La huida del pueblo del Sol

Desde el encuentro con el herrero en las cercanías del Río Yum, ningún mensajero había llegado del País del Sol.

El ejército del Venado siguió avanzando hacia el norte como lo hacía frecuentemente, utilizando caminos separados.

Ya en las Colinas del Límite, Thungür ordenó detener la marcha para reunirse con sus principales de guarnición, y organizar el avance a campo abierto por el árido territorio de La Pezuñera.

Sin dudas, aquel alto resultaba imperioso antes de lanzarse a la batalla. Pero también era cierto que Thungür quería dar una oportunidad a la resistencia del País del Sol. Porque, a pesar del duro desacuerdo con el herrero, el husihuilke confiaba en que los nobles actuarían con grandeza. Y que, finalmente, por la vida de todos y la de ellos mismos, respetarían el plan que habían trazado.

—Un día y su noche —dijo Thungür—. Después avanzaremos, aunque sea en absoluta soledad.

Sin embargo, ese mismo día, los guerreros que vigilaban La Pezuñera, una estepa yerma que se interponía entre las Colinas del Límite y las primeras ciudadelas y plantaciones australes del País del Sol, vieron una multitud que avanzaba lentamente por aquella extensión de piedras.

No caminaban con el mismo paso, ni en formación. No vestían de negro, ni brillaban sus armas.

No eran sideresios; eso lo supieron de inmediato.

Alertado, Thungür ascendió con algunos de sus principales hasta una cima rocosa. Desde allí verificó lo que sus centinelas habían dicho: quienes llegaban no eran sideresios. Pero el anuncio que traía esa muchedumbre cansada y polvorienta era igualmente funesto.

De inmediato, el jefe husihuilke entendió que su ejército ya no contaba con el respaldo de otra fuerza. No habría una ofensiva conjunta, por dentro y por fuera, que dejara sin salida a los sideresios.

Thungür envió un grupo de socorro y, sin darse tiempo para el dolor, comenzó a juntar los añicos de un sueño.

—¿Y en qué transformarás eso que tan cuidadosamente reúnes? —le preguntó el Padrecito del Paso.

Thungür se volvió a mirarlo.

—En una muerte que no nos pese en la eternidad —respondió.

Horas después, el pueblo del Sol llegaba a las Colinas del Límite. No cargaban fardos porque venían huyendo de una matanza. Cargaban dolor y miedo.

En vez de un ejército, Thungür recibía centenares de personas a las que sanar, alimentar y proteger.

Todos ellos venían del mismo amanecer, y sin embargo no caminaban juntos.

Thungür vio con incredulidad que aún allí, con muertos atrás y adelante, el pueblo del Sol se había separado por lo que eran y no eran.

De un lado, los que habían vivido esclavizados desde la entrada de los sideresios al País del Sol, comiendo maíz agrio, compartiendo su escudilla y su piel con las moscas. Algunos aún tenían cadenas en los tobillos, que no habían podido quitarse. Todos tenían los ojos espantados.

Del otro lado, la nobleza.

Los nobles de la Casa de Molitzmós, los que habían participado de la resistencia entrando y saliendo del palacio de mando, llevaban joyas y vestiduras que ni la caminata por el desierto había logrado opacar.

Los nobles de la Casa de Hoh-Quiú no conservaban tal arrogancia en el ropaje, pero sí en el porte y en la voz. Y aunque muchos habían permanecido ocultos y relegados en los bordes de la ciudad, en nada mostraban marcas de hambre ni trabajo esclavo.

«Entre ellos estaría Nanahuatli.» No era así como Thungür hubiese querido recordarla después de tantos días de olvido.

—Pero si te vanaglorias por ser distinto, eres igual a ellos —dijo a sus espaldas y en voz muy baja el Padrecito que, desde hacía horas, parecía vivir en la cabeza de Thungür.

Al frente de todos, y en brazos de una anciana que caminaba junto al herrero, llegaba el que los unía más allá del oro y los escudos.

El herrero se adelantó para detenerse ante el jefe husihuilke. No se mostraba avergonzado. Su autoridad no parecía debilitada por el fracaso de la estrategia.

—Él es Yocoya-Tzin —dijo, indicando a la anciana que se acercara—. El príncipe nació antes de tiempo, por sacrificio de Acila, su madre, para salvarlo.

Thungür miró al niño. Era demasiado pequeño y respiraba agitado contra el regazo de la mujer. No halló nada que decir sobre él.

En ese momento se acercó un grupo de hombres que representaba a las dos Casas del Sol. Uno de los nobles habló por todos y con autoridad:

—Es urgente que reorganicemos la estrategia. Hemos hablado en el camino y tenemos claras ideas al respecto…

Thungür le puso encima los ojos negros como si fueran sus manos asiéndolo de la capa bordada. Le echó encima los ojos para exigirle que se callara. Lo miró de pies a cabeza, conteniendo en sus puños apretados el deseo de arrojarse sobre él para enseñarle lo que era el dolor.

Después desvió la vista para llamar a uno de sus principales:

—Es necesario ordenarlos —le dijo. Y encerró al pueblo del Sol y a su nobleza con un mismo gesto—. No por sus vestimentas, sino por su salud, por su edad. Y especialmente por el servicio que puedan prestar —alzó la voz para tapar el creciente murmullo de los nobles—. Den a todos una ración de comida. Y vean que sea mayor para los que traen hambre de muchos soles. El mismo noble que antes había hablado tiró hacia la espalda, en un gesto airado, el medallón que llevaba colgado:

—No admitimos que separes a los miembros de nuestra Casa y a nuestras familias…

El rostro de Thungür, enmarcado por el largo cabello negro y atravesado de músculos, le impidió continuar. El husihuilke se acercó al noble; la diferencia de estaturas y de fortaleza se ganó la atención y el silencio.

Thungür sabía que, por causa de una enorme desgracia, toda la fuerza había regresado a sus manos. Y que no era momento de desperdiciarla:

—Mi nombre es Thungür, hombre husihuilke del sur, primer jefe de este ejército. Tú, sin importar quién seas… Tú y todos los que te acompañan harán lo que se les ordene. Di muerte a mis hombres cuando traicionaron la lealtad de la guerra. ¡No dudes de que haré lo mismo contigo! No importa quién seas en tu enorme país, aquí serás un guerrero —calló un momento y luego continuó—. Repite a los tuyos lo que acabas de oír. Y diles a las mujeres que vienen a tu lado que nadie llora aquí —por entonces Thungür hablaba para sí mismo, procurando que la ira se fuera con las palabras—. Diles que no pueden llorar porque no lloran las mujeres husihuilkes, como no lloran estas otras mujeres que tengo delante. Mujeres del pueblo del Sol que, si bien miras, todavía temen que las golpeen por la espalda. Aquí no hay taburetes de oro… Aquí hay fuego, tierra y alrededor.

Detrás de los nobles, el herrero delató, en su voz, una sonrisa:

—Si me permites, Thungür, formaré a mis soldados para que podamos presentarnos ante ti. Y ponernos bajo tus órdenes a los ojos del cielo.