CAPÍTULO IV

EL BERGANTÍN INGLES

MIL obstáculos estorbaban la vuelta de los tres hombres al almacén.

Durante su estancia en la caverna, el viento había derribado muchos árboles de grandes dimensiones que les costaba trabajo salvar. La borrasca rugía sobre el lago, y las ráfagas, aullando sordamente, desgajaban gran número de ramas, mientras la lluvia reanudaba su furia, deshojando los árboles, heridos por gotas de un tamaño desconocido en nuestros climas.

Por último, las tinieblas, densísimas todavía, ocultaban la situación del almacén.

Los tres hombres, azotados continuamente por el viento y el agua, habrían recorrido apenas unos doscientos metros, tratando difícilmente de orientarse, cuando de la parte del lago se oyó el estampido de un cañonazo.

—Es una pieza del veintiocho —exclamó «Cabeza de Piedra», deteniéndose súbitamente—. El veintiocho es un cañón inglés.

—¿Habrá llegado ya algún navío de Burgoyne? —preguntó «Petifoque».

—Es probable —repuso el viejo bretón.

—¿Será algún explorador?

—Eso se lo preguntas al comandante que lo conduce.

—¿Tratarán de atracar aquí?

—No hay sitio a propósito; podemos estar tranquilos por ahora.

—¿Por qué por ahora?

—Porque si los ingleses están ahí no sé cómo vamos a llegar a Ticonderoga. Nos cortarán el paso por el lago y tendremos que permanecer en estos bosques con el peligro de los indios encima. Pero por algo somos bretones de La Tonante; ya saldremos. Por supuesto, yo no vuelvo a Nueva York sin haber cumplido mi misión. ¡Bumm…! Otro cañonazo… ¿Si estará en peligro ese navío? A lo mejor tropieza contra un peñasco y se destroza como nuestra barca.

—Tú, que tienes el oído más ejercitado que yo, ¿podrías decirme por el estampido a qué distancia se encuentra?

—A siete u ocho millas, por lo menos —repuso «Cabeza de Piedra»—. Dejémosle disparar y sigamos andando. Ya debemos estar cerca del pasadizo secreto.

—Le tenemos casi frente a frente —dijo el joven marinero.

—Apresurémonos, que ya nos ha vuelto a calar la lluvia y sopla un viento glacial.

En efecto, a los pocos pasos llegaron a la entrada del pasadizo.

—¿Lo conoces, Jor? —preguntó «Cabeza de Piedra» al canadiense—. Por aquí debes de haber salido tú.

—Nunca he visto esta galería. Desde que pisé tierra no he hecho más que dar vueltas por el bosque.

—Ta, ta, ta… Nos quieres hacer comulgar con ruedas de molino, grandísimo tunante. Tú serás muy vivo; pero nosotros no somos tan tontos. ¿Quieres que te diga una cosa?

—Decid lo que queráis.

—Pues te digo que debes de haber conocido al señor de Riberac.

—Ya os he dicho que jamás oí ese nombre —repuso el canadiense, que seguía de cerca a «Petifoque».

—No tardaremos en saberlo.

Recorrieron la corta galería, llena de humedad e impregnada de un moho de astillas y raíces corrompidas, y llegaron al almacén, en el que entraron por el hueco misteriosamente desocupado detrás de las grandes barricas y los paquetes de pieles.

Temiendo alguna sorpresa, «Cabeza de Piedra» agarró a Jor por una mano y paseó su mirada por el vasto recinto.

Los dos alemanes, sentados junto al fuego, fumaban sendos cigarros de Maryland; cada uno de ellos tenía a su lado una botella de ginebra.

El traficante, en tanto, paseaba en torno a la mesa con gesto sombrío.

—Señor Riberac, ya estamos de vuelta —dijo «Petifoque» sin soltar la linterna—. Tenemos que darle una noticia interesante.

—¿Habéis dado muerte a algún oso? —dijo el traficante, parándose en seco y arrugando el entrecejo—. Es fácil encontrar alguno por aquí, pues cuando llueve suelen salir de su cubil.

—Hemos capturado a un hombre —intervino «Cabeza de Piedra», empujando al canadiense—. ¿Lo conocéis?

Al ver a Jor, el traficante palideció; pero se repuso en seguida.

—Nunca vi esa cara.

—Sin embargo, en vuestro almacén se hallaba escondido.

—¡Oh…, es imposible! ¿Por dónde habría podido entrar?

—Por una galería abierta en el depósito y que desemboca en pleno bosque.

—¿Qué historias me estáis contando, maestre?

—Señor mío, historias reales.

—Cuando hace diez años adquirí este almacén, de otro francés, a quien los indios habían casi escapado, no advertí la existencia de pasadizo alguno. De haberlo visto, lo habría tapada a toda prisa; no tengo interés en facilitarles la entrada a los malhechores para que me asesinen durante mi sueño.

—Es extraño…

—Pues así es.

—Sin embargo, este hombre, que formaba parte de la tripulación de nuestra barca, ha sabido descubrirlo y refugiarse detrás de las cubas, donde ha dejado bien marcadas sus huellas.

—¿Es verdad? —preguntó el traficante mirando fijamente al, prisionero.

—Ya he dicho que ignoraba que aquí hubiese un fortín —repuso el canadiense, que se había sentado entre los dos hessianos, junto a la lumbre—. Me han prendido en el hueco de un pino carcomido, donde estaba descansando.

—Mientes —rugió «Cabeza de Piedra»—; hemos seguida tu rastro.

—La noche es demasiado oscura para seguir a un hombre.

—Pero teníamos un farol.

—Habréis seguido la pista de algún indio, no la mía.

—Pero ¿tú oyes esto, «Petifoque»?

—Se pasa de listo —respondió el joven marinero después de hacer una seña a los alemanes para que vigilasen estrechamente al prisionero—. Su sistema es negarlo todo. Dentro de poco nos dirá que tampoco ha conocido a Davis.

—Es probable —dijo el viejo bretón—. Pero ya le obligaremos a hablar, si es que quiere salir con vida de nuestras manos.

El traficante pegó un fuerte puñetazo sobre la mesa.

—Olvidáis que estáis en mi casa —interrumpió con violencia—. Yo he dado hospitalidad a hombres blancos y no a pieles rojas.

—Haremos lo que nos parezca —dijo resueltamente «Cabeza de Piedra»—. Por todos los campanarios de Bretaña, basta ya de traiciones…

Cerró la puerta del fortín y corrió el cerrojo.

—¿Acaso os he dado hasta ahora algún motivo de queja? —preguntó el traficante, algo impresionado por este gesto.

—No; pero parece que hemos caído en una verdadera emboscada.

—¿Por qué decís eso, marinero? —preguntó Riberac con voz alterada.

—Ya os lo diré más tarde. Por ventura, somos cuatro, y aunque los ingleses llegaran aquí, trabajo les costaría entrar.

—Los ingleses…

—¿No habéis oído dos veces tronar el cañón en el lago?

—Yo, no.

—¿Y tú, Hulbrik?

—El colpe haper hecho templar la casa.

—¿Y tú, Wolf?

—Los oídos me zumban todavía —dijo el otro alemán.

—Por lo visto, señor Riberac, sois sordo —dijo «Cabeza de Piedra», que empezaba a impacientarse—. Y ciego también, puesto que no reconocéis al hombre que vos mismo condujisteis aquí, ni visteis nunca el pasadizo. Habíamos de venir nosotros a descubrirlo.

—Ya me estáis molestando, marinero, y os ruego, por tanto, que abandonéis mi casa y busquéis otro asilo.

—Lo siento, pero está lloviendo y no podemos separarnos de esta chimenea, que despide un calorcillo tan agradable. Además, estamos calados hasta los huesos.

—No haberos movido de aquí.

—¿Para dejarnos, quizá, asesinar por el canadiense? Hemos preferido sacar de su cueva a este bellaco peligroso.

—Os repito que no conozco a este hombre, y que le veo ahora por primera vez en mi vida.

—Mentís los dos canallas —rugió «Cabeza de Piedra», empuñando el hacha—. Os conocéis perfectamente.

—¿Me vais a matar? —preguntó el traficante, que se había puesto más lívido que un cadáver.

—No somos pieles rojas; pero sí somos capaces de imitarlos.

—¿Qué queréis? ¿Mi almacén con todas sus riquezas? Aquí dentro, sólo en pieles, hay por valor de diez mil dólares.

—Que os hereden vuestros parientes. Los corsarios no son piratas. Hemos caído en una segunda emboscada. Ya le habrá costado al marqués de Halifax procurarse bribones de vuestra ralea.

—¿A mí me tratáis de bribón? —gritó enfurecido el señor Riberac.

—Y os lo repito cara a cara.

—Fuera de mi casa.

—No puede ser; no tenemos ganas de exponernos a coger algún resfriado. Aquí estamos muy bien; que vengan los ingleses y los indios; ya sabremos hacerles un recibimiento digno de ellos.

—¿De modo que me consideráis vuestro prisionero?

—¡Con mil bombas —gritó «Cabeza de Piedra»—; sois unos bandidos, y como a tales os hemos de tratar!

—Nos defenderemos —exclamó el traficante, dando un salto hacia la pared para descolgar un fusil.

Pero «Petifoque», que no le perdía de vista, le cortó el paso.

—¡Salteadores! —gritó el traficante, furioso—. A mí, Jor.

—¡Demonio, demonio! —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¿Cómo es, querido señor Riberac, que de pronto habéis reconocido al canadiense? Os habéis vendido.

El traficante se mordió los labios con rabia. «Cabeza de Piedra» prosiguió:

—Decidme, pues, cómo es que de repente habéis recordado las relaciones que tenéis con este hombre.

—¡Idos con mil diablos! Estoy en mi casa —rugió el canadiense, echando espuma por la boca, tal era su furor—. Como no os marchéis haré que vengan los indios y os arranquen la caballera.

—¿Y cómo los avisaréis?

—Tengo en estas barricas algunos tambores que pensaba vender a los ingleses, y cuyo redoble es bien conocido de los hurones.

—¡Cómo que os vamos a dejar que los toquéis! Rendíos. Yo tomo posesión de vuestra casa en nombre del general Washington, quien me tiene concedidos plenos poderes.

—Vuestro general es un ladrón.

—Cerrad el pico, querido señor Riberac, y dejaos atar, no vayáis a escaparos.

—¿Atarme?

—Luego os meteremos en una de esas cubas. Reservamos a Jor idéntico alojamiento.

El traficante, lívido de cólera, inició otro movimiento hacia los fusiles; pero «Petifoque», rápido cual centella, le detuvo de nuevo.

—¡Bandidos —rugió—, y yo que os he acogido como amigos!

«Cabeza de Piedra» soltó una ruidosa carcajada.

—Como amigos… —exclamó— para entregarnos luego a los ingleses. Son amistades de las que más vale prescindir.

Durante este diálogo el canadiense no había pronunciado una palabra ni se había movido siquiera cuando el traficante solicitó su ayuda. Inmóvil junto al fuego, permanecía atento solamente a secarse y parecía resignado a su destino. Verdad es que no llevaba arma ninguna que pudiera serle de utilidad en la lucha.

—Wolf, Hulbrik, acercad dos cubas de las más grandes.

Los dos alemanes arrojaron sus cigarros, ataron al canadiense las manos a la espalda, a fin de que no pudiera aprovechar la ocasión para intentar algún golpe de audacia, y se deslizaron hacia el extremo del almacén, abriéndose camino entre las cajas y los rollos de pieles, que tiraban por alto.

El traficante se había dejado caer en una piel de oso que había detrás de la mesa, en el suelo, y, con la cabeza cogida entre las manos, murmuraba sin cesar:

—¡Asesinos! ¡Bribones!

«Petifoque», que estrechaba entre sus manos un fusil, cogido del armero, lo vigilaba, sentado en una caja.

—No os apuréis, señor Riberac —dijo «Cabeza de Piedra»—; no somos feroces, sino por el contrario, buena gente. ¿Queréis beber un vasito de vuestra excelente ginebra para reponeros?

—¡Idos al infierno!

—Todavía no, querido señor mío. Primero tenemos que hablar. ¿Podéis decirnos dónde están ahora los ingleses?

—Yo no he salido de aquí; nada sé.

—Decidme, pues, cómo y dónde habéis conocido a Jor.

—Nos encontramos un día a orillas del lago, durante una partida de caza.

—¿Cuándo?

—Hace lo menos un año.

—¿Y a Davis, el mestizo que guiaba nuestra barca?

—No le conozco; su nombre nada me recuerda.

—No os creo.

El traficante se levantó, se sentó junto a la chimenea, en una caja vacía, y dijo al cabo:

—Es cierto; también he conocido a ese espía de los ingleses.

—¿Dónde?

—En estas costas.

—¿Quién os lo ha presentado?

—El marqués de Halifax.

—Entonces, ¿el lord ha estado ya por esta parte del lago?

—Sí, para preparaos un lazo.

—¡Por todos los campanarios de Bretaña!… La tiene tomada conmigo ese gran señor, por lo que se ve. Señor Riberac, no olvidéis que soy francés, que vuestro padre también lo era y que por vuestras venas corre sangre francesa.

Una rápida conmoción alteró el rostro del traficante, cada vez más pálido.

—Mi padre murió en Montreal combatiendo a los ingleses —dijo finalmente—. Una bala de cañón lo partió por la mitad —agregó, con voz sorda.

—¿Y os habéis arrojado así en los brazos de los matadores de vuestro padre?… ¿Vuestro corazón no ha palpitado nunca al ver los tres colores de la bandera de Francia?

—Quizá…, pero entonces yo era un muchacho y la guerra había arruinado a mi familia; yo me he visto precisado a ceder ante el oro inglés para no morirme de hambre. Todos los canadienses han tenido que sucumbir a la ferocidad del leopardo de Europa si no querían ver sus casas arrasadas.

—¿Y por qué cuando el bravo Washington mandó a Arnold a esta comarca habéis permanecido quietos en vez de coadyuvar a la libertad americana? Aquí se venía a liberaros del pesado yugo de Inglaterra.

—Estábamos demasiado aterrorizados y las horcas tenían excesivo trabajo con todos aquéllos que osaban hablar de Washington. Las poblaciones de Quebec y Montreal han visto a muchos franceses mover las piernas en el vacío con la lengua fuera. ¿Es verdad, Jor?

—Sí —respondió el canadiense.

—Volvamos a lo nuestro —dijo «Cabeza de Piedra», tirándose con furia de las barbas—. ¿Es Davis quien ha preparado todo para perdernos?

—Quería solamente hacerse dueño de dos cartas que vos debíais llevar a Arnold y a Saint-Clair, inmovilizándoos en mi casa.

—Hasta que los ingleses vinieran a colgarnos —dijo el bretón con ironía.

El traficante creyó oportuno guardar silencio.

«Cabeza de Piedra» cargó su famosa pipa, encendióla, lanzó al aire tres o cuatro bocanadas de humo denso y continuó:

—¿De modo que se nos esperaba aquí?

—Todo estaba dispuesto para impediros llegar a Ticonderoga.

—Pero ¿Davis ha muerto?

—No le he vuelto a ver.

—¿Y tú, Jor?

—Tampoco —respondió el canadiense—. Yo abandoné la barca mucho antes de la voladura. Cuando me arrojé al agua, Davis hacía fuego contra vosotros desde lo alto del mastelero.

—¿Y por qué has huido?

—Acaso porque la sangre francesa se rebeló en mi interior. Me repugnaba servir a ese bruto de Davis, un mestizo con muy poca sangre blanca en sus venas. Viendo que trataba de asesinaros, me separé de él.

—¿Y tus otros dos compañeros?

—No sé nada de ellos, os lo juro. Quizá se hayan ahogado con el maldito mestizo, que nos había arrastrado a todos a la más infame de las traiciones. El lago estaba agitado por oleadas furiosas, y ni siquiera me explico cómo he podido llegar a la costa vestido como estaba.

—¿Y te has refugiado aquí?

—No lo niego; he huido por el pasadizo secreto, temiendo que me matarais.

—«Petifoque» —preguntó el viejo bretón—, ¿qué harías tú?

—Prender fuego al fortín y ponerme en marcha para Ticonderoga.

—¿Sin barcas?

—Iremos por tierra.

—Y perderemos mucho tiempo —dijo «Cabeza de Piedra».

Llegaremos al fuerte demasiado tarde para advertir a los dos valerosos comandantes del nubarrón que se les vienen encima. Señor Riberac, ¿qué nos aconsejáis que hagamos?

—No moveros de aquí —repuso el traficante—. Como os he dicho, los pieles rojas, y lo sé con toda certeza, están en camino hacia el lago para unirse con los ingleses. De modo que caeríais pronto en sus manos, tanto más cuanto que también he sabido que el marqués de Halifax ha prometido premio importante a quien os capture.

—¿Y si nos vienen a cercar?

—Os esconderemos dentro de aquellas grandes cubas, y como tengo amistades entre los sakem hurones, no creo que me sea difícil persuadirlos de que no os halláis aquí.

—¿Nuestro paso, por lo que decís, ha sido señalado a los indios?

—Así es, en efecto.

—¿Por quién?

—Por los agentes del marqués.

«Cabeza de Piedra» se tiró de las barbas con ira.

—¡Vaya una misión peligrosa! —dijo—. Sin barcas no nos será posible llegar nunca al fuerte. ¿No hay posibilidad de procurarnos una?

En este momento, no; pero quizá podríais apoderaros de alguna chalupa de la nave inglesa que ha disparado hace poco.

—¿Y de qué modo? No somos bastante fuertes para intentar un abordaje.

—Dentro de poco, cuando se calme el temporal, vendrá aquí un agente o un oficial del marqués, acompañado, de seguro, por algunos marineros.

—¿Lo esperabais, pues?

—Sí, os lo confieso.

—¿Para darles informes sobre nosotros?

—Precisamente.

—Regocíjate, «Petifoque»; nos hemos convertido en personajes importantes.

Un nuevo cañonazo retumbó en el lago.

—Tendré que responder —dijo el traficante—. Debo hacer tres disparos de fusil, que es la señal convenida.

—¿Y si no contestaseis?

—¡Oh, vendrían de todos modos para pedirme noticias de la barca que tripulabais!

—¡Cuerpo de trescientos campanarios!… ¡Está visto que quieren cazarnos! Pero los bretones somos siempre bretones, y no nos dejaremos cazar como ánades.

Los alemanes habían acercado dos cubas gigantescas y las habían abierto, sacando de su interior varios tambores enormes, como se usaban en aquella época.

Al ver los instrumentos, «Cabeza de Piedra» no pudo contener una sonrisa.

—Nos servirán —dijo—. Una vez abordé un navío con cuatro tambores solamente; pero los cuatro muchachos que redoblaban eran fuertes y sueltos de mano. ¡Ja, ja! Ya tengo pensado el chasco que he de dar a los ingleses para quitarles la chalupa. Batiremos una carga endiablada y les haremos huir sin darles tiempo a embarcarse, señor Riberac. Estamos dispuestos a pagároslas.

—No hace falta; sois franceses y debo pagar como es justo la mala acción que he cometido en unión de los canadienses y de Davis. Tengo excelentes carabinas inglesas y pistolas de mucho alcance, y pongo todo ello a vuestra disposición.

—Sois un traficante generoso —dijo «Cabeza de Piedra».

Riberac sonrió melancólico, y contestó:

—No olvido que hubierais estado en vuestro derecho matándome: generosidad por generosidad. Seguidme.

Se aproximó a un cajón voluminoso, lo abrió y mostró a los dos bretones carabinas y pistolas de fabricación inglesa, a no dudarlo, las mejores de aquel tiempo, con las municiones correspondientes, hábilmente dispuestas en grandes cuernos de bisonte y saquitos de piel oscura.

—Un pequeño arsenal —dijo «Cabeza de Piedra», eligiendo sin vacilar—. Armas de verdadera precisión; de esto entienda un poco. ¡Vamos, «Petifoque», y vosotros también, hessianos; no perdamos el tiempo, que los ingleses estarán aquí de un momento a otro! ¡Ah!, ¿y por qué parte entrarán?

—Por la puerta.

—¿No conocen el pasadizo secreto?

—No; solamente los canadienses lo conocían.

—Entonces llevaremos estos tambores a la galería. Nos servirán de mucho. Carguemos nuestras armas y esperemos la visita de los ingleses. «Petifoque» y yo nos ocultaremos tras los barriles y los rollos de pieles para vigilar de cerca a esa gente; y vosotros, Wolf y Hulbrik, nos esperaréis a la salida del pasadizo secreto. Ahora, señor Riberac, ¿queréis responder a las señales que hace el buque?

—Sería conveniente. Aunque yo permaneciese callado, el agente del marqués vendría igualmente.

—Así podremos verlo.

—Y oírlo.

—¿Sin vendernos?

—He cometido grandes errores contra vosotros y he de compensarlos jugando a los ingleses una mala pasada. Me siento completamente francés.

—Y de Jor, ¿podemos fiarnos?

—Ahora, sí. De Davis no respondería; pero aquél era un mestizo.

—No obstante, por precaución, se quedará «Petifoque» vigilándolo —dijo «Cabeza de Piedra».

—Haced como queráis. ¿Me acompañáis? Así veréis la nave que ha de estar pronto cerca de aquí.

—Una pregunta todavía.

—Decid.

—¿Estará en ese velero el marqués de Halifax?

—Muy fácilmente.

—¡Ah!… Pero no se atreverá a desembarcar.

—No lo creo.

El señor Riberac tomó el grueso arcabuz, abrió la puerta del fortín y salió al exterior, atravesando rápidamente el puentecillo.

El viejo bretón le seguía con sus armas ya cargadas: una carabina y dos pistolas de largo cañón y tiro doble.

El huracán parecía calmarse, pero el lago parecía estar aún muy revuelto, a juzgar por el mugido de las olas, que repercutía como el estampido de un cañón en la floresta inmensa. Una pequeña claridad aparecía por Oriente, abriéndose paso entre los jirones de vapor acuoso, en desenfrenada carrera por la atmósfera, impulsados siempre por un viento helado.

Los dos hombres caminaron en silencio durante diez minutos y llegaron al fin a la orilla del lago. Un hermoso bergantín de esbeltas formas, armado de dos docenas de cañones, se mecía al otro lado de los arrecifes, virando de bordo a cada momento.

—Es el navío inglés que esperaba —dijo Riberac—. ¡Son puntuales estos hombres para tratar sus asuntos!

—¿Lo ha visto usted antes?

—Sí, ha estado aquí hace tres semanas. Iba dando caza a vuestra embarcación.

—¿Y esa gente tan brava no ha sido capaz de darnos alcance?… ¡Y eso que llevábamos una barca destartalada que navegaba menos que un cangrejo!

—Os habrán perdido de vista. En estos últimos días el lado ha estado envuelto completamente por la niebla.

—Es verdad —asintió el bretón.

Sobre la proa del bergantín brilló una línea de fuego seguida de una fragorosa detonación.

El traficante esperó a que se extinguiese el eco, rumoreando bajo los altos pinos y los abedules, y descargó después su viejo arcabuz, apuntando hacia el lago. Volvió a cargar el arma y disparó otras dos veces.

El bergantín, aun cuando las aguas continuaban revueltas, se puso al pairo, o sea a través del viento, al otro lado de los arrecifes, contra los que se había estrellado la barca, y de su bordo lanzaron al espacio un cohete azulado.

—Todo va bien —dijo el traficante—. Me han entendido y dentro de poco tendremos en mi casa al agente del marqués. No conviene que nos encuentren aquí y nos vean. Por otra parte, ese hombre conoce el camino.

—Esperemos a que boten la chalupa —dijo «Cabeza de Piedra»—. Quisiera contar los marineros que han de tripularla.

—¿Para acometerlos?

—No entablaré combate, a fondo, estad seguro. Los haremos escapar simplemente por medio de una carga de tambores. El bergantín debe de llevar una tripulación numerosa, y si desembarcan todos, ¡pobres de nosotros!…

—Un hombre y seis marineros —dijo el traficante—. ¿Los veis?

—Nuestra empresa no ofrecerá muchas dificultades —repuso el viejo bretón.

Los del bergantín acababan de botar al agua una chalupa tripulada por siete hombres; la pequeña embarcación se dirigía rápida hacia la playa, luchando vigorosamente contra la resaca.

—Volvamos —dijo el traficante—. Voy a daros una prueba de que he abrazado para siempre la causa americana. Escucharéis todo cuanto me diga el señor Oxford.

—¿Es el agente del marqués?

—Sí; y a lo que parece, su brazo derecho.

—¡Si pudiésemos hacerlo prisionero!…

—Se os vendría encima toda la tripulación del bergantín, y os haría pasar un mal rato.

—Si me cogen me ahorcan, de seguro; el marqués nos odia a muerte a «Petifoque» y a mí. Le hemos hecho muchas ya. Veremos; ya me las compondré.

—Sed prudente; no olvidéis que solamente somos seis.

Acelerando el paso llegaron al almacén, entrando en él por el pasadizo secreto.

Los dos hessianos estaban sentados en los tambores y fumaban tranquilamente.

—Estad preparados a todo —les dijo «Cabeza de Piedra».

—Sí, patre —contestaron los dos valerosos soldados, dando una sonora palmada en las culatas de sus carabinas.

El traficante y el viejo cañonero, encontraron en la vasta sala, sentados junto al fuego, a «Petifoque» y a Jor, que charlaban como dos viejos amigos.

—Jor —le dijo Riberac—. Trae vasos y muchas botellas. Los ingleses se acercan, y ya sabes que esa gente está siempre más sedienta que esponjas.

—Y nosotros, «Petifoque», vamos a escondernos entre los rollos de pieles —dijo «Cabeza de Piedra»—. No nos dejemos ver, al menos por ahora.

—¿Son muchos los ingleses?

—Siete.

—Con unos cuantos disparos los derrotaremos.

—¡De ningún modo! Se llevarían la chalupa y no podríamos nunca atravesar el lago. Darán mejor resultado los tambores, redoblando en ellos cuando yo diga. Riberac, cuento con vuestra lealtad.

—Francia ayuda a los americanos, y nosotros, que somos canadienses, o, lo que es lo mismo, franceses, haremos otro tanto. Estad tranquilos y confiad en la rectitud de mis intenciones, de que también Jor participa.

—Ahora sí —dijo el marinero.

—¡Silencio! —dijo en aquel momento «Petifoque», aproximándose a la puerta—. Los ingleses llegan.

—¡Escondámonos! —dijo «Cabeza de Piedra».

En un instante los dos bretones atravesaron el almacén y desaparecieron tras las cajas, los barriles y los rollos de pieles.

Un momento después, los ingleses entraban en el fortín.