En torno al monte

Mármara sacudía con fuerza las ramas de los grandes árboles esperando que Grais se derrumbara de alguna de ellas.

—¡Vamos, Grais! Desciende —gritaba la nubera.

Pero la anciana no respondía, ni crujía, ni sacudía sus hojas.

—Apúrate —insistió Mármara—. Ya es hora de marcharnos.

Entonces, un nudo de madera cayó a tierra sin un gemido. Era Grais, la anciana nubera, reseca y leñosa.

—¡Aquí estás al fin! —celebró Mármara.

Briseida, que miraba desde lejos, se dirigió a Grais con tono suplicante:

—Grais, hazme el favor de desentumecerte. Me gira el estómago a la vista de tus brazos y piernas entrelazados y revueltos con musgo.

La anciana rió. Se desenroscó y, con el mismo movimiento, se puso de pie. En cambio, la reacción de Mármara fue punzante:

—¿Y qué me dices de ti, Briseida? Tus ademanes lánguidos y enfermizos me hacen girar dos estómagos, el que tengo y el que no tengo.

La antigua enemistad entre las dos nuberas había crecido desde que Lubabáh visitaba con frecuencia el Bosque de Goenia.

Fue en una de esas ocasiones que el navegante comenzó a hablar de los juegos de los días largos:

—Han dispuesto que este año una multitud presencie los juegos. Cientos de esclavos construyen gradas y rampas. También enormes plataformas que pasearán por las calles a quienes sean elegidos para morir en la arena. Se idearon nuevos trances con el propósito de hacer prolongados y exuberantes los sacrificios.

En otra de sus visitas, Lubabáh llegó con novedades. Las nuberas no comprendían por qué el navegante parecía entusiasmado con lo que les contaba.

—Zorás convenció a los parientes diciéndoles que ya no alcanzaba con ver a los condenados gimiendo y suplicando de rodillas. Les dijo que sería apropiado verlos batallar antes de ser derrotados… Satisfechos con esto, los parientes caminan tras el parecer de Zorás. La opinión de mi maestro y sus recomendaciones pesan como ninguna otra en la preparación de los juegos.

Mármara interrumpió para preguntarle lo que las otras estaban pensando:

—Lubabáh, ¿es entusiasmo lo que parece y suena como entusiasmo?

—Lo es, Mármara. Nos entusiasma saber que, sin duda, Zorás conseguirá que Vara y Aro ocupen un sitio en la arena. ¡Y no cualquier sitio!

De pronto, sin que el navegante entendiera cómo había ocurrido, los tres rostros de nubera estaban pegados al suyo.

—No puedo explicar todo —dijo atemorizado—, pero algo les diré.

Recién entonces las nuberas se retrajeron.

—No habrá mejor momento que éste para iniciar el levantamiento… Nuestra lucha les pesa en el mar. Y, en la otra orilla, las Tierras Fértiles han logrado sostenerse. Lo han hecho a costa de su última sangre. Y no podrán repetir el heroísmo si nosotros aquí, cerca del monte, nos demoramos en desatar la guerra.

Los barcos errantes de los sideresios que lograron huir de las Tierras Fértiles fueron avistados por las mujeres-peces. Los siguieron, los observaron. Se acercaron por las noches para escuchar lo que esos hombres decían y recordaban. Y todo se lo contaron a los navegantes.

—Hay algo más —afirmó Mármara sin saber lo que decía. Intuición de nubera.

—Hay algo más —repitió, asombrado, Lubabáh—. Deinos. El mago olfatea y está cerca de nuestro rastro. No podemos seguir arriesgándonos a que descubra el trazado de la rebelión, porque entonces llegará a las manchas y al Recinto. A ustedes, a Zorás y, sobre todo, a los elegidos.

—Hay algo más —dijo Mármara.

—La Sombra… —respondió Lubabáh—. La Sombra permanece callada y camina en círculos.

—¿Ella duda? —preguntó Grais.

—Al menos, calla y camina en círculos.

—Hay algo más —insistió Mármara.

—Vara y Aro propagan las Virtudes… Las manchas se despiertan sin cesar.

—¿Tanto como se necesita? —preguntó Briseida.

—No lo sabremos sino hasta el mismo instante; cuando sea temprano o tarde.

—Y, ¿cómo será ese instante, Lubabáh? —Mármara sabía que no obtendría una respuesta clara.

—Aquí hago silencio. Solamente les diré que deben estar presentes el día de los juegos porque allí la rebelión se quitará el embozo.

—¿Acuerdan Zorás y su hijo varón en el modo de pensar y hacer?

El navegante no respondió a esa pregunta ni siquiera diciendo que no iba a responderla.

Llegado el momento, vestidas con ropas harapientas y con las cabezas cubiertas, Mármara, Grais y Briseida abandonaron el Bosque de Goenia en dirección a la ciudad donde iban a realizarse los juegos.

—Grais —dijo Mármara en el camino—. ¿Crees que podremos verla?

—Estoy segura —respondió la anciana.

—¿Y por qué no lo dices sonriendo?

La anciana nubera demoró en contestar. Entonces, lo hizo Briseida:

—Porque, tal vez, la encontremos en un sitio doloroso.

Mármara se detuvo en seco.

—Nada puede ocurrirle a la dorada hija del Recinto.

Pero Briseida no tuvo pena:

—Sabes que no es así, Mármara. Todo puede ocurrirle. ¿O acaso aprendiste de Lubabáh la despreciable costumbre de aparentar alegría en cualquier tiempo?

Mármara giró hacia Briseida con la uñas listas. Briseida rechinó los dientes.

En otras circunstancias Grais hubiese permitido que se arrojaran una contra la otra para que así destilara el rencor que crecía en ellas. Pero no era ése el momento, y Grais pateó la tierra:

—¡Nuberas de Goenia…! Luego habrá tiempo de morderse igual que comadrejas. Tú, Mármara, podrás atorarte con el cabello que le arranques a Briseida. Y tú, Briseida, podrás masticar los párpados de Mármara. Pero eso será luego…

—Luego —dijo Grais.

Palabra que, en la eternidad, se desvanece.