La sublevación de la arena

—¡Más! —exigía Deinos, señalando la arena ensangrentada—. ¡Arrojen más fieras sobre ellos! Los soldados sideresios pedían también:

—¡Más, más fieras sobre ellos…!

Y los parientes reclamaban:

—¡Más, más contra ellos!

En cambio los hombres y las mujeres de las manchas permanecían en silencio; como si no comprendieran lo que estaba ocurriendo.

Abajo, en el centro del círculo de arena, Vara y Aro se miraban a los ojos.

—Nos abandonarán… —decía Vara.

Ambos estaban extenuados. Sin fuerza ni lucidez suficientes para soportar una nueva lucha.

—Espera —respondió Aro—, espera y confía.

—¡Más contra ellos! —gritó Deinos.

La orden estaba a punto de cumplirse. Y nada ocurría entre la gente de las manchas.

Los guardianes se dirigían a las jaulas. Iban a desatar cadenas y a abrir cerrojos para que otros animales entraran al círculo de arena.

—Ya lo ven —decía Briseida.

—¡Cállate! —Mármara habló derramando lágrimas sobre las mariposas que se habían posado sobre su pecho.

¡Confía, Vara! ¡Cállate, Briseida!

Pero los cordeleros continuaban inmóviles. Igual que las pringosas, los fogoneros, las escardadoras…

¡Cállate, Briseida! ¡Confía, Vara!

—¡Haz algo, Zorás! —rogó Foitetés, arrimándose al oído de su maestro—. Sólo tú puedes.

—¡Más! —era el grito— ¡Más contra ellos!

La lucha había sido larga y cruenta.

Vara y Aro entraron a la arena vestidos con túnicas cortas y armados con una daga. Zorás pidió que la llevasen consigo.

«Para provecho del juego y nuestro gozo», había dicho.

Cuando los hermanos aparecieron, dorados y orgullosos, todo quedó en silencio; hasta las gradas donde se amontonaban los soldados sideresios.

Deinos y los Venerables del Recinto se estremecieron:

—¿Quiénes son ellos?

—¿Dónde estaban?

—Dicen que Zorás halló a la mujer entre las pringosas…

—¿Y al varón?

—Entre los cordeleros.

Cuatro bestias feroces avanzaron por la arena. Rugieron y, desde el monte, Misáianes les devolvió el rugido.

—Haz algo, Zorás —suplicaba Foitetés.

—No era el modo —murmuró el mago como respuesta—. Dije que no lo era.

La resistencia había acordado sin dificultad que el día de los juegos era el indicado para iniciar el levantamiento. Sin embargo hubo dudas y oposiciones en el momento de ajustar los modos y los riesgos.

Frente a la inminencia de los juegos más crueles de cuantos se tenía memoria, Zorás defendió con firmeza la necesidad de que Vara y Aro huyeran de las manchas llevándose consigo a los más fieles. Luego la resistencia, oculta y a salvo, crecería en el Bosque de Goenia y en los Montes Teijesis.

Pero muchas voces se alzaron contra eso. Y ninguna tan alta y clara como la voz de Aro:

«No huiré con cincuenta cordeleros», había dicho. «Si escapamos ahora nos pareceremos demasiado a los sideresios; seremos indistinguibles para todos los hombres y mujeres que permanezcan en las manchas. Confíen en ellos… Hay cientos y cientos que han despertado aunque lleven cerrados los ojos. Ni Vara ni yo nacimos para salvarnos, sino para morir por el regreso de la luz.»

—No es éste el momento de recordar eso —decía Foitetés. Y repetía el ruego—. ¡Haz algo, Zorás!

Entonces, el mago se irguió con la cabeza descubierta.

—Exijo ser escuchado —su voz transformó el griterío en un murmullo sordo.

Vara y Aro se miraban en la arena. Cuatro animales yacían muertos a sus pies.

—Este juego ya tiene vencedores…

—¿Qué dice Zorás? —se preguntaron unos a otros los Venerables— ¿Qué está diciendo?

—¿Qué nos dices, Zorás? —gritó Deinos desde su sitio.

—Digo lo que todos aquí hemos presenciado. Este juego tiene muertos y vencedores; y ya no podemos cambiar eso.

Un poco antes, cuando los animales entraron a la arena y se les acercaron, Vara y Aro se miraron a los ojos.

—Recuerda lo que aprendimos, Vara.

Las bestias rugieron. Y comenzaron a correr.

—Recuerda que te amo…

Los hermanos se pusieron espalda contra espalda. Y entonces comenzó lo que nadie había soñado ver.

La batalla de una mujer y un hombre que se entendieron como si fueran uno solo, y se protegieron como si el otro fuera lo más amado. La lucha se transformó en un prodigio de fortaleza y de velocidad que todos presenciaron incrédulos.

—Esta pringosa y este cordelero vencieron en la arena —continuaba Zorás—. Lo presenciamos sin poder creerlo…

—¿Qué nos dices, Zorás?

—Los vimos saltar sin entender cómo podían hacerlo. Burlar a las fieras para atacarlas en sus sitios más vulnerables…

—¡Más contra ellos! —reclamó Deinos intentando cubrir la voz de Zorás.

—¡Más! —gritaron los parientes.

Confía, Vara. Recuerda que te amo.

—Los vimos luchar cuerpo a cuerpo con las fieras y vencerlas. Debemos aceptar el resultado de la contienda.

Las voces se superponían. Los parientes comenzaron a ponerse de pie, ordenando también que entraran más animales a la arena.

¡Cállate, Briseida! ¡Confía, Vara!

Fue en ese momento cuando los hombres y las mujeres de las manchas comenzaron a murmurar. Y sus voces todavía apagadas sonaron como un viento al comienzo del mundo.

¿Qué sucede? ¿Quién clama? ¿Quién canta? ¿Quién llora…?

Los guardianes miraron alrededor y no vieron nada. Los parientes vociferaban.

—Hasta los juegos de los días largos tienen sus leyes —Zorás hablaba para sostener el tiempo en su sitio.

—Míralos, Vara. No van a abandonarnos.

—Así es, no van a abandonarnos —repitió Vara.

¿Qué sucede? ¿Quién canta? ¿Quién llora?

Desde su lugar y encapuchadas, las nuberas musitaron para que Vara las oyera:

—Vamos, ya es tiempo.

Ocultos en las cercanía, los navegantes dijeron lo mismo:

—Vamos, Aro. Ya es tiempo.

La mujer en la arena, majestuosa en su túnica sucia y desgarrada, mostró la marca en su muslo derecho:

—¡Vara! —gritó— ¡Mi nombre es Vara!

Deinos y los parientes demoraron un instante en entender.

El hombre en la arena mostró la marca en su muslo izquierdo:

—¡Aro! ¡Mi nombre es Aro! —y agregó— ¡Mira, madre, llevo el nombre que me otorgaste!

En las gradas, ya rodeada por la rebelión que crecía, una escardadora extendió las manos deseando acariciar a su hijo.

El corazón de las Tierras Antiguas se acercaba al galope. Los parientes se atemorizaron. Y gritaron exigiendo muerte.

¿Quién canta? ¿Quién clama?

Los hombres y las mujeres de las manchas recordaron el tiempo de la luz en las Tierras Antiguas. Lo recordaron aun sin haberlo vivido, porque la memoria es mucho más grande que una sola vida.

—No soy cordelero, soy Jaunak —dijo un hombre.

—No soy pringosa, soy Ligia.

—Soy Áulea.

—Soy Daos.

—Soy Agai, tengo un nombre.

Así comenzó el levantamiento al píe del monte de Misáianes.

Las armas pasaron de mano en mano: de los cordeleros a los apacentadores; de Jaunak a Hilder. De una mujer a otra mujer; de Áulea a Ligia…

Los capitanes llegaban al frente de los rebeldes; galopando casi de pie sobre sus animales.

Era el inicio del levantamiento en las Tierras Antiguas. Y fue grande y sangriento.

Entre los cientos que quedaron tendidos allí, hubo una mujer que sonreía en la muerte como jamás había sonreído en la vida. Antes de morir, pronunció el nombre de sus hijos: Vara, Aro.

Luego se bautizó a sí misma:

—Madre-dijo. Y sonrió.