En medio de la victoria era más fácil que la mentira y la simulación pasaran inadvertidas.
Cuando el Orden de Misáianes se erguía triunfante en las Tierras Antiguas, la vigilancia de magos y parientes se distraía en vanidades y se disipaba en la opulencia.
—Bueno para nosotros, Foitetés —decía Zorás—. Porque los vencedores suelen adormecerse. En tanto, los que llevamos desventaja somos capaces de andar muchas jornadas sin dormir.
Por los días en que la victoria del Amo comenzó a empañarse, Zorás supo y le dijo a Foitetés que debían extremar la cautela.
—Que no nos suceda lo que a los vencedores, Foitetés, porque estamos lejos de serlo. Y, ¿lo seremos alguna vez? Tú me dices que sí. Y yo te digo que nuestro camino se moverá igual que el mar: avanzaremos y retrocederemos, subiremos y caeremos antes de llegar a buena playa.
Años habían transcurrido desde el arribo del joven pueblo de la Estirpe. Pero no había cesado el vigoroso caudal de ingenio que llegó con ellos.
Después del sorpresivo paso de los barcos de Flauro por la orilla sur del Yentru, los navegantes de cabello rojo lograron reposicionarse en el mar. Y muy pronto, sus flotas sigilosas y con alas asediaron también la nueva ruta.
Los capitanes rebeldes entendieron el mar como nadie era capaz de hacerlo. Sus constructores idearon navíos que, cada vez más, semejaban criaturas del agua; tan contiguas eran al viento y al oleaje.
La tierra, en cambio, era muy difícil para ellos. La Gran Península era el único territorio que continuaba resistiendo, aunque los sideresios consumaron entradas destructivas y feroces. A veces asolaron las aldeas transitorias y ocultas en las rocas donde mujeres y niños aguardaban el regreso de los navegantes. Otras veces, cuando lograron detectarlos, destruyeron enclaves militares y arsenales. Sin embargo nunca permanecieron allí, ni instauraron una ocupación definitiva. Los navegantes defendieron la Gran Península desde las costas que la rodeaban casi por entero. Y hasta se atrevieron a apostarse en los angostos pasos de los Montes Teijesis que resultaban una trinchera natural y de fácil defensa.
Pero los capitanes rebeldes esperaban que muy pronto otra fuerza, numerosa y nacida en la tierra, se sumara a la reconquista del continente que les pertenecía.
Y no lo esperaban porque sí… Muchas cosas ocurrían en torno al monte. Sucesos sin evidencias; imposibles de ser descubiertos y señalados. Y que, sin embargo, saturaban el aire de las Tierras Antiguas.
Un hombre se reconocía en el reflejo del agua; un niño trazaba un círculo en la tierra y comprendía el afuera y el adentro; una mujer seguía, con su dedo extendido, el dibujo de las constelaciones. Y en los jergones, las manos aprendían y las cinturas recordaban.
Un poco por lo que conocían, y mucho más por lo que ignoraban, los parientes de Misáianes decidieron que los juegos de los días largos debían engrandecer, más que nunca, el poder del monte. Debían recordar que el Amo disponía de su propia rueda y avanzaba sobre el roce de sus uñas.
Entonces, ordenaron que los juegos de la arena fueran los más grandes y crueles de cuantos se recordaban desde el reinado de Misáianes.
Y en la adversidad, la magia fue nuevamente convocada.
Los Venerables del Recinto ocupaban sus sitiales para deliberar y tomar decisiones de importancia.
Deinos había levantado su espejo antes que los otros, de manera que tomó la palabra en primer lugar. El mago habló, como todos ellos lo hacían, sin levantarse ni girar el torso hacia los otros. Apenas se movieron los eslabones de metal que colgaban a sus espaldas.
—Todos aquí sabemos que el avance del Amo ha tropezado con un sitio de vientos contrarios —comenzó a decir Deinos—. Pero también sabemos que estos vientos pasarán sin dejar daño ni retardo en la instauración del Designio. Quizás, hasta sirvan de impulso para el vuelo de Misáianes.
Deinos, el heredero de Drimus, nunca había dejado de recelar. El mago sospechó traiciones; intuyó nuberas en el bosque.
Y escuchó en el viento, antes que nadie, la música de viejas canciones.
Pero hasta ese momento Deinos había sido incapaz de seguir el hilo que iba desde los sitiales del Recinto hasta el corazón de la resistencia.
—Ahora los parientes exigen… —Deinos se corrigió con suavidad, y continuó como si dijese la misma cosa de dos maneras—. Los parientes piden que obremos junto a ellos en esto que debe ser una muestra de rigor y de poder. Ninguno de nosotros desea que estas tareas se transformen en nuestro destino. ¡Tampoco lo desea el Amo! Cuando la rebeldía se acalle nos será devuelto el lugar de guías y mentores. Recordemos que aunque no nos pertenezca la guerra, nos pertenece la eternidad.
Aquellos Venerables, que mantuvieron sus sitiales a costa de doblegarse al poder del Odio Eterno, no querían ni podían desandar el camino. Sin embargo muchos de ellos creían que era el momento de fortalecerse luego de un largo tiempo de haber sido ignorados por el Amo.
Un mago movió su espejo de lado a lado anunciando que deseaba hablar. El movimiento se reflejó en los discos de oro que circundaban la enorme sala; de modo que todos pudieron verlo.
—Puedes hacerlo —Deinos entregó la palabra.
—Es tiempo de adversidad. Los parientes están sobresaltados y nos requieren… Buscan la columna de la magia. ¿No creen que es nuestra hora de renovar la potestad que perdimos? Deseo recordar que fuimos ignorados en horas decisivas.
Conocimos el nombre de Flauro y la nueva ruta marítima después que los rebeldes. Peor aún, un príncipe de las Tierras Fértiles tomó el lugar del emisario en aquel continente. Estos vientos contrarios que ha nombrado Deinos son el resultado de cada paso que dieron sin consultar a la sabiduría del Recinto. ¿Ahora nosotros acudiremos mansamente a su llamado?
Muchos espejos se movieron simultáneamente en señal de aprobación.
Deinos estaba inquieto. Los parientes contaban con él para que, nuevamente, condujera las voluntades del Recinto hacia el sitio apropiado. Y él contaba con la promesa de ser nombrado emisario del Amo en las Tierras Fértiles cuando fuera posible enviar allí una nueva flota de conquista.
Llegó el turno de Zorás. El mago echó hacia atrás la caperuza de piel.
—Nos seduce la idea de anudar ahora mismo la cuerda de nuestro poder. Parece gozoso… Sin embargo, no siempre lo gozoso es lo primero. Algo se agita en las Tierras Antiguas; algo que no debe levantar vuelo.
Sentado en las gradas que se destinaban a los discípulos, Foitetés se retorcía las manos bajo las anchas mangas de su túnica.
Zorás habló largamente. Y defendió la causa de los parientes mucho mejor que el propio Deinos. Para convencer a los magos, Zorás utilizó argumentos que a él mismo lo asustaban:
—Si las criaturas sencillas presumen de sabiduría y las ovejas se rebelan contra el pastor, el final nos llegará a todos: criaturas y sabios, rebaños y pastores. Sofoquemos esto que crece en las Tierras Antiguas sin saber nosotros cómo se llama. Esto que crece contra Misáianes y también contra el Recinto. ¡También contra el Recinto, sin saber nosotros cómo se llama!
«Se llama Aro», pensó Foitetés.