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La batalla de la Hoya de Leñadores

332 d. R.

Los leñadores ocupaban las posiciones de vanguardia en la plaza.

Habían desarrollado brazos fuertes y hombros anchos tras toda una vida de talar árboles y recoger leña, pero algunos, como Yon el Gris, ya no estaban en la plenitud de sus fuerzas y otros, como Linder, el hijo de Ren, todavía no habían llegado a la flor de la vida. Todos echaron mano a los mangos húmedos de sus hachas en cuanto oscureció el cielo y se apretujaron dentro de uno de los círculos portátiles.

Habían situado en el centro de la plaza, detrás de los leñadores, a las tres vacas más gordas de Hoya de Leñadores, que dormían de pie después de haber ingerido la comida mezclada con la droga de Leesha.

Detrás de las vacas estaba el círculo de mayor diámetro. Sus ocupantes no podían rivalizar en musculatura con los leñadores, pero los aventajaban en número. La mitad eran mujeres, y algunas no tendrían más de quince años. Permanecían con expresiones serias junto a sus esposos, padres, hermanos e hijos. Merrem, la corpulenta esposa de Dug el carnicero, empuñaba un cuchillo de matarife y parecía de lo más predispuesta a usarlo.

El pozo tapado se hallaba tras ellos, e inmediatamente detrás de este se hallaba el tercer círculo, justo en frente de las grandes puertas del Templo, donde aguantaban a pie firme y lanza en ristre Stefny y quienes eran demasiado ancianas o estaban demasiado débiles para correr por el firme resbaladizo de la plaza.

Los pertrechados con armas de corto alcance también llevaban escudos redondos, que no eran más que tapas de barriles con grafos de bloqueo pintados de cualquier modo sobre la madera. El Protegido sólo había trazado uno de cada clase y los demás eran copias bastante aceptables.

Al borde de las vallas del redil diurno, detrás de los postes de protección, se apostaba la artillería: niños de apenas diez años armados con hondas y arcos. Unos pocos adultos habían recibido los preciados palos tronadores o uno de los finos frasquitos de Benn, rellenos con el trapo empapado. Los niños pequeños vestían ropa con capuchas para protegerse de la lluvia y sostenían linternas para iluminar las armas. Quienes se habían negado a luchar entremezclados con los animales, al amparo de la protección que tenían detrás, resguardaban de la lluvia los artefactos pirotécnicos de Bruna.

Unos cuantos, como Ande, se habían echado atrás en su promesa de luchar y se habían retirado detrás de las protecciones tras soportar las mofas de sus compañeros. Cuando El Protegido cabalgó por la plaza a lomos de Rondador Nocturno, vio que otros contemplaban el redil con añoranza y tenían el miedo grabado en los semblantes.

Se levantaron gritos cuando se alzaron los primeros abismales y flaqueó la determinación de muchos, que dieron un paso atrás. El terror amenazó con derrotarlos antes incluso de empezar la batalla. Unos cuantos consejos del hombre tatuado sobre dónde y cómo asestar el golpe eran poca cosa frente al peso de toda una vida de miedo.

El Protegido percibió el temblor de Benn. No era la lluvia la causante de la mojadura de su pantalón, que al estar empapado se le pegaba al muslo y delataba el movimiento continuo de este a causa de un tic. Desmontó y se plantó ante el soplador de vidrio.

—¿Por qué estás aquí fuera, Benn? —preguntó, alzando el volumen para ser oído por todos.

—Por mis hijas —contestó el interpelado, señalando en dirección al Templo con un ladeo de cabeza. Sostenía la lanza con pulso tan poco firme que parecía que se le iba a escapar de las manos.

El Protegido asintió. La mayoría de los allí presentes estaba allí para proteger a sus seres queridos, inermes en el edificio de piedra. De lo contrario, se habrían metido todos en el corral. Señaló con un gesto a los abismales que empezaban a materializarse en la plaza.

—¿Los temes? —preguntó con voz aún más alta.

—S-sí —consiguió responder Benn.

Las lágrimas de sus mejillas se entremezclaban con las gotas de lluvia. Una mirada bastó para ver que otros también asentían.

El Protegido se despojó de sus ropas. Ninguno de los presentes lo había visto sin ellas antes, y todos abrieron unos ojos como platos mientras observaban los grafos tatuados en cada centímetro de su piel.

—Observa —le dijo a Benn, pero en realidad la orden iba referida a todos.

Salió del círculo con andar firme y se acercó a un abismal en proceso de solidificación. Era un demonio del bosque de unos dos metros. El hombre tatuado se volvió y miró a los ojos al mayor número posible de lugareños, y en cuanto vio que lo contemplaban con suma atención, gritó:

—¿A esto le tenéis miedo?

Se volvió de repente y le dio una manotada al abismal en plena mandíbula, tumbando al demonio en medio de una lluvia de chispazos justo cuando acaba de materializarse. La criatura aulló de dolor, pero se recobró de inmediato, y se apoyó sobre su cola, aprestándose a saltar. Los allí presentes se quedaron boquiabiertos sin apartar los ojos de la escena, convencidos de que El Protegido iba a morir.

El ser arremetió, pero el humano se libró de una sandalia y giró sobre sí mismo para ponerse al alcance del abismal y patearlo. Sonó como un trueno cuando el talón protegido impactó en el pecho blindado de la bestia y el demonio salió dando vueltas otra vez, con el tórax abrasado y renegrido.

Un congénere más pequeño se lanzó contra el luchador tatuado mientras rondaba a su presa, pero este lo atrapó de una pata y giró sobre sí mismo para ponerse a la espalda de su agresor y hundirle los grafos de los pulgares en los ojos. Saltaron chispas en medio de una vaharada de humo y el abismal chilló, alejándose a trompicones y llevándose las garras a la cara.

Cuando el demonio pequeño empezó a dar tumbos a ciegas, el hombre retomó la lucha con el primer enemigo, que le lanzó un ataque frontal, pero el luchador de los tatuajes pivotó sobre sí mismo y empleó la inercia del demonio contra él, agarrándolo cuando pasaba desequilibrado y le inmovilizó la cabeza con los brazos llenos de grafos para luego apretar, ignorando los fútiles intentos del demonio para sacárselo de encima. Arlen esperó a que aumentase la intensidad de la reacción y finalmente el cráneo de la criatura se hundió en medio de un estallido de magia, y ambos cayeron al barro.

El resto de los demonios mantuvo las distancias cuando El Protegido se alzó junto al cadáver, aunque sisearon mientras buscaban un signo de debilidad. El hombre tatuado les rugió y los más cercanos a él retrocedieron un paso.

—Tú no debes temerlos, Ben, soplador de vidrio —gritó El Protegido con un vozarrón similar a un huracán—, son ellos quienes han de temerte a ti.

Ninguno de los hoyenses profirió sonido alguno, pero muchos cayeron de rodillas y dibujaron grafos en el aire delante de ellos.

El hombre tatuado caminó de vuelta junto a Benn, que había dejado de temblar.

—Recuerda esto la próxima vez que te metan el miedo en el cuerpo —le dijo, usando las ropas para limpiarse el barro de los grafos.

—El Liberador —susurró Benn, y los demás comenzaron a murmurar lo mismo.

El Protegido sacudió la cabeza con fiereza, despidiendo agua lluvia.

—¡Tú eres el Liberador! —bramó, golpeándolo con dureza en el pecho—. ¡Y tú! —chilló, dándose la vuelta para tirar con rudeza de un hombre arrodillado a sus pies—. ¡Todos vosotros sois liberadores! —aulló, abarcando con los brazos a cuantos permanecían al descubierto en la noche—. Si los abismales temen a un Liberador, ¡hagámosles temblar ante un centenar de ellos!

Agitó el puño, y los lugareños rugieron.

Por el momento, el espectáculo mantenía a raya a los demonios recién corporeizados, que iban y venían soltando gruñidos, pero ese deambular se ralentizó y uno tras otro se pusieron en cuclillas y los músculos de las patas se dilataron mientras apisonaban el suelo.

El Protegido se volvió hacia el flanco izquierdo y los grafos de los ojos le permitieron horadar la oscuridad: los demonios de las llamas evitaban la trinchera llena de agua, pero los demonios del bosque se aproximaban por esa vía, sin tener cuidado de no mojarse.

—Prended —gritó, señalando a la trinchera con el pulgar.

Benn encendió una pajuela de azufre con el pulgar mientras con la palma protegía la llamita del viento y la lluvia hasta prender la mecha de una bengala. Cuando la mecha siseó y chisporroteó, Benn la desenrolló y la lanzó hacia la trinchera.

La mecha se consumió cuando había recorrido la mitad de su trayectoria y un chorro de fuego explotó de un extremo a otro de la bengala. El tubo envuelto en grueso papel comenzó a girar rápidamente en un cegador molinete, emitiendo un penetrante zumbido cuando impactó sobre el aceite acumulado en el lodo de la trinchera.

Los demonios del bosque aullaron cuando el agua estalló en llamas bajo sus patas. Se cayeron de espaldas y golpearon el fuego con pánico, chapoteando en el agua y extendiendo más el incendio.

Los demonios de las llamas gritaron de gozo cuando se vieron saltando en el fuego, olvidándose del agua que había debajo. El Protegido sonrió al oír sus gritos cuando el agua entró en ebullición.

El parpadeo del fuego llenó la plaza y los humanos soltaron gritos ahogados al ver el tamaño de los atacantes. Los demonios del viento cortaron el aire, pues eran ágiles a pesar de la lluvia y la ventisca. Los ágiles demonios de las llamas pasaron con rapidez. El fulgor rojo de sus ojos y bocas contorneó la silueta maciza de los demonios de las rocas que merodeaban en las primeras filas de la nutrida concurrencia, y de los demonios del bosque, de los cuales había muchos.

—Es como si los árboles del bosque se hubieran rebelado contra los leñadores —observó Yon el Gris, asombrado.

Muchos compañeros asintieron con pavor.

—Todavía no he encontrado a uno que no haya acabado por talar —refunfuñó Gared, aferrando el hacha para ponerse manos a la obra. La baladronada cundió en las filas de leñadores y los demás se crecieron.

Los abismales se abrieron paso pronto y embistieron contra los leñadores con las garras por delante, aunque las protecciones del círculo los detuvieron en seco. Los hombres se prepararon para descargar las hachas.

—¡Aguardad! —bramó El Protegido—. Acordaos del plan.

Los hombres se controlaron y dejaron que los asaltantes martillearan las protecciones en vano. Los abismales fueron alrededor del círculo en busca de una debilidad, y pronto no pudo verse a los leñadores, rodeados de una marea de pieles similares a cortezas de árbol.

El primero en localizar las vacas fue un demonio de las llamas de tamaño no superior a un gato. Se lanzó dando un chillido sobre el lomo de uno de los animales, en cuya carne hundió las garras bien hondo. El animal despertó y baló de dolor cuando el pequeño agresor le arrancó un trozo de piel con los dientes.

El sonido atrajo la atención de otros congéneres, que se olvidaron de los hombres y cayeron sobre los rumiantes en una explosión de vísceras cuando los hicieron trizas, levantando surtidores de sangre que empaparon el suelo. Incluso algún demonio del viento cayó en picado para tomar un trozo de carne antes de retornar al cielo.

Las vacas fueron devoradas en un abrir y cerrar de ojos, aunque ninguno de los abismales pareció quedar satisfecho, por lo cual avanzaron hacia el siguiente círculo y atacaron las protecciones del mismo, saturando el aire de chispazos de magia.

—¡Aguardad! —repitió El Protegido al percibir cómo se tensaba la gente a su alrededor.

Sostuvo en alto la lanza y la echó hacia atrás mientras observaba con atención a los demonios. Permaneció a la espera.

Y entonces lo vio: un demonio dio un traspié y perdió el equilibrio.

—¡Ahora! —rugió mientras abandonaba el círculo de un salto y alanceaba la testuz de un demonio.

Los hoyenses profirieron un grito primigenio y se lanzaron a la carga, cayendo sobre los abismales drogados con frenesí, tajando y atravesando su carne. Los demonios aullaron, pero estaban lentos de reflejos por culpa de la poción de Leesha. Los humanos trabajaron en equipos pequeños, tal y como se les había instruido: uno atraía la atención de un demonio y los otros lo atacaban por la espalda. Las armas con grafos de combate centelleaban sin parar, y esta vez el aire se llenó de geiseres de icor.

La batalla se desarrollaba con fiereza entre los círculos y lejos de las llamas de los fuegos pirotécnicos. Los monstruos drogados sucumbieron con rapidez, pero sus compañeros no se sintieron intimidados por los hombres armados. Algunos equipos se disgregaron y ciertos hacheros retrocedieron a trompicones, dando a los demonios una abertura por la cual lanzar una embestida.

—¡Ahora, leñadores! —bramó El Protegido mientras empalaba a un demonio de las llamas con la lanza.

Con las espaldas cubiertas, Gared y los suyos salieron de su anillo entre gritos y cayeron sobre la espalda de los abismales que acosaban al grupo de Arlen. El pellejo de los demonios del bosque era duro como la corteza nudosa y gruesa de un árbol viejo, pero los leñadores se pasaban todo el día descortezando y talando troncos, y los grafos de sus hachas les proporcionaban una fuerza todavía mayor.

Gared fue el primero en sentir la sacudida cuando hundió el arma en la magia del demonio, usando su propio poder contra ellos. El estremecimiento subió por el mango del hacha y le provocó un hormigueo en el brazo mientras sentía un estremecimiento de éxtasis por todo el cuerpo. Decapitó limpiamente a otro monstruo y aulló, cargando contra el siguiente de la línea.

Atrapados entre ambas líneas, los agresores se llevaron una buena lluvia de golpes. Siglos de dominación les habían enseñado que no debían temer a los humanos cuando luchaban, por lo cual no estaban preparados para esa resistencia. Wonda disparaba el arco con letal eficacia desde su posición en la ventana del altillo del coro. Cada una de sus flechas con punta de grafo se hundía en la carne de un monstruo, que se desplomaba como alcanzado por un relámpago.

Empero, el olor de la sangre saturó el aire y los gritos de dolor pudieron oírse a varios kilómetros a la redonda. Los aullidos de los abismales sonaron a lo lejos, anunciando la llegada inminente de refuerzos, mientras que los humanos no contaban con ninguno.

No pasó mucho tiempo antes de que se recobraran los atacantes, y pocos humanos tenían la expectativa de aguantar un combate de igual a igual con un demonio del bosque ni aunque los mismos no contaran con un revestimiento impenetrable. La fuerza del más pequeño de los abismales estaba más cerca de Gared que la de un hombre normal.

Merrem cargó contra un demonio de las llamas del tamaño de un perro grande. Anteponía el escudo para protegerse y había echado hacia atrás el brazo, lista para lanzar un golpe con el cuchillo de matarife, ya renegrido por el icor de demonio.

El abismal chilló y le lanzó un fogonazo. Ella alzó el escudo para detenerlo, pero el grafo pintado en la madera no tenía poder alguno sobre el fuego y los listones saltaron en llamas. Merrem chilló al notar la quemazón de la llamarada. Se agachó y se retorció para apagar las llamas en el barro, momento que el monstruo aprovechó para lanzarse sobre ella, pero Dug, su esposo, estaba allí para recibirlo. El corpulento carnicero le abrió las tripas como a un cerdo, pero él mismo fue quien se puso a berrear cuando el ascua líquida de la sangre del abismal le cayó sobre el mandil de cuero y le prendió fuego.

Un demonio del bosque se puso a gatas para colarse por debajo del arco del hacha de Evin y echársele encima cuando estaba desprevenido y lo empujó al suelo. Él gritó cuando vio venir las fauces, pero entonces se oyó un ladrido y sus perros lobos cayeron sobre el costado de su adversario, permitiéndole que se recobrara para cortar al abismal, no sin que antes este destripara a uno de sus gigantescos perros. Evin gritó de rabia y con mirada enloquecida tumbó a hachazos a otro, para girarse e ir a por un nuevo enemigo.

Entonces, se consumió el fuego líquido infernal en la trinchera y los demonios del bosque, detenidos por las llamas hasta ese momento, pudieron avanzar de nuevo.

—¡Los palos tronadores! —gritó El Protegido después de que Rondador Nocturno hubiera pisoteado a un demonio de las rocas bajo sus cascos.

Al oír la orden, los miembros más veteranos del cuerpo de artillería sacaron la media docena de ejemplares disponibles de un arma tan preciosa como volátil. Bruna se había mostrado muy cicatera a la hora de fabricarlos a fin de evitar un uso excesivo de armas tan poderosas.

Las mechas destellaron y lanzaron las cargas contra los demonios que se acercaban. Los palos tronadores se habían vuelto resbaladizos a causa de la lluvia y a uno de los artilleros se le escapó el arma; se agachó enseguida a sacarla del barro para quitarla de allí, pero no lo bastante deprisa. El palo tronador se le escapó de las manos y estalló en una bola de fuego que los hizo pedazos a él y a su lamparero. La sacudida lanzó al suelo a cuantos estaban en el redil, haciéndolos gritar de dolor.

Uno de los palos tronadores explotó entre dos demonios del bosque, ambos salieron despedidos y muy mal parados: uno quedó tumbado inmóvil con la piel de corteza en llamas y el otro tuvo la suerte de que el barro extinguiera las llamas, se retorció y se apoyó sobre una pata, pugnando por levantarse: la magia empezaba a sanarle las heridas.

Otro palo tronador fue directo a un demonio de las rocas de dos metros y medio, el cual lo atrapó con una garra y se inclinó para estudiar de cerca el curioso objeto justo cuando estalló.

Cuando se disipó el humo, el demonio permaneció inalterable y continuó su acercamiento hacia los lugareños de la plaza. Wonda le disparó tres flechas que hicieron blanco, lo cual sólo sirvió para que siguiera adelante con el doble de rabia.

Gared le salió al paso antes de que alcanzara a los demás y devolvió el aullido de la bestia con otro propio. El fornido talador se agachó para esquivar el primer puñetazo y le hundió el hacha en el esternón, disfrutando de la corriente de magia que le corrió por los brazos. El demonio se vino abajo por fin y el leñador se le subió encima a fin de liberar el arma, incrustada en el grueso caparazón del monstruo.

Un demonio del viento se lanzó en picado hacia Finn con las garras ganchudas por delante y prácticamente lo partió en dos. Wonda profirió un grito desde la ventana del altillo del coro y abatió al abismal de un flechazo en la espalda, pero el daño ya estaba hecho y su padre se derrumbó.

Un demonio del bosque descabezó a Ren de un golpazo, lanzando la cabeza lejos de su cuerpo. El hacha del decapitado se hundió en el barro en el preciso momento en que su hijo Linder cortaba el brazo del demonio homicida.

Cerca del redil, en el flanco derecho, Yon el Gris recibió un golpe de refilón, lo suficiente para derribar al anciano. El abismal se le echó encima mientras el hombre intentaba levantarse del suelo enfangado, pero Ande abandonó la protección del redil con un grito sofocado, recogió el hacha de Ren y la hundió en la espalda de la criatura.

Otros olvidaron el miedo y siguieron su ejemplo, alejándose de la seguridad del corral para recoger las armas de los caídos o llevar a los heridos hasta un lugar seguro. Keet metió una tela en el último de los frasquitos, la encendió y la arrojó al rostro de un demonio del bosque para proteger a sus hermanas mientras arrastraban a un hombre hasta el corral. El monstruo estalló en llamas, pero el júbilo duró poco: un demonio de las llamas saltó por encima del abismal inmolado y disfrutó de esa pira entre gritos de júbilo. Keet se dio media vuelta y echó a correr, pero la criatura saltó sobre su espalda y lo derribó.

El Protegido se multiplicaba para estar en todos los puntos del campo de batalla, matando demonios a lanzazos, golpes con los pies o con las manos desnudas. Rondador Nocturno se mantenía siempre cerca de él, repartiendo golpes con los cascos y los cuernos. Juntos irrumpían en lo más arduo de la pelea para diezmar a los abismales y dejarlos convertidos en presas de los demás humanos. Perdió la cuenta de a cuántos demonios impidió asestar un golpe mortal, permitiendo a sus víctimas ponerse en pie de nuevo y regresar a la lucha.

Un grupo de abismales salieron dando tumbos de la línea central y pasaron el segundo círculo en medio del caos para ir a pisar la lona del pozo, cayendo al fondo del mismo, donde había estacas con grafos grabados. La mayoría sufrió una muerte atroz, empalados en aquella letal magia, pero uno de ellos logró sortear las estacas y consiguió subir por las paredes del pozo con las garras, pero antes de que pudiera incorporarse a la lucha o darse a la fuga recibió en la cabeza un porrazo con un hacha protegida.

Pero los abismales seguían viniendo y eludían fácilmente el pozo una vez que quedó al descubierto. El Protegido se revolvió al oír un chillido y vio que se libraba una lucha sin cuartel ante las grandes puertas del Templo. Los abismales olisqueaban la enfermedad y la debilidad del interior y estaban como locos por hallar una brecha y desatar una escabechina ahora que la omnipresente lluvia había borrado los grafos dibujados con tiza.

En cierto modo, la espesa capa de grasa arrojada sobre los adoquines de la entrada ralentizaba el avance de los abismales y más de uno se cayó sobre la cola o patinó hasta estrellarse contra las protecciones del tercer círculo, pero arquearon las garras y pisaron con fuerza para poder continuar.

Las mujeres de las puertas aprovechaban la protección de su círculo para salir y dar lanzadas antes de volver a esa posición resguardada, pero la punta del arma de Stefny se enganchó en la piel rugosa de un demonio y ella se vio lanzada hacia delante con la mala suerte de que el pie de arrastre se trabó con la cuerda del círculo portátil. Los grafos se desalinearon en un instante y la red de protección se vino abajo.

El Protegido se movió lo más deprisa posible y salvó de un salto los tres metros y medio de la boca del pozo, pero no iba a poder evitar la matanza por muy rápido que se moviera, y cadáveres despiezados ya estaban volando por los aires con sangriento desenfreno cuando él embistió repartiendo golpes a lo loco.

Cuando la melé se deshizo, el hombre tatuado permaneció jadeante junto a un reducido grupo de mujeres supervivientes, y milagrosamente, Stefny figuraba entre ellas. Estaba cubierta de icor, aunque no por ello parecía estar herida y en sus ojos ardía una férrea determinación.

Cargó contra el grupo un enorme demonio del bosque y todos a una aguantaron a pie firme, pero el abismal se acuclilló antes de estar al alcance de las lanzas y saltó por encima de los defensores hasta encaramarse limpiamente en el muro de piedra del templo, donde le resultó fácil introducir las garras en los huecos existentes entre las piedras y trepar antes de que El Protegido pudiera agarrar el oscilante rabo. Este avisó a Wonda.

—¡Cuidado! —gritó.

Pero la muchacha estaba tan concentrada en apuntar el arco que no lo oyó hasta que fue demasiado tarde. El demonio la atrapó entre sus garras y la lanzó por encima de su cabeza como si no fuera más que un incordio. El Protegido echó a correr y patinó con las rodillas sobre la grasa y el barro a fin de poder recoger el cuerpo desmadejado y cubierto de sangre antes de que impactara contra el suelo, pero mientras lo hacía, el abismal se colaba por la ventana abierta y se metía en el Templo.

El Protegido se apresuró hacia la entrada lateral, pero derrapó hasta frenar en seco nada más doblar la esquina: le impedían el paso una docena de abismales parados delante de los grafos de la puerta. Se lanzó en medio de ellos con un rugido, aún a sabiendas de que jamás lograría llegar a tiempo.

DEMsep

Los muros de piedra reverberaban con los gritos de dolor y los alaridos de los demonios, que estaban a las puertas del templo, angustiando a cuantos estaban dentro. Algunos lloraban sin tapujos, otros se balanceaban lentamente adelante y atrás, estremecidos de miedo, y otros deliraban y se retorcían.

Leesha hizo lo imposible por calmarlos: habló con suavidad a los más razonables y drogó al resto para impedir que se arrancaran los puntos o se hirieran en un acceso de rabia inducida por la fiebre.

—Estoy en condiciones de luchar —insistió Smitt, arrastrando a Rojer por el suelo mientras el pobre Juglar intentaba retenerlo en vano.

—¡No estás bien y te matarán si sales ahí fuera! —gritó la sanadora, acudiendo a toda prisa.

Empapó un trozo de tela con el contenido de una botellita mientras acudía; los efluvios lo tumbarían enseguida si le ponía el lienzo en la cara.

—Mi Stefny está ahí fuera, y mi hijo, y mis hijas —se lamentó el posadero.

Leesha alargó la mano con el trapo, pero él la cogió por la brazo y la apartó violentamente. Se tropezó con Rojer y los dos se fueron al suelo, pero al final llegó hasta la barra de las puertas de la entrada.

—¡Smitt, no! ¡Los dejarás entrar y nos matarán a todos!

Pero el posadero, que era presa del delirio, desoyó su aviso y aferró la tranca de la puerta con ambas manos y empezó a levantarla.

Darsy lo aferró por el hombro y le hizo girar para poder atizarle un puñetazo en el mentón. Rodó sobre sí mismo a consecuencia del golpe y se desplomó sobre el suelo.

—A veces, las soluciones directas funcionan mejor que las hierbas y las agujas —le dijo Darsy a Leesha, sacudiendo la mano para quitarse el cosquilleo.

—Ahora veo por qué Bruna tenía un bastón —convino Leesha.

Cada una se pasó un brazo del posadero por encima de los hombros y tiraron de él para volver a dejarlo en su jergón.

—Es como si intentaran entrar todos los demonios del Abismo —musitó Darsy.

Se oyó un estrépito en lo alto y el grito de Wonda a continuación. De inmediato, saltó hecha astillas la barandilla del altillo del coro y las vigas de madera se precipitaron al suelo en medio de un gran estruendo, matando al desdichado que estaba tumbado inmediatamente debajo e hiriendo a otro hombre. Se levantó una gran polvareda y en medio de la misma se dejó caer al suelo una gran forma que aulló cuando aterrizó encima de otra paciente y le abrió la garganta antes de que supiera qué la había golpeado.

El demonio del bosque se irguió cuan alto era, enorme, terrible. Leesha creyó que se le paraba el corazón. Ella y Darsy se quedaron heladas, con Smitt colgando como un peso muerto entre ellas. Había apoyado la lanza de El Protegido contra una pared y ahora estaba lejos de su alcance, y de todos modos, dudaba mucho que fuera capaz de demorar a aquella bestia en el caso de pudiera empuñarla. Las piernas se le hicieron gelatina cuando gritó la criatura.

Pero entonces apareció Rojer y se interpuso entre ellos y el intruso. Este soltó un bufido y al muchacho se le hizo un nudo en la garganta. Todos los instintos le decían que diera media vuelta y pusiera pies en polvorosa, pero en vez de eso, él colocó el violín debajo del mentón y puso el arco sobre las cuerdas, interpretando una melodía cautivadora de profunda tristeza.

El abismal siseó al Juglar y le enseñó los dientes, largos y afilados como trinchantes, pero el joven no cesó su interpretación y el demonio del bosque se quedó quieto y ladeó la cabeza, mirándolo fijamente y con abierta curiosidad.

Al cabo de unos momentos, Rojer inició un bamboleo y el demonio lo imitó sin apartar los ojos del violín.

Envalentonado, Rojer dio un pasito a la izquierda.

El abismal lo imitó.

Luego dio otro a la derecha y la criatura hizo otro tanto.

Rojer continuó igual, haciendo que el lento camino del demonio del bosque adoptara una forma de arco amplio. La extasiada criatura continuó girando conforme lo hacía el Juglar, hasta que acabó alejándose de los aterrados pacientes.

Para entonces, Leesha ya había dejado al posadero en el suelo y había recuperado la lanza. Parecía poco más que una astilla en comparación con el tamaño del abismal, pero avanzó de todos modos, sabedora de que no iba a tener una oportunidad mejor. Apretó los dientes y cargó hasta hundir la lanza de grafos en la espalda del monstruo con todas sus fuerzas.

Se produjo un fogonazo y ella recibió una descarga de éxtasis cuando la magia le subió por los brazos. Luego, se sintió arrojada hacia atrás. Observó que el demonio gritaba y se revolvía en un intento de sacarse el arma refulgente que seguía clavada en su espalda. Rojer se hizo a un lado cuando el abismal impactó contra los portones en su estertor final, rompiéndolos cuando cayó muerto.

Los asediantes aullaron de gozo y se precipitaron por la abertura, donde se encontraron con la música de Rojer. El violín ya no interpretaba la melodía suave e hipnótica de antes, sino una sucesión de agudos chirridos. Los asaltantes se taparon los oídos con las garras y retrocedieron dando traspiés.

La puerta lateral se abrió de golpe.

—¡Leesha!

La Herborista se volvió y vio irrumpir en la sala a El Protegido, cubierto de sangre propia e icor demoníaco, que de forma enloquecida buscaba algo con la mirada. Descubrió al demonio muerto en el suelo y se giró para mirarla a los ojos. El alivio de Arlen era evidente.

Ella quiso arrojarse a sus brazos, pero él se dio la vuelta y se precipitó hacia las puertas rotas, donde sólo Rojer defendía la entrada, pues su música mantenía a raya a los monstruos con la misma seguridad que una red de protección. El Protegido apartó el cadáver del demonio del bosque, arrancó la lanza de su espalda y se la devolvió a Leesha antes de perderse en la noche.

Leesha lanzó una mirada hacia la carnicería de la plaza y se le encogió el corazón. Sus niños yacían muertos o agonizantes en el barro por docenas, y ahora se recrudecía la batalla.

—¡Darsy! —llamó a voces.

La mujer se apresuró a acudir a su lado y juntas se adentraron corriendo en la noche para arrastrar dentro a una herida.

Wonda yacía jadeante sobre el suelo cuando Leesha llegó hasta ella. Tenía las ropas ensangrentadas y rasgadas allí donde el demonio la había aferrado con las garras. Un demonio del bosque se les echó encima cuando ella y Darsy se inclinaban para cogerla entre las dos. Leesha sacó un vial de un bolsillo del mandil y se lo arrojó. El fino cristal se hizo añicos al chocar contra el rostro del monstruo, que profirió un alarido cuando el disolvente le corroyó los ojos. Las dos Herboristas corrieron al templo con su carga.

Depositaron dentro a la muchacha y Leesha gritó órdenes a uno de los asistentes antes de salir corriendo de nuevo. Rojer permaneció en la entrada. Los chirridos del violín formaban un muro de sonidos que mantenía expedito el camino, protegiendo a Leesha y a los demás mientras llevaban al interior del edificio a los heridos.

DEMsep

La batalla sufrió muchos altibajos a lo largo de la noche y dejó a los hombres tan exhaustos que les faltaron fuerzas para regresar arrastrando los pies a los círculos de protección o acogerse a la del templo para recuperar el aliento o beber un trago de agua; hubo un momento en que no se vio a demonio alguno y otro después en que sufrieron el ataque de una manada procedente de algún sitio a varios kilómetros y que había acudido corriendo.

Dejó de llover en algún momento, pero nadie logró recordar a ciencia cierta cuándo ocurrió eso, pues estaban demasiado atareados repeliendo al enemigo y socorriendo a los heridos. Los leñadores formaron un muro humano ante las puertas del Templo mientras Rojer deambulaba por la plaza, alejando a los demonios con el violín mientras se rescataba a los heridos.

El barro de la plaza mayor era un batiburrillo hediondo de barro, sangre humana e icor de demonio para cuando las primeras luces del alba se insinuaron en el horizonte. Había cadáveres y miembros amputados dispersos por todas partes. Muchos se llevaron un gran susto cuando la luz del sol incidió en los demonios caídos y prendió fuego a los demonios que ardieron como fuego líquido infernal por toda la plaza. El sol puso fin a la batalla, incinerando a los pocos demonios que aún se removían.

El Protegido contempló los rostros de los supervivientes. Eran la mitad de sus combatientes, y le sorprendió la entereza y determinación que vio en ellos. Parecía imposible que esas mismas gentes hubieran estado tan aterradas y entregadas hacía menos de un día. Tal vez habían muerto muchos hoyenses durante la noche, pero ahora eran más fuertes que nunca.

—El Creador sea loado —dijo el Pastor Jona mientras se adentraba cojeando en la plaza. Dibujó sus grafos en el aire mientras los demonios ardían a la luz del día. Se encaminó hacia El Protegido y se detuvo ante él—. Y todo ha sido gracias a usted.

El hombre tatuado negó con la cabeza.

—No, lo hicisteis vosotros, todos vosotros.

Jona asintió.

—Lo hicimos nosotros, sí, pero sólo porque tú viniste y nos mostraste el camino. ¿Aún puedes dudarlo?

El luchador de los tatuajes torció el gesto.

—Reclamar esta victoria como propia le resta valor al sacrificio de cuantos han muerto durante la noche. Guárdate tus profecías, Pastor. Esta gente no las necesita.

Jona hizo una profunda reverencia.

—Sea como gustes —repuso, pero El Protegido tuvo la sensación de que no se había cerrado aquel asunto.