En La Pezuñera, el herrero manejaba sus reservas con astucia. Las raciones eran asignadas de modo que se obtuviera, con cada una de ellas, el mejor resultado. Resultaba importante además que, a los ojos del enemigo, el polvo gris no pareciera tan escaso como en verdad era.
La noche de color rojizo crepitaba a causa de los pequeños incendios desparramados en el campo de batalla.
El herrero esperaba que el amanecer llegara galopando, con Thungür al frente. Los sideresios sostenían su posición.
Satisfechos porque el día anterior habían mantenido una carga de fuego moderada, pero constante, que provocó severas bajas entre los hombres del ejército del Venado.
El jefe husihuilke y sus guerreros cabalgaban sin tregua hacia La Pezuñera. Flauro iba con ellos.
En el transcurso de aquella jornada la batalla se fue intensificando. Los sideresios se preparaban para lanzarse en ataque abierto. Seguros de recibir refuerzos desde la retaguardia, y porque habían empezado a comprender que el ejército de las Tierras Fértiles estaba debilitado, preparaban la acometida final.
—Se acaba nuestro tiempo —dijo el herrero.
Y dio órdenes de formación para enfrentar lo que, sin duda, iba a llamarse dolor y muerte. Los pueblos de las Tierras Fértiles caerían derrotados, después de tanta bravura. Polvo de huesos sobre el cual Misáianes pasaría su lengua; sangre heroica en la que mojaría una de sus uñas para escribir su nombre en el cielo.
Pero cuando la mañana terminaba, el herrero vio llegar a uno de los centinelas que había apostado para vigilar el camino por el cual debía regresar Thungür.
—¡Son ellos! —repetía el centinela—. ¡Ya vuelven!
El herrero ordenó que la noticia se dispersara de inmediato por el ánimo de aquellos que llevaban más de tres días resistiendo un feroz combate.
Thungür se detuvo al frente de sus hombres. Llegaba extenuado por la batalla y el camino. Pero nadie dudó de que el jefe husihuilke saldría a pelear como si estuviera emergiendo desde el centro de un volcán.
Era indispensable arengar a los hombres. Thungür conocía el valor de esas últimas palabras y miró al sol, pidiendo no equivocarse:
—¿Saben qué pasa ahora mismo delante de mis ojos? Muertos, creerán ustedes. Un campo de sideresios muertos, un mundo de sideresios muertos… Y yo debo decirles que no. En este instante, y por alguna razón que no me es posible comprender, tengo delante de mis ojos la sonrisa de una niña. Y es en esa sonrisa donde yo encontraré mi mayor fuerza y mi mayor coraje. Lo mismo haremos todos. Esta es la triste hora en que debemos recordar la carne ultrajada de nuestras mujeres; la carne abierta de nuestros niños. Como a ustedes, me duelen las palabras que pronuncio. Lo hago con la certeza de que en ese dolor nos haremos invencibles. ¿Están anegados de furia sus corazones? Que así sea, porque en esa furia está nuestra victoria.
Entonces Thungür desenvolvió la cabeza de Flauro. Y la sostuvo con el brazo extendido frente a sus hombres:
—¡Esto les mostraremos! ¡Esto le pasará a cada uno de ellos!
Los guerreros gritaban impacientes por arrojarse al galope. Los animales con cabellera relinchaban.
—Un guerrero es dos veces valiente si defiende una causa mayor que su propia vida. Y tres veces guerrero si pelea por su libertad. Pero es invencible si pelea contra aquel que pisoteó lo que más amaba. No quedará en su sitio ni una sola de las lenguas apestosas que mancillaron la pureza. No dejaremos en su sitio ni una sola de las manos que violaron la inocencia.
¡No merecen, siquiera, morir con la marca del hombre entre las piernas porque no tienen alma para llevarla! —Thungür señaló a los enemigos, su voz levantaba viento—. ¡Es por los inocentes que vamos a vencer!
Los sideresios comprendieron que algo nuevo y grave sucedía. Los refuerzos de la retaguardia tardaban en llegar. Y el ejército del Venado hacía indudables movimientos de ataque. Los jefes sideresios también dieron sus órdenes.
Entonces Thungür se adelantó en el campo de batalla y enarboló en una lanza la cabeza de Flauro:
—¡Aquí está el capitán de Misáianes! —gritó muy alto—. ¡Estas son las órdenes y los refuerzos que esperaban!
El terror y el desconcierto se apoderaron de los sideresios. Sin la voluntad de Flauro, el desorden comenzó a caminar entre sus filas. Comprendieron que estaban solos. Pero nada era posible hacer sino enfrentar aquella batalla; retroceder no era posible.
Thungür clavó en tierra la lanza en el sitio desde el cual Flauro iba a contemplar la lucha. Luego avanzó con las primeras líneas. Los arcos de hierro dispararon contra las dos zonas en que los sideresios habían agrupado sus cañones. De ese modo disminuiría el número de caídos en la vanguardia de guerreros montados. Las formaciones de a pie venían detrás.
Al galope embistieron los guerreros del Venado y los sideresios. Y no hubo piedad porque no podía haberla.
Primero, la leyenda; después, el guerrero. Thungür, como su padre, entraba al campo de batalla precedido por el renombre de su brazo.
El jefe husihuilke enfrentó a un sideresio y vio por sus ropas que era un hombre de mando. Pudo mirarlo a los ojos mientras blandía el hacha.
El tiempo de una batalla transcurre de modo extraño: se demora, se precipita… Se demora hasta casi detenerse; se precipita. Se demora otra vez, se torna pesado. Y de nuevo regresa al vértigo.
Thungür pudo ponerse frente al sideresio, determinar su rango, renovar la furia… El sideresio pudo empuñar su espada, el husihuilke pudo alzar el hacha. Todo tan lentamente, como imágenes de un sueño.
Pero antes del golpe el tiempo volvió a precipitarse: la batalla se hizo griterío y chorros de sangre. Cayó el hacha de Thungür sobre el hombro del sideresio. La maza del herrero estalló en la espalda de un enemigo. Un soldado del Sol hundió su lanza, un Kúkul corrió tras su corazón.
En las batallas el tiempo transcurre de un modo extraño. Por eso, en medio de estallidos, acribillando y descuajando, un hombre puede escuchar un pájaro que canta.
Matar a Thungür era la orden que los mandos repetían. Un grupo de sideresios montados se reunió para cargar sobre el jefe husihuilke, cubierto de sudor ensangrentado. El sudor propio, la sangre de los otros.
Y allí, otra vez, la guerra se hizo lenta.
Un sideresio recorrió con sus ojos la sangre que descendía por el brazo levantado de Thungür y llegaba hasta su hombro.
Otro vio el golpe del corazón en el pecho del jefe husihuilke. Otro, en cambio, se detuvo en las líneas negras que cruzaban su rostro.
Thungür, miró a su alrededor. Y en el tiempo demorado de la guerra, reconoció los rostros de sus hermanos, recordó sus nombres. Palmeó el cuello de Hunde-la Tarde. Y antes de avanzar, escuchó un pájaro cantando sobre el estruendo.
Pero muchos otros vieron lo que ocurría. Por eso, cuando de nuevo se precipitó el tiempo de la guerra, había un cielo de hachas junto a Thungür.
El atropello de animales con cabellera se transformó en el centro vertiginoso de la batalla. De un lado, un Amo. Del otro, una causa, hachas y espadas, torsos desnudos contra mallas de metal, largo cabello negro contra cascos plateados.
En medio de aquel remolino de muerte no hubo un guerrero más valiente que otro, nadie a quien llamar el más grande. El que cayó primero fue husihuilke y zitzahay; fue soldado del Sol y también Kúkul… Pasaban las horas, la sangre endurecía la arena, el sol estaba lejos. Las hachas husihuilkes destajaron y no se detuvieron ni en los huesos. Las espadas de los sideresios penetraron y abrieron los caminos de la sangre. Muchos hombres caían y otros llegaban, porque aquél era el sitio donde se decidía la guerra.
Pero cuando Hunde-la-Tarde saltó sobre el animal con cabellera de un sideresio derribado; y sobre su lomo continuaba Thungür, erguido y feroz, cubierto de sudor y sangre, más que nunca semejante a una leyenda, el espanto se desmoronó sobre los sideresios. Se dio vuelta el mundo… El suelo de La Pezuñera era de aire, se hundía bajo sus botas. Y sobre sus cabezas, el cielo era de arena calcinante.
Los mandos sideresios dieron muerte a los primeros de los suyos que intentaron huir. Pero eran muchos, eran cientos los soldados que desoían las órdenes. El terror no se detuvo. La formaciones se rompieron, los cañones quedaron abandonados…
Esta guerra se contó, como todo se cuenta a lo largo del tiempo y por lo ancho del mundo. Entonces se dijo que los sideresios escaparon del campo de batalla en cumplimiento de una ley del alma. «Por condición», decían, «el que puede asesinar a un niño no puede enfrentar a un guerrero».
Los hombres de las Tierras Fértiles persiguieron a los sideresios que huían. Porque así había sido dicho desde el comienzo: aquélla era una guerra sin rendición.
Tal vez si Thungür hubiese dado orden de dejarlos huir, cientos de sus propios hombres hubieran salvado la vida. Pero Thungür sabía que aquellos que escapaban no eran guerreros sino excrecencias del Odio Eterno que volverían a morder la misma herida apenas el poder del Amo al que servían se recompusiera.
Sin embargo una fuerza superior a Thungür llego para poner fin a esa matanza… Si por bien o por mal, nadie pudo saberlo.
Quizás el viento del norte, que apareció de pronto desde el horizonte, oscureció el aire para que los sideresios que habían sobrevivido pudieran escapar. O quizás lo oscureció para que no cayeran más hombres de las Tierra Fértiles.
Luego dijeron que fue el último de aquellos vientos hirvientes y desmesurados que azotó ese lugar del mundo.
El aire en La Pezuñera se ennegreció, y apenas era posible respirar. Los guerreros se paralizaron en sus sitios. Tendidos sobre sus animales con cabellera, muchos de ellos heridos de muerte, los guerreros de las Tierras Fértiles permanecieron todo un día bajo el viento. El que intentó llamar a los otros acabó con la garganta cerrada por la tierra. El sudor sobre los cuerpos se hizo costra, y las lágrimas eran de barro. Aferrados al cuello de sus animales, los guerreros debieron esperar a que el viento amainara para reencontrarse. Y aquél fue el sitio en el cual la diferencia entre los vivos y los muertos fue casi imperceptible.
El viento en La Pezuñera arrancó la lanza que Thungür había clavado en la tierra. Y se llevó la cabeza de Flauro como una hoja seca.