Los parientes y los magos abrían la marcha. Se dirigían a la arena de los juegos en carruajes pequeños, o a trote lento sobre animales ricamente guarnecidos.
Niños esclavos corrían a la par cargando sartas de granadas y naranjas que los nobles requerían para calmar la sed.
El cortejo avanzaba a través de una niebla liviana y por caminos barrosos.
Los parientes hablaban sin cesar y con entusiasmo sobre el inicio de los juegos de los días largos. ¡Copioso ingenio de Zorás! Entendimiento del mago que supo entender lo que hacía falta en la arena…
Días antes, todos ellos habían presenciado el paso de los condenados en una larga procesión de carros que avanzaban con pesadez por el barro. Encabezando la triste marcha hacia la arena iban los dos que habían sido escogidos para iniciar los juegos:
—Parecen fuertes —decían los parientes, adivinando la contextura de los condenados bajo las mantas que los cubrían.
—Recuerda que Zorás ordenó que los alimentaran con generosidad… Cuanto más intenten defenderse, mayor será nuestro placer.
—Son varón y hembra.
—También esa elección es mérito del mago. Se trata de una pringosa y de un cordelero. Ambos de buena carne, según dicen.
—¿Se aferrará la hembra al varón? —los parientes reían.
—O quizás el varón intente trepar a la cabeza de la hembra para ser, al menos, el segundo bocado —los parientes rieron más.
—Tráeme frutas —gritó uno de ellos.
Los hombres y las mujeres de las manchas marchaban custodiados por sus guardianes. Muy separados de la caravana principal, y aun de los esclavos domésticos.
Quienes creyeron que avanzaban silenciosos fueron sordos. Quienes creyeron que sólo miraban sus propios pies torcidos fueron ciegos. Fueron sordos y ciegos los guardianes de Misáianes.
—Vi cómo te estirabas cuando rebasamos la mancha de las escardadoras —le dijo Zorás a Foitetés en voz muy baja—. No sé qué te propones ni qué sueñas; pero no olvides mi prohibición de acercarte a ella.
—No lo olvido, maestro —respondió Foitetés—. Tú me prohibiste hablar con la escardadora. No me prohibiste estirar mi cuello ni soñar…
—De cualquier forma, no podrías reconocerla —dijo Zorás.
—Yo creo que sí podría —Foitetés vio que Deinos se acercaba. Y calló.
También Mármara, metida con sus compañera entre los esclavos domésticos, estiraba su cuello buscando a Lubabáh.
—El no puede estar aquí —le dijo Grais—. Lo delataría su enormidad y su color de fuego.
Mármara tomó eso como un elogio, y agradeció en nombre del navegante.
—Mejor cúbrete la cabeza —intervino Briseida— porque nos pones en riesgo.
Aquella vez, Briseida tenía razón. Mármara se metió en su capucha donde guardaba el olor del bosque y algunas mariposas.
Sin embargo Lubabáh no estaba demasiado lejos. Seis capitanes rebeldes y sus hombres se ocultaban en las cercanías del sitio donde iban a realizarse los juegos. El resto aguardaba un poco más lejos para afrontar el destino, fuese cual fuese.
Esa vez, los rebeldes iban a pelear en tierra.
—Y tú, Zorás, ¿a quién buscas? —preguntó Foitetés.
Zorás buscaba a la Sombra.
—Estará por aquí viéndolo todo. Viéndonos a nosotros, a los rebeldes ocultos, a las nuberas —Zorás miró fijamente a su discípulo—. ¿Continuará en silencio, Foitetés? ¿Callará la Sombra hasta el final?
—Maestro —respondió Foitetés—, tú comprendiste antes que nadie que ésta era la ocasión. No habrá una mejor para iniciar el levantamiento.
—Así es, no habrá una mejor. Pero, ¿será bastante? —luego Zorás se preguntó a sí mismo—. ¿Cómo responderán los hombres y las mujeres de las manchas? ¿Mantendrá la Sombra el silencio conque nos ampara?
—Confía en el pueblo de las manchas tanto como Aro lo hace —dijo Foitetés—. Y confía en la Sombra tanto como confiaron los Brujos de las Tierras Fértiles.
Vara en una jaula y Aro en otra. Los hermanos hablaban como ellos podían hacerlo.
—Aro, ¿confías en los cordeleros?
—Confío en los cordeleros, en los excavadores y en los fogoneros. Es tan fácil como confiar en ti o en mí.
—Aro, ¿confías en Zorás?
El ruido del cortejo comenzó a escucharse.
—¿Tienes miedo? —preguntó Aro.
—Tú estarás conmigo.
—Yo y las escardadoras. Yo y los cordeleros.
Vara interrumpió a su hermano:
—Tú estarás conmigo.
—Mírame a los ojos cuando las fieras entren a la arena —dijo Aro.
Y como Zorás creía, la Sombra lo veía todo. Y todo lo escuchaba.
Pasó la Sombra junto a las nuberas, atravesó la multitud de las manchas y caminó a la par de la escardadora. Montó a la grupa de Zorás, se agazapó en la jaula de Vara. Y en todos lados oyó que la nombraban con esperanza.
Cuando la Sombra oyó la llegada del cortejo, se paró ante las fieras hambrientas.
—Pronto estarán en la arena. Los hijos de Zorás estarán también. Ustedes y ellos. Y yo no me iré sola…
Las fieras rugieron.
—¡Escucha…! —murmuró Vara—. Es Misáianes en sus gargantas.
Pegada a los barrotes de la jaula, la Sombra apareció como una anciana dolorida.
Aro la vio y sintió un estremecimiento que confundió con amor. Saltó y se puso junto a ella:
—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?
En el silencio de la anciana, Aro escuchó su propio deseo:
—¿Eres la escardadora? —y continuó creyendo en su ilusión—. Dime, madre, ¿has venido a besarnos la frente? ¿Has venido a decirnos adiós?