Algunas veces, Zorás se quedaba mirando fijamente a su discípulo:
—¿Y tú, Foitetés? ¿Qué es, en verdad, lo que crees?
Pero su discípulo no le respondió sino hasta el día en que soñó con un cuervo. Recién entonces decidió contestar la pregunta largamente repetida por Zorás.
—Maestro, hablaré en procura de darte el sosiego que merecen tu honor y tu sabiduría. ¿Cuánto queda de la magia en las Tierras Antiguas? —Foitetés comenzó a responderse—: Tú…
—¡No hables de mí! —interrumpió Zorás, que conocía el sueño de su discípulo porque también él lo había soñado.
—Tú —insistió Foitetés—. Y luego los magos apiñados en torno a Deinos. Los que no pueden regresar porque han pervertido hasta la última reserva de sus almas. ¿Quién, si lo piensas, puede recuperar la fuerza del Recinto?
Zorás vio al cuervo posado sobre una rama:
—¡Apresúrate! —pidió—. El cuervo ya está aquí.
—Solamente quedan los discípulos —prosiguió Foitetés—. Cuando ellos se aparten del extravío de sus maestros empezaremos de nuevo. Maestro, no pidas de mí sumisión y obediencia porque así negarás la única esperanza del Recinto.
—Tu tiempo se ha cumplido, Zorás —dijo el cuervo. Y descendió del árbol siendo Sombra.
Zorás se irguió ante su presencia:
—Por ti, Sombra, y gracias a tu silencio, la resistencia pudo alzar el vuelo. Yo te bendigo, en nombre de todos tus hijos.
—¿De todos mis hijos? —dijo la Sombra, pensando en Misáianes.
Se miró la línea azul y volvió a hablar:
—Ven conmigo, mago y anciano, deja el lugar a Foitetés. Aquí hay mucho que pelear todavía. Y yo no haré por ustedes nada más que estar en silencio, sin llegar al monte.