CAPÍTULO II

EL NAUFRAGO

HACÍA cincuenta años que Inglaterra había arrancado violentamente el Canadá a los franceses.

En seguida, temiendo la insurrección americana, los ingleses se apresuraron a construir enormes fuertes a las orillas de los lagos, entre los cuales el lago Champlain, aun siendo el más pequeño, era uno de los más importantes, por estar, por el río de San Lorenzo, en comunicación con el mar.

Pero los americanos, después de varias victorias y de conquistar a Nueva York, también lograron, mandados por el general Arnold, en el año 1775, hacerse dueños de todas las costas del lago y arrebatar a los ingleses todos los fuertes; el fuerte Ticonderoga se destacaba por la extensión de su recinto amurallado, su guarnición y su artillería. Washington colocó en él, para su defensa, tres mil hombres valerosos.

Los ingleses, por su parte, estaban resueltos a barrer a los «mendigos dé Washington», como llamaban con desprecio a los partidarios del dictador, y, en los principios de aquel crudo invierno, el general Burgoyne, veterano audaz y experimentado, curtido en cien combates, quedó encargado de esta empresa, para cuyo objeto llegaban ya numerosos buques ingleses repletos de irlandeses y de tropas mercenarias.

Entretanto, las guarniciones americanas, instaladas en los fuertes del lago Champlain, ignoraban el peligro que las amenazaba.

Pero el comandante de un buque corsario holandés que había logrado forzar la vigilancia de los navíos ingleses y anclar en la bahía de Nueva York avisó a Washington de la poderosa expedición de Burgoyne, que estaba a punto de abatirse sobre el lago Champlain.

Urgía enviar un correo de confianza al fuerte de Ticonderoga; pero las regiones circundantes al lago estaban habitadas por los terribles guerreros hurones y algonquinos, alistados por Inglaterra para matar, entre las más atroces torturas, a cuantos americanos tuvieran la desgracia de caer en su poder.

La empresa de avisar a Arnold y a Saint-Clair para que no se dejaran sorprender resultaba, pues, peligrosísima, y más aún por haber comenzado ya los rigores de un crudísimo invierno.

Entre tanto valiente fue elegido «Cabeza de Piedra», el famoso cañonero de La Tonante, popularísimo en América, y al que su jefe, McLellan, había propuesto sin vacilar.

El bretón emprendió la marcha escoltado por «Petifoque», los dos hessianos, que se habían hecho súbditos americanos, y tres canadienses dirigidos por Davis.

Este Davis, en quien Washington confiaba y a quien encargó guiase la expedición, era, en realidad, un traidor; estaba vendido a los ingleses y tenía por misión impedir que «Cabeza de Piedra» se avistase con Arnold y Saint-Clair, reteniéndole lejos del fuerte de Ticonderoga y robándole las cartas que le entregaran Washington y el barón McLellan.

La pequeña patrulla verificó sin contrariedades la travesía del Canadá hasta el lago, y logró salvar el encuentro de las tribus que había allí, siempre dispuestas a escapar y torturar a sus enemigos.

En Montreal, el guía Davis adquirió a bajo precio la barcaza ruinosa en que hemos conocido a los expedicionarios. «Cabeza de Piedra» hubiese deseado otro velero mejor; pero los más útiles se los habían llevado consigo los ingleses en su apresurado retroceso.

Ya en el lago, tripulando la ruinosa barca, habían navegado a la ventura durante algunos días, hasta que estalló la revuelta de los canadienses y Davis reveló su traición, a punto que el huracán se condensaba amenazador.

El resto ya se sabe.

* * *

—¡Por todos los campanarios de Bretaña! —exclamó «Cabeza de Piedra» al ver que la embarcación, atravesada sobre los escollos, amenazaba destrozarse por completo—. ¿Cómo nos las vamos a arreglar ahora, «Petifoque»? ¡No sospechaba el general que este bribón que nos dio por guía hubiese sido comprado por las guineas inglesas!

—O por el marqués de Halifax —dijo el joven marinero—. Aquí hay misterio.

—Ya hablaremos de eso más tarde, si conseguimos ganar la orilla y salvarnos. ¡Hulbrik!

—¡Estar aquí buen patre! —repuso al punto el hessiano.

—¿Estás seguro de haber matado al canalla ese con los dos pistoletazos?

Quisás herito, buen patre. Las pistolas falen poco, aunque tener largo el cañón. Yo haber hecho todo lo que he potito para romper la capesa al pripón, pero la parca salta mucho y ser difísil apuntar.

—Del salto que ha dado se debe de haber roto las costillas contra los bajos —dijo «Petifoque».

—Cuando cayó no estaba aún la barca contra los escollos y me temo que ese pripón, como le llama Hulbrik, haya tenido la suerte de salir ileso. Los habitantes de estas costas han sido siempre buenos nadadores.

—¿Y los otros?

—¡Qué sé yo, hijo mío! También han desaparecido, y quizá hayan conseguido llegar a la orilla. Menos mal que se han dejado aquí los fusiles y las municiones. ¡Qué idiotas! No se les ha ocurrido tirarlos al lago para dejamos inermes por completo.

—¿Y qué hacemos ahora. «Cabeza de Piedra»? La embarcación se ha quedado encaramada en algún escollo y debe de estar llena de agua.

—Tampoco hemos de quedarnos aquí —repuso el viejo bretón—; lo que me asusta es el peligro de los indios.

—Si los ingleses los han alistado…

—De eso no me cabe duda; y tener que habérnoslas con los hurones y los algonquinos me hace poca gracia. Ya sabes que esos salvajes no respetan las cabelleras, y no quisiera dejar la mía en sus manos. ¡Si aún se contentaran con quitarme mi famosa pipa! ¡Pero cualquiera se fía de semejante patulea!

—¿Ser muchos esos indios? —preguntó Wolf, que hablaba el inglés con más corrección que su hermano menor.

—Miles y miles —respondió «Cabeza de Piedra»—. Además de los hurones y los algonquinos hay que contar los ossinisolnos y los mandavas, que gozan de triste fama por su crueldad. Ese bergante de Davis, ¡el diablo le haya!, ha terminado su misión cuando nosotros apenas hemos comenzado la nuestra. Nos ha detenido cuando nosotros más confiados estábamos en que nos dirigíamos derechos al fuerte. Pero no ha conseguido quitarme lo que más le importaba.

—Mira, «Cabeza de Piedra», deja ya los indios y el mestizo y ocúpate en ver cómo nos conduces a la costa. ¡Este cascarón ya no hay quien lo mueva de aquí! —exclamó «Petifoque».

—Esperemos un poco a ver si cede la tempestad; todavía está muy oscuro.

—¿Y si nos lleva el oleaje?

—No digas tonterías. Los marineros no se dejan llevar así como así.

—¿Y los hessianos?

—Están ya hechos casi unos marineros también. Lo primero es ver si la barca está desfondada. Hulbrik, toma linterna y ven conmigo. ¿Hay alguna en la cámara?

—Sí, buen patre. Yo haber fisto.

—Pasa delante, y tú, «Petifoque», corta las drizas y los obenques del mastelero, que van pesando ya demasiado en la barca. Wolf, que tiene buenos brazos, te ayudará. Daos prisa; el Champlain no lleva trazas de encalmarse.

En efecto, el lago, hinchado por furiosas e ininterrumpidas ráfagas, ofrecía un aspecto cada vez más pavoroso. Olas formidables se formaban por todas partes y se estrellaban sobre la costa con espantosos mugidos.

Se avecinaba una de esas horribles borrascas que agitan los lagos canadienses con furia sin igual, y son allí más temible que en la mar, por la extraordinaria violencia del viento.

«Cabeza de Piedra» se apresuró a bajar a la cámara de popa, donde el hessiano le esperaba ya con una linterna encendida. El bretón estaba harto de presenciar borrascas en todos los mares del Globo, y de momento no le preocupaba la violencia del oleaje.

—¡Por todos los campanarios de Bretaña! —exclamó, abriéndose paso entre los barriles que obstruían la pequeña estancia—. ¡«Petifoque» tiene razón! Esta barca no será la que nos lleve al fuerte.

Mientras el hessiano sostenía en alto la linterna, él detúvose a escuchar, e hizo un gesto de abatimiento.

—Esto se complica —dijo—. La barca bebe cual una vieja borracha y no tenemos bomba a bordo. ¡Bah! Veamos, Hulbrik.

«Cabeza de Piedra» bajó los ocho peldaños de una pequeña escalera llena de bultos y jarcias que conducía a la bodega, y notó que sus pies se mojaban. A cada golpe de mar que se estrellaba contra la quilla de la embarcación, el agua entraba a borbotones por los puntales desquiciados.

—¡Cuerpo de una fragata destripada! ¡Magnífico golpe! —exclamó el viejo bretón—. Un diente de escollo ha penetrado a través de la quilla y no hay carpintero capaz de tapar semejante agujero.

—¿Nosotros no nafegar más, patre? —preguntó el hessiano.

—Por ahora es imposible.

—¿Tónte encontrar una otra parca?

—¿Cómo quieres que yo lo sepa?… No creo que haya en el lago alguna de que echar mano.

—Tú ser preocupato, patre.

—Motivos tengo, hijo. Ese perro de Davis ha hecho fracasar nuestra empresa. ¡Ay, si no se hubiera matado y algún día me cayera entre las manos!… Bueno; aquí no tenemos ya nada que hacer. Vira de bordo y subamos a cubierta.

Y denostando volvió al puente con rapidez seguido por el fiel hessiano.

«Petifoque» y Wolf acababan de cortar las amarras que sujetaban el palo, y la embarcación, libre de aquel peso, se enderezó un poco, inclinándose a estribor, algo más resguardada de los continuos asaltos de las olas.

—¿Acabasteis? —preguntó el viejo bretón.

—Ya navega el mastelero por su cuenta —repuso «Petifoque».

—Ahora lo que pasa es que estamos inmovilizados.

—Y seguiremos estándolo si no nos construimos una almadía para poder siquiera llegar a la costa.

—Eso mismo he pensado yo. Pero mientras el lago no se calme, no será posible echarla al mar. Esperemos, pues.

—¿Resistirá la barca?

—Espero que sí. Pero tiene un peñasco embutido en la quilla.

—Me lo suponía —dijo «Petifoque»—. ¿Y qué piensas hacer, «Cabeza de Piedra»?

El viejo bretón sepultó sus manos callosas en los inmensos bolsillos de sus pantalones y contempló en silencio la costa, cubierta hasta donde abarcaba la vista, de abetos blancos altísimos, que inclinaban sus copas bajo el azote de las ráfagas, cada vez más violentas.

—Allí abajo —dijo al fin—, si no me engañan mis ojos, me parece distinguir la desembocadura de un río. Mientras fabricamos la almadía, convendría pensar en echarnos algo por el gaznate. Tú, Hulbrik, ve a ver si encuentras pemiles en algún barril; y tú, Wolf, encárgate de las galletas. Esos perros canadienses no nos han dejado cenar, y con la panza vacía pocos milagros se pueden hacer. «Petifoque», ve tú también a buscar algunas botellas. Davis embarcó tres o cuatro cajas en Montreal, y debe de quedar alguna.

—Eres un hombre admirable —dijo el joven marinero—. La embarcación está en peligro y piensas en comer…

—Hay que aprovechar el tiempo, amigo. Vamos, aprisa, ya que el lago nos ofrece una tregua. ¡Oh, ah! ¡Una luz!

—¿Dónde? —preguntó «Petifoque», dando un salto hacia delante.

—Acabo de distinguirla en este momento.

—¿Antes no ardía?

—No.

—¿Fuego o farol?

—Farol no es, de seguro. Es una fogata que arde en las orillas de la hendidura que he descubierto.

—Quizá se acaba de establecer por estos contornos algún campamento de indios.

—Lo único que puedo afirmar es que allí hay leña ardiendo y que el fuego se ha encendido en este mismo momento, pues hasta ahora no le había visto, a pesar de que todavía tengo buena vista.

—Ni yo tampoco, «Cabeza de Piedra». ¡Oh!

—¿Qué tripa se te ha roto?

—No se me ha roto nada; pero se me acaba de ocurrir que ese fuego bien pudieran haberlo encendido los canadienses para secarse. Con lo fría que está el agua, no han debido de llegar a la costa en muy buen estado.

—¡Ejem! —gruñó el viejo bretón, que seguía con los ojos fijos en el fuego—. Difícil lo veo. Antes bien, se tratará de alguna cabaña habitada por un colono. Ya sabes que hay algunos que viven en paz con los indios, a los que compran pieles, dándoles, a cambio, pólvora, armas y, sobre todo, licores.

—Ya escalparán a alguno de cuando en cuando.

—Por supuesto. El oficio ofrece pocos atractivos. Sin embargo, esos colonos realizan fabulosas ganancias, y vuelven a Francia riquísimos… los que consiguen volver.

—Que no serán muchos…

—Eso creo yo también. Los indios del Canadá son los más feroces de todos los de América del Norte, y no pueden ver a los hombres mal guisados.

—¿Cómo mal guisados?

—Sí. Dicen que el Gran Espíritu nos ha guisado mal, y, en cambio, a los negros los ha dejado que se tuesten demasiado.

—De modo que sólo ellos han estado en el horno el tiempo preciso.

—Y se vanaglorian de ello, y desprecian a los que, como nosotros, tenemos la tez a menudo blanca y sonrosada. ¡Eh, Hulbrik! ¿Va a estar pronto la comida?

—Sí, buen patre —repuso el hessiano. Haber encontrato tampién salchichas ahumadas y potellas de serfesa.

—Entonces, «Petifoque», podemos darle trabajo a los dientes.

—¿Con esta borrasca?

—¡Quién piensa en ello! Ya estamos hechos a las bromas del viento y del agua.

Los dos hessianos habían preparado la mesa detrás de la barricada, a fin de resguardarla de la furia de las olas, y los cuatro tripulantes dieron un asalto formidable a los pemiles y a las salchichas ahumadas, regándolos copiosamente con buena cerveza inglesa, que entonces superaba a la alemana.

Desde el mediodía anterior no habían podido probar bocado, pues Davis les había sorprendido en el preciso momento de preparar la cena.

Al terminar de comer, «Cabeza de Piedra» sacó su famosa pipa, la cargó con fuerte tabaco holandés llegado de contrabando a Nueva York, y la encendió, no sin trabajo, pues el viento, que antes parecía aplacarse, acababa de reanudar su carrera furiosa.

—Ahora —dijo— puedo deciros que, en efecto, llevo dos cartas, una de Washington y la otra de McLellan, que me las han confiado para entregárselas en propias manos a los comandantes del fuerte de Ticonderoga.

—¿Y cómo se habrá enterado Davis? —preguntó «Petifoque» apretando los dientes—. Quisiera yo explicarme este misterio.

—Aquí anda la mano del marqués de Halifax. Ese miserable, que dispone de grandes riquezas, debe de haber corrompido con sus guineas, no sólo a los canadienses, sino a algunos americanos de los que rodean a Washington.

—Así habrá sabido Davis la misión importante que te ha sido confiada.

—Misión que yo mismo ignoro casi por completo, pues ni el general ni el capitán me han dicho sino que llegue al fuerte y me guarde de los peligros.

—¡Sí, y nos agregan esa alhaja de Davis! —exclamó «Petifoque»—. ¡Ah, si lo llegamos a saber antes…!

—Se ve que los dos comandantes tenían plena confianza en él —prosiguió «Cabeza de Piedra» después de lanzar, una tras otra, tres grandes bocanadas de humo—. Ahora, lo que yo quisiera saber es cómo vamos a llegar al fuerte sin embarcación y sin guía.

—Los hombres como nosotros no se vuelven nunca atrás.

—Oye tú, «Petifoque», ¿por quién me tomas? ¿Acaso he pensado yo en volverme a Nueva York sin ver a Arnold y Saint-Clair y entregarles las cartas? Lo malo es que estamos molidos, y que no encontraremos amigos.

—¿Será cierto que los ingleses están a punto de llegar a esta región para reconquistar los fuertes?

—Eso ha dicho Davis, y debe de estar bien enterado.

—Entonces estamos expuestos a caer prisioneros antes de llegar a Ticonderoga y ser colgados de una antera de cualquier bergantín, como corsarios. ¡Bonita perspectiva!

—¡Bah! Todavía no nos han cogido los ingleses.

Vació su famosa pipa, bebióse otro sorbo de cerveza y se incorporó para mirar si la fogata brillaba todavía.

El lago despertaba de nuevo y el viento rugía con ímpetu creciente; terminada la tregua, la tempestad se desencadenaba con mil fragores, alborotando las aguas del Champlain.

«Cabeza de Piedra» sacó su reloj, y, no sin cierta dificultad, pudo apreciar la disposición de las manecillas.

—Las dos y veinte. Aún falta mucho para el alba. Esto va mal.

—«Cabeza de Piedra» —dijo en aquel momento «Petifoque» con voz alterada—, Wolf me acaba de decir que ha visto humo en la bodega y me parece provenir de proa.

—¡Cómo! ¿Fuego a bordo? ¿Y quién?…

—Quizá el canadiense que desapareció primero.

—¡Por todos los campanarios de Bretaña!… Tempestad y fuego… Esos miserables querían sencillamente destruir la barca. ¿Podría ocurrirnos nada peor?

—¡Y no tenemos ninguna bomba a bordo!

—Ya lo sé. Quizá habría alguna; pero ese perro de Davis la habrá mandado retirar cuando compró la tartana.

—¿Hay peligro de explosión?

—Las municiones están a popa, y el fuego tardará en llega al pañol. ¡Ea!, no perdamos tiempo, si no queremos morir antes del amanecer, ahogados o convertidos en tostadas.

—¿Qué piensa hacer?

—Intentaré botar una almadía. Tonto de mí, que debí aprovechar la tregua que nos ofrecía el lago. Ahora ya será tarde, pero haremos cuanto podamos para llegar a la costa. Tenemos cajas y barriles en abundancia, no faltan cables y ahí están las hachas.

En aquel instante llegaban los hessianos, que venían de la cámara grande de proa, de donde empezaba a salir humo.

Patre —dijo Hulbrik—, canatiemes hajer insentiato la parca; tota botega llena de fueco.

—¡Y no habernos dado cuenta hasta ahora! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. Por lo visto, estaba incubándose.

—Ya hase llama, padre. Lencuas de fueco invaten botega.

—Es verdad —agregó Wolf—. Incendio avanzar rápidamente.

—¿Creéis imposible extinguirlo?

—Demasiado tarde. Ha llegado a los barriles de petróleo y aumenta por momentos.

«Cabeza de Piedra» se dio un fuerte puñetazo en el durísimo cráneo: empuñó el hacha y se lanzó a popa, hacia la barricada, gritando:

—Pronto ¡Hagamos una jangada!

—Si nos da tiempo para ello —agregó «Petifoque».

La borrasca volvía a recrudecer sus furores, levantando montañas de agua en el lago y aullando pavorosamente en las densas tinieblas.

Con todo, la barca, encallada en la arena como estaba y con la quilla mantenida en firme por el trozo de roca que tenía embutido, hubiera podido resistir aún algún tiempo. Pero al estallar el incendio, y aunque no fuese aquél un momento propicio para botar una almadía, no le quedaba a los náufragos el recurso de la elección.

Con prontitud pusieron todos manos a la obra, uniendo cajas y barriles y desclavando gruesos tablones de los muros, con los cuales formaron una pequeña plataforma.

«Cabeza de Piedra», cañonero, carpintero y perito en el manejo del hacha, pues durante sus largas navegaciones había construido buen número de balsas en diversos naufragios, dirigía el trabajo y clavaba y unía todos los objetos flotantes que encontraba en la cubierta del barco.

Afortunadamente, las gigantescas montañas de agua, que se estrellaban sobre el escotillón, penetraban en la cámara grande y detenían así el desarrollo del incendio.

Pero una humarada espesa continuaba subiendo, negra y hedionda, impregnada de grasa y petróleo, mientras sordos rumores se oían en la bodega, denunciando el estallido de barriles llenos de materias más o menos oleaginosas.

Mientras sus compañeros se aprestaban a lanzar al agua la balsa, «Cabeza de Piedra» recogió las tres carabinas de los canadienses, que el calor del incendio había secado a pesar de la continua invasión del agua. También cogió la de Davis, y acto seguido se precipitó en el pañol y, desafiando el humo, puso a salvo las cajas de municiones.

—¿Estamos listos? —preguntó, apresurándose a subir para que la pólvora no le estallase entre las manos, pues las chispas empezaban a irrumpir también por el escotillón de popa.

—Ya está todo ensamblado —repuso «Petifoque»—. Pero no estoy muy seguro de que lleguemos secos a la costa.

—Es de temer. ¡Ea! Lancémosla, bajemos y sostened firmes los cables. Me encargo de las armas, que en esta región son lo esencial.

—Y víveres, ¿no embarcamos? —preguntó Wolf.

—No vale la pena; las olas se los llevarían antes que pudiéramos aprovecharlos. No nos faltará caza en aquellos bosques.

Los náufragos comenzaron a bajar tablones, barriles y cajas, cuidando de no dejarse arrastrar por el oleaje, y descendieron a la primera fila de escollos, que emergían un metro aproximadamente de la superficie.

En aquel punto la profundidad era escasa; pero, a juzgar por la resaca, algo más lejos debía de ser mucha.

Los bretones y los hessianos, con el agua a la cintura, recogieron sus materiales flotantes y, después de una obstinada lucha con las aguas del lago, formaron una balsa como mejor pudieron, a despecho del huracán.

Apenas se habían tendido en los tablones, agarrándose a los barriles y las cajas, a fin de impedir que se los llevase un golpe de mar, cuando una luz siniestra brilló en el barco, seguida de un gran estruendo que repercutió a lo lejos bajo los árboles de la costa.

—¡Ah, canallas! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. También nos querían hacer saltar. Cinco minutos de retraso y ¡adiós nuestros pobres huesos! El canadiense tan misteriosamente desaparecido debe de haber preparado una especie de mina. Por lo visto, Davis, al verse vencido y comprender que no podía quitarme las cartas, nos condenó a muerte.

A pesar de los saltos de las olas, el incendio se extendía con rapidez espantosa en la embarcación, completamente desarmada por la explosión.

—¡Cuerpo de mi amada pipa! —exclamó «Cabeza de Piedra», que no podía permanecer callado ni un minuto—. Estremece pensar en el regalito que nos tenían preparado esos antropófagos, peores que los indios.

—Habla menos y cuida más de que no te arrastre el agua —dijo «Petifoque».

—Siempre me ha gustado charlar, aun en medio de las peores borrascas. Nosotros, los de Batz, no podemos poner freno a la lengua.

—Fíjate en que estamos sobre la segunda fila de escollos y la resaca es aquí violentísima.

—¡Cuerpo de una fragata destripada! ¿Me crees ciego?

Y con la magnífica antorcha que nos alumbra, hasta un ciego se hubiera dado cuenta de ello.

—¿No saldremos volando por los aires con balsa y todo?

—No lo creo. Quizá se suelte algún barril o alguna caja; pero el conjunto resistirá victoriosamente el embate de las olas. ¡Eh, Hulbrik! ¿Qué tal?

—Muy bien, patre —contestó el hessiano—. Pero ser tato mojado.

—Ni más ni menos que tu hermano y todos nosotros.

La balsa, en su desesperada danza, veíase empujada hacia la segunda fila de escollos, entre los cuales quedaban amplios huecos que permitían el paso hasta de una barca grande.

—¡Pero si todo marcha de primera! —dijo «Cabeza de Piedra», que no se dejaba amedrentar por las terribles sacudidas que experimentaba la barca. Dentro de media hora estaremos en la costa y podremos visitar a aquellos caballeros que han encendido el fuego. ¡Ohé! Manteneos firmes; estamos en el paso más difícil.

La balsa, levantada por una ola gigantesca que la alcanzó con siniestros mugidos, salvó felizmente la segunda hilera de escollos, sin que se rompiera caja ni barril alguno de los que la componían.

En aquel momento el fuego que ardía en la barca se extinguió casi de improviso y los náufragos se hallaron en una oscuridad completa.

Pero, por una extraña suerte, la resaca los impulsaba precisamente en la dirección del fuego misterioso que ardía allá lejos, en la hendidura, y cuya luz bastaba para guiarlos.

—Ya os decía yo que todo terminaría bien —dijo «Cabeza de Piedra», utilizando un trozo de mástil de gallardete a modo de timón—. Lo peor vendrá luego. Para marineros de nuestra raza, un naufragio es apenas una broma que se tolera con gusto. Ahora, que a los lobos de mar que no hayan navegado mucho, este género de bromas les suelen costar caras. ¿Eh, «Petifoque»?

—¡Voto al diablo, maestre! ¡Cállate ya! —exclamó el joven, ocupado con los dos hessianos en estirar los cables, que se aflojaban al desaparecer algún barril o alguna caja.

—¿Hemos pasado?

—Sí; ya hemos dejado los escollos a unos cuatrocientos metros.

—Lástima que la barca se haya apagado tan pronto. Pero más o menos maltrechos, hemos de llegar a la costa. ¿La distingues tú?

—No veo más que aquella luz, maestre. La oscuridad en este momento es tan profunda, que ni siquiera puedo divisar los grandes pinos.

—Es que la niebla se abate sobre el lago.

—Ya estoy viendo que avanza con furia.

—Debía ir algo más despacio.

—Siquiera fuese para damos gusto.

En aquel momento, de la costa se elevó un cohete de luz azul que estalló con fragor, esparciendo en tomo suyo, a una distancia de cincuenta metros, un remolino de chispas polícromas.

—Nos hacen señales —gritó «Cabeza de Piedra»—. Ni los canadienses ni los indios tienen cohetes. ¿Si encontraremos al final quién nos dé hospitalidad? ¡Con la falta que nos hace un buen fuego!

Apenas terminó de hablar, cuando se oyeron dos fuertes detonaciones.

—Otra señal —dijo «Petifoque»—. ¡Cualquiera diría que se nos espera en la costa!

—Quien haya encendido aquel fuego debe de haber visto arder el barco. ¿Nos quedan más escollos que pasar?

—No veo ninguno.

—¿Quién tiene las armas y las municiones?

—Hulbrik.

—Ten cuidado, maestre Serfesa; no te las dejes arrebatar.

—No tener temor, patre —repuso el germano.

Entretanto, la balsa avanzaba a grandes saltos, empujada por las olas y el viento; los barriles y las cajas se entrechocaban; no obstante lo cual, los daños eran escasos.

Una ola gigantesca se apoderó de la balsa, la levantó con poderoso impulso y, entre mil rugidos, la despidió directamente hacia la hendidura. Allí, a merced de la resaca, la hizo oscilar bruscamente y la depositó, casi sin violencia, en una playa arenosa cubierta de árboles gigantescos.

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—Corramos —gritó «Cabeza de Piedra»—, que si viene otra ola nos volverá a arrastrar hacia el lago.

Los cuatro hombres, tan milagrosamente salvados de las furias del Champlain, cogieron sus armas y se lanzaron a tierra.

Apenas habían andado cien pasos en dirección a la luz misteriosa, cuando una voz ronca y potente gritó:

—¿Quiénes sois? ¿Adónde vais?

Un hombre de proporciones gigantescas, armado de dos grandes arcabuces, surgió de improviso ante los náufragos, quienes, imposibilitados para servirse por el momento de sus armas de fuego, habían empuñado las hachas.

«Cabeza de Piedra» fingió encolerizarse.

—¿Cómo? ¿De modo que nos hacéis naufragar con vuestras señales y vuestro fuego y encima nos preguntáis quiénes somos, como si fuéramos ladrones? Somos marineros franceses y alemanes, perdidos en este lago y a quienes la tempestad ha arrojado a la costa.

—¿De dónde veníais?

—De Montreal.

—¡Ah! —dijo el desconocido—. Y ¿adónde ibais?

—Señor mío —dijo «Cabeza de Piedra», que empezaba a impacientarse—, me parece que tratáis de someternos a un verdadero interrogatorio, y no es éste el momento ni el sitio a propósito para dar explicaciones. Ved que estamos calados hasta los huesos y que sopla un vientecito que pela.

—Tenéis razón. Perdonad; pero como vivo aislado en medio de las grandes selvas canadienses, tengo derecho a enterarme de quiénes son las personas que debo hospedar.

—Puede que no os falte razón.

—Si no me engaño, sois bretón.

—Es verdad.

—Bretón era mi padre también. Seguidme. Si es cierto que mis señales y el fuego que he encendido os han hecho naufragar, trataré de compensar el mal que impensadamente os he causado. ¿Tenéis que recoger algo de la balsa?

—Retiraremos mañana los barriles y las cajas, si las olas no los desunen y se los llevan.

—Venid; comienza a llover.

Los cinco hombres se internaron bajo los grandes árboles, cuyas ramas doblegaba el furioso vendaval, y, después de recorrer unos quinientos pasos, se encontraron ante una vasta cabaña, construida con gruesos troncos, que le daban casi el aspecto de un fortín; estaba vivamente iluminada en su interior.

—Este es mi domicilio —dijo el desconocido—. Entrad, secaos y haceos cuenta de que os halláis en vuestra Bretaña.

—Donde la hospitalidad es sagrada —dijo «Cabeza de Piedra».

Atravesaron un pequeño puente levadizo tendido sobre un arroyuelo y entraron en la amplia cabaña.