Rojo y amarillo en los escudos, brazaletes de piel de serpiente para la Casa de Molitzmós. Rojo y azul en los escudos, y collares de garras de águilas para la Casa de Acila.
A un lado y otro del camino real, las Casas de Sol erguían orgullosas cientos de insignias y estandartes.
Por vez primera el príncipe coronado representaba, por su sangre, a las dos Casas rivales.
En la explanada del palacio de mando se reunían la nobleza y los sabios. Alejado del esplendor de la ceremonia se apretujaba el pueblo del País del Sol.
Días antes algunos emisarios habían llegado hasta cada choza llevando cuentas de colores y pedrería sin valor; pidiendo a los labradores y a sus familias que las cosieran en sus ropas para lucir relucientes el día de la coronación. Pero los labradores prohibieron a sus mujeres que lo hicieran.
—Fuimos guerreros como cualquiera, vecino. Tenemos tantos muertos como todos. No vestiré con estos adornos de hombre blando y perezoso.
—Tampoco lo haré yo. Ni el otro, ni el otro…
—¿Será que quieren que olvidemos que fuimos guerreros?
—Así lo creo, vecino. Pero yo no lo olvidaré.
—Ni el otro, ni el otro.
Aquel pueblo, diezmado por la esclavitud a la que había sido sometido, y luego por la guerra contra los sideresios, celebraba el día en que Yocoya-Tzin ocuparía el trono. De él esperaban amor y generosidad. Y paz entre las Casas, ya que recorría sus venas la sangre de los dos adversarios.
Como era costumbre, la escalinata que conducía al escabel donde estaba el trono había sido cubierta con granos de maíz.
El príncipe debía ascender descalzo para así honrar al Sol y pedir abundancia.
A través del tiempo los soberanos lo recorrieron erguidos, sin una mueca de dolor o disgusto. Pero Yocoya-Tzin apenas había aprendido a caminar. Era tan pequeño que dos Consejeros lo llevaban tomado de las manos. Cuando pisó el maíz y los granos se clavaron en las plantas de sus pies, comenzó a llorar.
La anciana sierva, que estaba entre el resto de los sirvientes del palacio, hizo el ademán de ir a tomarlo en sus brazos; como siempre lo hacía. Dos soldados de la guardia se lo impidieron.
A partir de entonces, la anciana apenas vería a Yocoya-Tzin. Era tiempo de que el príncipe pasara su tiempo con los consejeros y los estudiosos del palacio que le enseñarían las ciencias del cielo, las artes del mando, poesía y yocoy.
Cada uno de los presentes, sin importar el rango o la función que cumpliera en la ceremonia, fingió no advertir que el soberano llegaba al trono con la nariz chorreada por el llanto, las piernas encogidas, y colgado de la mano de los consejeros.
Thungür y el hererro asistían, también, al ritual de coronación.
El herrero miraba a Yocoya-Tzin con los ojos llenos de lágrimas; viendo en él la justificación de la sangre perdida.
El husihuilke veía otra cosa… Algo parecido a lo que había comprobado años atrás, en su primera visita al País del Sol.
Aquella vez, inducido por Kayún Piel-de-Marlo y por Molitzmós, Thungür adjudicó a Hoh-Quiú lo que, en verdad, era parte de la larga historia del País del Sol: una estricta división de castas. Y taburetes de oro para los nobles que no recordaban el honor de sentarse sobre la tierra.
Al siguiente amanecer, pasadas dos estaciones desde la batalla de La Pezuñera, Thungür y sus guerreros emprenderían el largo regreso al sur. Durante ese tiempo habían continuado peleando sin descanso contra los sideresios.
La recuperación de la ciudad del Sol no resultó más que una entrada victoriosa. Puesto que antes de que el herrero llegara al frente de sus soldados, los sideresios abandonaron el lugar.
Thungür y sus guerreros les siguieron el rastro. La persecución se extendió por la costa este del territorio y hacia el norte.
Derrotados, y sin vislumbrar la llegada de nuevas flotas desde las Tierras Antiguas, los sideresios intentaron salvar sus vidas ocultándose en las zonas montaraces. O procurando llegar a las naves abandonadas para hacerse a la mar.
Algunos lo lograron… De ellos se dijo que permanecieron por siempre en el Yentru, navegando lentamente hacia el noreste. Se dijo que asolaron las orillas y las islas de su propio continente sin jamás adentrarse en él por temor al feroz castigo de Misáianes. Y así se transformaron en los primeros saqueadores del mar. Hombres sin tierra que atracaban sus naves sólo para arrebatar víveres y mujeres.
Thungür pensaba sin felicidad en el regreso; porque las grandes causas pueden hacerse imprescindibles para los hombres.
¿Qué encontraría en Los Confines? ¿Cómo miraría a Kuy-Kuyén…? Cuando Thungür iba a pensar en Nanahuatli, el herrero se acercó a su oído para hablarle:
—¡Mira! —dijo—. Están por coronarlo. Y es como si Acila estuviese aquí.
El husihuilke pensó en la mujer que no conoció.
Cuando retornó al País del Sol, acabada la persecución a los sideresios, supo que Molitzmós había sido hallado muerto junto a Acila. Y que los sideresios habían arrojado sus cuerpos al fuego.
Ahora, los nobles construían una pirámide para recordarlos y celebrar la unión de las dos Casas, que haría imperecedera la gloria del País del Sol.
—¿Añorarás alguna cosa de este tiempo? —preguntó el herrero, como si retomara una conversación interrumpida muchas veces a lo largo de la guerra.
—Añoraré tener un único horizonte posible.
—Pero, regresas a Los Confines…
—Regreso con el temor de ser un extranjero entre mi pueblo, tal como aquí soy un extranjero.
La profunda tristeza de Thungür conmovió al herrero: aquel hombre se había quedado solo, y se daba cuenta.
Dos nobles, representantes de cada una de las Casas, colocaban una fastuosa corona de plumas en la cabeza de Yocoya-Tzin.
—Observa —dijo el herrero en un susurro—. Ellos toman la corona con la punta de tres dedos. Cada uno tres dedos, y no más que eso. Es para que ninguna de las dos Casas tenga mérito sobre la otra en el instante de la coronación.
Un noble de la Casa materna se adelantó con un obsequio de honor para el nuevo soberano: era la corona labrada con los huesos de Hoh-Quiú. Enseguida, un noble de la Casa paterna depositó, como ofrenda de conocimiento a los pies de Yocoya-Tzin, los códices que Molitzmós había ordenado reconstruir a Bor. Ninguno de ellos sabía que eran versos de humo. Falseamiento leve pero decisivo.
«¿Cómo de cierta y duradera será esta unión?», se preguntó Thungür mirando la ceremonia.
Al día siguiente, muy de madrugada, los husihuilkes se marcharon.
El pueblo, que permanecía festejando en las calles la coronación del nuevo príncipe, les dijo adiós sacudiendo grandes hojas de palma.
Nunca más Thungür haría ese camino.
Durante las primeras jornadas del viaje el jefe husihuilke marchó en silencio; distante de los otros.
Thungür pensaba en el tiempo futuro; pensaba en Misáianes, que continuaba sentado en su monte. Sin duda los navegantes de cabello rojo estaban batallando en las Tierras Antiguas. Tan claro como nunca, el husihuilke comprendió cómo había sido de grande la decisión tomada por Zabralkán al enviar a los hijos de los bóreos de regreso con los suyos. Mucho debió fortalecerse la resistencia en aquel continente, porque había cortado la marea de naves que el Amo enviaba. Sin eso, nada hubiese sido posible en las Tierras Fértiles.
Hasta donde veían sus ojos todo estaba en calma, pero Thungür sabía que el hijo de la Muerte se extendía más allá del horizonte.
Los pensamientos de Thungür eran difíciles de entender aún para él mismo. El husihuilke pensaba que, si Misáianes volvía con sus desgracias infinitas y sus pestes, la guerra sería otra.
Solamente Cucub podría escuchar sin condenarlo. Thungür le diría:
«Oye esto, Cucub… Como husihuilke aprendí que la tierra es una sola. Y que si cae la libertad de unos, cae la de todos.»
»Sin embargo algo ha cambiado en mi corazón. Vi a los Señores del Sol contando los dedos que apoyaban en la corona mientras los que fueron valerosos guerreros miraban amontonados desde lejos. En este día amargo para mí puedo decirte, hermano, que si Misáianes volviera, yo sólo pelearía por el sur que amo y por el nombre de mi raza.»
Un guerrero se acercó a él:
—¿En qué piensas, Thungür? —preguntó.
El jefe husihuilke se obligó a sonreír. No podía decirle que estaba desolado. No podía decirle que, quizás, habían sacrificado a sus mujeres y a sus hijos por una casta de enjoyados que no entendía el lenguaje de la tierra.
—Pienso en Fuego Negro —contestó—. Nos detendremos en el Desierto de los Pastores y buscaremos a ese animal con cabellera para llevarlo de regreso a la casa de Cucub.