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Palacio de la Unidad, Ciudad Imperial, Luthien
Distrito Militar de Pesht
Condominio Draconis
9 de enero de 3040
El ruido de sus pisadas rebotaron en las paredes a medida que bajaba por el corredor. Los guardias otomo se pusieron en alerta al aproximarse, preparando sus pesados rifles atontadores. Se relajaron al reconocerlo, golpeando las armas contra el duro plastiacero de sus petos e inclinando las cabezas encasquetadas. Theodore no les prestó atención.
La última puerta se alzó ante él, sus adornos de latón resplandeciendo bajo la pálida iluminación procedente de los paneles de luz. La empujó con fuerza, y frenó bruscamente cuando ésta no se movió. La mano le resbaló del pomo antes de poder bajarlo lo suficiente como para desenganchar el pestillo. Maldiciendo, lo giró con ferocidad. Abrió la puerta de par en par y entró en la Sala de las Peonías, deteniéndose de repente al encontrar al hombre que buscaba.
Takashi Kurita se hallaba con la espalda hacia la puerta, en apariencia detenido en un movimiento completado a medias. El Coordinador vestía su uniforme pardo de los SACD. Su impoluta limpieza refulgía bajo el suave destello que venía de los tubos de luz protegidos por pantallas de papel diseminados por toda la cámara, apoyados sobre peanas barnizadas. Los pliegues del traje apenas se vieron perturbados por sus movimientos mientras alzaba una jarra exquisita de cristal tallado con su mano izquierda y llenaba un vaso que sostenía en la derecha con un líquido ambarino oscuro. Devolvió la jarra a su lugar en la mesa, entre las bandejas de comida y las botellas. La tapó antes de volverse despacio para plantarse ante su visitante.
—Una entrada muy dramática —comentó con ironía. Alzó la copa en un brindis burlón, pero no bebió—. ¿Has venido a alardear de tus éxitos?
Theodore sintió las olas de hostilidad que provenían del Coordinador. «Igual que en los viejos tiempos», pensó.
—No son sólo míos. El Condominio se unió para conseguirlos.
—Sin mí.
—Sin ti.
Takashi se apartó despacio de la mesa de refrescos y atravesó la estancia. La pálida luz arrojó sombras difusas y enormes contra las lustrosas pinturas de marcos dorados que colgaban de las paredes y las vigas bajas del elaborado techo de madera, dando la impresión de que algún gigante encorvado pasaba por allí. Se detuvo al llegar a la pequeña plataforma elevada en la que estaba el sillón de Estado. El Coordinador giró para mirar a su hijo.
—¿Soy un viejo tan inútil que debo ser confinado aquí, rodeado por tus lacayos?
—Hice lo que me pareció mejor. Me diste el mando de los asuntos militares del Estado. Esta invasión era uno de ellos. No deseaba perturbar tu serenidad.
—No soy un ciego tambaleante —restalló—. Ahórrate tus excusas corteses para las masas y los aduladores de la corte. ¡Yo soy el Dragón, insolente cachorro! Este todavía es mi reino. ¡No el tuyo!
Theodore ardía de ira. Si al Coordinador se le hubiera permitido controlar a los SACD durante esta guerra, el Condominio estaría devastado. Takashi no comprendía el nuevo ejército por él construido. Si sus agentes no hubieran impedido que las órdenes de Takashi salieran del palacio de Luthien, el Condominio habría quedado mutilado, si no destruido. Todas las órdenes, menos la de resistir en Dieron, fueron inadecuadas para la estrategia que tenía planeada…, e incluso la de Dieron había sido dada por motivos equivocados.
Theodore actuó para salvar al Condominio, y su rostro enrojeció de cólera al ver que su padre cuestionaba su dedicación. Sintiendo el calor que inundó sus mejillas, se avergonzó de permitir que sus emociones afloraran al exterior. Se enfureció más al percibir el resplandor de satisfacción que brilló en los ojos de su padre.
—Por lo menos, tienes la gracia de mostrarte avergonzado por tu conducta —dijo con aspereza éste—. Aunque poco alivio me brinda. Al encerrarme, desperdiciaste la oportunidad de cortarle el cuello a la Casa Davion. Tu partida de Exeter fue demasiado prematura. Algunos la han llamado cobarde.
Continuó zahiriendo a un silencioso Theodore. Expresó su desprecio por el sentido estratégico del Kanrei, tal como se demostró por su actitud en la guerra, y expuso todas y cada una de las decisiones militares con una exactitud que sólo podía significar que tenía ojos y oídos en la plana mayor de su hijo. Se mostraba demasiado bien informado para haber reunido los detalles de oficiales aislados, aunque los Señores de la Guerra fueran sus espías. Tuvo la seguridad de que Constance y su OCC no filtraron un material tan delicado. Únicamente podía tratarse, a pesar de las reiteradas negativas del director, de Subhash Indrahar, que seguía con su doble juego, equilibrando a padre e hijo para su provecho, trazando su propio curso para la supervivencia del Dragón.
Takashi prosiguió con su desvarío. Cambió de las pobres decisiones militares al fracaso de su hijo como guerrero. Encontraba el cese del ataque a la Federación de Soles particularmente cobarde.
Después de tantos años, el hombre seguía sin entender. Theodore intentó apartar las emociones de su mente, hundirse en el sosiego que lo sustentaría en lo que iba a suceder. Lo distrajo un reflejo de luz en la jarra de cristal. Sus ojos se centraron en los trazos circulares, siguiendo los ángulos. Estudió su intrincada precisión, buscando la regularidad y el patrón que frenara su mente desbocada y aliviara su espíritu. Con perversidad, su incomodidad aumentó. Volvió a rastrear el flujo de incisiones en la superficie de la botella. De los abstractos ángulos del esquema emergió una forma. Contuvo el aliento, y con un súbito fulgor su mente se aclaró. Las palabras de Takashi siguieron martilleando sus oídos, pero su ritmo machacón perdió coherencia. La capa superficial de desprecio y desilusión de su padre desapareció bajo la percepción exaltada de Theodore, dejando desnudo el interior del Coordinador, los celos y el odio largo tiempo alimentados.
Bajó la mano a la funda que llevaba al costado. El duro y frío marfil de la culata encajó con firmeza en su palma mientras quitaba la solapa y liberaba el Nambu.
Takashi dejó de hablar. Sus miradas se juntaron. Leyó desprecio en sus ojos azules y helados.
—So ka —dijo su padre despacio.
Enderezó los hombros, los años y los leves síntomas de debilidad aparecidos después de su ataque de apoplejía se desvanecieron. Se llevó la copa a los labios.
Theodore desenfundó la pistola y disparó mientras la alzaba.
Takashi cayó hacia atrás, rodando en dirección al alto sillón de estado. Permaneció inmóvil. Astillas de cristal sobresalían como icebergs en un creciente mar de líquido ambarino. El tiempo dejó de fluir para Theodore, el instante congelado con él en su interior.
De las oscuras vigas superiores saltó una sombra negra al suelo, entrando en la consciencia de Theodore antes de penetrar en su campo de visión. La forma se acuclilló para absorber la fuerza de la caída; luego, se irguió con un movimiento fluido, adquiriendo una silueta humana. La ropa negra se tragó la suave luz de la estancia, oscureciendo todos los detalles salvo el duro y estrecho contorno del pomo de la espada que se alzaba por encima de su hombro. La cara de la aparición estaba enmascarada, y sólo los ojos resultaban visibles: oscuros, brillantes y terriblemente tranquilos. Entre ellos estaba el pequeño tatuaje de un gato, su postura exactamente igual a la que él viera oculta en el diseño abstracto de la decoración del botellón. Esta persona era un nekogami, un asesino extraordinario e implacable, diestro en innumerables formas de muerte y hermanado con la oscuridad.
—Iie, Tono —dijo la sombra con voz suave y femenina—. Nos has confiado esto a nosotros. Tu presencia y participación son innecesarias e imprudentes.
Theodore tragó saliva. Su calma se estaba resquebrajando, haciéndole ser consciente del peligro al que se enfrentaba. Apuntó la pistola al nekogami.
—No es lo que deseo.
La sombra permaneció en silencio, inmóvil. Al lado del estrado, Takashi gimió.
Como alentada por el sonido, la nekogami comentó:
—No lo comprendo, Tono.
—Ha habido un malentendido. Un hombre con buenas intenciones tomó una iniciativa que no le correspondía. Captó mal mis intenciones.
—Se me ha contratado —repuso con contundencia la voz—. El honor de los nekogami queda comprometido hasta el cumplimiento del contrato. Mi muerte se encuentra entrelazada con el hombre llamado Takashi Kurita.
—No seré parte de este asesinato.
La figura vestida de negro se puso rígida. Theodore se tensó; luego, se relajó, ya que no percibió ningún ataque inmediato. Ella hizo una reverencia.
—Creo que ya lo comprendo —afirmó en voz tan baja que él apenas captó las palabras—. Es de lo más lamentable.
Volvió a realizar una reverencia baja y prolongada. Mientras se erguía, tiró de algo que había en el interior de su capucha. No volvió a moverse.
Él observó sus ojos. Eran como estanques de la noche en la que había sido criada. Su terrible y distante calma desapareció, reemplazada por una especie de paz. Entonces, la vida se desvaneció de esos ojos oscuros y su cuerpo comenzó a caer al suelo. Antes de que el cadáver diera de lleno en el parqué lustroso, de su capucha surgió un resplandor. La máscara que ocultaba su cara se disolvió, llevándose con ella las facciones. Nadie sabría jamás qué rostro tenía cuando no se deslizaba entre las sombras.
El hedor de carne quemaba inundó la nariz de Theodore, nauseabundo y absolutamente fuera de lugar en la elegante Sala de las Peonías.