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En camino desde el Punto de Salto de Rasalhague
Distrito Militar de Rasalhague
Condominio Draconis
22 de septiembre de 3019
El Tech Superior Beorn Karlborgen bajó la vista a la pequeña placa verde que tenía en la palma de la mano. Con el pulgar le hizo dar la vuelta. Era de superficie suave, dura y fría. Y mortal.
Tres días antes, el comTech Fletner le había pasado un mensaje personal. La cara de Fletner expresaba lo que él creía era la cantidad adecuada de compasión. El mensaje decía que el hermano de Beoren, Alfred, había muerto en el accidente de un vuelo comercial en la capital. Fletner se había quedado impresionado con la fortaleza mostrada por Beorn al recibir la noticia.
En lo referente a Beorn, jamás había tenido un hermano llamado Alfred.
El mensaje venía del movimiento clandestino de Rasalhague. Tenía que proceder con el plan A, de Alfred. Debía ejecutarlo en este vuelo de entrada.
Durante semanas había estado realizando alteraciones sutiles en los sistemas de control de la Nave de Descenso del Tai-sho Sorenson. Había introducido a hurtadillas todos los componentes de la bomba, guardándolos como si formaran parte del equipo normal de mantenimiento. Nadie había sospechado de él ni lo había interrogado. ¿Por qué iban a hacerlo? ¿Es que no había servido con lealtad durante dos años como ingeniero jefe de Sorenson? ¿No había descubierto tres bombas plantadas en otros tantos vehículos que el Tai-sho tendría que haber comandado? El Tai-sho tenía una confianza plena en él. Ciertamente, Beorn era considerado un hombre sin mácula.
Era un agente encubierto. Una bomba de tiempo.
Hacía tres días, había recibido el mensaje que lo activaba. El cambio de planes significaba que Takashi Kurita moriría antes de la boda. La ceremonia, establecida para el día siguiente, sería sin duda pospuesta, pero los líderes del movimiento debían de tener la suficiente confianza de que se celebraría pasado el período de luto oficial. Por lo menos, se mostraban lo bastante confiados como para correr el riesgo, empleando esta valiosa —tal vez única— oportunidad para deshacerse del tirano.
Con Takashi muerto, Theodore se encontraría más presionado que nunca para tener un heredero legítimo. Difícilmente podría rechazar un matrimonio arreglado por su padre, en especial cuando éste calmaría a una parte potencialmente rebelde del reino.
Beorn miró la caja de empalme que había en la pared frente a él. Desde ahí podría activar los aparatos asesinos. Ocultos entre una miríada de instrucciones corrientes estaban los programas dominadores. En cuanto fueran activados, Takashi no conseguiría escapar. La bomba detonaría a cincuenta metros del nivel del mar, casi a diez metros exactos encima de la pista del puerto estelar de Rasalhague. La explosión destruiría las entrañas de la Nave de Descenso de clase Leopard. Su masa llameante continuaría en el curso que él había fijado en el piloto automático para, luego, deslizarse en línea recta hacia el sector militar kuritano del puerto estelar. No habría supervivientes.
Morirían inocentes, tanto a bordo de la Nave de Descenso como en el puerto, pero no se podía evitar. Se trataba de una guerra. Sucia y no deseada, pero guerra en fin de cuentas.
Por toda la nave sonó una bocina: la primera advertencia para ocupar los puestos antes de la aproximación definitiva. La tensión a bordo no sería nada comparada con la presión de tres gravedades que habían soportado por orden del Coordinador; sin embargo, el capitán querría que todos se hallaran bien sujetos por las correas de los asientos, sin correr riesgo alguno mientras el tirano Kurita se encontrara en la nave.
Beorn contempló de nuevo la placa que tenía en la mano. Cerró los ojos, se la llevó a la boca y la tragó. Ya no había ninguna posibilidad de echarse atrás.
Sacó la estructura de alambre de protección, abrió la caja y bajó la tapa hasta apoyarla sobre el hueco del alambre. Con cuidado, introdujo los códigos de activación en el teclado de membrana que había en la tapa de la caja. Tres luces verdes se encendieron en la caja. Satisfecho, cerró la tapa y volvió a insertar su llave de mantenimiento. De su caja de herramientas sacó una hidrollave y con un golpe fuerte rompió la que ya había en la cerradura.
Todos los que se encontraban a bordo estaban perdidos, pero jamás lo descubrirían hasta que el piloto intentara ajustar el vector de aproximación de la nave. Para ese entonces, ya sería demasiado tarde. La nave y sus pasajeros se verían irrevocablemente condenados a un impacto con el sector militar kuritano del puerto estelar.
Los párpados de Beorn experimentaron una repentina somnolencia. Le habían dicho que sería rápido. Con las piernas dormidas, cayó al suelo. «Adiós, Hilda —pensó—. Ojalá hubiéramos dispuesto de más tiempo para nosotros».
Beorn Karlborgen cerró los ojos y se quedó dormido.
Theodore frunció el entrecejo ante la insistencia de Tourneville.
—¿No deberíais haberos cambiado la insignia de vuestra gorra, Sho-sa? —lo reprendió el hombre—. Ya no estamos con la legión de An Ting. Después de la boda, la lanza se unirá a los Regulares de la Vigésimo segunda. Comprendo que no os reuniréis con nosotros en Heiligendreuz durante varias semanas, pero sois nuestro comandante, y lo correcto es que llevéis la insignia actual en vuestro uniforme. Si hubierais aceptado un criado, como os sugerí, se habría ocupado de todos estos pequeños detalles.
—No me hace falta esa clase de ayuda, Tourneville. Por hoy la gorra servirá tal como está —repuso Theodore, ocultando su irritación con una sonrisa. «Y a ti no te hace falta un ayudante para espiarme», añadió mentalmente, aceptando la gorra que le ofrecía y colocándosela de inmediato.
Hizo caso omiso del ceño de su compañero y se puso un chaleco de batalla no reglamentario. El chaleco marrón oscuro y acolchado casi le cubrió el galón rojo diagonal que llevaba en el jersey gris. Sabía que Tourneville estaba molesto por el chaleco y por el hecho de que le tapaba el galón identificativo, que era la característica más sobresaliente de un uniforme de gala de un MechWarrior kuritano. Para ser un espía, Tourneville mostraba un deseo muy curioso por que las cosas se identificaran por lo que eran.
Tan pronto como estuvieron listos, Theodore abrió la marcha desde las barracas hasta el centro de vehículos motorizados. Después de un breve retraso en el que Tourneville se ocupó de un mensajero que venía del centro de comunicaciones, montaron en un aparato terrestre descapotable y emprendieron el trayecto con un leve zumbido eléctrico.
—¿De qué se trataba? —preguntó Theodore cuando atravesaron las puertas del aparcamiento.
—Nada importante, Sho-sa. Un oficial subalterno lleva toda la mañana tratando de hablar con vos. Le ordené al centro de comunicaciones que retuviera todos los mensajes. La llamada del Señor de la Guerra Marcus Kurita tiene mayor prioridad que el deseo de algún oficial local por sacarse una foto con el heredero designado.
—¿Era eso todo lo que quería?
—¿Quién lo sabe? —Tourneville se encogió de hombros—. Estos provincianos carecen por completo del sentido de la importancia. El deseo del Señor de la Guerra Kurita de veros en el control de puerto estelar tiene prioridad.
Tourneville casi nunca había mostrado iniciativa en determinar la relativa importancia de los mensajes enviados a Theodore. Aunque sin estar muy seguro de si se sentía molesto por la temeridad de Tourneville o por su servilismo hacia el primo Marcus, sólo repuso:
—No debemos desilusionar al Señor de la Guerra.