—¿Cuánto hace, vecino, que nos satura el viento?
—Tanto…
El viento seco y caluroso, que había llegado después de la guerra, volvió a levantarse. Lo hizo con tanta inclemencia como nunca antes. Llegó desde el norte, cubrió la ciudad del Sol y se desmoronó sobre La Pezuñera y las Colinas del Límite.
—¿Y dónde estará el sitio en que se canse?
—No podemos saberlo.
Los dos hombres hablaban sin dejar de realizar el trabajo de molienda para la fabricación de polvo gris.
—¿Oíste lo que a menudo dice el Padrecito?
—Dice que el viento seco es tiempo para el Venado. Sí, oí lo que dice…
Cuarenta soles con los ojos sucios. La Pezuñera se había transformado en un lugar sofocante y oscuro donde eran impensables los caminos. Días de viento seco que aplazaron la guerra cuarenta veces.
El viento había comenzado muy poco después de la llegada del pueblo del Sol.
Al principio, todos creyeron que amainaría en dos o tres soles. Pasaron cuatro y el viento seguía amaneciendo. Pasaron cinco, y sólo amanecía el viento.
Fue entonces cuando el Padrecito comenzó a murmurar que se trataba de un tiempo enviado; de un plazo para la vida de las Tierras Fértiles.
Alentado por las premoniciones del Brujo, Thungür redobló el trabajo que ya era extremo. Él mismo, antes que nadie, trabajó incansablemente; con poco sueño y escasa comida. Y en el esfuerzo prodigioso, como a veces sucede, parecía feliz.
—Del otro lado del viento están los sideresios.
—Están, vecino, rechinando los dientes a causa de la tierra.
—Aquí nadie rechina los dientes…
—Será bueno, entonces, que el viento nos sature.
—Eso dice el Padrecito.
El polvo se adosaba a los cuerpos transpirados, de modo que hombres y mujeres semejaban seres de barro moviéndose día y noche. Eso ocurrió cuando, en el norte de las Tierras Fértiles, ambos eran indistinguibles: los hombres de las mujeres, y el día de la noche.
—¿Sabes algo? No distingo tampoco a los nobles… ¿Dónde están ellos?
—Tampoco puedo distinguirlos.
—Será que fatigados, sucios y mal comidos todos somos iguales.
Thungür y el herrero pudieron entenderse y completarse a la hora de planear el último campo de batalla, concertando las diferencias de las armas que manejaban, el número y las destrezas de sus hombres.
—Pero está el fuego, vecino… Las armas que disparan fuego y se llevan muchos de nosotros de un solo golpe.
—Está, es cierto. Y sin embargo, escuché este murmullo: también nuestro fuego creció bajo el viento.
—¿Y cómo habrá sucedido algo tan bueno?
—Escuché este murmullo: se juntaron un Brujo y un herrero; el polvo gris y su coraza.
Los arcos para arrojar flechas que llevaran una carga de polvo gris a suficiente distancia y con precisión, debían ser más largos que los que habitualmente usaban los husihuilkes. La madera con que el Padrecito del Paso los fabricaba no era capaz de retomar su forma con suficiente fuerza y velocidad en el lanzamiento.
Uniendo varias lonjas de metal, el herrero construyó un arco resistente que podía impulsar la flecha, con su carga de polvo gris, tanto como era necesario.
Cuando vieron que el arco funcionaba, hubo que trabajar sin cesar en la fragua para construirlos por decenas.
Thungür escogió a los guerreros cuyos ojos brillaban a la sola vista de las nuevas armas, y se las entregó para que las amaran y las entendieran en pocos soles.
—Ya no es un murmullo, vecino. Es fuego que vuela.
—Vuela, así es. Y dicen que se llevará consigo algo más que un solo sideresio.
El tiempo dilatado del viento reservaba todavía un nuevo suceso provechoso…
Un día, pasados treinta soles de viento, el ejército de las Tierras Fértiles celebró la llegada de los Kúkul.
Y ya nadie tuvo dudas de que el viento no corría porque sí.
Cucub se dejó caer del lomo de Mientras-Tanto. A causa del viento terroso que llenaba el mundo, no reconoció a Thungür sino hasta que lo tuvo muy cerca. El zitzahay se había prometido durante el largo y fatigoso viaje no pronunciar los nombres amados frente al hermano de su esposa. Luego le pareció que Thungür se había decepcionado por esa demostración de templanza.
«Nunca comprenderé a los husihuilkes», pensó Cucub. Su prolongada estadía en la Comarca Aislada le había hecho recuperar el modo de pensar de los zitzahay.
Hacía cuarenta soles que un viento inclemente revolvía el desierto haciéndolo impenetrable para ambos ejércitos. Todo lo viviente se inclinaba hacia el mismo sitio, el aire y la tierra eran la misma cosa.
Junto a una hoguera Cucub comenzó a dar saltos mientras emitía extraños sonidos como si preparara su garganta y su cuerpo para algo indecible.
—¿Qué le sucede al hombre pequeño?
—¿Qué crees tú, vecino?
—Agua de maíz.