En el sur de las Tierras Fértiles se acababa el otoño. Después llegaría el invierno y una nueva temporada de lluvias. Así, al menos, había ocurrido siempre.
Kuy-Kuyén miraba el cielo donde aún no había ningún indicio de la lluvia que, acaso, iba a suceder. Porque nada era seguro cuando los sideresios ocupaban las aldeas donde el pueblo husihuilke había vivido según la ley de las criaturas. Y nada podía presagiarse, ni la llegada del invierno, cuando los pájaros se habían marchado.
—Y tú contarás una nueva temporada de lluvias —le decía Kuy-Kuyén a Muesca-Cinco haciéndolo jugar sobre sus rodillas.
La madre y el hijo descansaban junto a la entrada de una cueva en las Maduinas.
Kuy-Kuyén no había dejado de llorar desde la muerte de Wilkilén. Lloraba con el peor de todos los llantos; el que no se hace agua en los ojos sino tierra en el corazón.
En el norte de las Tierras Fértiles se acercaba el verano. ¿Y qué importaba, si el viento quemante igualaba los días?
—Ya ha pasado otro año desde mi partida… ¿Me odiará todavía, Nanahuatli? —Cucub hablaba en soledad, mirando la llanura extendida—. Tanto tiempo alejado de Kuy-Kuyén, sin hacer siembra de gente. Mirando ahora La Pezuñera me parece que nadie hubiera nacido.
Las mujeres y los niños del pueblo husihuilke permanecían ocultos en las laderas cavernosas de las Maduinas.
Entre ellos y los sideresios se interponía una cabalgata de dos soles por un territorio escarpado. Para defenderlos sólo contaban con un reducido ejército de guerreros que, en buenos tiempos, hubiesen sido ancianos y niños. Solamente eso tenían. Eso y los Brujos que, desapegados de sus apariencias, se hacían y se deshacían. Se prolongaban en el silencio, el animal o el sueño. Porque los Brujos de Los Confines conocían las puertas y los lenguajes de todo lo creado.
En el sur, los sideresios avanzaron con cautela por una tierra silenciosa y vacía, tomaron las aldeas donde todo había sido abandonado a medio hacer: el mortero sobre el maíz, el punzón sobre la arcilla. Por fin, se establecieron muy cerca de las estribaciones de la montaña. Pero evitaron el bosque apretado donde sus temores crecían.
En el norte, el ejército de las Tierras Fértiles avanzó sobre La Pezuñera hasta posicionarse en una zona elevada y protegida. A sus espaldas, en las Colinas del Límite, quedaron los que no podían pelear. Ellos trabajarían en el aprovisionamiento y realizarían las tareas de retaguardia.
Poco después del final del viento los vigías de Thungür divisaron la primera señal de los sideresios. Al principio fue un dilatado resplandor, como espejismos de la arena.
Dos días después fueron muchos centenares de soldados que avanzaban lentamente, al paso de las grandes armas.
Nadie sabía cómo era Misáianes en su monte escondido. Allí, en La Pezuñera, el hijo de la Muerte fue un ejército de negro y de metal. Y un resplandor que a lo lejos parecía agua, pero era fuego.
—¡Es fuego en el bosque! —dijo una voz en Los Confines.
Los guerreros jóvenes, que trepaban muy alto las Maduinas para vigilar el valle, fueron los primeros en ver el incendio.
Ardía el bosque, antiguo y sagrado, que los Antepasados nombraron como origen de la vida.
Una vez más, los sideresios asesinaban para calmar el miedo.
Siluetas que no estaban de Brujos que no estaban, el dibujo de las estrellas, las burbujas que emergían del río; todo asustaba a los sideresios. Y más que ninguna otra cosa, los asustaba un silencio de pozo que se adueñaba del mundo, y que ellos no podían matar.
En Los Confines, los sideresios disparaban sus armas; pero en vez del silencio moría el estampido. Destruían los cántaros de arcilla, llenos de silencio que se desparramaba. Reían con brusquedad, para escucharse. Y la risa volvía como el eco de un tambor lejano: rama de membrillo que los hacía callar, que los hacía silencio.
Por esos días, un animal se les sumó al miedo.
Era un puma dorado, enorme, que merodeaba las noches de los sideresios. Y entraba en sus sueños.
Soñaba un soldado sideresio… En su sueño subía por la ladera de una montaña. Trepaba sin cansancio al final de una tarde. De pronto, la montaña giraba hacia él la cabeza encrespada. Y lo que parecía una cuesta de arena era el lomo del puma. El sol estirado sobre el horizonte eran ojos feroces; el cielo rojizo se abría con hambre…
Un soldado sideresio soñaba que tenía sed. Por el sueño cruzaba un río. Pero el puma estaba bajo el agua. Y cuando el sediento se agachaba a beber, el río era saliva espumosa que brotaba de las fauces del animal.
Los sideresios despertaban gritando. Se erguían en su sitio. Finalmente, incapaces de volver a dormir, deambulaban sin sentido por largas horas.
La fatiga y la irritación crecían entre ellos. Y el miedo duraba mucho más que la noche porque cada amanecer, en uno o en otro campamento, aparecían hombres desangrados por una mordida fatal. La vena poderosa fuera del cuello, como un tallo. Muertos sin color, de ojos abiertos, que habían alcanzado a comprender los motivos del puma.
Espantados por la inevitable noche que llegaba, los sideresios incendiaron el bosque de Los Confines. Allí donde, seguramente, se ocultaba el puma. Y también los Brujos, simulando ser laureles o enredaderas en un tronco.
—¡Es fuego en el bosque! —repitieron las mujeres.
Los husihuilkes veían arder la única casa verdadera; el lugar del cual venían sus recuerdos, sus canciones y sus caminos.
—¡Márchate, hermano! Márchate de aquí para salvarte —le decían al bosque. Pero el bosque vivía por las raíces.
—Tienes penumbra y humedad… ¡Ocúltate allí dentro! —y eso, quizás, era posible.
El Ahijador volaba por el cielo del bosque para que, en la puerta de la Lechuza, el Brujo Halcón pudiera saber hacia dónde avanzaba el fuego.
Nanahuatli aguardaba en su nido. La princesa de trenzas desparejas, enflaquecida y hablando de amor, se veía tan absurda como el Brujo que musitaba nombres de pájaros en medio de un bosque incendiado.
—Tres Rostros iba al encuentro del Brujo Halcón —murmuró una mujer con la mirada fija en el fuego que ascendía por los grandes árboles—. ¿Qué será de él?
—Nada le pasará —respondió un anciano—. Además, desde aquí puede verse que el incendio dista mucho de donde viven el Brujo Halcón y la princesa.
Kuy-Kuyén se perturbó al oír que mencionaban a Nanahuatli. También a ella la había olvidado por pensar en Wilkilén. En la noche dolorosamente iluminada de Los Confines, Kuy-Kuyén apretó contra su pecho a Muesca-Cinco.
Y en la Colinas del Límite, la sierva apretó contra su pecho a Yocoya-Tzin.
—Estaré mirando la guerra. La miraré como tu madre lo hubiese hecho, como lo haría tu padre. Atenderé a los movimientos de la nobleza del Sol, observaré al jefe husihuilke que no te venera. No importa lo que debamos hacer; pero hallaremos el camino del trono. Serás príncipe del Sol, alabado y temido por todos. Es mi promesa, Yocoya-Tzin.
Kuy-Kuyén, en cambio, no podía ofrecer a su hijo nada más que su cuerpo.
—Estaré frente a ti, Muesca-Cinco. Estaré entre ti y la muerte como debí hacerlo con Wilkilén.
Y en la batalla de La Pezuñera, al frente de todos, estaría Thungür.
En el norte, los sideresios avanzaron sin apartarse demasiado de las franjas de monte donde podían procurarse agua y alimento. Faltaban más de tres soles a paso de ejército para alcanzar la vanguardia del Venado, cuando Flauro ordenó detenerse. Y establecer allí el enclave principal de sus fuerzas.
Su siguiente orden fue el avance de la primera línea. El permanecería detrás, junto al grueso del ejército, hasta determinar la capacidad y la estrategia de las Tierras Fértiles.
El capitán de Misáianes arrojó un señuelo y esperó.
Thungür y el herrero se habían preparado para una batalla feroz y definitiva. Pero Flauro elegía otra guerra.
—Avances y retiradas… Pobres escaramuzas con las que procurarán desgastarnos —dijo el herrero.
Las nuevas armas que el ejército del Venado poseía; el adiestramiento implacable de sus guerreros; el control del terreno en el que Thungür y el herrero habían dispuesto sus hombres de forma tal que podrían atacar simultáneamente por el frente y por ambos flancos, serían ventajas valiosas en los primeros choques. Luego, comenzaría a pesar la diferencia de número a favor de los sideresios. Y el mayor aprovisionamiento de armas y polvo gris que obtendrían de la ciudad del Sol.
—Habrá una batalla cuando amanezca —dijo Thungür—. Entonces conoceremos el plan de Flauro… Si nuestras sospechas se confirman, tendremos que pensar en otra guerra.
—Deberías cambiar de animal —le dijo el herrero—. Hunde-la-Tarde está cansado.
Thungür sonrió. El alba iba a encontrarlo al galope, delante de los más valientes.
—También yo lo estoy —respondió—. Y sin embargo ese animal con cabellera confía en mí.
El jefe husihuilke aprovechó la negrura de la noche en La Pezuñera para ordenar los movimientos finales.
Los guerreros de las Tierras Fértiles dormitaron en sus posiciones de combate, sobresaltándose por cada insecto, esforzándose por soñar con lo que amaban.
Al amanecer los sideresios retomaron el avance. Eran unos pocos centenares de soldados bien armados.
No iba a ser una batalla difícil. Pero Flauro, con sus mayores fuerzas preservadas, vería los destellos a lo lejos.
—Luego comenzará el tiempo —murmuró el Padrecito del Paso—. Y el tiempo no pesa igual en todas las espaldas.
El Padrecito trabajaba, con sus manos rotas, en las tareas de abastecimiento. Casi había olvidado que era Brujo. Por eso lo asombró su propia voz relatando visiones.
También en el sur los Brujos estaban olvidados de sí mismos. Disueltos en los otros.
Los husihuilkes esperaban a Tres Rostros en un valle cerrado. El Brujo les había dicho que llegaría a reunirse con ellos.
Pero llevaba dos soles de demora, y los guerreros jóvenes comenzaron a inquietarse:
—Tal vez, ya no regrese.
—Y para morir será igual hoy que mañana.
Entonces, los ancianos hablaron. Y la autoridad de la paciencia volvió a imponerse.
—Un buen guerrero no desdeña una noche de descanso cuando el cielo la otorga. Recuerden que quien está decidido a morir no disminuye el paso que lo lleva a la muerte; y tampoco lo apura.
El incendio del bosque se extinguió en las zonas profundas, donde el aire pesado de humedad y la vegetación sombría le ganaron al fuego.
Pero, desde entonces, los sideresios se aventuraron por el territorio. Llegaron al pie de las montañas. Y, en algunas incursiones, treparon las laderas de modo tal que, desde las cavernas donde se ocultaban las mujeres y los niños, podían escucharse sus gritos y el relincho de sus animales.
Gran parte del bosque de Los Confines se había transformado en una extensión de ceniza y árboles ardidos. Donde corrió un arroyo, quedaba un cauce gris dibujado de peces y algas. Las madrigueras eran hoyos llenos de pelajes calcinados.
«Allí estará el puma», decían los sideresios. Porque el animal dorado había desaparecido de sus noches y de sus mañanas.
Pero en eso se equivocaron.
Welenkín descendía el valle en compañía de Tres Rostros para reunirse con los husihuilkes.
Los ancianos extendieron las palmas en señal de regocijo y bienvenida.
Los Brujos y los hombres se sentaron en círculo para acordar la guerra.
—Todo ha sido hecho —dijo Tres Rostros—. Tenemos lo que tenemos y con eso saldremos a pelear.
Los Brujos olvidaron que tenían frente a sí niños y ancianos. Ya no lo eran; se habían transformado en guerreros y como a tales los trataron.
Era poco lo que tenían para enfrentar a los sideresios, de modo que resultaba indispensable conjugar las fuerzas con astucia.
Cuando alguien preguntó por los linajes del este, Tres Rostros tomó la palabra.
—En ese territorio está puesta la fuerza entera de Kupuka. Y también la de Drimus. Ambos son poderosos… No es posible conocer el resultado de esa contienda.
Por la memoria de todos pasó la imagen del Brujo anciano que había anunciado su llanto con una vejiga de animal atada a la cintura y ramas a la espalda.
Los sideresios llegaban cada vez más cerca de las cuevas donde se guarecían las mujeres y los niños. El lugar no era demasiado elevado. Y sería sencillo imaginar que en aquellas inmensas paredes cavernosas podía esconderse un pueblo. Los husihuilkes no tenían tiempo ni modo de reunir más fuerzas.
Cuando atardecía, Brujos y guerreros se despidieron con sus obligaciones minuciosamente acordadas.
Tres Rostros regresaba al agua para saber y vigilar a través de ella. El agua iba a ser de gran ayuda para conocer la posición exacta de los sideresios porque, sin importar dónde se hallaran, aquellos hombres tendrían que beber. Welenkín regresó a ser puma y pesadilla en los campamentos de Misáianes. Mientras tanto, el Brujo Halcón trazaba líneas de muerte desde el cielo a la tierra.
¿Es vasto el espacio que separa la tierra del cielo? ¿O es minúsculo?
Es igual al que separa a dos enemigos en el campo de batalla; es mentira.
En el otro extremo, tierras áridas de La Pezuñera, el Odio y el Venado volvían a encontrarse.
—No traen consigo grandes fuegos; por esa causa avanzan con tanta rapidez —había dicho Thungür. Luego agregó—. Flauro y las grandes armas esperan detrás.
La columna que Flauro enviaba como primera línea no sobrepasaba por mucho los dos centenares de soldados. Seguros ya de sus primeras convicciones sobre la estrategia de los sideresios, Thungür y el herrero acordaron guardar la potencia y la sorpresa de las nuevas armas para una batalla decisiva.
No lo sería aquella que iba a librarse al amanecer. Y a Thungür le molestaba la sangre en la garganta.
Los sideresios se detuvieron a distancia de la vanguardia husihuilke.
Flauro no estaba allí. Thungür montaba a Hunde-la-Tarde ocupando el lugar del primer muerto. Y en eso se repetía una guerra distante, el padre y el hijo.
El jefe husihuilke dio orden de asalto.
Los animales con cabellera afianzaron sus cascos en la tierra, las piernas de los guerreros se tensaron contra sus costados, se soltó la rienda, oyeron el grito y una carrera desenfrenada se llevó por delante la distancia.
Los sideresios los dejaron acercarse hasta tenerlos al alcance del fuego. Entonces dispararon sin discernimiento.
Los guerreros que fueron abatidos creyeron, para su bien, que morían en el campo de batalla. Los que venían detrás creyeron lo mismo. Pero de pronto, como si los muertos de la primera descarga fueran suficientes por ese día, los sideresios bifurcaron la formación en varias columnas y, a una voz de mando, retrocedieron y se dispersaron por el territorio.
Lo que debió ser batalla se hizo cacería.
Algunos sideresios fueron alcanzados y cercenados por las hachas husihuilkes o atravesados por las lanzas del Sol. Pero una persecución por el territorio escarpado de La Pezuñera se hacía riesgosa.
No era ése el día, aunque la sangre dijera lo contrario. Thungür dio orden de replegarse. Y el grito se repitió hasta que el último hombre montado tiró de la brida.
Gran parte de los guerreros de las Tierras Fértiles ni siquiera pudo entrar en combate.
Todo había sucedido como una aparición de luciérnaga. Los hombres estaban tristes. Y, en La Pezuñera, seguía amaneciendo.
Mucho después, los que cuentan las cosas a través del tiempo y las corrigen para que sigan siendo verdaderas, dijeron que esa batalla no había sucedido.
Y quizás, sólo eso importaba recordar. Porque, aunque Thungür galopó con bravura delante de los que galoparon con bravura, aquel amanecer en La Pezuñera no tuvo batalla.
Esa misma noche Thungür se reunió con el herrero, Cucub y el Padrecito del Paso bajo un precario cobertizo de cañas.
El Padrecito parecía concentrado en mover los dedos que le faltaban. Cucub comía unos frutos pequeños y jugosos que crecían en abundancia. Y convidaba a los demás con insistencia, pese a que los habían rechazado.
El jefe husihuilke se esforzaba por entenderse con el herrero. Habían coincidido hasta ese día. Juntos acertaron en la comprensión de la estrategia de Flauro. Ahora debían acordar el modo de continuar la guerra. El herrero iba a obedecerle de cualquier forma. Pero Thungür respetaba a ese soldado; y requería de él mucho más que obediencia.
—Sometiéndonos a la guerra que ellos han elegido ya estamos derrotados —decía Thungür—. Si esto se prolonga, nos extenuaremos mucho más rápido que los sideresios…
—¿Entonces? —preguntó el Padrecito alzando los ojos de sus manos— ¿Cuáles son los caminos?
—No son muchos; ni siquiera son dos. Hay sólo uno.
Thungür comenzaba a hablar como husihuilke. Cucub observó un mínimo gesto de irritación en el herrero y procuró aliviar el instante:
—Prueba estos frutos —ofreció—. Son dulces y jugosos.
—No deseo hacerlo —respondió el herrero sin interés, porque era Thungür quien le importaba entonces.
—¿Y tú? —prosiguió Cucub dirigiéndose a su hermano husihuilke— ¿Estás seguro de no querer probarlos?
—Estoy seguro.
—No creo que sea impropio comer algunos frutos dulces mientras se piensa en la guerra. Al contrario, quizás sea…
—¡Aguarda, Cucub! —Thungür habló con sequedad—. Deja para luego el asunto de los frutos.
El Padrecito del Paso miró al zitzahay. Y con una sonrisa amigable, y un ademán imperceptible para el resto de los hombres, le aconsejó resignación. Cucub se encogió de hombros y continuó comiendo.
—Háblanos de tu estrategia —pidió el herrero.
—Avanzar.
El herrero pensó que, posiblemente, todo cuanto los nobles susurraban acerca de Thungür tuviera algún costado verdadero. Pero intentó moderar sus palabras:
—Acuerdo en que la simplicidad es una virtud. Pero pronuncias una palabra, una sola palabra… ¿Llamas estrategia a una orden de avance?
Cucub tragó con ruido la porción de frutos que tenía en su boca.
—¿Por qué piensas, herrero, que avanzar es una línea recta? No sé si la simplicidad es una virtud; pero sí lo es la paciencia.
Permíteme —Thungür sonrió con franqueza—, permíteme avanzar.
Viendo esa sonrisa, Cucub recordó a Dulkancellin. Jamás su hermano guerrero hubiese reaccionado de ese modo frente a lo que podía parecer una ofensa. «¡Cuánto tiempo ha pasado desde Dulkancellin hasta su hijo!», pensó Cucub, acostumbrado a medir el tiempo según los cambios.
—Disculpa —dijo el herrero.
Thungür continuó:
—Debemos hacer lo que no esperan; los sideresios no pueden imaginar que otros harán lo que ellos nunca harían. Partiremos cuanto antes a su encuentro, llevando con nosotros toda nuestra capacidad de combate.
—Para que ya no exista atrás…
—Así es —aceptó Thungür—. Para que ya no exista atrás.
Algunos guerreros llegaban de sepultar a los muertos de la batalla. Se lo anunciaron a Thungür y se marcharon.
—En ese caso perderemos la cadena de abastecimiento —dijo el herrero—. Y, según creo, estaremos en una zona donde será improbable conseguir agua y alimento para cientos y cientos de soldados.
—No he hablado de permanencia, no vamos a sitiarlos —Thungür miró a Cucub. El zitzahay hacía malabares con las pocas frutas que le quedaban.
—¿Continuarás con eso durante mucho tiempo?
—Me ayuda a entender mejor —le respondió Cucub. Y mientras lanzaba y atrapaba los frutos, siguió explicando—. Por supuesto que no te refieres a un sitio. Tu idea es avanzar de prisa y, una vez allí, atacar de inmediato. Casi como si partiéramos desde aquí con los arcos tensados.
—Eso es verdad —dijo Thungür—, aunque no es todo.
—Por rápido que avancemos —terció el herrero—, hay al menos dos largas jornadas de camino. Los sideresios sabrán que llegamos. Y tendrán tiempo suficiente para preparar su ataque y abroquelarse en un campo fuertemente armado.
—La ventaja de la sorpresa pasó para nosotros cuando quedó al descubierto la conspiración de los nobles del Sol —no había ningún reproche en las palabras de Thungür. El herrero lo agradeció en silencio—. Ahora todo está a la vista en una tierra despojada. Una vez más nuestras mejores armas son débiles al lado de las suyas. Y sin embargo, les falta lo que tenemos: una causa definitiva y amada por la cual luchar. En cualquier tiempo la grandeza de una causa puede inclinar la guerra.
Cucub pensó que, después de todo, Thungür se parecía a su padre. Esas palabras, una por una, habría dicho Dulkancellin ese día. Reconfortado con esa idea, Cucub abandonó su juego.
—Y cuando digo que a los sideresios les falta una causa amada, estoy hablando de utilizar esa carencia en nuestro favor…
El Padrecito del Paso comenzó a entusiasmarse con lo que oía.
—Pensemos en nuestros guerreros —prosiguió Thungür—. Pelean por lo que aman y conocen: sus casas, sus hijos, y el bien de andar libres sobre la tierra. Por eso seguirán peleando cuando todos nosotros hayamos caído. Los sideresios pelean por un Amo al que jamás han visto ¿Qué harían los sideresios si muere Flauro? ¿Qué harían sin nadie a quien obedecer o a quien temer?
Hasta el herrero tenía la mirada brillante.
—Entiendo lo que dices. Sin el mando implacable al que están acostumbrados, los sideresios se harán tan pequeños como en verdad son —el herrero buscó hojas para masticar mientras hablaba—. Pero Misáianes lo sabe. Por eso Flauro actuará como lo hicieron antes Leogrós y Drimus; se mantendrá a distancia del campo de batalla y rodeado de guardias.
—Nosotros llegaremos hasta su fortaleza —replicó Thungür.
Cucub iba a hablar, pero sin notarlo el herrero se interpuso.
—¿Y cómo lo haremos? El ejército sideresio se interpone entre nosotros y el sitio en el que Flauro se protege.
De nuevo Cucub quiso hablar. En esta ocasión fue Thungür quien lo interrumpió.
—Pelearemos con los sideresios que se muestran y buscaremos a los que se ocultan… ¡Eso es lo que haremos! —luego explicó—. Tenemos armas y guerreros para dar una larga batalla. Mientras sostenemos el frente, una columna marchará hacia la retaguardia, dando un rodeo por el oeste. Vamos a encontrar a Flauro en su escondite.
—¿Hablas de llegar a su misma tienda? —preguntó el Padrecito del Paso.
—Eso digo —y por el modo de responder todos comprendieron que Thungür aún no podía imaginar detalladamente la entrada al campamento enemigo. Y mucho menos, el modo de asegurarse la captura de Flauro.
Ahora sí, Cucub tenía algo importante que decir. Y se puso de pie para que los demás hicieran silencio.
—Hubo unas acrobacias que, hace muchos años del sol, le mostré a Dulkancellin…
Thungür no pudo evitar recordar a su padre con el dolor de un niño.
—Excepto el herrero, todos aquí lo conocimos y lo amamos —continuó el zitzahay—. No hay cifras para su bravura, ni para su lealtad. Sin embargo, no era Dulkancellin un hombre propenso a comprender los ingenios del arte. De modo que, entonces, desestimó aquella destreza. Yo la recuerdo. Y creo que ahora puede ayudarnos.
—¿A qué te refieres? —preguntó Thungür.
—A una manera de montar… Los animales con cabellera parecen andar solos, pero llevan guerrero.
Un rato después los cuatro estaban en los corrales construidos con ramas espinosas.
—Recuerdo claramente la empalizada rectangular que se alzaba en uno de los patios laterales de la Casa de las Estrellas —Cucub nombraba cosas perdidas—. Allí estaban los dos primeros animales con cabellera que les arrebatamos a los sideresios sin saber que se nos harían indispensables. Uno de ellos se llamó Espíritu-del-Viento. El otro, Atardecido. ¡Hoy me ayudará Mientras-Tanto!
Cucub montó con extrema agilidad. Luego se dejó caer hacia un costado. Era cierto lo que había dicho: el animal con cabellera parecía correr solo.
El zitzahay se enderezó:
—Esto y la penumbra harán que podamos acercarnos lo suficiente para abrir el ataque sobre la guardia de Flauro.
Por muchas buenas razones, Thungür, el herrero y el Padrecito sonrieron.
Lejos de allí, Tres Rostros sonreía también por las cosas que le contaba el agua.
Guerreros de la ladera este discutieron a la vera de un arroyo. Luego el arroyo descendió de la montaña y contó lo que había escuchado. Una cascada que les dio de beber, un riachuelo que atravesaron… El agua traía noticias de agitación y movimiento al este de las Maduinas.
Tres Rostros le pidió al agua que anduviera de prisa, de un lado a otro.
—De prisa, por el bien de todos —dijo el Brujo.
La misma prisa que exigía Thungür, por el bien de todos.
En el norte, el ejército del Venado, con todo el armamento y la carga de polvo gris que le era posible transportar, inició su avance. Eran muchos cientos de hombres cabalgando por un territorio abierto, de modo que los sideresios no tardarían en divisarlos y dar alarma. Y era eso, precisamente, lo que debía ocurrir…
Por el camino, Cucub sacaba música de su flauta. Los Kúkul cantaban una canción con sonidos de aves y serpientes que hacía reír a los soldados del Sol.
Iban a la guerra sabiendo que no había atrás, ni regreso ni rendición. Por eso cantaban y reían.
Antes de partir, los Señores del Sol y sus soldados se hincaron ante Yocoya-Tzin, prometiendo vencer para que fuese príncipe. El herrero hizo lo mismo. Y Thungür creyó que era bueno.
«Que cada uno de nosotros tenga una causa mayor que su propia vida. No importa cuál sea», pensó el jefe husihuilke.
Los Kúkul cantaban muy alto para que los sideresios escucharan.
—¿Oyes…? —preguntó un sideresio en el norte de la guerra—. ¿Oyes el canto del ave?
—¿Oyes…? —preguntó un sideresio en el sur—. ¿Oyes el andar del puma?
Welenkín merodeaba con colmillos. Visitaba el sueño de los sideresios, mataba sigilosamente y desaparecía.
El miedo se había apoderado de los soldados de Misáianes. Día y noche crecía su temor. Y si evitaban la extensión incendiada del bosque era porque en sus cercanías crecía la amenaza del silencio.
En el sur, Welenkín rugía después de cada muerte.
En el norte, el Kúkul cantaba.
Durante el avance, el ejército del Venado apenas se detuvo. Pero cuando un grupo de reconocimiento advirtió que los sideresios ya estaban a la vista, y que ocupaban toda la extensión de la mirada, Thungür ordenó detener la marcha para que los hombres se alimentaran y recobraran fuerzas antes de la batalla.
Él, en cambio, no descansó. Y tampoco Cucub, que anduvo a su lado repasando los detalles del ataque contra el enclave de la retaguardia donde Flauro se ocultaba.
Por mucho que el herrero se opuso, Thungür decidió ir con ellos.
—Serán pocos los que regresen con vida —dijo el herrero.
Pero Thungür era un husihuilke. Le habían enseñado que ocupar el sitio de mayor riesgo era la obligación, y también el honor, de quien llevaba el mando.
—La obligación del que conduce no es regresar —respondió.
Extrañas canciones zitzahay, tambores de Brujos, guerreros husihuilkes con el rostro pintado… Llegaba a las Tierras Fértiles el día de la última batalla. Misáianes no dormía. Y Kupuka, tampoco.
En el sur, la distancia estaba detenida.
Los sideresios esperaban, apostados en el llano. Los husihuilkes estaban listos para bajar la cuesta. Pero quien debía dar la orden, un anciano del consejo trepado en lo alto de una roca, se demoraba mirando el cielo.
En el norte, la distancia estaba detenida.
Los hombres podían verse los ojos. Porque nada tan pequeño se ve desde tan lejos como los ojos del enemigo en el campo de batalla.
Un murmullo corrió entre los sideresios: el jefe husihuilke no estaba en el campo. No estaba el guerrero de rostro cruzado con líneas negras que mataba con el hacha, y con la sombra del hacha. Los sideresios se aliviaron pensando que Thungür, como Flauro, se escondía al final de la guerra.
Pero Thungür avanzaba velozmente, rodeando La Pezuñera por el lado del mar. Cucub iba con él, y un grupo de cien guerreros. Los pequeños Kúkul iban a adentrarse en el campamento, volcados a un costado de sus animales para abrir el ataque. Los husihuilkes iban a pelear y a resistir hasta alcanzar al capitán de Misáianes.
Cuando el terreno los obligaba a moderar la marcha, Cucub aprovechaba para cantar.
—Es un asunto de oficios —explicaba—. Muero y mato porque soy guerrero, canto porque soy artista.
—¿Cantará tu padre, Muesca-Cinco? ¿Seguirá cantando? —Kuy-Kuyén besaba la frente de su hijo.
Y la sierva besaba una diadema que las mujeres de la nobleza habían colocado en la cabeza de Yocoya-Tzin.
—Servirá para mostrar que eres príncipe hasta que vistas con el esplendor de tu sangre —decía la anciana.
En el sur y en el norte, invierno y verano iban a ser de sangre. Comenzaba la guerra, la última, contra el Odio Eterno. La vida del mundo estaba sujeta a ese día. Y, por eso, ni una sola criatura en las Tierras Fértiles tendría sus ojos puestos en otra cosa… Sus ojos y sus alas en la guerra; sus sandalias y sus pezuñas; sus corazones y sus semillas; la sangre y el néctar iban a derramarse.
Las Tierras Fértiles respiraron profundo, y saltaron hacia el destino.
Thungür ya habría logrado rebasar al ejército sideresio sin ser visto. Era el momento, y el herrero dio la orden de avanzar.
Una pavorosa mancha de plumas apareció en el cielo de Los Confines. Era el momento. Y el anciano, desde su alta roca, dio el aviso.
En el sur y en el norte, por una causa más grande que ellos mismos, los pueblos de las Tierras Fértiles avanzaron contra el fuego impenetrable de los sideresios.
En La Pezuñera, los que encabezaban la formación caían antes de acercarse.
Así debía suceder, y todos lo sabían… Sólo a costa de muchos muertos fue posible situarse en un campo de batalla tan desigual en poder de fuego. Después, sí… Después comenzaría a pesar la habilidad de los mandos y la destreza de los guerreros.
Pero el inicio fue de los muertos. Y de los arcos de hierro.
Los arqueros husihuilkes apuntaron. Los poderosos brazos se crisparon porque era grande la fuerza que se requería para curvar los grandes arcos de metal con su carga de polvo gris. Los ojos situados en el blanco; los cuerpos inmóviles, pero impacientes… Cuando el herrero vio que estaban listos, movió imperceptiblemente la cabeza.
Algunos zitzahay se apresuraron a encender la cuerda embebida en polvo gris que conduciría el fuego hasta la carga. Los arqueros murmuraron palabras incomprensibles y dispararon.
Las flechas encendidas cruzaron el aire, y donde cayeron hubo un estallido que repartió esquirlas y perdigones; estruendo y mortandad entre los sideresios.
Amanecía y atardecía en las Tierras Fértiles.
En el sur, la guerra ya tenía muertos.
Los primeros en caer fueron los soldados del Sol. Aquellos que habían sobrevivido al naufragio tomaron con decisión el riesgo de la avanzada, como si sólo hubiesen regresado del fondo del mar para no defraudar al herrero. Junto a ellos, caían los ancianos husihuilkes. La sangre corrió en hilos por las laderas de las Maduinas, arroyos que la montaña no deseaba.
El Ahijador sobrevolaba la batalla para que un Brujo pudiese verla. Y comandar, desde la Puerta de la Lechuza, a los halcones que atravesaban el amanecer.
Así como había sido vaticinado, el Brujo y el Ahijador eran uno solo. En un sitio, el pensamiento; los ojos en otro sitio.
Unidos para siempre por la oposición del pájaro y el hombre.
Una vez, los halcones habían sido convocados para buscar a una princesa.
Ahora llegaban a la guerra en auxilio de los husihuilkes y en defensa de su cielo.
—Estamos muriendo, Ahijador.
—¿De quién hablas? —preguntó el ave.
—Hablo de los hombres —respondió el Brujo.
Los halcones volaban en círculo. Las flechas volaban en línea recta.
Cuando los sideresios vieron el cielo emplumado, cuando oyeron que el cielo graznaba, levantaron sus armas y dispararon rabiosamente; como dispara la cobardía.
—También nosotros estamos muriendo —dijo el Ahijador.
El Ahijador sobrevolaba para que el Brujo, viéndolo todo, pudiera ordenar desde lejos.
—¡Que deshagan la nube donde es fácil darles muerte!
Un anillo de halcones giraba sobre los sideresios que, ofuscados por el ruido del vuelo y los graznidos, dispararon contra lo alto.
—Ahijador, guíalos en la ronda y en la amenaza —dijo el Brujo—. La ronda, la amenaza y lo inconcebible; ésa es la fuerza de los halcones.
Los ancianos husihuilkes descendían la ladera de roca en roca, cubriéndose y disparando. Pero hubo un guerrero que quedó inmovilizado por el miedo. Tenía diez temporadas de lluvias y las rodillas lastimadas por los juegos recientes. El guerrero era un niño que lloraba con los brazos extendidos, pidiendo amparo, en medio de un jardín de cadáveres.
Mientras tanto, cientos de pájaros negros se cernían sobre los sideresios anunciando un ataque pavoroso.
En el sur, amanecía y era invierno.
En el norte, era verano y atardecía.
Sobre la Pezuñera había tres cielos. Uno liso y azul, el más lejano. Debajo, un cielo grueso y lento. Y por fin, un cielo de nubes blancas y deshilachadas que pasaban veloces hacia el horizonte.
La batalla no cedía… Un día y dos, dos días con sus noches llevaban ya los guerreros del Venado defendiendo una posición que se debilitaba.
El fuego atronaba en la Pezuñera de ida y vuelta. Pero todos sabían que una batalla sin cuartel era la victoria para Misáianes.
El número permitía a los sideresios el relevo, el descanso y la comida. Los guerreros del Venado masticaban agazapados junto a sus armas. Y si por algunos minutos se dormían, era para soñar que Thungür regresaba a tiempo.
—Allí están, Thungür —dijo Cucub, que divisó antes que nadie el campamento sideresio.
Entonces detuvieron la cabalgata: debían reconocer el terreno donde se levantaba el campamento; la posición y el número de centinelas.
En el lugar había soldados sin rango que dormían bajo entoldados hechos con pedazos de cuero cosidos, a bastante distancia del grupo de mando.
Los hombres con mayor jerarquía militar que acompañaban a Flauro ocupaban tiendas de telas resistentes, firmemente tensadas. Los centinelas se ubicaban unos pasos frente a ellas. A un costado, los animales con cabellera que, sin duda, pertenecían a los jefes militares, se hallaban guarnecidos con mallas de metal en la cabeza y en el pecho.
—No es cobardía de los animales —le decía Cucub a Mientras-Tanto palmeándole el cuello—, sino de sus jinetes.
Thungür y sus guerreros no disponían de tiempo.
Esa misma noche, a la luz de las antorchas que rodeaban el enclave, una tropilla de animales con cabellera se acercó al campamento por el lado más abrupto y frondoso cercano a la tienda de Flauro que, en esos momentos, comía y bebía con algunos de sus hombres. Una luz tenue salía de la tienda. Podían escucharse claramente sus voces y sus risas.
Los centinelas vieron a los animales. Y seguros de que se trataba de una tropilla salvaje, tomaron antorchas para acercarse.
Los animales con cabellera parecían asustados. Se separaron unos de otros y se adentraron en el campamento fingiendo indocilidad y confusión.
En el sur, también se separaron los halcones.
Bajo la potestad del Ahijador, y con las razones del Brujo, los pájaros acometían en ataques breves y certeros que aterrorizaron a los sideresios y produjeron desorden en el campo de batalla. El temor y el fuego de los soldados de Misáianes se repartió entre la tierra y el cielo. Pero era fácil ver que el poder de sus armas era mayor que las vidas sumadas de halcones y guerreros.
Los husihuilkes rodaban ladera abajo. Y ya muertos, volvían a ser niños y ancianos. Los sideresios caminaban sobre pájaros negros.
—Estamos muriendo —dijo el Ahijador—. Ustedes y nosotros.
Frente a los ojos del Brujo Halcón, acuclillado en la Puerta de la Lechuza, la batalla giraba según el vuelo del ave: los sideresios, la montaña, los husihuilkes. El horizonte, los sideresios, la montaña…
Nanahuatli, sentada junto al Brujo, se cubría los ojos y los oídos.
De pronto el Brujo Halcón se sobresaltó:
—¡Detente, Ahijador! Levanta tu cabeza y vuelve a mirar hacia el norte. ¡Recorre con tus ojos ese sendero…! ¡Allí!
Cuesta arriba, y fuera de la vista de los guerreros que peleaban en el valle, soldados sideresios trepaban con dirección a las cavernas. Querían llegar hasta los débiles para arrojarlos, en pedazos, sobre los fuertes.
—¡Rápido, Ahijador, que no lleguen! —decía el Brujo.
—Rápido, Thungür, que nuestro tiempo se agota —pensaba el herrero.
¡Que nuestro tiempo se agota, que no lleguen! ¡Rápido, Thungür! ¡Rápido, Ahijador!
Los halcones abandonaron el lugar de la batalla. El Ahijador los conducía en vuelo ascendente hacia las cavernas altas de las Maduinas.
Las mujeres husihuilkes, que vieron llegar a los sideresios, ocultaron a los niños en el fondo de las cuevas. Y se pusieron delante, armadas con las hondas que usaban para cazar pequeños animales y con cuchillos de piedra. Nada podrían con eso. Sólo no ver la muerte de sus hijos, porque ninguna de ellas se apartaría viva de las cavernas que resguardaban.
Los soldados de Misáianes dispararon desde lejos. Algunos fuegos rebotaron en las rocas. Otros encontraron los cuerpos tensos y oscuros, dulces a su tiempo, de las mujeres que vivieron en el sur de la tierra cuando el pasado era otro.
—Más rápido, Ahijador —rogaba el Brujo.
Los halcones llegaban. Tarde para muchas mujeres muertas en la boca de las cuevas; tarde para sus niños, aniquilados cuando preguntaban qué sucedía.
Pero llegaban; los halcones llegaban.
Con los ojos del ave, el Brujo Halcón buscó a Kuy-Kuyén entre las muertas. Después la buscó entre las que permanecían con vida y levantaban los ojos hacia los pájaros oscuros.
Nanahuatli habló, sin dejar el refugio de sus propios brazos:
—¿Ves a Kuy-Kuyén? —preguntó.
Pero el Brujo no podía responderle.
Ya los halcones se arremolinaban sobre los sideresios. Eran pájaros que sabían matar, por eso se encarnizaron en la blandura de la nuca, y cavaron gargantas y sienes.
Los sideresios retrocedían dando manotazos. Algunos cayeron después que sus ojos, desangrándose por sus cuencas vacías. Otros se despeñaron por la ladera, roca contra roca. Los demás intentaron escapar:
—Persigúelos, Ahijador —dijo el Brujo.
—¿Ves a mi hermana Kuy-Kuyén? —preguntó Nanahuatli.
—Persíguelos.
—¿La ves?
Y entonces fue el momento; se hizo el momento.
El Brujo Halcón vio que los labios de la princesa se movían, pero no oyó su pregunta. Entonces, concibió una esperanza.
Y para comprobarla, graznó muy alto. Su graznido movió el aire, se distinguió en el sacudimiento de las hojas, sin que nada se oyera en la Puerta de la Lechuza.
Como tampoco nada se oía en ningún otro lugar del bosque, ni en las aldeas solas, ni en los caminos. Los ínfimos sonidos y los grandes sonidos se acallaron.
El Lalafke fabuloso levantaba sus olas y las dejaba caer desde lo alto, sin ruido de mar.
El mayor silencio, el más pavoroso, sucede allí donde los ojos del hombre ven un estrépito. Y, en cambio, los oídos no oyen nada. Así como en la boca de un hormiguero, donde miles de insectos se acumulan entrando y saliendo, llevando cargas. Pero no hay sonido alguno que emerja de aquella multitud desenfrenada.
Ese silencio se hizo en Los Confines. Silencio de un Brujo que llegó hasta el fondo de su pozo. Y, a costa de sí mismo, logró acallar el vocerío del Odio.
En sus dos límites, el del origen y el del final, la Creación hace silencio para comprenderse.
Las grandes armas de los sideresios continuaban disparando. El fuego avanzaba por el aire, llegaba y mataba sin ruido, los cuerpos caían sin ruido, las voces clamaban sin ruido.
Del mismo modo galoparon por las Maduinas cientos de guerreros de la ladera este. El espanto desbordó a los sideresios cuando, en medio de aquel mutismo que no entendían, una hueste de guerreros con el rostro cruzado por líneas negras y rojas apareció en un paso de las montañas.
Eran los hombres que habían regresado por el silencio. Tenían la piel de color husihuilke, y nombres de música husihuilke. Descendieron por las Maduinas silenciosas, avanzaron por el filo de las grandes piedras, con los arcos en alto. Y un alarido de guerra que dolía más porque no se escuchaba.
Cubiertos por los que aún resistían en el valle, los guerreros del este llegaron a la batalla. Hombres oscuros que se arrojaban sobre los sideresios como si sus cuerpos fuesen de pluma. Así era el silencio. Guerreros que se erguían para descargar el filo de sus hachas, como si los huesos que cercenaban fuesen de aire. Así se había callado Kupuka.
Niños y ancianos que se hicieron guerreros, guerreros que se recordaron husihuilkes; además colmillos, y un Brujo que comandaba pájaros…
Cuando el primer sideresio dio la espalda a la batalla y espoleó su animal intentando escapar de la muerte, los sonidos regresaron al mundo: el llanto de un guerrero con diez temporadas de lluvia y las rodillas lastimadas. Detrás graznidos, explosiones, lamentos. Detrás, el choque del metal. Detrás, la voz de una princesa.
—¿Ves a Kuy-Kuyén, Brujo Halcón? —seguía preguntando Nanahuatli— ¿Ves a Kuy-Kuyén?
El Ahijador volaba todavía sobre las cuevas.
—La veo —respondió, al fin, el Brujo—. Lleva en sus brazos a Muesca-Cinco.
Nanahuatli sonrió aliviada; un poco de amor y un poco de locura.
La Pezuñera pensaba en Thungür:
—Apresúrate, hermano. Ya no hay tiempo.
En la retaguardia donde Flauro se escondía, el jefe husihuilke aguardaba la señal de ataque que debía llegar desde la tropilla que se adentraba en el campamento.
El primero en erguirse fue Cucub. El zitzahay emergió del costado del animal con el rostro torcido en una extraña mueca y el hacha en alto. El sideresio que estaba junto a él tardó un segundo en comprender, y mucho menos en morir.
Lo que parecía una tropilla de animales salvajes fue, de pronto, un grupo de guerreros mortales.
La batalla empezaba… Thungür y sus guerreros salieron al galope desde la oscuridad que rodeaba el campamento.
El ataque llegó en medio del sueño. Los sideresios lo enfrentaron confundidos y temerosos. Muchos aprovecharon el desconcierto y la oscuridad para ocultarse en la maleza.
La tienda de Flauro era el objetivo. El capitán de Misáianes, que lo comprendió de inmediato, apagó las luces de aceite y comenzó a rasgar una abertura en la tela de su tienda.
Muy cerca, los guerreros husihuilkes y los Kúkul peleaban con tanta bravura y destreza que parecían inmortales.
Advertido por uno de sus hombres, Thungür vio que Flauro procuraba llegar hasta los animales con cabellera. Cucub lo vio también, y avanzó sobre el capitán que huía.
Un disparo se hundió en el pecho de Mientras-Tanto. El animal peleó por seguir pero resbaló en la sangre que saltaba de su cuello, y cayó sobre las patas delanteras. El otro disparo fue para Cucub que quedó herido y atrapado por el cuerpo inerte de Mientras-Tanto. Antes de cerrar los ojos, Cucub pronunció el nombre más amado:
—Kuy-Kuyén…
En La Pezuñera, el ejército de las Tierras Fértiles resistía el tercer día de guerra.
Era de noche y la batalla había amainado. Los enemigos se vigilaban. Y sólo algunas descargas se oían de tanto en tanto.
Los sideresios no se atrevían a desabroquelarse. El Venado necesitaba que pasara el tiempo. Si el plan había salido según lo previsto, si el cielo había querido que así fuese, Thungür ya estaría cabalgando de regreso. Pero si acaso el jefe husihuilke había fracasado, no quedarían para las Tierras Fértiles mucho más que dos amaneceres.
Durante esa noche los guerreros retiraron a los muertos para arrojarlos en las fosas que el herrero había ordenado cavar tras las líneas. Lo hicieron bajo la luna que, por ayudarlos, ocultaba su luz entre las nubes. Los guerreros recorrieron el campo buscando muertos con el olfato. A veces sus manos se hundían a través de un costra de coágulos. A veces hallaban brazos esponjosos.
El polvo gris había sido utilizado con cautela. Los arqueros hicieron que cada disparo ocasionara grandes pérdidas a los sideresios. Aun así, la reserva de polvo gris y las cargas para los arcos de hierro se acabarían en dos días de batalla.
—Si el ataque a la retaguardia fracasó, ya no habrá siquiera quien nos sepulte —pensó el herrero.
En el enclave de Flauro, Thungür galopaba hacia Cucub con la fuerza redoblada y con la furia transformada en un grito.
El husihuilke abatió a todos los que intentaron cortarle el camino.
Otros guerreros estaban allí, zitzahay y husihuilkes, porque todos amaban al pequeño hombre que inventaba historias.
Thungür alzó el cuerpo desfallecido de Cucub y lo recostó delante de él, sobre el lomo de Hunde-la-Tarde.
Con Cucub a cuestas continuó peleando. Por Cucub a cuestas se hizo invencible.
Flauro ya montaba un animal acorazado. El capitán de Misáianes huía rodeado por soldados que no lo amaban. Y que, acobardados por el galope de los husihuilkes que los perseguían, espantados por las hachas implacables que se acercaban, lo abandonaron. Y quisieron salvarse por cualquier ocasión que la noche guardara.
Thungür alcanzó a Flauro. El capitán había malgastado el disparo de su arma.
Un animal con cabellera corría junto a otro para que sus jinetes se encontraran en una lucha que le importaba al mismo mar y a sus dos orillas.
Cosas inexplicables suceden en el entendimiento del que mata.
Thungür recordó la sonrisa clara de Wilkilén, y decidió que mataría a cuchillo.
Tomó a Flauro por el cuello, lo arrojó de su cabalgadura. Y, mientras lo hacía, escuchó ¡Shañí!, repetido entre los matorrales.
El aroma dulce del aceite que iluminaba la Casa de las Estrellas saturó el aire. Thungür miró los ojos de Flauro, aterrados y temblorosos debajo de los suyos. Escuchó la voz de un pescador de río, y hundió el cuchillo.
La fuerza del husihuilke arrastró el filo, y dividió el pecho de Flauro hasta que el cuchillo apareció por la garganta.
El campamento estaba asolado. Los Kúkul sostenían a Cucub y le mojaban los labios.
Thungür llegó hasta allí y puso el cuchillo ensangrentado entre las manos frías de su hermano.
—Ahora negaré mis propias palabras —dijo. Y agregó—. Cucub, te ordeno que regreses.
Aún faltaba algo por hacer. El jefe husihuilke caminó hasta donde yacía el cuerpo de Flauro. Blandió su hacha y, sin vacilar, le cortó de cuajo la cabeza.
Momentos después los guerreros retornaban a La Pezuñera. La cabeza de Flauro golpeaba en el costado de Hunde-la-Tarde.