CAPÍTULO III

JOR, EL CANADIENSE

EL desconocido se aproximó al fuego que ardía bajo un vasto hogar de ladrillo, removió la leña y se mostró a plena luz.

Parecía tener unos cincuenta años. Sus cabellos estaban salpicados de numerosas canas; su barba era bastante larga, y sus ojos, que despedían vivos destellos, prestaban animación a los rasgos duros y enérgicos de su rostro.

Iba vestido de grueso paño azul oscuro, a usanza de marinero, pero calzaba mocasines indios de piel amarilla, de esos en los cuales los iroqueses y los algonquinos cuelgan a los lados, las cabelleras de sus enemigos.

A pesar de su edad, parecía haber conservado toda su fuerza y su agilidad.

«Cabeza de Piedra» y sus compañeros dirigieron una mirada en torno suyo y se convencieron de que habían entrado en uno de aquellos depósitos que los colonos canadienses poseen en gran número en la región del Champlain para dedicarse al tráfico de pieles con los indios.

En efecto, en la cabaña las había de todas clases: de lobo, de zorro, de coatí, de caribú, muy parecido al reno, y no faltaban tampoco de bisonte, cuidadosamente curtidas por los indios, maestros en el arte de conservar y dar flexibilidad a las pieles.

También se veían en aquel recinto cajas, barriles y barricas de todos los tamaños, probablemente llenos de víveres y objetos de cambio para los indios. Todo aquello formaba un gran montón, agrupado sin orden ni concierto en el fondo de la sala.

—Vos sois traficante, ¿verdad? —preguntó «Cabeza de Piedra».

—Comercio con los pieles rojas.

—Peligroso oficio, señor…

—Riberac.

—Hermoso apellido francés.

El desconocido se encogió de hombros, sonrió, arrastró una mesa al centro del recinto y, aun cuando la chimenea proyectaba una luz bastante viva, encendió un potente fanal de marina.

—No tengo sillas —dijo—; sentaos sobre los barriles y secaos al fuego como podáis. Con este frío resulta poco agradable estar empapados de agua.

—Estamos verdaderamente ateridos; pero aquí reina una temperatura excelente y pronto estaremos secos —repuso «Cabeza de Piedra».

El desconocido abrió una caja, sacó una botella y varios vasos, y empezó a llenarlos.

—Es ginebra mejor que la que suelo vender a los indios. Sólo la tengo para mí y para los amigos. Bebed la que queráis, que estoy bien provisto.

De una segunda caja sacó después tabaco, galletas y frutas secas.

—Servíos —dijo—. Desde ahora os considero como mis huéspedes, o, mejor dicho, como mis amigos. Aquí podéis permanecer cuanto tiempo queráis, ya que yo he sido el culpable del naufragio de vuestro barco.

Guardó silencio algunos instantes, y después, mirando a «Cabeza de Piedra», que se calentaba ante la lumbre y no parecía cuidarse de otra cosa que de secar su famosa pipa, le preguntó a quemarropa:

—¿No erais más en el barco?

—¿Cómo lo sabéis?

—Porque os he visto navegar un poco antes de ponerse el sol. Entre vosotros debe de haber habido lucha, porque más tarde he oído algunos disparos y gritos furiosos.

—Es que una parte de mi tripulación, formada por canadienses, capitaneados por un mestizo que se había comprometido a guiarnos por el lago, se ha rebelado y no sé cómo hemos podido escapar a una verdadera matanza, pues no teníamos más armas que unas hachas.

—¿Y los habéis obligado a arrojarse al lago? —preguntó el colono, que parecía muy interesado por el relato.

—Las olas los han arrebatado. Estaban a proa, que era bastante baja, y uno a uno han ido desapareciendo a nuestra vista.

—¿Se habrán ahogado?

—Malo estaba el lago en aquel momento…

—Entonces es seguro que ninguno de esos desgraciados habrá conseguido llegar a la costa.

—¡Desgraciados!… ¡Unos canallas! —gritó «Cabeza de Piedra»—. Los muy bribones habían preparado una mina en el fondo del barco para volamos. Menos mal que hemos podido salvarnos en una pequeña balsa en el instante mismo de la voladura.

—¿Tan perversos eran esos hombres? ¿Erais vos su comandante?

—Sí; y he cometido la tontería de tratar a esos bandidos como si hubieran sido excelentes marinos bretones, pagándoles espléndidamente.

—¿Erais vos quien pagaba, o acaso otra persona?

«Cabeza de Piedra» retiró de sus labios el vaso que acababa de llevarse a la boca y miró con desconfianza al colono.

—¿Por qué otra persona? —preguntó—. ¿Queréis explicarme esa pregunta?

—Algún americano, por ejemplo.

—A bordo de mi barco no venía ninguno.

—Está bien; ¿y adónde os dirigíais?

—Hacia el fuerte de Ticonderoga.

—¡Ah! ¿Ése que los ingleses se disponen a asaltar a toda costa?

—¿Me permitís una pregunta?

—Decid cuanto queráis.

—¿Estáis por los americanos o por los ingleses?

—Por ninguno de los dos bandos —contestó secamente el colono—. No me ocupo de otros asuntos que los míos, y me tiene sin cuidado el que unos y otros se destrocen. Yo he permanecido completamente apartado y extraño a esta maldita guerra.

—Maldita, ¿por qué?

—Porque los ingleses han alistado a los hurones y a los algonquinos, a los que ya no puedo vender ni un mal fusil ni un mal objeto, lo que constituía mi negocio. Y ya metidos en la guerra, el día menos pensado se descolgarán por aquí y me lo quitarán todo, incluso la cabellera.

—¿No sois amigo de esos indios?

—¡Amigo! ¡Cualquiera se fía de esa gente aunque se haya fumado con ellos veinte veces el calumet de la paz! Me han dejado tranquilo hasta ahora porque necesitaban venderme sus pieles a cambio de armas y licores; pero de no ser por esto, ¡sabe Dios el tiempo que hace que me habrían escalpado!

—¿Y ahora teméis que con pretexto de la guerra…?

—Temo la ruina. ¿Valía la pena de pasarse diez años metido en estos bosques, llenos de osos feroces, para quedarse a última hora sin un ochavo? ¡Bonito negocio!

—Venid con nosotros.

—¿Adónde?

—Al fuerte.

—¿Quién nos facilitará una embarcación capaz de afrontar la furia de este lago? Sólo los indios disponen de ellas; pero no seré yo quien se exponga a pedírsela.

—Entonces, ¿nos veremos obligados a quedarnos aquí? —dijo el bretón palideciendo—. ¡No olvidéis que nos esperan en Ticonderoga!

—¿Es urgente el mensaje?

—Urgentísimo, ya os lo he dicho.

—Es posible, pero no lo recuerdo; tengo siempre la imaginación ocupada en mis negocios y casi nunca presto atención a lo que me dicen.

—En fin, ¿qué me aconsejáis que haga?

—Que os quedéis. Aquí no os falta nada; tenéis pieles suaves y espléndidas, que os servirán de lecho. Ya os he dicho que pongo mi almacén a vuestra disposición.

—¿Y no podríamos llegar al fuerte dando la vuelta al lago? A nosotros no nos asusta el frío.

—Necesitaríais siete u ocho semanas y caeríais, fatalmente, en las garras de los indios.

—¡Cuerpo de un cañón reventado!… —exclamó «Cabeza de Piedra», tirándose de la barba nerviosamente—. ¿Qué hemos venido entonces a hacer aquí si no tenemos siquiera una barca?

—Yo aceptaría el consejo del señor Riberac —intervino «Petifoque»—. Ya que no podemos reanudar la marcha, quedémonos aquí.

—¿Y los ingleses? Arnold no estará prevenido del poderoso contraataque que proyectan.

—¿Quieres que pasemos el lago a nado con el frío de perros que hace? Nos han traicionado vilmente; esto es todo.

—¿Y si los indios vienen aquí?

—Nos defenderemos como osos grises, viejo maestre. Los fusiles y la pólvora no nos faltan y el almacén es sólido como un verdadero fortín. Como ves, hasta troneras tenemos.

—Tenéis razón —dijo el traficante—. Me haréis compañía y quién sabe si podré libraros de la furia sanguinaria de los indios, pues recuerdo ahora que gozo de la protección de la madre de uno de los más valerosos sakem, y si ella quiere podrá salvarnos a todos.

—¡Hum!… ¡Cualquiera se fía de semejante canalla, siempre sedienta de sangre! —dijo «Cabeza de Piedra».

El viejo bretón se había puesto en pie y daba vueltas por el almacén como fiera enjaulada, descargando puñetazo tras puñetazo en su inconmovible cabeza.

Giró tres o cuatro veces en torno a la mesa y paróse después gritando:

—¡Perro de Davis!… Si Hulbrik no te ha mandado a hacer compañía a los peces del lago y yo te encuentro algún día, las has de pagar. ¡Canalla vil, que has traicionado la causa americana!

En aquel preciso instante resonó en el almacén como una risa ahogada. «Cabeza de Piedra» dio un salto.

—¿Habéis oído? —preguntó con voz alterada.

—Yo no he oído nada —dijo el traficante, cuyo rostro se oscureció de repente.

—Yo, sí —dijo a «Petifoque», levantándose rápidamente, imitado por los dos hessianos.

—Como una risita, ¿verdad? —preguntó el maestre.

—Y me parece que salía de aquel lado —repuso el joven, indicando el montón confuso de pieles, barricas y cajas que ocupaba todo el fondo de la cabaña.

—También nosotros, patre —dijeron los dos hessianos.

—¿Qué decís a esto, señor Riberac? —preguntó el viejo bretón, que había empuñado rápidamente un hacha—. ¿Habrá entrado aquí algún animal durante vuestra ausencia?

—No lo creo —repuso el traficante—. Nunca ha entrado aquí ningún animal.

—Será mejor que nos aseguremos de ello.

—Me vais a revolver todo.

—Lo volveremos a poner en su sitio, no lo dudéis. Y además, ¿no sería posible que se hubiera escondido ahí algún indio para despellejarnos la cabeza, aprovechándose de nuestro sueño?

—No creo que los pieles rojas hayan despachado ya sus guardias avanzadas hasta estas orillas. Llegarán, sí, pero cuando lleguen los navíos ingleses.

—Decid lo que queráis; pero nosotros hemos de escudriñar bien toda esa parte del almacén —dijo «Cabeza de Piedra» con voz irritada—. Nos han jugado muchas malas partidas, y no tenemos grandes deseos de ser víctimas de otra por el estilo.

—¿Seréis capaces de dudar de mí?

—Nunca, señor Riberac.

—Si queréis distraeros esparciendo todas mis mercancías, hacedlo —dijo el traficante, un poco picado.

—No estropearemos nada; nos basta con sacar de su cubil a la bestia o al hombre que ha reído.

—Perderéis el tiempo.

—No importa. ¡A mí, compañeros!

El traficante hizo un gesto de fastidio y se sentó ante el fuego, encendiendo un cigarro de Maryland.

Los dos bretones y los dos alemanes se habían puesto a la obra apresuradamente, retirando cajas, cajones, barriles, gruesas cubas, que hasta entonces no habían visto, y rollos gigantescos de pieles. Se daban toda la prisa que podían para abrirse paso hasta la pared del fondo, hecha también de gruesos troncos.

Casi estaban seguros de encontrarse allí con alguna sorpresa.

Al cabo de una media hora vieron por fin realizado su intento, y no pudieron contener una exclamación de asombro. Detrás de las cubas había un hueco de buen tamaño, del cual no había creído prudente servirse el traficante, él sabría por qué.

«Cabeza de Piedra», que llevaba en la mano un farol, miró a su alrededor y notó que el pavimento estaba empapado de agua.

—¡Pero si el agua no debe de llegar hasta aquí! —dijo—. ¿Cómo explicar este misterio?

—¿Y para qué sirve aquella abertura, que sin duda conduce al exterior? ¿Es posible que el traficante desconociera su existencia? —dijo «Petifoque».

—¡Veamos…, veamos!… —repuso el viejo bretón, que comenzaba a inquietarse.

Llegó hasta la pared y descubrió un pasadizo abierto entre los troncos de árbol, de bastante amplitud para que pudiera entrar en el almacén hasta un oso gris.

—¿Una galería? —se preguntó—. ¿Por qué no la han tapado? ¡Ah, mira, mira, «Petifoque», el charco de agua llega hasta aquí!

Los bretones se contemplaron en silencio, diciendo después simultáneamente:

—Vamos a ver esto.

Cada vez más inquietos, se metieron en el pasadizo, que se abría casi a flor de tierra, con anchura y altura suficientes en toda su longitud, y se pusieron en camino, hacha en mano. Los alemanes los seguían, prontos a cualquier contingencia.

Diez o doce metros más allá encontráronse en plena selva.

—La bestia o el hombre que ha dejado oír aquella especie de risa ha tenido que salir por aquí —dijo el viejo bretón.

Levantó el farol y escrutó las tinieblas. El alba no apuntaba aún, porque el cielo estaba cubierto de inmensas nubes, las cuales se desgarraban de tiempo en tiempo para dejar caer gruesas gotas de lluvia.

—¿No ves nada? —preguntó «Petifoque».

—No —respondió «Cabeza de Piedra».

—¿Volveremos a preguntar al traficante si conocía la existencia de este pasadizo secreto?

—Espera un poco —dijo, inclinándose y proyectando sobre el terreno empapado de la lluvia la luz vivísima del farol—. ¡Eh, bergante!… —gritó.

—¿Qué has descubierto? —preguntó «Petifoque».

—Las huellas de dos zapatones de gruesos clavos. Y ya sabes que los pieles rojas no usan más que mocasines bien cosidos, sin adorno ni complemento alguno de metal. De modo que el hombre que ha salido del almacén por el pasadizo no puede ser más que un canadiense o un inglés. Los indios nada tienen que ver en este asunto.

—¿Y estás seguro de que el hombre cuyas son las pisadas ha salido precisamente del fortín del traficante?

—¡Por el burgo de Batz!… Las puntas de los zapatos señalan hacia la selva. Por consiguiente, el hombre que nos trae tan preocupados ha salido de la barraca de Riberac.

—¿Será el mismo de la risa?

—Lo sospecho.

—¿Y quién crees que pueda ser?

—Se me ha metido en la cabeza algo que no me sacará ya nadie.

—¿Qué sea Davis o alguno de sus canadienses?

—Eso es; que hayan intentado refugiarse en el almacén del traficante.

—También se me había ocurrido a mí. ¿Estará ya lejos el que perseguimos?

—No creo que haya tenido tiempo de sacarnos mucha ventaja. Si nos damos prisa, tenemos probabilidades de echarle el guante.

—Será una caza del hombre algo peligrosa. Ni siquiera tenemos un fusil.

—Llueve y no nos serviría de gran cosa.

Volvióse hacia los hessianos, y les dijo:

—Volveos al almacén para hacer compañía al señor Riberac, y tened cuidado, sobre todo, de que no intente escaparse,

Ese hombre no es franco, y acaso conoce a Davis. No digáis nada del pasadizo por ahora.

—Ya, patre —respondieron a coro los dos hessianos, girando sobre sus talones con rigidez militar.

«Cabeza de Piedra» empuñó firmemente su hacha con la diestra, sostuvo en la mano izquierda el farol y se lanzó hacia delante, siguiendo las huellas, que habían profundizado mucho en el terreno, empapado por la lluvia.

Llovía a mares, y de la parte del lago llegaban a sus oídos los formidables rugidos de la resaca. Un viento frío bajaba del Norte, aullando bajo los altos abetos y llevándose las hojas.

—Hermosa noche para cazar a un hombre —dijo «Cabeza de Piedra», que de cuando en cuando se inclinaba para examinar cuidadosamente las huellas del fugitiva——. De seguro estaría mejor junto al fuego, vaciando una botella de aquella ginebra, que es superior, y fumando mi pipa; pero necesito pillar a nuestro hombre, y lo seguiré hasta que lo detenga. Los bretones, aunque seamos marineros y tengamos la cabeza dura, también tenemos buenas piernas, que no se atrofian en el puente de nuestros navíos…

Caminaban apresuradamente, mirando atentos bajo los grandes árboles, que las ráfagas de viento sacudían de cuando en cuando con extrema violencia, prontos a caer sobre el fugitivo, que no debía de llevarles mucha delantera.

—Un esfuerzo, «Petifoque» —decía «Cabeza de Piedra»—. Verás cómo lo cogemos.

—¿Y adónde nos va a llevar?

—Aunque fuese al infierno iría a prenderlo, y… ¡oh!…

Había levantado el farol y el hacha, y miraba fijamente el tronco de un grueso pino negro de proporciones enormes. No era un coloso comparable a los pinos de California; pero de todos modos era un gigante.

—¡Eh, «Petifoque»! —gritó—. ¿No te parece ver un agujero o una brecha en la base de este árbol?

—Y tan vasta es la entrada que hasta un oso podría refugiarse dentro del pino, en el que la carcoma habrá hecho gran estrago.

—¿Qué dices de osos?

—¿No habremos estado siguiendo alguna bestia de cuatro patas?

—¡Sí, con zapatos claveteados! —dijo el veterano bretón—. Detrás de aquel pino hay una espesa caverna que no dejaremos de visitar. Espera un momento.

Bajóse y proyectó sobre el terreno los rayos del farol. Un grito de triunfo se escapó de sus labios.

—He aquí las huellas, que se dirigen precisamente hacia el pino. El muy fullero se ha escondido ahí y no se nos escapará.

—¿Y si tiene fusil?

—Con esta lluvia no le servirá de nada. Y aunque tenga un hacha, pronto le reduciremos a la impotencia.

—¡Prudencia, «Cabeza de Piedra»!

—No es momento oportuno para tenerla. Echaré mano del hombre, ya que no se trata de un oso. Suerte que ha encontrado este refugio; pero que no piense en írsenos de las manos.

Levantó de nuevo la linterna y dirigió el haz de luz hacia el agujero. El pino, como tantos otros de sus compañeros, se había abierto cerca de su base en una brecha atroz, devorado por la carcoma, que poco a poco llega a vaciar por completo esos grandes vegetales. Delante de la enorme grieta se extendía una masa cenagosa que despedía un penetrante olor a resina.

—¡Por la taberna de los Treinta Cuernos de Bisonte!… —susurró el sempiterno charlatán—. El amigo se ha buscado un soberbio refugio contra la lluvia y el frío. Pero no le durará mucho esta fortuna, porque ya estamos aquí nosotros.

Se adelantó algunos pasos, y junto a la grieta gritó:

—¡Eh! Ese señor que huye sin dar las buenas noches a los habitantes del fortín, ¿quiere hacernos el obsequio de enseñar el hocico?

Silencio absoluto.

—Entonces vamos a tener que poneros la mano encima —continuó «Cabeza de Piedra»—. Pero os advierto que estamos armados hasta los dientes y que no nos asusta un cuerpo a cuerpo al arma blanca. ¿Responderéis ahora?

El violentísimo ruido de la lluvia le respondió. En el interior del pino ningún sonido repercutió que se asemejase a la voz humana.

—¡«Cabeza de Piedra»! —dijo «Petifoque»—. ¿Si nos habremos llevado un chasco…?

—No, porque la caza que buscamos está ahí dentro.

—Entonces estará tomando café, ya que tú aseguras que se trata, en efecto, de un hombre.

—Es que tiene miedo.

Una voz ronca, furiosa, resonó en la concavidad del pino:

—¿Miedo yo?

—¡Ah, bergante! ¿Por fin te decides a abrir la boca? Pero, oye, «Petifoque», ¿no te parece haber oído esa voz antes de ahora?

—Claro que sí en la barca —repuso el joven marinero—. El que perseguimos debe de ser uno de los tres canadienses. Acuérdate de que uno de ellos hablaba un poco con la nariz.

—¡Con mil diablos…! ¡Ya sé entonces con quién nos las vamos a haber!

—Con Jor, el lugarteniente de Davis, ¿no es eso?

—Precisamente, «Petifoque». Es una captura importante, que nos explicará una porción de cosas. Señor Jor, ¿habéis acabado de tomar vuestro café?

—¡Idos al infierno…! —repuso el canadiense—. Contad con que también yo estoy armado y no me dejaré coger tan fácilmente como pensáis.

—¿Con pistolas, carabinas, machetes de abordaje y hachas?

—¡Basta, maestre «Cabeza de Piedra»!

—¡Ah, me reconocéis al fin! ¿Queréis tomaros la molestia de salir?

—No; me encuentro muy bien aquí dentro.

—Tienes razón que te sobra, bribón. Aquí fuera llueve a cántaros.

—Buscaos otro refugio. En esta selva abundan los pinos carcomidos. Y, además, aquí no hay sitio para vos.

«Cabeza de Piedra» dirigió por segunda vez la luz hacia el fondo del desgarrón y pudo ver el hueco de una amplia caverna leñosa, cubierta toda ella de polvo de resina y capaz de albergar veinte hombres.

—¡Apagad esa luz —rugió el canadiense—; me hace daño en los ojos!

—Ya se acostumbrarán. ¿Te decides a salir?

—No, y me defenderé; tened cuidado.

—Es que somos dos.

—Aunque fueseis cuatro, me resistiría.

—¡Fanfarria…! Tu voz nasal es ya temblona, lo cual es un indicio feo para un hombre que ha de medir sus armas con gente resuelta como nosotros.

—Probad a entrar, si sois, atrevidos…

—¡A mí, «Petifoque»…! Este bergante nos quiere asustar.

—Y además nos calamos hasta los huesos —añadió el joven marinero—. No para de llover.

—Pronto estaremos a cubierto.

El viejo bretón saltó por encima de los montones de polvo de madera carcomida y penetró en la caverna con el hacha en alto.

En medio de la pieza, bastante amplia, estaba uno de los tres canadienses de la barca, armado con su hacha.

Era un hombretón alto y robusto, con el rostro casi escondido bajo una espesísima barba roja, y ojos negrísimos, que despedían relámpagos amenazadores.

—Buenos días, señor Jor —dijo el viejo bretón con su acostumbrado tonillo irónico—. No tenéis idea de lo que me alegro volveros a ver. Pero hubiese preferido encontrar en lugar vuestro a Davis. ¿Podéis darme alguna noticia de él?

—¡No sé nada de Davis! —dijo el canadiense, que se había apoyado en la pared para no ser sorprendido por la espalda—. No le he vuelto a ver.

—¿De modo que no sabéis si está vivo o muerto?

—Cuando vi que la barca iba a estrellarse en los arrecifes me arrojé al agua. Davis quedó allí con mis otros dos compañeros.

—¿Así que no sabes que la barca se ha incendiado bajo nuestros pies y que en ella habían preparado una especie de mina?

—No estaba ya en la barca. Tenía que salvar ante todo el pellejo, y no vacilé en tirarme al lago.

—Pero habrás visto cómo voló.

—He visto una llamarada grande seguida de un estruendo fortísimo; pero no he podido precisar si era vuestra barca que estallaba o si se trataba de algún buque inglés.

—¡Naturalmente; aquí van a estar los navíos ingleses pisándome los talones!

—Ya los veréis dentro de algunas horas quizá, y os diré además que no podréis llegar a Ticonderoga.

—¿Por qué?

—Porque todos los comandantes ingleses han recibido orden de capturaros, vivo o muerto.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho Davis.

—Sois unos redomados pillos —dijo el bretón—. Canadienses, es decir, franceses que os habéis dejado corromper por las guineas inglesas.

—Jamás he tenido en mis manos una moneda de oro inglesa. Davis era el que se entendía con ellos, y si se ha vendido, habrá sacado ventaja para él solo.

—¿A quién vas a contar esos cuentos? ¿A nosotros? Somos demasiado listos para creer semejantes tonterías.

—Me importa un bledo —repuso el canadiense—. ¿Queréis saber más? Pues entonces idos al diablo y dejadme en paz. En el incendio de la barca no he tomado parte; por tanto, no tenéis por qué guardarme rencor.

—¿Y la rebelión? Todos juntos habéis tratado de asesinarnos, canallas —dijo «Cabeza de Piedra».

—Eso sí que no. Se trataba de desembarazarnos de vos sin daros muerte.

—Entonces, ¿los disparos que nos ha hecho Davis eran pura broma?

—Yo no soy Davis —respondió el canadiense—. A mí no me habréis visto hacer fuego.

—No habéis hecho fuego porque vuestros fusiles estaban mojados.

—Con todo, hubiéramos podido intentarlo.

—Eso no se le dice a un maestre de cañón. ¡Davis, Davis; todo lo ha hecho Davis! ¿Y vosotros no sabíais nada de sus intenciones?

—Hablaba poco y no era amigo de hacer confidencias.

—¿Quién ha pagado a Davis?

—¡Ah, yo no lo sé!

—Apostaría algo a que lo sé yo.

—Decidlo.

—El marqués de Halifax, hermanastro del barón sir McLellan.

—¿Quiénes son esos señores?

—¡Cuerpo de una pipa rota! En toda América se sabe ya de memoria el odio que se profesan los dos hermanos por causa de una miss rubia: Mary de Wentwort.

—Nada sé.

—¿No has oído tampoco hablar de La Tonante, la nave corsaria de las Bermudas, que con sus piezas de gran calibre decidió la rendición de Boston a los americanos?

—Sí, vagamente.

—Total, que no sabes nada tú, que, siendo el lugarteniente de Davis, tienes que saber muchas cosas. ¡Síguenos!

—¿Adónde? —preguntó el canadiense, levantando el hacha.

—Al almacén del traficante, que ya conoces, porque antes de refugiarte aquí has estado escondido detrás de las cubas y de los rollos de pieles.

—No sé dónde está ese traficante. No he estado nunca en esta playa hasta ahora.

—¡Pero si hemos seguido tus huellas hasta aquí mismo…!

—Habéis soñado.

—¿Tratas de burlarte?

El canadiense se encogió de hombros y lanzó a «Cabeza de Piedra» una mirada feroz, inyectada en sangre.

—Pregúntaselo a mi compañero —dijo el viejo bretón.

—Sí; vos, antes de encontrar este refugio, estabais escondido en el depósito del traficante, del señor Riberac —confirmó «Petifoque».

—De seguro habéis bebido demasiado y vuestra vista os traiciona —repuso el canadiense resoplando.

—¿Cómo sabes tú, amigo, que hemos vaciado algunas botellas de ginebra mientras nos secábamos al fuego? —preguntó «Cabeza de Piedra».

—Lo supongo; porque no he visto nada.

—Pues yo creo, por el contrario, que tú conoces a ese misterioso tratante.

—Jamás le vi ni le he oído nombrar.

—¡Mientes desvergonzadamente, canalla!… Tú conocías la existencia de ese almacén, puesto que te has refugiado en él.

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—¡Historias! —dijo el canadiense, encogiéndose de hombros con rabia.

Levantó su hacha y rugió ferozmente:

—¡Hacedme paso u os mato!

—¿Serás capaz?

—¡Defendeos, porque os atacaré!

—¡Si no hace falta!

«Cabeza de Piedra» se había lanzado como una centella sobre el bandido, estrechándolo con fuerza y derribándolo al punto; ya en el suelo, quitóle el hacha.

—Ya te lo dije que saldrías perdiendo al batirte con dos marineros que manejan mejor el hacha que la carabina.

—¡Dámela y verás cómo os hago pedazos…! —rugió el canadiense, a quien «Petifoque» tenía en el suelo.

—Debiste hacerlo antes —repuso «Cabeza de Piedra» sacando de uno de sus doce bolsillos un buen cabo de bramante alquitranado.

—¡Me habéis sorprendido!

—Siempre hacemos igual nosotros los corsarios. Si esperásemos los golpes del enemigo cruzados de brazos no existiría ya ninguno de nuestra especie.

—¿Y qué vais a hacer ahora de mí? —preguntó con voz ronca el canadiense, tratando de desasirse bajo la opresión vigorosa del joven marinero.

—Ahora vendrás con nosotros a beber una botella de ginebra en el fortín del señor Riberac, mientras nos secamos ante un buen fuego.

—¿No me mataréis?

—¿Nos has tomado por pieles rojas?

—No me fío de nadie.

—Basta la palabra de un bretón para tranquilizarse. Trae acá las manos.

—¿También me queréis atar?

—Cuando lleguemos al almacén te soltaremos.

—Os doy mi palabra de honor de que no trataré de huir.

—¡También los bandidos tienen honor! —dijo irónicamente «Cabeza de Piedra»—. ¡Qué extravagantes!…

—¿Acabaréis? —rugió el canadiense—. Yo no he sido nunca corsario.

—¡Eh, buen hombre! ¡Los corsarios tienen honor, pues combaten por la libertad de los pueblos oprimidos, y, sobre todo, son leales! ¿No quieres que te atemos las manos? Sea como quieres; pero habrás de ir delante de nosotros.

—¡Si no sé dónde está ese almacén!…

—Ya te lo indicaremos.

Dicho esto, cogió el hacha del canadiense y la lanzó contra la pared del árbol, con tal fuerza, que enterró en ella casi completamente la hoja.

—Desafío a cualquiera que la arranque de ahí —dijo—. Vamos, Jor no te amilanes. Ahora estás preso; pero no abandono la esperanza de que algún día caiga en mis manos también Davis. Dentro de una hora o cosa así amanecerá, y como los indios se han puesto ya en guerra, no conviene que nos vean por esta selva. Tú, que eres canadiense, sabes cuán crueles son los hurones y los algonquinos, y los otros indios salvajes forman parte de la cinco naciones del lago.

—Lo sé —refunfuñó Jor, levantándose rápidamente—. Prefiero ser vuestro prisionero a caer en manos de esas fieras, que no perdonan a nadie y mandan al otro mundo a sus desgraciadas víctimas entre los suplicios más atroces.

—¿Estás dispuesto a seguirnos? Ya ha cesado la lluvia, si no me engaño.

—Estoy a vuestra disposición —repuso el canadiense.

—Despacito. Abre primero tu casaca; podrías llevar escondida alguna pistola que te hubiese regalado precisamente el generoso traficante.

—No tengo más que mis puños.

—Que valen poco contra los míos, si quieres boxear.

—Y, además, como veis, aún estoy empapado de agua del lago. Un arma de fuego no me serviría —de nada.

—Pronto te secarás delante de un fuego estupendo. No falta leña en el fortín.

—Os sigo —dijo el canadiense rechinando los dientes—. Me doy por vencido.

—Ya era hora —repuso el bretón—. Anímate, que no te vamos a matar, aun cuando lo merezcas. «Petifoque», vigila a este hombre, tú que tienes las piernas más ágiles que yo.

El canadiense dudó aún; pero, al fin, tomó su partido. Comprendió que toda resistencia era inútil y podría acabar trágicamente.

—A vuestras órdenes —dijo.

Los tres hombres salieron de la caverna leñosa y se internaron en el bosque. «Cabeza de Piedra» alumbraba el camino con el farol en alto.

La lluvia violenta había cesado, pero la tempestad rugía aún, soplando de la parte del lago y sacudiendo con furia los pinos gigantescos, circundados de niebla espesa y frígidísima, próxima a congelarse.

—No sé por dónde ir —dijo el canadiense—. Ya os he dicho que no conozco este país.

—«Petifoque» irá delante —repuso el viejo lobo de mar—. Aunque tú has salido del fortín del traficante, digas lo que digas.

—¡Historias!

—Toma el farol, «Petifoque». Yo voy detrás de ese hombre con el hacha en alto. Si trata de largar el aparejo, lo aplasto.

—Os prometo seguiros dócilmente —dijo el canadiense—. Estoy en vuestras manos.

—¿Conoces el camino, «Petifoque»?

—Sí, maestre. Podré llegar al fortín sin equivocarme. ¿Entraremos por el pasadizo secreto?

—Por descontado. Por allí hemos salido y por allí volveremos a entrar.

Y murmuró después:

—Ahora vamos a ajustar las cuentas al buen señor de Riberac.