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Calles de Kuroda, Kagoshima
Distrito de Pesht,
Condominio Draconis
17 de mayo de 3018
La respiración resultaba dificultosa a través de los filtros del traje y el sudor se le metía en los ojos. La creciente náusea hizo que Theodore Kurita se decidiera a correr un riesgo. Abrió las válvulas de calefacción del traje, rompió el sello del visor del casco y subió éste por encima de la frente. Las válvulas abiertas aumentarían su señal de calor para cualquier observador equipado con infrarrojos. Sin los circuitos de amplificación de luz y los aparatos de nivel dual de visión circular que componían el visor, se hallaba casi ciego en la aceitosa oscuridad de la noche de Kuroda. Aunque esto lo volviera más fácilmente detectable y casi ciego, al menos ya podía respirar otra vez. Mientras se afanaba por acallar el ruido de sus jadeos, el torrente de oxígeno le despejó el cerebro y calmó la náusea que había amenazado con abrumarlo.
El traje de comuflaje de las FIS que llevaba no estaba diseñado para el esfuerzo mantenido de la carrera que había emprendido a través del distrito de almacenaje. La tela supresora de emisión infrarroja y los filtros de aire que amortiguaban el ruido se habían visto sobrecargados y se habían convertido en un peligro, al calentarle en exceso el cuerpo y limitarle el aire. Los instructores de Theodore a menudo le habían advertido que era peligroso intentar una carrera larga embutido en uno de esos trajes, afirmando que sólo un tonto o un hombre desesperado trataría de realizarla. Theodore no se consideraba un tonto, y esperaba que sus perseguidores no lo tomaran por alguien lo suficientemente desesperado como para intentar algo así. De hecho, contaba con ello.
Su plan parecía funcionar, pues hacía media hora que no veía ni oía señal alguna de ellos. Por supuesto, eso no significaba nada. Llevaban trajes de camuflaje como el suyo, parte del equipo corriente de los Grupos de Ataque de Élite del Condominio y las tropas de asalto de las Fuerzas Internas de Seguridad. Ello significaba que quienquiera que estuviera detrás del acoso tenía fuerzas poderosas a su disposición, hombres expertos en operaciones «negras». Tales hombres serían implacables. Y muy peligrosos.
Semejantes consideraciones hicieron que su decisión le pareciera acertada.
La necesidad de abrir su traje también obedecía a una razón de peso; sin embargo, no dejaba de irritarlo. Los músculos le ardían y le faltaba el aire. Así que Theodore decidió correr otro riesgo adicional y se detuvo antes de tener la certeza de hallarse en el claro. Había esperado algo mejor de sí mismo. Quería cubrir tres kilómetros antes de parar, pero su cuerpo lo traicionó. Dedujo que se debía a una vida demasiado cómoda en la academia.
A medida que su respiración se estabilizaba, pensó de qué forma tan diferente había comenzado la noche. No había considerado tener problema alguno la víspera de su graduación en la Escuela de la Sabiduría del Dragón. Cuatro largos años de estrategia avanzada y entrenamiento de combate habían terminado, y había pensado que una cita con su actual amor, Kathleen Palmer, lo ayudaría a relajarse para las ceremonias que le aguardaban al día siguiente. Kathleen había representado una ráfaga de aire fresco cuando se habían conocido cuatro meses atrás, durante unas vacaciones de Theodore. Parecía encontrarse tan alejada de la corrupción de las intrigas políticas, tan poco interesada en hablar de guerra y de guerreros, que había sido un verdadero calmante después de tantos años de estudio y entrenamiento. En sus brazos, era capaz de olvidarse de sus obligaciones y deberes.
De una forma u otra, eso se había terminado ya. Theodore había visto reflejada la imagen del asesino en sus ojos cuando la figura vestida de negro se le acercó. Esa advertencia le proporcionó la fracción de segundo necesaria para esquivar el cuchillo que el hombre había apuntado a su cuello. La reacción repentina había hecho trastabillar a su atacante. Mientras Kathleen huía gritando de la habitación, Theodore contraatacó y derribó al hombre con una patada bien dirigida. Ella había sido consciente de la presencia del intruso, pero no se lo avisó a su amante. Era algo que Theodore no podría ni querría olvidar.
Deseó seguirla y sonsacarle una respuesta, pero llegó a la conclusión de que interrogar a Kathleen era algo que tendría que esperar. A cambio, le quitó al hombre su traje de camuflaje. Suponiendo que el asesino frustrado dispusiera de apoyo, Theodore tuvo la certeza de que el traje sería mucho más útil que sus ropas elegantes de etiqueta, por lo que arrojó éstas al suelo de la habitación con displicencia. También se había llevado el equipo del atacante, ya que no se había armado para aquel pacífico asunto en la ciudad antigua. A excepción de la tradicional katana, una hoja de acero atezada con una empuñadura de cintas negras entrelazadas, el asesino no portaba ninguna otra arma letal.
Presumiblemente, su jefe quería a Theodore con vida, tal vez para usarlo como un elemento de intercambio. Si lo querían vivo, razonó, se contendrían con el fin de no herirlo seriamente. Él no mostraría tales reparos hacia ellos, pues su primera prioridad era escapar y sobrevivir. No deseaba ser el prisionero de nadie.
Una vez enfundado en el traje, Theodore abandonó el edificio descendiendo por el costado de su fachada.
Con la cuerda que formaba parte del equipo del hombre. De esa forma había evitado las puertas, que con seguridad estaban muy vigiladas. El atajo tomado le permitió eludir la malla de su red. Cuando llegó al suelo, sólo se le opuso una figura vestida de negro. Derribó al hombre sin necesidad de emplear la espada, y emprendió la marcha de regreso a la academia. Entonces se percató de que otros tres asesinos lo seguían.
Temiendo ser cogido o, aun peor, que llamaran pidiendo refuerzos para interceptarlo, se desvió y se dirigió a la Desolación. Una vez allí, entre los edificios en ruinas y los escombros de aquella zona de Kuroda largo tiempo abandonada, esperaba poder despistarlos de su rastro. A menudo la academia realizaba allí ejercicios de combate en ciudad. Para mejorar su puntuación, Theodore había memorizado mapas de la región y se había esforzado por mantenerse al día en los cambios que los ejercicios dejaban en el paisaje urbano. Esperaba que ahora tal conocimiento le proporcionara la ventaja necesaria para esquivar la persecución.
Tan pronto como los perdió de vista, comenzó a correr. Se encontraba ya a menos de un kilómetro de la academia, y su jadeo casi se había detenido, pero seguía teniendo la respiración irregular. Concentrándose en su hara, recuperó el equilibrio. Despacio, la respiración se hizo acompasada. Aceptó la fatiga que dominaba sus extremidades y la desterró. La calma lo invadió, y con la llegada de esa calma descubrió otra presencia.
Alzó rápidamente la cabeza y escudriñó la oscuridad. Allí, de pie, inmóvil sobre el techo de un derruido edificio que se alzaba al otro lado del camino, había una figura silenciosa y negra, en cuyo visor dual brillaba la luz de las estrellas. La silueta le hizo una inclinación. Theodore bajó su propio visor, pero comprobó que la esbelta figura había desaparecido.
«Uno me ha localizado», pensó.
«No —se amonestó—. He visto a uno. Debo esperar que sólo haya uno allí, pero no puedo darlo por hecho. Jamás subestimes a un enemigo».
Escrutó la calle y la halló desierta. Los vagabundos y los criminales que en ocasiones se ocultaban entre las ruinas se habían ido a dormir. Sólo merodeaban las alimañas de la noche, atareadas en sus propias cazas a vida o muerte. Theodore llegó a la conclusión de que los pequeños animales que se escurrían por la calle eran una buena señal, ya que significaba que ninguna presencia humana perturbaba su cacería. Tal vez la única era la que había visto. Ese pensamiento lo hizo inspeccionar de nuevo el techo, pero no encontró ningún rastro de su perseguidor. Mientras había estado mirando a nivel del suelo, se había arriesgado a que le lanzaran un ataque de largo alcance desde arriba.
Pero no se había producido ninguno. No supo por qué, pero sí que era afortunado. Supuso que el otro estaba descendiendo al nivel de la calle. Theodore tuvo la esperanza de confundir la maniobra ascendiendo él hasta el techo, para recuperar los minutos que había perdido.
Echando hacia atrás las palmas de cuero de los guantes, dejó al descubierto los microganchos que allí había emplazados. Rápidamente, se acuclilló y, con un salto, inició el ascenso por el costado del edificio, que le brindaba protección. Los dedos y los pies buscaron las grietas diminutas que ofrecía la argamasa resquebrajada entre los ladrillos. Donde no aparecía ninguna rendija que le permitiera sujetarse, las púas de los microganchos penetraban el material y se aferraban a la superficie porosa de los ladrillos, proporcionándole una buena sujeción. Flexionó la palma de una mano para liberar la tensión de los ganchos y, al soltarse éstos, alzó esa mano en busca de un asidero más alto.
Durante todo el trayecto por la pared, se reprendió por su estúpido descuido. Mentalmente, oyó las voces de sus maestros. Dos sobresalían de forma particular. La de Brian Comerford, su instructor de operaciones especiales, no tenía nada bueno que comentar sobre su retraso o su falta de resistencia física. Tetsuhara-sensei le insistía en que buscara y confiara en su centro, prometiéndole toda la fuerza que necesitaba si el control de su hara era bueno. Mientras escuchaba esas voces interiores, subió la pared de quince metros en menos de medio minuto.
En el techo, volvió a comprobar su entorno sin encontrar rastro del otro. Emprendió una marcha a través de los techos a un ritmo que no sobrecargaría el traje de camuflaje. Pasado un rato, el deteriorado estado de los edificios lo obligó a interrumpir su avance por las alturas y regresar al suelo. Al no tener ya que preocuparse de que un mal paso pudiera hacerlo caer por un techo podrido, aumentó la velocidad.
Sabía que no estaba solo, pero ninguno de sus trucos conseguía obligar al otro a revelar su presencia. Una vez descartado el intento de enfrentarse a ese cazador solitario, reanudó el esfuerzo de perder al perseguidor que lo acosaba.
De repente, sintió la presencia del otro muy cerca y se maldijo por no haberse percatado de su fugaz ausencia. «Otro error», se burló la voz fantasmal de Comerford-sensei. «En esta ocasión uno costoso», acordó Theodore.
Una mano salió súbitamente de la alcantarilla y le cogió el tobillo. Antes de poder reaccionar, estaba cayendo sobre el pavimento. Se encorvó para minimizar el impacto y se dio cuenta de que la mano había desaparecido. «Eso no me gusta», se dijo a sí mismo, y percibió la corroboración del espíritu de Comerford-sensei.
Rodó sobre sí mismo tan pronto como chocó contra el suelo, a tiempo de vislumbrar cómo la tapa de acceso a las alcantarillas volaba por el aire, impelida por un soplido casi silencioso de gas comprimido. Al disco lo siguió una sombra que emergió como un demonio de los infiernos del submundo. La figura oscura aterrizó con agilidad sobre la calle y corrió hacia él.
Theodore se puso de pie y desenvainó la espada a tiempo para parar una estocada que el otro le lanzó, mientras se movía ágilmente a su alrededor con un susurro de tela negra y el fulgor del acero bruñido.
Los dos permanecieron inmóviles durante un instante: el otro en muniken, Theodore en tensetsu. Éste reconoció el dominio que su oponente tenía de la técnica de la antigua espada Yagyu y adoptó la postura de kat-suninken. Tras vacilar un momento, el otro se dispuso a cambiar a un kojo que jamás llegó a completar. En ese instante, la tapa de acceso cayó a la calle con gran estrépito, lo que sobresaltó a Theodore. Su enemigo, que sin duda había esperado tal estruendo convirtió el cambio de postura en un ataque relámpago. El contraataque de Theodore fue demasiado lento, y el hombre pasó a su lado como un rayo.
Al volverse para enfrentarse a su oponente, Theodore supo que había recibido un corte porque había sangre en la espada de su contrincante. La espada estaba tan afilada que no había sentido su roce. Se concentró en el dolor mientras se aprestaba a la lucha, y concluyó que la herida parecía pequeña, un corte diminuto justo por encima de la cadera izquierda. Confió en que su cuerpo no estuviera mintiéndole, ocultándole la terrible verdad de una herida mortal. No disponía de más tiempo para pensar en ello, pues el otro avanzaba y tenía que defenderse.
El siguiente intercambio no fue un ataque veloz. Ambas figuras vestidas de negro mantuvieron su terreno, cambiando una estocada por otra. De forma inesperada, en mitad de un ataque de Theodore, el otro se desplomó al suelo. La espada de Theodore silbó al cruzar el aire sobre el cuerpo que caía, y aquél perdió el equilibrio al no encontrar la resistencia esperada.
Recuperándose, adoptó una cautelosa postura de guardia mientras contemplaba perplejo a la figura inmóvil. No creía haber atravesado su defensa.
No había tiempo para meditarlo. En la distancia, escuchó el suave repiquetear de pies corriendo. No sabía si eran sus perseguidores o habitantes locales atraídos por el estruendo de la tapa al caer. Cualquiera de las dos posibilidades representaba más problemas de los que deseaba, de modo que dio media vuelta y emprendió la carrera por un callejón estrecho, arriesgando una ojeada hacia atrás justo antes de doblar la esquina. Tres figuras vestidas de negro corrían por la calle en dirección al callejón, pero de su reciente oponente no había ni rastro.
Sabedor de que las sombras no le ofrecían protección alguna del equipo de amplificación de luz que llevaban sus perseguidores, Theodore prosiguió la carrera.