LA TRAICIÓN DE DAVIS
—¡POR todos los campanarios de Bretaña! ¡Abajo las armas u os arrojamos al lago, miserables!
—No, maestre «Cabeza de Piedra[1]».
—¡Cómo! ¿No obedecéis? Somos cuatro contra cuatro, y yo solo valgo por dos.
—No nos asustáis; dadnos las dos cartas que habéis recibido del general Washington y del barón sir William McLellan, comandante del buque La Tonante[2].
—¿De dónde has sacado eso, maestre Davis? —vociferó «Cabeza de Piedra».
—Lo sé; y esas cartas no han de llegar al fuerte de Ticonderoga.
—Te han engañado como a un chino, maestre Davis. Y basta ya, ¡por cien mil cuernos de bisonte! ¡A mí, «Petifoque[3]»; a mí, hessianos! ¡Arrojemos al agua a estos traidores!
—Maestre «Cabeza de Piedra» —dijo Davis—, no os aconsejo empeñar la lucha, porque estáis desarmados; mientras dormíais hemos quitado los pedernales de vuestros mosquetes.
—Entonces, ¿lo que queréis son nuestras vidas?
—No; lo que queremos son esas dos cartas, que debo remitir al general Burgoyne. Entregádnoslas y os dejaremos volver tranquilamente a Nueva York.
—¿Burgoyne? ¿Quién es?
—El nuevo general que ha tomado el mando de las fuerzas que acaudillaba Carleton. Pero hay otra persona más que desea esos documentos.
«Cabeza de Piedra» había empuñado su fusil por el cañón después de asegurarse de que, efectivamente, sus armas de fuego habían sido inutilizadas.
—Sigue, sigue —gritó—, no tenemos prisa; ¿quién es esa otra persona?
—Pues bien, es el marqués de Halifax.
—¿El hermano del barón McLellan?
—El mismo.
«Cabeza de Piedra» dejó escapar un rugido y dio dos pasos adelante, volteando furiosamente el pesado fusil.
El maestre de La Tonante era un hombre de hercúleas proporciones, que podía revalizar, en cuanto a desarrollo muscular, con un gorila africano. Su barba era entrecana e hirsuta. Lo que más llamaba la atención en él eran las enormes dimensiones de su cráneo, cosa corriente en los bretones.
«Cabeza de Piedra» había tomado parte muy activa en los combates contra los ingleses, luchando junto al barón McLellan, a la cabeza de los corsarios de las Bermudas.
Detrás de él veíase a un joven marinero, moreno, con ojos y cabellos negros, y a dos jóvenes de elevada estatura, rosado cutis, cabellos y bigotes rubios, y ojos azules; eran dos hessianos, soldados mercenarios, venidos de Alemania.
Frente a ellos veíase a sus cuatro contrarios: maestre Davis, hombre corpulento, de unos cuarenta años, con enorme barba oscura y tipo de mestizo; era un famoso guía canadiense, gran conocedor de todos los lagos de las regiones del Norte y al que el general Washington había tomado a su servicio creyéndole honrado y leal. Los otros tres eran también hombres fornidos, anchos de espaldas, estaturas gigantescas y facciones poco atrayentes.
Todos ellos eran canadienses y estaban armados de arcabuces, cuyas bocas apuntaban hacia los cuatro adversarios. Procuraban mantenerse firmes sobre sus piernas, porque la pequeña embarcación en que se hallaban navegaba a la deriva a impulso del fuerte oleaje.
—¡Acabemos! —gritó Davis—. ¡Vengan las cartas!
—¡Por todos los campanarios de Bretaña! ¿Cómo he de decirte que no tengo esas cartas? —repuso «Cabeza de Piedra», adelantando otro paso, que automáticamente avanzaron a su vez sus tres compañeros—… Lo único que tengo en el bolsillo es mi famosa pipa, en la que han fumado cuatro generaciones…
—¡Basta de chanzas!
En aquel momento, una gruesa ola vino a chocar contra el estribor del barco. Los canadienses retrocedieron.
—¡Dejad que uno de mis hombres se ponga al timón! —gritó Davis, atemorizado—. No estamos más que a una milla de la costa y acabaremos por naufragar.
—¡Bah! ¿Y qué significa un naufragio para un marinero? Es casi una diversión. No; ninguno de tus hombres empuñará la barra, porque no pasará a popa.
—Poned entonces a uno de los vuestros.
—Ca, amiguito; entonces no seríamos más que tres hombres contra cuatro bribones. No me conviene el trato.
Esta vez fue Davis quien lanzó un rugido de fiera.
—¡Por última vez, rendíos y dadme las cartas!
Pero «Cabeza de Piedra» no le dejo acabar. Con un salto de tigre, el bretón se lanzó de improviso sobre el traidor, intentando romperle el cráneo con la culata de su arcabuz.
Retumbó un disparo en el mismo instante en que una ola, más alta que las anteriores, barría la cubierta de la nave, haciendo perder el equilibrio a los canadienses, que no tenían las piernas tan fuertes como los marineros. Davis había hecho fuego al caer y la bala se perdió a lo lejos.
—¡Ya sois nuestros! —rugió «Cabeza de Piedra».
Los tres compañeros de Davis hicieron ademán de disparar; pero sus armas, mojadas por la ola, no prendieron, y los bandidos se vieron forzados a huir a proa para empuñar rápidamente sus hachas.
Ya creía «Cabeza de Piedra» tener en su poder al traidor Davis, cuando éste, con una habilidad inconcebible, lanzóse a los obenques y logró encaramarse a la punta del palo, sobre la cruceta.
—¡Por cien mil ballenas destripadas! —gritó el bretón—. Se me escapó, y no tenemos con qué fusilarlo. Ese hombre es más ágil que algunos monos de los que yo he visto en mis viajes a las costas africanas. ¿Qué te parece, «Petifoque»?
—Ten cuidado con los canadienses —repuso el joven—. Han cambiado los fusiles por las hachas de abordaje.
—Pero no se atreverán a atacarnos —exclamó el bretón, que también había cogido un hacha.
—No pierdas de vista al bribón de Davis, que está cambiando la carga de su arcabuz.
—¡Cuerpo de ballena!… Tienes razón.
Y con voz tronadora gritó:
—En retirada al castillo de popa. Improvisad una barricada con los barriles cargados de harina y tocino que van en la bodega. ¡Vamos, de prisa!
Brincaron a través del puente, ligeros como ardillas, y se refugiaron en la popa.
Los dos hessianos hablaban poco, pero obraban mucho. Precipitáronse a la bodega y comenzaron a subir sobre cubierta barriles llenos de víveres, con los que formaron en seguida una barricada.
Entretanto, «Petifoque» se había lanzado sobre la barra del timón; ya era tiempo, pues el barco marchaba rápidamente a la deriva, como si alguna corriente le arrastrase, y el oleaje continuaba impetuoso, mientras que un vendaval terrible se desencadenaba, empujando enormes masas de densa niebla. La tempestad parecía próxima a estallar.
«Cabeza de Piedra», con los dos hessianos, se había escondido tras la improvisada barricada, y desde allí vigilaban los movimientos de Davis. El miserable había conseguido poner a salvo su grueso arcabuz, evitando que la ola lo mojara; y ahora, con las piernas bien apretadas en torno a la cruceta, a fin de resistir los bandazos de la nave, se ocupaba en cargar de nuevo su fusil.
No era operación fácil en aquella altura, a doce metros sobre cubierta, con las oscilaciones que experimentaba el mástil. Pero no podía tardar mucho en lograr su intento y, dada su puntería notabilísima, había peligro de que matase a alguno.
«Cabeza de Piedra» mandó arrimar tres o cuatro barriles ante la barra del timón para resguardar a «Petifoque», en cuyas manos estaba el gobierno del barco.
—Maestre «Cabeza de Piedra» —gritó Davis, que, al fin, había conseguido cargar su arcabuz—. ¿Estáis dispuestos a rendiros?
—Precisamente te lo iba a preguntar yo —dijo el bretón.
—¡Cómo!… ¿No veis que tengo un fusil en mis manos?
—¡Demasiado tarde, querido! Estamos protegidos por una barricada contra la que se estrellarán tus balas.
—De todos modos he de mataros —rugió Davis, furioso, apuntando al maestre con su arcabuz.
—¡A la una, a las dos, a las tres! —rió «Cabeza de Piedra»—. Este animal, si dispara, nos va a estropear algún tocino de los que hay en los barriles.
—O levantará una nube de harina —agregó «Petifoque» con zumba.
Los hessianos permanecían tranquilos junto a «Cabeza de Piedra». Ya sabían ellos que el bretón no era hombre que se dejara vencer fácilmente, y lo habían podido comprobar en múltiples y varias proezas que aquel diablo de hombre había realizado en unión de «Petifoque», burlándose de los ingleses en más de veinte ocasiones, aun sin ayuda de su comandante, el barón sir William McLellan, ni de la tripulación de La Tonante.
Hulbrik, el más joven de los dos hessianos, dio un fuerte tirón de la manga a «Cabeza de Piedra».
—¿Qué quieres? —preguntó éste.
—Patre, yo hafer perdido de fista un canadiense.
—Se lo habrá llevado una ola…
—¡Oh, no; no creo yo, patre!…
—Déjame en paz y no quitemos ojo al mosquete de maestre Davis.
En aquel momento la tempestad empezó a estallar, arrojando sobre el barco ola tras ola.
—La tempestad nos favorece por un lado, porque impide hacer puntería a ese bribón, pero nos perjudica por otro. Ya no tenemos estabilidad, y el barco está en peligro —exclamó el bretón, que no podía permanecer mucho tiempo callado.
Una detonación retumbó en lo alto del mástil. Davis había disparado; pero, como era de prever, la bala fue a enterrarse en un gran barril lleno de harina.
El bretón lanzó una carcajada.
—Ríe, ríe —rugió Davis, rabioso—; no te reirías si este maldito barco no se moviese tanto. Yo soy un buen tirador.
—Ya lo hemos visto —repuso irónicamente «Petifoque»—; has destrozado un pobre barril de harina.
—Voy a matarte primero a ti —gritó Davis—, luego mataré a maestre «Cabeza de Piedra».
—¡Qué miedo! —exclamaron a una los dos bretones.
—Burlaos, burlaos… y esperad el tercer disparo; yo os aseguro que no ha de fallarme. ¡Ah, si los fusiles de mis canadienses no se hubieran mojado ya seríais nuestros!
—Diles que nos acometan con las hachas; los recibiremos cortésmente —dijo «Cabeza de Piedra».
Davis lanzó una exclamación y se apresuró a cargar de nuevo su arcabuz.
Mientras tanto, los dos canadienses seguían oprimiendo entre sus manos las hachas. Al tercero no había vuelto a vérsele. ¿Se habría ahogado o estaría escondido en la cámara? Aquella misteriosa desaparición empezaba a preocupar a «Cabeza de Piedra», que era desconfiado y receloso.
La nave, entretanto, seguía saltando desesperadamente sobre las olas y se acercaban más y más a la costa, arrastrada por el furioso oleaje.
«Petifoque» hacía esfuerzos sobrehumanos para evitar un choque.
—¿Cómo va eso, «Petifoque»? —interrogó el viejo lobo de mar.
—Mal, querido maestre —respondió el joven timonel—; me parece que acabaremos por rompernos la cabeza contra los arrecifes.
«Cabeza de Piedra» se quitó el grueso gorro de paño y se rascó furiosamente la cabeza.
—Pues, sea como sea, yo tengo que llevar las cartas —murmuró entre dientes—; ¡pero el fuerte está tan lejos!… ¡Más me hubiera valido quedarme en Nueva York, empinando el codo con los compañeros!
Encogióse de hombros, encasquetóse el gorro de un formidable puñetazo y miró ferozmente a Davis, que aún no había conseguido cargar de nuevo su fusil.
—Hay que acabar pronto —dijo—; así no podemos continuar. Ese pajarraco nos tiene inutilizados y sin poder cuidar de la embarcación. Será necesario ver si en la cámara hay algún fusil o alguna pistola. ¡Wolf!
—Buen patre —contestó al punto el hermano de Hulbrik—. ¿Qué querer?
—Baja a la cámara, busca bien y a ver si encuentras un arma de fuego. Hay que desalojar del nido a ese «papagayo», que nos tiene a raya con su mosquete. Aquí no hay nada que hacer por ahora.
—Está bien, patre.
—Vuelve antes que Davis pueda disparar de nuevo.
—Yo volar, buen patre —repuso el hessiano, largándose precipitadamente a la cámara.
Davis, al darse cuenta de la maniobra, empezó a despotricar como un condenado, intentando terminar la carga de su mosquete. Pero la operación se hacía cada vez más difícil por el violento movimiento del barco, y la pólvora se le escapaba de entre los dedos, con gran desesperación del bandido.
Wolf volvió al poco rato y salió de nuevo a la barricada.
—Buen patre —dijo—, yo haber encontrado dos pistolas de largo alcance.
—¿Fusiles no?
—Ninguno, buen patre.
—¿Están cargadas?
—Yo haber subido también pólvora y balas.
—Pues dáselas a Hulbrik, que tira mejor que yo. A mí que no me saquen de los cañones pesados; las armas ligeras no las siento en mis manazas de oso. Todo va bien.
—¡Qué bien ni qué diablos!… —gritó en aquel punto «Petifoque», que sudaba agarrado al timón y hacía esfuerzos desesperados e inútiles—. ¡Ya estamos en los escollos! Yo no puedo ya dominar las olas, que nos arrastran a la catástrofe…
—¡Por todos los campanarios de Bretaña!… —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¿Habremos de morir precisamente esta noche, cuando hemos escapado tantas veces a la metralla?
—¡Patre, patre!
—¿Qué pasa ahora?
—Los otros dos canadienses haber desaparecido también…
—¡El diablo se los lleve!
—¡La quilla roza en los escollos!
—¡Maldición!
Un terrible golpe de mar levantó el barco, derribando a «Cabeza de Piedra» contra la barricada. Al mismo tiempo, Davis, que, por fin, había conseguido cargar su mosquete, hizo fuego. La bala pasó rozando la cabeza del bretón.
Hulbrik contestó con dos pistoletazos.
De lo alto del palo partió un grito y viose al bandido arrojar el arma, humeante aún, incorporarse sobre la cruceta, tomar impulso y lanzarse a las alborotadas aguas, bajo las que desapareció, levantando una montaña de espuma.
—¡Ya somos dueños del barco! —gritó «Cabeza de Piedra», lanzándose fuera de la barricada.
—¡A buena hora! —exclamó «Petifoque»—. La quilla está rajada y cada vez hay más escollos. ¡Nos hundimos! ¿Oyes ese ruido?
—¡Por los treinta cuernos de la taberna de Boston! Ni que estuviese sordo. ¡Ya lo creo que lo oigo!… La quilla se va trozo a trozo…
Una ola furiosa levantó en aquel momento el barco, arrojándolo sobre una doble hilera de escollos. Retumbó la embarcación estrepitosamente al chocar, y el palo mastelero se desplomó sobre la cubierta, cayendo al agua, donde quedó flotando sobre las descompuestas ondas.
—¡Estamos lucidos! —exclamó «Cabeza de Piedra» rascándose la nuca—. Esto se va por la posta… ¡En fin, gajes del oficio!
Y encogiéndose de hombros, como tenía por costumbre, contempló indiferente las agitadas olas, que se hinchaban amenazadoras.