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El renacimiento

328 d. R.

El refulgente sol devolvió la conciencia a Arlen. La arena le alanceó el rostro cuando alzó la cabeza y escupió para sacarse unos granos de la boca. Hizo un esfuerzo para ponerse de rodillas y mirar en derredor, pero únicamente vio arena.

Lo habían abandonado sobre las dunas para que muriera.

—¡Cobardes, no os absolverá abandonarme en el desierto para que este haga vuestro trabajo!

Las piernas le temblaron cuando hizo acopio de fuerzas para ponerse de pie y todo su cuerpo le reclamaba que se tumbase a morir. La cabeza le daba vueltas.

Había acudido en ayuda de los krasianos. ¿Cómo podían traicionarlo de ese modo?

«No te mientas —replicó una voz en su mente—. También tú llevas tu parte de traición. Huiste de tu padre cuando más te necesitaba, abandonaste a Cob antes de concluir el aprendizaje, y dejaste a Ragen y a Elissa sin darles siquiera un abrazo, y Mery…».

«¿Quién va a echarte de menos, Par’chin? —le había preguntado Jardir—. Las lágrimas vertidas por ti no llenarían ni una sola botella».

Y estaba en lo cierto.

Él sabía que, de perecer en ese momento, sólo se percatarían de su desaparición los mercaderes, más preocupados por la pérdida de la mercancía que por su muerte. Tal vez debiera dejarse caer y morir.

Se le doblaban las rodillas y tenía la sensación de que la arena tiraba de él y lo llamaba para acogerlo. Estaba a punto de rendirse cuando descubrió algo.

Un odre de agua descansaba en la arena a pocos metros de allí. ¿Acaso el remordimiento de conciencia había sacado el lado bueno del Primer Guerrero o había sido uno de sus hombres, que había vuelto la vista atrás y se había apiadado del chin traicionado?

Arlen gateó hacia el odre como si fuera una cuerda de salvamento. Quizás alguien lo llorase después de todo.

Pero eso apenas importaba. Incluso si regresaba a la ciudad, nadie creería la palabra de un chin contra la del Sharum Kha y los guerreros lo matarían sin dudarlo a una orden de Jardir.

«En tal caso —pensó para sus adentros—, ¿debo dejar que se queden con la lanza por la que me he jugado la vida, con Mensajero del Alba, con mis círculos portátiles y todas mis posesiones?».

Echó mano a la cintura al pensar en ello y comprendió con alivio que en realidad no lo había perdido todo. Ahí seguía la sencilla bolsa de cuero que llevaba sujeta al cinto cuando peleaba en el Laberinto. En ella llevaba un pequeño equipo de Protección para grabar grafos, una bolsita con hierbas y su libreta.

La libreta lo cambiaba todo. Arlen había perdido todos sus demás libros, pero todos juntos no valían tanto como la libreta, pues en ella había copiado todos los grafos nuevos aprendidos desde su salida de Miln.

Incluso los de la lanza.

«Si tanto desean la preciada lanza, pues que se la queden. Puedo hacer otra», concluyó en su fuero interno.

Se levantó con gran esfuerzo, tomó el odre caldeado por el sol y se permitió el lujo de un corto trago de agua; luego, se lo echó al hombro y subió a lo alto de la duna más cercana.

Puso la mano a modo de visera para proteger los ojos. A lo lejos, Krasia parecía un espejismo cuya posición le permitía orientarse para encaminarse al oasis de la Aurora. Llegar a él sin una montura requería un viaje por el desierto de al menos una semana, y dormir desprotegido. El agua no iba a durarle tanto tiempo, pero Arlen dudaba que eso importara. Los demonios de la arena lo matarían antes de que muriera de sed.

DEMsep

Arlen masticó apio de monte mientras caminaba. Era amargo y le revolvía el estómago, pero estaba lleno de cicatrices de demonio y ese apio lo ayudaba a prevenir la infección. Además, no tenía comida, y prefería las náuseas a las punzadas del hambre.

Bebía del odre con moderación a pesar de que tenía la garganta seca e hinchada. Se había sujetado la camisa sobre la cabeza para protegerla del sol, aunque eso implicaba dejar expuesta una espalda llena de manchones amarillentos y cárdenos a causa de la tunda recibida, y sobre todo de un rojo intenso. Cada paso era un suplicio.

Continuó su avance hasta el crepúsculo, mas tuvo la sensación de no haber progresado prácticamente nada, aunque la larga línea de pisadas marcadas en la arena demostraba que había recorrido una distancia sorprendente.

La llegada de la noche supondría la aparición de los abismales y de un intenso frío, y cualquiera de los dos podía matarlo, razón por la cual se escondió de ambos: se enterró en arena para ocultarse de los monstruos y protegerse de las bajas temperaturas. Arrancó una hoja de la libreta y la enrolló hasta formar un tubito para respirar, pero aun así, mientras estuvo tumbado no desapareció la sensación de asfixia. El aumento de temperatura de la arena le indicó que había salido el sol, momento en que se liberó de la tumba de arena y continuó dando tumbos por el desierto con la sensación de no haber descansado nada.

Continuó de esa guisa un día tras otro, con sus respectivas noches. Se debilitaba conforme transcurrían las jornadas sin comida ni descanso y tan sólo con un poco de agua. Sangró por las grietas que se le abrieron en la piel, pero él ignoró el daño y continuó caminando. Caía a plomo un sol de justicia cada vez más implacable y la línea del horizonte no parecía estar más cerca.

No supo cuándo ni cómo, pero perdió las botas en algún momento de la caminata y la arena caliente le despellejó las plantas de los pies, ensangrentados y llenos de ampollas. Rasgó las mangas de la camisa y se los vendó.

Se caía cada vez más a menudo; algunas veces se alzaba enseguida, pero otras se desvanecía y se levantaba minutos u horas después. En ocasiones, tropezaba y hacía el descenso de la duna revolcándose en la arena. Al exhausto caminante le parecía una bendición poder ahorrarse unos cuantos pasos dolorosos.

Había perdido la cuenta de los días cuando se le acabó el agua. Seguía caminando por el desierto, pero no tenía la menor idea de lo lejos que debía ir. Los labios resecos se le habían agrietado, pero los cortes y ampollas habían dejado de supurar, como si hubiera consumido todo el líquido de su cuerpo.

Cayó una vez más y se devanó los sesos en busca de una razón para levantarse.

Arlen se despertó sobresaltado y con el rostro empapado. Era de noche, y eso debía haberlo aterrado, pero le faltaban las fuerzas para tener miedo.

Bajó la vista y vio que se había tumbado a descansar al borde del agua, en el oasis de la Aurora, y que tenía una mano metida en el agua.

Se preguntó cómo había llegado hasta allí, pues su último recuerdo… No tenía ni idea de cuál era su último recuerdo. El viaje por el desierto era una nebulosa, pero no le preocupaba. Lo había logrado, y eso era cuanto importaba. Estaba a salvo en el interior de los obeliscos protegidos con grafos.

Arlen bebió con avidez en el estanque y vomitó el agua unos momentos después. Al cabo de unos instantes se obligó a beber más despacio; cerró los ojos cuando sació la sed y se adormeció de nuevo; era la primera vez que dormía a pierna suelta en una semana.

Arlen saqueó las reservas del oasis cuando despertó. Había pertrechos y alimentos: mantas, hierbas y un equipo de Protección. Estaba demasiado débil para buscar nada, de modo que pasó varios días limitándose a comer frutos secos, beber agua fría y limpiarse las heridas. Después de ese tiempo estuvo en condiciones de recoger fruta fresca y tras una semana tuvo fuerzas para pescar. A las dos semanas logró mantenerse de pie y estirarse sin dolores.

Las reservas del oasis bastaban para llevarlo fuera del desierto. Tal vez estuviera medio muerto cuando saliera arrastrándose de las abrasadoras llanuras de arena, pero eso también significaba estar medio vivo.

Había una surtida provisión de lanzas en los depósitos del vergel, pero eran manifiestamente inadecuadas si las comparaba con el magnífico hierro que le habían arrebatado. Sin fijador para endurecer los grafos tallados en la madera, estos podían estropearse con el primer golpe contra las duras escamas de los abismales.

¿Qué hacer en tal caso? Disponía de grafos capaces de consumir la vida de los monstruos. Podía lanzárselos o incluso escribírselos con la mano…

Sopesó la posibilidad de pintar grafos de combate en las piedras y también de dibujárselos en las manos para luego ponerlas sobre los monstruos.

Sus carcajadas se apagaron cuando la idea germinó en su mente. ¿Funcionaría? En tal caso tendría un arma que nadie podría robarle, una que ningún monstruo podría arrebatarle ni quitarle.

Arlen sacó la libreta y se puso a estudiar los grafos de la punta de la lanza y luego los del astil. Los primeros eran de ataque y los segundos de defensa. Se percató de que los grafos de la contera no se alineaban con otros a fin de formar una línea, cosa que sí hacían los del filo de la punta. Los trazos del borde estaban solos. El mismo símbolo se repetía una y otra vez desde la circunferencia de la lanza hasta la zona plana de la punta. Tal vez esa era la diferencia entre tajar y aporrear.

Mientras el sol se ocultaba en el horizonte, el joven trazó en el suelo los grafos de aporrear una y otra vez para ganar confianza. Tomó del equipo de Protección un pincel y un cuenco para mezclar las pinturas; con sumo cuidado, dibujó el grafo en la palma de su mano izquierda. Sopló con suavidad hasta que se quedó seco.

La pintura de la mano derecha resultó más compleja, mas Arlen sabía por experiencia que era capaz de trazar grafos con la siniestra, aun cuando le iba a requerir más tiempo.

Nada más caer la noche flexionó las manos con cuidado para asegurarse de que el trazo no se rajaría ni se despegaría al menor movimiento y una vez que estuvo satisfecho se dirigió hacia los obeliscos de piedra que protegían el oasis, donde observó a los demonios dar vueltas en torno a la barrera, olisqueando la presa situada fuera de su alcance.

El primero en percatarse de su presencia fue un espécimen sin ninguna particularidad: un demonio de la arena de algo más de tres metros y medio, brazos alargados y unas piernas de músculos apretados. Movió a uno y otro lado el rabo erizado de púas cuando sus ojos se encontraron con los del humano.

Al cabo de unos instantes, la criatura se precipitó hacia el entramado de grafos, pero mientras saltaba, Arlen avanzó hacia un lado y alargó la mano para cubrir en parte dos runas de protección. La red de seguridad falló y el abismal cruzó desequilibrado y confundido ante la falta de resistencia. El humano retiró la mano para restablecer la red. Cualesquiera que fuera el resultado del experimento, el monstruo no iba a sobrevivir, ya fuera porque muriera a manos de Arlen, ya fuera porque, aún victorioso, después de matarlo no pudiera escapar del vergel fuertemente protegido y pereciera por efecto del sol.

El abismal se irguió y se volvió entre siseos. Exhibió dos hileras de dientes antes de darse la vuelta. Tensó los abultados músculos de las piernas y agitó con fuerza la cola. Entonces, con un rugido felino, se abalanzó sobre la presa.

El humano se situó en frente de él con los brazos extendidos —más largos que los de la criatura— y las palmas de las manos hacia fuera. Se levantó una ola de chispazos cuando el pecho escamado del abismal entró en contacto con los grafos. Tras la descarga, la criatura profirió un aullido mientras salía disparada hacia atrás y se daba una fuerte costalada contra el suelo. Arlen sonrió al ver que la zona de contacto de las escamas con sus manos despedía unos zarcillos de humo.

El demonio se puso en pie y comenzó a dar vueltas en torno a él, pero esta vez se lo tomó con más cautela. El engendro no estaba acostumbrado a que la presa le hiciera frente, pero pronto recobró el valor y se lanzó al ataque.

Arlen atrapó las muñecas del abismal y se dejó caer de espaldas mientras ponía los pies en el estómago de la bestia, que salió volando. Los grafos destellaron al entrar en contacto con el enemigo y él notó la intervención de la magia: la carne del demonio crepitó sin que él se quemara, aunque notó un leve hormigueo de energía en las manos, como cuando se le adormecían por falta de circulación. La picazón le subió por los brazos como un escalofrío.

Los dos contendientes se levantaron a toda prisa y el humano respondió al gruñido del abismal con otro. El demonio se lamió las muñecas chamuscadas para suavizar la quemazón antes de mirarlo. Arlen leyó respeto en los ojos de la bestia. Respeto y miedo. Esta vez, él era el depredador.

Esa confianza estuvo a punto de costarle la vida. El abismal gritó antes de arremeter y esta vez Arlen estuvo lento de reflejos. Se hizo a un lado, pero las uñas negras de las zarpas le pasaron por encima del pecho como un rastrillo.

Le asestó un puñetazo, olvidando que tenía los grafos en las palmas. El tortazo apenas hizo daño al monstruo, pero él se despellejó los nudillos contra la granujienta superficie de escamas. El demonio le propinó un mamporro repentino con el dorso de la garra que lo dejó despatarrado sobre el suelo.

Los siguientes momentos fueron desesperados: Arlen se movió con dificultad y dio más y más vueltas a fin de evitar las cortantes garras, los dientes afilados y la vapuleadora cola de espinas. El demonio flexionó las piernas y se le echó encima cuando intentó levantarse, tirándolo de nuevo al suelo. El humano logró interponer las rodillas entre ellos y mantuvo alejada a la criatura, pero notó el fétido y abrasador aliento cuando le puso las fauces a un centímetro del rostro.

Arlen también le enseñó los dientes mientras le ponía las manos en las orejas y le sujetaba la cabeza. El abismal aulló de dolor mientras los grafos soltaban chispazos de continuo. El joven no aflojó la presión y siguieron los fogonazos. La piel del monstruo comenzó a humear allí donde Arlen le apretaba. El ser se revolvió y soltó zarpazos como un poseso en su intento de escapar.

Pero Arlen lo tenía y no pensaba dejarle escapar. El hormigueo de las palmas iba a más cada momento que pasaba, como si las descargas cobraran intensidad. Siguió apretando, y cada vez tenía más cerca una mano de otra. Le sorprendía cuán cerca estaban las dos palmas, como si el cráneo de la bestia perdiera consistencia y estuviera licuándose.

La embestida del abismal se ralentizó y el joven rodó a un lado para invertir la sujeción. Las zarpas del demonio pasaron cerca de sus brazos en un intento de alejarlos, pero era inútil.

Arlen flexionó los músculos una vez más y acabó por juntar las manos, prensando la cabeza del ser en una explosión de vísceras.