver. Además, yo me arrojé al agua antes que él para escapar a los hachazos de los bretones.

—Hay, pues, que confiar en que se ha salvado, pues nada admirablemente.

—Podía apostárselas con los castores, señor —contestó Jor—; pero no hay que olvidar que el lago estaba aguadísimo y la barca se encontraba junto a los arrecifes. Es fácil, pues, que le haya ocurrido alguna desgracia.

—¿Lo conocían los hurones?

—Sí; porque tiene parientes entre esos guerreros. Como ya sabéis, Davis es cruzado de blanco.

—Pero si se hubiera salvado habría venido en seguida aquí —dijo el traficante—. Yo le esperaba hace ya días.

El secretario del marqués apuró otro vaso, y preguntó después:

—Bien; ¿y qué hacemos? «Cabeza de Piedra» nos es absolutamente preciso.

—Que desembarque una compañía de soldados y que den una batida por el bosque. Yo no sabría daros otro consejo.

—Así lo diré al marqués. ¿Habéis tenido noticias de los americanos?

—Y por cierto poco tranquilizadoras para vosotros. Se dice que algunas bandas destacadas de Ticonderoga han desembarcado en tartanas y barcazas no muy lejos de aquí.

—¿Quién os lo ha dicho?

—Un cazador de osos, con quien me encontré hace tres días.

—De manera que corremos el peligro de ser sorprendidos de un momento a otro por esos perdularios…

—Podría ser.

—Quedaos aquí vos con Jor. Espero que no os harán daño aunque os capturen. Yo volveré a informar al marqués de cuanto sucede.

—Los americanos no fusilan a sus prisioneros —repuso Riberac—. Además, ya procuraremos no dejarnos prender.

—¡Ah, ese endiablado «Cabeza de Piedra»!… De cualquier modo acabará por caer en nuestras garras. El solo debe saber si vendrá aquí el barón McLellan para ayudar a Arnold y a Saint-Clair.

—Mientras no se le encuentre, nada sabremos, señor Oxford.

—Cuando vuelva a bordo, el marqués me hará una escena, pues él esperaba tener ya en su poder esas dos cartas. ¡Habrá tempestad en el bergantín, tempestad furiosa!

Diciendo esto, hizo seña a los marineros de levantarse.

—Vámonos —dijo—. No tengo grandes deseos de que me prendan los americanos, si es verdad que andan por estos contornos.

—Yo espero verlos llegar de un momento a otro —dijo Riberac—. La noche pasada oí a lo lejos el redoble de un tambor.

En aquel momento, tres o cuatro gruesos rollos de pieles cayeron al suelo y varias cajas cayeron encima de los barriles.

El secretario del marqués tomóse lívido y empuñó sus pistolas.

—¿Hay otras personas aquí? —preguntó con voz amenazadora al traficante.

—Que yo sepa, no. Las zorras entran a menudo y me revuelven todo para robarme. Siempre me hacen grandes daños y nunca he podido averiguar por dónde entran.

—¿No hay otra puerta allá en el fondo?

—Nunca la he visto.

—Habrán minado alguna galería royendo los troncos de vuestro almacén.

—No me he cuidado nunca de verlo. He tenido bastante en qué ocuparme, entre vosotros y los indios.

—O quizá los americanos se han abierto un paso para sorprenderos.

—Todo es posible. Para mis tratos con los pieles rojas tengo necesidad de ausentarme frecuentemente durante semanas enteras. ¡Diablo, otras balas que ruedan!… ¡Si las zorras, impelidas por el hambre, me estropean diez mil dólares de mercancías, vayan al infierno las guineas del marqués! De buena gana me hubiera largado hace tiempo, poniendo todo a salvo.

—El lord es generoso y sabrá recompensaros.

—¡Hum!… —gruñó el traficante.

—¡Respondo de ello! ¡Adelante, marinos; mirad a ver si se trata de zorras o de hombres que se oculten ahí! ¿Están cargadas vuestras carabinas?

—Sí —respondieron los seis ingleses, cuyas piernas se resentían a causa de la ginebra bebida.

—¡Andando, borrachos!… —gritó el secretario del marqués—. Cuando os halláis ante unas cuantas botellas os volvéis estúpidos y no servís ya para nada.

—¡Oh, también vos habéis bebido, señor! —dijo un marinero que ostentaba en la manga un galón rojo.

—No tanto como vos. ¡Obedeced u os haré ahorcar a todos!… Ya sabéis que el marqués no hace las cosas en chanza.

—¿Y si los americanos estuvieran escondidos tras esa especie de barricada y nos mataran a todos con una descarga a quemarropa?

—Ya nos hubieran sorprendido, y, además, no hay puerta alguna en el fondo. ¿No es cierto, Riberac?

—No, ninguna —respondió el traficante, que se había sentado con Jor al lado del fuego.

—Vamos, pues —dijo el galoneado marinero—. Demos gusto al señor Oxford si no queremos que nos obsequien después con un cabo de cáñamo bien apretado alrededor del gaznate.

Aun cuando no estaban muy seguros sobre sus piernas, los seis hombres se aproximaron a la alta barricada, con el dedo fijo sobre los gatillos de sus carabinas, preparados a responder a cualquier agresión; pero a los pocos pasos se detuvieron, mirándose unos a otros con ansiedad. Otras balas cayeron desde lo alto del montón, rodando acá y allá por la sala.

La palidez del señor Oxford aumentaba. Furioso, volvióse hacia el traficante, diciéndole:

—¡Vos escondéis gente en vuestra casa!…

—Ni Jor ni yo hemos visto entrar a nadie —repuso Riberac.

—Pues detrás de ese montón de pieles y cajones debe de estar oculto alguien.

—En verdad, no sé yo tampoco explicarme cómo esos rollos de pieles, que estaban tan bien colocados sobre las cajas y los barriles, hayan podido caerse.

—Idos a ver.

—Yo soy un comerciante y no un hombre de armas.

—Sí; pero ¡cuántas veces habréis combatido con los indios para librar la cabellera!

—Soy amigo de todas las tribus y no necesito…

Interrumpióse bruscamente, preguntando en seguida al secretario del marqués:

—¿Habéis oído?

—¿Un gruñido?

—Algún oso gris, acaso.

—¿Y por dónde habría entrado?

—Ya lo veremos. Por la puerta del almacén no ha sido.

Los seis marineros, que también habían oído aquel gruñido, retrocedieron renegando.

El señor Oxford lanzó un grito de cólera:

—¡Somos nueve y nos estamos aquí charlando estúpidamente! ¡Habré de ponerme a vuestra cabeza!

—Debéis hacerlo así —dijo el traficante, fingiendo que preparaba su viejo arcabuz—. Id delante y todos os seguiremos.

—¿Y si damos de manos a boca con algún gigantesco oso gris? Ya sabéis que estos tristones no retroceden aunque se vean atacados por veinte hombres, y que resisten todas las balas, que aplastan en su coraza de grasa.

—No penséis en ello. El techo no está desfondado, ni la pared tampoco; ¿por dónde habría podido entrar?

—Eso os pregunto yo.

—Y yo a vos —dijo Riberac—. Si fuera un oso, nos hubiera atacado ya mil veces.

—Y alguno de nosotros no podría contarlo ya —añadió Jor.

—De todos modos, hay que enterarse de lo que sea —dijo el secretario—. El marqués me está esperando y no es hombre que tenga paciencia.

Empuñó las pistolas y se adelantó resueltamente hacia la barricada, seguido de los seis marineros, que parecían más ebrios que nunca, quizá a causa del fuerte calor que reinaba en la estancia; el traficante y Jor iban detrás, riendo entre dientes, puesto que sabían de qué oso se trataba.

El secretario se aventuró en el pasillo que los hessianos habían hecho al transportar las dos grandes cubas; de repente, la barricada, que por fortuna se componía sólo de rollos de pieles, le cayó encima, cubriéndolo completamente.

—¡El oso, el oso!… —gritaron los marineros, dando un salto hacia atrás y derribando a su vez barriles y cajas.

Hicieron algunos disparos al azar y se precipitaron hacia el centro del amplio almacén, parapetándose detrás de la mesa que habían derribado, así como las dos grandes cubas llenas de tambores.

Riberac y Jor se quedaron solos.

—«Cabeza de Piedra» ha hecho honor a su cabeza —dijo el primero.

—Se ha llevado al secretario del marqués en nuestras narices —repuso el segundo.

—¡Y con qué maestría! Ninguno de nosotros lo hemos visto siquiera. Ese hombre es un verdadero diablo y su compañero no le va en zaga.

—¿Cómo nos libraremos de estos marineros?

—Aquí tenemos ginebra. Los embriagaremos si no se van.

—Me parece que preferirían volver al bergantín antes que quedarse aquí —respondió Jor.

—Vamos a ver qué le ha pasado al secretario.

—Que se lo han llevado, señor Riberac.

—Ya lo sé. «Cabeza de Piedra» lo tendrá en el pasadizo secreto. Es un hombre de acción ese bretón, que no vacila nunca.

Para tranquilizar un poco a los marineros, presa de un pánico enorme, entraron en la barricada y vieron a la entrada del pasadizo secreto a «Petifoque», que se reía con toda su alma.

—«Cabeza de Piedra», ¿ha hecho una de las suyas? —le preguntó Riberac.

—Se ha llevado al secretario del marqués.

—¿Qué quiere hacer de él?

—¡Yo qué sé! Ahora mandará batir tambores a paso de carga y se apoderará de la chalupa, que le es muy necesaria a él y acaso a vos también. Soplan malos vientos por este lado, ahora que los ingleses se preparan a invadir el Champlain. Si no nos refugiamos pronto en Ticonderoga, acabaremos mal, señor Riberac.

—En ello pienso —respondió el traficante—. Una cosa me desconsuela, y es dejar todas mis riquezas en poder de los indios, que jamás han conocido la gratitud.

—Alguien os resarcirá. El barón es tan rico como el marqués.

—¡Ohé!… —gritó en aquel momento el cabo de los marineros—. ¿Habéis encontrado al secretario?

Riberac y Jor saltaron a la barricada después de hacer señas a «Petifoque» de que esperara; el primero dijo:

—Ha desaparecido; algún oso debe de haberlo devorado.

—¿Habéis visto a la bestia?

—No; sin duda ha huido en seguida.

—¿Hacia dónde?

—Hemos encontrado una especie de subterráneo —dijo el traficante—. Lo habrán minado sin yo advertirlo, bien los indios o bien las fieras, atraídas por el olor de mis pemiles.

—¡Ah, guardáis pemiles aquí!… —gritaron los marineros.

—Y exquisitos.

—Traednos acá una caja. Ya que el secretario ha desaparecido, tengamos francachela —dijo el graduado—. El marqués nos aguardará. No hemos de ser siempre esclavos suyos.

—También tengo salchichones ahumados del propio Heidelberg y cerveza.

—¡Nada de cerveza! —aullaron los marineros—. ¡Ginebra, ginebra!

—Como queráis —dijo el traficante—. Tengo una buena provisión, que contaba haber vendido a las tripulaciones inglesas.

—Pero nosotros no pagaremos ni un chelín —gritó el graduado—. Somos seis, mientras que vosotros no sois más que dos.

—Os lo regalo —dijo Riberac.

—Sois un verdadero padre.

—Jor, trae unas cajas y da de comer a esta gente.

—Un momento, señor —dijo el graduado—. ¿Y si el oso vuelve? El señor Oxford tenía pocas chichas, y un oso gris apenas habrá tenido con él para dar que hacer a un diente.

—Hemos tapado la mina con dos cubas grandes, y por allí ya no podrá entrar ningún animal. Son cubas llenas de harina, que pesan dos quintales cada una.

Iba Jor a acercar una caja de pemiles, cuando hacia el pasadizo secreto se oyeron tambores batiendo furiosa carga.

—¡Los americanos! —gritó Riberac—. ¡Huid!… ¡Han tomado por la espalda el almacén!…

—¡Vámonos, vámonos! —mascullaron los marineros, que no tenían deseo alguno de combatir y que para nada se acordaban ya del secretario del marqués.

Saltaron por encima de la mesa y de los barriles, y se dirigieron a la puerta, que estaba abierta, jurando y renegando.

Entretanto, los tambores continuaban retumbando con ruido ensordecedor. Parecían conducir al ataque a un considerable destacamento de americanos. Riberac cerró la puerta, atrancándola; y dijo a Jor:

—Vamos a ver lo que hace «Cabeza de Piedra».

—¡«Cabeza de Piedra» está aquí! —dijo el bretón, apareciendo de improviso y lanzando contra la pared el voluminoso tambor—. ¿Se han marchado ya?

—Todos —repuso Riberac.

—Ante todo he de daros las gracias por vuestra lealtad.

—No es necesario. ¿Y el secretario del marqués?

—Me lo he llevado yo, después de ahogarlo casi para que no gritara. Puede servirnos de muy valiosa ayuda teniéndolo en nuestro poder.

—¿Y la chalupa?

—Ahora pensaremos en ella. ¡Qué diablo, dejadme respirar un poco!

Viendo sobre una de las cajas un vaso de ginebra, lleno aún, lo vació de un trago.

—Apagad el fuego —dijo— y vámonos de aquí.

El redoble del tambor había cesado. «Petifoque» y los dos hessianos debían de haber salido del pasadizo secreto, llevando consigo al secretario.

—Vamos —insistió «Cabeza de Piedra»—. Aquí no tenemos ya nada que hacer.

Con dos cubos de agua extinguieron la hoguera, para impedir que una chispa prendiese la pared, y después, con las armas en la mano, atravesaron el almacén a grandes zancadas y se internaron en el pasadizo secreto.

—¡«Petifoque»! —gritó «Cabeza de Piedra» al salir.

—Te esperaba —repuso el joven marinero, adelantándose.

—¿Y los dos hessianos?

—Llevan al secretario del marqués, más muerto que vivo.

—¿Estamos todos?

—Sí —dijo Riberac.

—Vamos ahora por la chalupa… Acaso nos ganaremos algunos cañonazos; pero es sabido que esas grandísimas bestias no dan fácilmente en el blanco. ¡Adelante!…