Los sideresios se acercaban a la casa de madera… El sitio donde Kush amasó cierto pan que mitigaba mucho más que el hambre.
Luego de abandonar la isla de los lulus los sideresios desembarcaron en el continente.
La primera aldea, viniendo del sur, era Paso de los Remolinos.
Los sideresios se desparramaron por la pequeña aldea abandonada. Derribaron puertas sencillas. Acribillaron mantas de lana, cántaros con guardas de colores y cestos de juncos. Después se tendieron a comer y a beber en medio de objetos que no parecían rotos. Parecían muertos.
Al atardecer, un grupo de reconocimiento llegó balbuceando palabras incomprensibles. Los hombres aseguraban que una casa de madera, alejada del resto de la aldea, hablaba y se reía.
Los sideresios siguieron el camino que les indicaban, a través del bosque. Avanzaban tal como si fuesen a batirse con Thungür y todos sus hombres.
Sin embargo un viejo nogal lleno de nidos abandonados era lo más parecido a un guerrero. Y la casa de madera exhibía como única defensa unos pocos zapallos que habían crecido a pesar de la pena.
Cuando llegaron, estaba oscureciendo. Los sideresios encendieron antorchas y rodearon la casa a cierta distancia, de modo que los unos vigilaban las espaldas de los otros. Los sideresios no querían tener atrás; porque el atrás, en ese bosque de Brujos, los espantaba.
Sin embargo, después de un rato de calma y viendo que todo estaba abandonado, los sideresios empezaron a ganar confianza.
El sitio aquel no se movía; parecía vencido y muy cansado. Era una casa de madera igual a las otras. Un sideresio avanzó dispuesto a derribar otra puerta sencilla. Un golpe seco de sus botas iba a alcanzarle. Pero no pudo hacerlo. Lo detuvo una amenaza que comenzó con un leve cambio en el color del aire. Y continuó con un siseo que decía algo.
En el cielo del atardecer, un ave gigantesca se detuvo a mirarlos. Los sideresios apuntaron sus armas para derribarla; pero antes de que pudieran disparar, el rugido de un puma se oyó en la espesura. La casa tenía música de flauta, el nogal se reía.
Lo quieto se levantó hasta el cielo, lo vencido extendió las alas, lo cansado rugió en venganza de su amor muerto.
Y desde el bosque de Los Confines, como si anduvieran en dos patas, llegaron cientos de pequeños remolinos levantando las hojas secas que cubrían la tierra.
Los soldados de Misáianes le prendían fuego a todo lo que no comprendían. Y aquella vez, mientras algunos disparaban sus armas, otros arrojaron antorchas sobre la casa de madera que luchaba por su vida.
Cómo saber si fue el nogal… Quién podría saber si Welenkín o el Ahijador contaron esta historia.
Pero alguien lo dijo.
Cada una de las antorchas que arrojaron los sideresios fue atrapada por un remolino que las estiró igual que largas cintas que se sacudieron en el aire.
Tanto se estiraron las llamas que, al fin, se vieron como colas de luz. Luces blancas, amarillas o rojas según la edad del fuego.
Y qué tiene de extraño si la aldea se llamaba Paso de los Remolinos.
Y qué tiene de extraño si allí llegaron los lulus, cada atardecer de la buena estación, en busca de tortas de miel y calabazas.